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septiembre, 2000:

Arqueología de Molina (y II)

En esta segunda semana de nuestro paseo arqueológico por el Señorío de Molina, vamos a pasar a la visión de la Celtiberia molinesa, periodo en el cual (de los siglos VI al II a. de C. aproximadamente, momento este último en que se produce la ocupación total de la Península por parte de Roma) es enorme la población, muy densa, y por lo tanto han quedado numerosísimos enclaves, hoy localizados la mayoría, estudiados y cuidados unos pocos, y con perspectivas de que en un futuro se puedan encontrar muchos más. Para los amantes y estudiosos de la Prehistoria, es sin duda el Señorío de Molina uno de los lugares ideales, con mayores perspectivas de hallazgos futuros, pues en el período celtíbero la población de este terreno, a pesar de ser una zona alta, y con un clima durísimo, fue muy abundante.

Empezamos por visitar el Castro del Ceremeño, en Herrería. A lo largo de los últimos años, y bajo la dirección de la profesora Cerdeño, se ha trabajado en él y se ha recuperado totalmente su importante sistema defensivo y las estructuras de habitación que permiten conocer el trazado urbano y la distribución de las viviendas con total nitidez. Está El Ceremeño sobre un cerro, en el valle del Saúco, arroyo que vierte al Gallo. De unos 2.000 m2 de extensión, se ha podido fechar, el asentamiento más moderno, en la Edad del Hierro II, o sea, hacia el siglo III a. de C., y la primera ocupación del siglo VI a. de C.

Consta El Ceremeño de una muralla que rodea en gran parte el perímetro del cerro, aunque hoy solo quedan completos sus costados sur y oeste. La muralla es de sillares y lajas de piedra caliza. De una anchura de 2-2’5 metros y hasta 2 metros de altura. Tiene un torreón esquinero, y contaba con una apertura, una puerta, a la que se ascendía por camino o rampa desde el valle. En su interior se ven las viviendas, que estaban adosadas entre sí. Las más grandes tenían 3 estancias cada una: de planta rectangular, 11’5 x 5 metros, tenían un vestíbulo, una sala central con el hogar y despensa al fondo, donde se encontraron restos de comida acumulada. La excavación metódica ha supuesto el hallazgo de gran número de piezas de cerámica, de filiación levantina, hechas a mano y con torno, algunas de ellas muy grandes y bien conservadas. También se encontraron objetos de bronce.

En la parte baja del valle, en la zona de la vega, al pie del cerro, se ha localizado la necrópolis de El Ceremeño, y muchos de los objetos hallados, vasijas, etc., junto con fotografías, memoria de la excavación, y explicación de su significado, se muestran en un pequeño museo situado en el Ayuntamiento de la villa de Herrería.

Continuamos nuestra visita a la necrópolis de La Yunta. Perteneciente a la época Hierro II, y por lo tanto fechable hacia mediados del siglo III a. de C., este importantísimo campo arqueológico se encuentra a 4 Km. al noroeste del pueblo, en dirección a Embid, al pie de un cerro donde hoy está la ermita de San Roque. Casi a ras del suelo (a tan sólo 20-25 cm. de profundidad se ha encontrado lo más importante del conjunto) se han llegado a excavar 268 tumbas. La gran cantidad de ellas, y su buen estado de conservación hacen de este yacimiento de La Yunta un documento excepcional para conocer los rituales funerarios de los celtíberos. Se encuentran en este cementerio prehistórico estructuras tumulares, y otras de incineración simple. Algunas de las tumulares (las menos frecuentes) son especialmente llamativas, pues están formadas por varias hiladas de piedra de tamaño regular, con planta casi cuadrada, de 2 x 2 metros. Las de incineración simple constan de un hoyo en el que se deposita la urna con las cenizas, y encima una tapadera cerámica o losa de piedra. Se mezclan las de un tipo con las de otro, y no se han encontrado restos de ustrinia. Al quemar el cadáver, se colocaba previamente junto a él su ajuar completo. Todas las cremaciones fueron individuales, excepto dos de pareja mujer/hijo, que se hicieron al mismo tiempo. Según la categoría social, se enterraban con restos de animales, cabras, ovejas, incluso una vaca. En una de ellas, se ofertó un ciervo junto a la urna del difunto.

En los ajuares de esta necrópolis de La Yunta se encuentran fusayolas, y huesos astrágalos de ovicápridos (tabas) perforados y en número muy grande. Se debían usar como adornos, collares, etc. También se han hallado fíbulas, y pocas, muy pocas armas. Se explica este hecho por ser una época de muchas luchas, contra los romanos, y no poder permitirse el lujo de enterrar al guerrero con sus armas. Había que volver a usarlas, permanentemente.

Otro de los interesantes lugares de la arqueología celtíbera en Molina es el Cerro de la Cantera en Hinojosa. Situado en medio de los campos, se hace muy visible por sus empinadas laderas y su coronamiento amplio solemne, sobre una eminencia calcárea de difícil acceso. Se sabe que estuvo ocupado desde la Edad del Bronce, y en su altura se han encontrado numerosas piezas de sílex tallado, cerámicas hechas a mano con bordes decorados. Son realmente monumentales los restos que quedan de sus murallas, y se ven excavaciones semicirculares abiertas y talladas en las rocas de la ladera. Junto al mismo pueblo de Hinojosa, se alza otro típico cerro testigo al que allí llaman, por la tradición que corre desde hace siglos, el Cabeza del Cid pues la aparición continua de piezas metálicas, cascos, armas, etc. en sus laderas y superficie, hicieron pensar a nuestros antepasados que allí había estado un gran ejército, y este no podía haber sido otro que el de Ruy Díaz de Vivar, cuando pasó de Burgos a Valencia por estas tierras. Ya don Diego Sánchez Portocarrero, historiador del Señorío en el siglo XVII, regidor perpetuo de Molina, hombre sabio donde los haya, y que vivió muchos años estudiando y escribiendo en su caserón de Hinojosa, propagó esta especie, pues él mismo, según refiere en su «Historia del Señorío de Molina» subió a menudo a lo alto de este cerro, donde descúbrense cada día en este sitio diversos pedazos de armas de antigua hechura, yerros de lanzas de punta cuadrada, armaduras de cabeza a modo de cascos muy chatos con agujero en medio, y muescas para las orejas y abajo alrededor muchos taladros de donde debían de pender otras armas, y de esto se halla allí y yo he visto mucho y extraordinario. Merece, hoy todavía, una visita el castro de la Cabeza del Cid sobre Hinojosa. Por lo menos, se hace ejercicio al subir, y se ven magníficas vistas desde lo alto.

En el centro del Señorío, en torno a Prados Redondos, abundan los pequeños castros celtibéricos. Uno de ellos, también estudiado meticulosamente por la profesora Cerdeño, es el de Chera, donde además del castro de La Coronilla se encontró una amplia necrópolis, en la cual se han podido localizar con exactitud los ustrimia o lugares donde se incineraban los cuerpos de los fallecidos. Es de los siglos II y I a. de C., y se encuentra a tan sólo 300 metros de la orilla del río Gallo. En sus tumbas, de estructura tumular sobre pavimento firme, se encontraron preciosos objetos que hoy se exhiben en museos, como urnas de cerámica, elementos de hueso, de bronce, de hierro y aún de plata: hebillas de cinturón, collares, vasijas profusamente decoradas, etc. Fue el estudioso local don Agustín González, quien primeramente estudió esta zona y rescató las mejores piezas, hoy conservadas en museos provinciales. La necrópolis de Chera ha servido para perfeccionar el conocimiento de la estructura social de los celtíberos, a partir de la manera en que estos enterraban a sus muertos. Y en el castro, también de alto valor ilustrativo, se han encontrado viviendas adosadas, más pequeñas que en El Ceremeño, apoyadas en su «espalda» sobre la muralla común del castro. En su aterrazamiento se encontraron silos excavados en el suelo, tanto dentro como fuera de las viviendas, de un metro de diámetro y algo más de profundidad, que tenían por función el almacenamiento de los cereales, lo que indica que las gentes de esta zona vivían fundamentalmente de la agricultura.

Si el viajero desea entretenerse, durante varias jornadas, en mirar la tierra en torno a Prados Redondos, y subirse a los múltiples castros que otean el pelado territorio, puede hacerlo en el de Los Biriegos, en la rambla que va a Piqueras, donde se muestra en lo alto de un cerro el evidente resto de un fortín amurallado. El pueblo de Otilla en su origen fue un castro celtíbero. En Las Arribillas hay otro castro. En Torremocha, a la orilla izquierda del camino que desde Prados Redondos va a este pueblo, está el castro de Gozarán, y aún pueden visitarse los de Torrequebrada, Tordelpalo, Ribagorda y el Aulladero.

Sin entrar en mayores detalles, y como una muestra final de la abundancia de yacimientos, unos estudiados y otros todavía no, de la época celtíbera en el Señorío de Molina, apuntar la existencia de un castro de Castellote, a la entrada del barranco de la Hoz. El Castro de la Torre en Turmiel, en la cima de un cerro de calizas margosas y jurásicas. El Castro de la Cabeza en Mazarete, en lo alto de un cerro, muy alto, con un corte en la montaña que permitía su acceso a los primitivos. El Castro del Castillejo en Anquela del Pedregal, a unos 3 Km. al oeste de este pueblo, en una enorme altura, a 1.400 metros sobre el nivel del mar, con dos recintos bien diferenciados, y restos de murallas y un torreón, todos ellos provistos de materiales cerámicos. El Castro del Torreón, en Rillo de Gallo, ofrece restos de lo que fue un amurallamiento completo. Finalmente, en Cubillejo de la Sierra hay dos castros importantes: el de los Rodiles y el de la Loma Gorda, ya mencionados. Por el Alto Tajo, y todavía muy poco estudiados, hubo castros, de los que solo tenemos las noticias de las ruinas ciclópeas que nos da Sanz y Díaz, y que él vio en el Prado de la Lobera y en el Zarzoso. Son conjuntos de enormes piedras, bloques sin unión de argamasa, colocados unos encima de otros, con una finalidad posiblemente defensiva. Lo que Valiente Malla definió como «facies cultural del Alto Tajo» en referencia a las formas de cerámicas halladas en estos castros, puede en un futuro marcar una nueva visión del conjunto de estas numerosas huellas de la Prehistoria en Molina.

De la época romana muy pocos restos se han encontrado. Lo cual nos hace suponer que no fue ocupada esta tierra por los invasores lacios, al considerarla muy fría y pobre. Se han encontrado elementos que permiten localizar algunas villae en el valle del río Gallo, entre Molina y Corduente, y restos asociados a poblados celtibéricos, como en Herrería y Cubillejo de la Sierra.

Una posibilidad, esta de andar, ver y conocer, que recomiendo a todos cuantos quieren saber de su tierra, especialmente de aquella altura entrañable, parda y seca, pero palpitante de recuerdos, que es el Señorío de Molina.

Arqueología de Molina (I)

En el silencio de los campos de Molina bulle la memoria de la vida. A quien desee entrar, por muy someramente que lo haga, en el mundo del conocimiento arqueológico, prehistórico, de esta comarca, le brotará el asombro según vaya tomando notas, apuntando lugares, confrontando fechas. Porque Molina es un auténtico hervidero de hallazgos, de yacimientos, de excavaciones y de letras escritas con el sigilo de lo que fue y se olvidó, de lo que tuvo vida y ahora duerme. Un paseo por los lugares que en Molina tienen ya la etiqueta de enclaves arqueológicos, nos dará idea cabal, por muy rápido y somero que lo hagamos, de la importancia que tuvo en la época celtibérica, y de la nítida perspectiva que de cara a un turismo de conocimiento, cultura e investigación se abre en torno a tantos y tantos enclaves arqueológicos.

La zona peninsular que los romanos denominaron Celtiberia, por estar habitada por gentes numerosas que ellos consideraban de estirpe celta, se extendía por un amplio territorio del noreste peninsular, tierras interiores, que iban desde el valle medio del Ebro en su orilla derecha, hasta el alto Duero, incluyendo como es lógico, lo que es actualmente el Señorío de Molina, y las Sierra del Ducado en Guadalajara. Comprendía las tierras que hoy forman el noroeste de Teruel, el suroeste de Zaragoza, todo el norte de Guadalajara y el sur de Soria. Los historiadores romanos, como Diodoro, Polibio y Estrabón, explican que esta zona se dividía en la Celtiberia Citerior, la más oriental y cercana al mar, y que abarcaba desde el Ebro en su orilla derecha hasta las altas tierras del nacimiento del Jalón, y la Celtiberia Ulterior, que comprendía ya las más occidentales tierras del alto Duero. Los celtíberos, ya en los últimos momentos o siglos de su historia, se extendieron por la Meseta castellana, produciendo el fenómeno conocido como celtiberización, difundiendo en esas tierras de estirpe puramente ibérica, sus elementos de cultura material y social. Según los autores romanos referidos, a su vez los celtíberos estaban divididos en grupos étnicos, o pueblos bien definidos, aunque su forma política fuera la «ciudad estado» o pequeños núcleos en forma de castros sobre cerros, independientes unos de otros, pero unidos en caso de guerra. En la Celtiberia Citerior se encontraban los belos, los titos y los lusones, que eran los habitantes del actual territorio molinés. En la Ulterior poblaban los pelendones y los arévacos, estos localizados en las zonas de Sigüenza, Atienza y Soria.

Para comprender los restos que hoy encontramos de los celtíberos en Molina, hay que saber, al menos, cómo vivían y como morían. Habitaban en pequeños núcleos altos, sobre cerros testigos, oteros, o francas atalayas. En ellas colocaban la aldea en forma de castro, esto es, fortificada con murallas recias de un espesor de más de 2 metros, con una sola puerta de entrada, y torreones esquineros, dejando a veces casi sin cubrir los flancos de imposible acceso por la forma de la montaña. Estas aldeas, tenían una calle, o en algunos casos más de una, recta, a lo largo de la cual se iban abriendo las casas, que se adherían en su zona posterior a la muralla. Las casas, muy pequeñas, de muros de piedra y cubierta de maderas y ramas sujetas con piedras, tenían un solo espacio habitacional, aunque en ocasiones se podían encontrar hasta tres. En los últimos periodos, aparecieron ya las ciudades amplias, organizadas con servicios públicos, circos incluso, foros y mercados, pero en el área molinesa no se ha hallado ninguna de estas características.

A la hora de la muerte, los celtíberos practicaban la incineración de los cadáveres. Eran colocados estos, revestidos de sus mejores galas y adornos, acompañados de su ajuar personal, sobre una pira denominada ustrinium, y allí ardían casi completamente. Los restos, cenizas y huesos, eran introducidos en una urna cerámica, y junto con otros objetos de uso personal (adornos en las mujeres, collares, pulseras, fusayolas, etc., y armas en los hombres) se depositaban en la tierra, poniendo en ocasiones un lecho de losas, unas paredes de piedras hincadas y una piedra muy grande encima, en forma tumular (generalmente para los individuos de relieve en la escala social)  y en otras, las más frecuentes, se depositaba la urna en un agujero, y se cubría con tierra, poniendo como mucho una estela de señalización.

Tanto los castros, situados en alto, con sus defensas amuralladas, como las necrópolis, situadas en bajo, en los valles al pie de los castros, aparecen hoy con profusión en la tierra de Molina, y, aunque su análisis, excavación y estudio corresponde exclusivamente a los especialistas en Prehistoria y Arqueología, necesitándose permisos oficiales para realizar excavaciones, todos podemos saber dónde se encontraban, y cuales han sido los hallazgos realizados en ellos. Incluso para quien sin demasiadas caminatas y escaladas, quiera hacerse una idea de cómo eran estos castros y necrópolis celtibéricos, puede visitar el Castro del Ceremeño, en Herrería, declarado «Bien de Interés Cultural» con un anejo Museo y explicaciones adecuadas para contemplar de cerca y cómodamente este aspecto de la más vieja cultura molinesa.

Uno de los aspectos que más interés despertará a los amantes de la Arqueología en Molina, es el saber que existe una importante colección de lugares en los que recientemente se han encontrado muestras de arte esquemático, tales como pinturas murales y petroglifos o dibujos tallados en las rocas. Estas muestras, que han sido incluidas en el grupo del arte paleolítico levantino, y por tanto consideradas como elemento «Patrimonio de la Humanidad», están protegidas y en constante proceso de revisión, pues de vez en cuando se encuentra algún nuevo ejemplo. Como información, siempre provisional, de lo que actualmente se conoce, aquí van estos datos: el más antiguo de los lugares conocidos con petroglifos es la llamada Peña Escrita de Canales de Molina, a la que hace ya años dediqué algún trabajo en estas páginas. En ella aparecen figuras antropomorfas, algunas de ellas gigantes, de más de 10 metros de longitud, talladas sobre la roca y solo visibles desde el aire, y multitud de pequeñas figuras enigmáticas, esquemáticas, simulando cascos u objetos de culto, en una roca bajo el abrigo rocoso. En Rillo de Gallo, y en medio del pinar junto a un mínimo arroyo que baja hacia el Gallo, se han hallado los mejores ejemplos de la pintura mural paleolítica: la erosión de los siglos trabajó sobre la tierra y produjo abrigos que permitieron el asentamiento humano, en el periodo Calcolítico. A unos 2 Km. caminando hacia el norte desde el pueblo, se encuentra la zona de El Llano, un abrigo en una formación de arenisca roja del Triásico inferior («rodeno»). Las figuras, en tonos pardos y rojizos oscuros, aparecen en el centro del abrigo, visibles desde cierta distancia: son once figuras en total, entre las que aparecen grandes bóvidos, y varias figuras antropomorfas. Por supuesto que en todo el yacimiento se han documentado restos ceráminos que han permitido su datación en unos dos mil años antes de Cristo.

Otros elementos localizados pero todavía insuficientemente estudiados, se encuentran en Hombrados, y en la zona próxima al castillo de Zafra, en los roquedales de la vertiente sur de la Sierra de Caldereros, donde se han encontrado pinturas en un abrigo rocoso, y restos de un poblado, en alto. Aparecen petroglifos en forma de «cazoletas unidas mediante acanaladuras». Es un lugar muy interesante, con un acceso difícil, pues hay que subir por un pequeño túnel situado en la ladera enmarcado por grandes bloques caídos, que enmascaran la primitiva entrada al poblado, que sería en forma de rampa. Por supuesto que también el castillo de Zafra cercano a Hombrados, aunque en término de Campillo de Dueñas, fue un castro primitivo, y en él se han hallado restos materiales de todas las culturas que han pasado por la Península en los últimos cuatro mil años. Además se han encontrado grabados y petroglifos en cuevas del Barranco de la Hoz, en Cillas, y en Cobeta, donde se ven elementos podoformos.

De la época del Bronce, en líneas generales, se han encontrado multitud de asentamientos. Por mencionar algunos, el Fuente Estaca en Embid, que es un hábitat en llano, de los siglos IX-VIII antes de Cristo, con material de sílex. En Aragoncillo el poblado de La Pedriza, en Cubillejo de la Sierra los yacimientos de la Ermita de la Vega, donde se encontraron cerámicas que evidencian ritos funerarios, y de la Loma Gorda, lugar en el que se han documentado tres asentamientos humanos progresivos, desde la edad del Bronce a una villa romana. También en una pequeña necrópolis cercana a la ciudad de Molina se han hallado restos cerámicos con ausencia total de hierro.

Y en la próxima semana seguiremos nuestro periplo por ese mundo intangible pero sonoro y bello de la arqueología en Molina, en el que tanto se está trabajando hoy, especialmente bajo la dirección de J. Alberto Arenas Esteban, verdadero promotor de la recuperación de nuestra memoria colectiva.

Pairones de Molina

Una columna pétrea en medio de los anchurosos campos. Un bloque de talladas piedras, del color de la sesma (los hay grises en la Sierra, rojos en el campo, pardos en el Sabinar…) que se suele colmar con una cruz férrea, algún bolón tierno, y siempre en sus costados, en lo alto, las polícromos azulejos de cerámica en que aparecen pintados San Roque, las Ánimas consumiéndose entre llamas, algún Cristo o alguna Santa Catalina pregonando su virtud. Estos son los pairones molineses, esos elementos que definen, como pocas cosas, con su escueta presencia la tierra que les dio vida.

Los pairones constituyen uno de los símbolos más emblemáticos del Señorío de Molina, dando la bienvenida a los viajeros en los caminos molineses… anunciando la presencia de los caseríos… Son palabras estas que escribió ese gran periodista que es Carlos Sanz Establés, molinés y mantenedor de la entraña molinesa en cuanto hace.

Aunque se han dado muchas definiciones de este pináculo de piedra, y los molineses no necesitan definiciones para saber de ellos, López de los Mozos dos daba una definición en un libro que escribió sobre este tema: Construcción arquitectónica, generalmente de no muy grandes dimensiones, fabricada con diferentes materiales, que consta de varias partes y que contiene imágenes de carácter religioso y/o inscripciones (en algunos casos) que se sitúa en diversos lugares, siendo los más frecuentes los cruces de camino o junto a éste. Aunque es esta una definición que no define demasiado, pues deja en la categoría de diversos muchos parámetros que podrían gozar de medida, sí que centra el tema y nos los presenta como son: de piedra, siempre, y de unas dimensiones que rondan los 3 metros, teniendo un pilar como eje sustentorio de lo que suele ser un remate en forma de pequeña capillita donde está la imagen sacra de que nos habla este autor. Están casi siempre en los cruces de los caminos, y sirven tanto para indicar la proximidad de los pueblos, y el cambio de término, como para pedir a los viandantes que recen una oración por el santo en él representado, y muy especialmente por las Ánimas del Purgatorio, mayoritariamente titulares de ellos.

El origen de los pairones es pagano. Anterior al cristianismo. Precisamente la tierra de Molina, que fue habitada densamente por los celtíberos en los diez siglos anteriores a la Era cristiana, quedó regada del espíritu que los hizo nacer: la costumbre, (bien documentada en el mundo romano) de arrojar los caminantes una piedra en los cruces de caminos, o en las orillas de estos cerca de las poblaciones, donde los romanos solían enterrar a sus muertos, generó con el tiempo montones ingentes de piedras, pirámides casi, que finalmente se terminó por conglomerar y transformarlos en hitos o columnas de piedra tallada, que sirviera para eso mismo: recordar a los muertos, de quienes antiguas leyendas decían que se concentraban en las encrucijadas.

Es la cristianización de la tierra molinesa, muchos siglos después de llegar y marcharse los romanos, la que impone dedicación y devoción a estas piedras. En su remate, que a veces alcanza la forma de un edículo o pequeña capilla cerrada con reja, aparece tallada o pintada sobre cerámica una imagen. Y suele ser motivo iconográfico como santo individual el francés Roque, protector de los caminantes; otras veces Santiago, y casi siempre una representación de las Ánimas del Purgatorio, ese conjunto de seres anónimos que en la hagiografía cristiana viene a definir a los antepasados que murieron y el caminante no conoce. Este es también el origen que se explica para los humilladeros aragoneses o los hermosos cruceiros gallegos, aunque estos se yerguen, tallados y preciosistas, como elementos de lujo ornamental en el centro de los pueblos. Todo en esencia procede de la misma palpitación: de origen celta, -y así nos lo explica el especialista en símbolos Juan Eduardo Cirlot- estos Montes de Mercurio con los que los caminantes señalaban, mediante montoncitos de piedras, los lugares estratégicos de los caminos, y que luego se cristianizaron con cruces, son la expresión humana del respeto hacia los muertos, y hacia los dioses, a quienes se ofrecía esa piedra como sustituto de cualquier otro sacrificio. Un esfuerzo y un recuerdo, cuando en el camino se hace una parada.

También la etimología del pairón insiste en este significado: peiron o pairon en griego significa «límite». De ahí que son más frecuentes los que se encuentran aislados, en medio de los campos, señalando caminos, y sobre todo señalando límites de términos municipales (de veintenas en sus primeros tiempos) que los que vemos a la entrada de los pueblos, o incluso dentro de ellos. Esa función de señalización es muy evidente cuando, en los meses del invierno, la paramera se cubre de nieve (piensa, amigo lector, que hace unos siglos la tierra molinesa permanecía cubierta por el blanco manto los tres meses del invierno, y aún algo más) y sobre el monótono y brillante paisaje solo destaca el negror de los cuervos y el solemne estirón de las piedras de los pairones. Es bonita, incluso, esa función de faro en medio de ese mar monótono, limpio y pelado del páramo. Según cuentas algunos viejos, en tiempos se ponía dentro de los pequeños edículos que los coronan, una luz, una antorcha para orientar a los viajeros y a los perdidos por los caminos.

Según el Catálogo de pairones molineses que en 1996 publicó José Ramón López de los Mozos, un total de 118 piezas de este estilo podemos encontrar hoy en las orillas y los cruces de los caminos del Señorío. Si dijera aquí los que a mi parecer son más hermosos, me ganaría un improperio por parte de quienes no son nombrados. Y además, y con el corazón en la mano, todos me maravillan, cualesquiera me emociona, porque vistos uno a uno, aislados, en su sitio, con su luz propia y su aroma en torno, son piezas de museo, generosos monumentos que se nos levantan sin querer en el ánima.

Por eso sólo me atrevo a significar los que más me gustan, aquellos en los que pasé un día, a pie por el camino, o a coche parado admirando su elegancia, su ingravidez, el sosiego de su entorno. Y así debo decir el del Cristo del Guijarro en La Yunta; el de San Simón en Tortuera, el de la Virgen de la Soledad en Cubillejo del Sitio (que es el modélico, el reproducido en Madrid en la calle María de Molina), y el de ladrillo dedicado a Santa Lucía en Milmarcos. No puedo olvidar los de Labros, porque son todos severos, son como lo más entrañable de todo el Señorío: grises y recios, solemnes sobre los calvijosos campos, adustos ante el sabinar que emerge, precisos en sus contornos contra el cielo azul de la paramera. El de San Isidro, junto al cementerio, con una imagen del santo y un escudo tallado en el que lucen las iniciales de Cristo; el de Santa Bárbara, junto a la carretera de Hinojosa; el de San Juan, en el Camino de Labros a Tartanedo y de Hinojosa a Anchuela, desde cuyo edículo petroso se vislumbra recortado el cerro donde patina el pueblo; el de la Virgen de Jaraba (al que también llaman pairón del Espolón, que está en el cruce de los caminos de Labros a Jaraba y de Amayas a Milmarcos (la que llaman los labreños senda de la Virgen). En él reza la inscripción sencilla «Acordaos de/las almas/de votos» haciendo referencia a ese sentido de miliario de camino que recuerda a los muertos, a sus almas, a los antepasados, a los que purgan sus pecados en el Purgatorio… y al fin el pairón de las Aleguillas, que está al norte del pueblo, hacia Pozuelo… tantas piedras solemnes y puras, que tienen el frío de los hielos invernales, y el color breve de las noches de luna metidos en sus corpachones rotundos. Los pairones de Labros, como si fueran la esencia de todos los del Señorío, son los que más quiero.

Todos ellos, y muchos más extendidos por ese alto campal que es la tierra molinesa, tienen un mensaje común, una palabra rotunda y audible, la de la generosa paciencia de esperar, en pie, sin valicación, a que alguien venga y ayudarle.

Bajo los soportales de Guadalajara

Estos próximos días, en los que Guadalajara será un ir y venir de gentes detrás de las músicas, y por delante de los gigantes y cabezudos, no será mal momento para recordar uno de los aspectos que configuraron a la ciudad, desde hace siglos, hasta hoy mismo, y que debería seguir marcando un tanto su figura, componer su silueta de clásica ciudad castellana. Me estoy refiriendo a los soportales, de los que ya tan escasos ejemplos quedan en pie.

El soportal es una parte, mínima pero muy expresiva y útil, del urbanismo medieval cristiano. Las viejas ciudades islámicas, al menos en la Península ibérica, no tenían estos elementos, que suponen dejar una parte de calle pública bajo los edificios, que se sostienen en esa parte sobre columnas y capiteles de más o menos calidad técnica y expresividad artística. Los árabes hacían sus ciudades con calles muy estrechas, precisamente para evitar que el sol ardiente de sus climas cayera sobre ellas, y las dejara un poco más frescas. Los cristianos, en cambio, prefieren espacios más abiertos, grandes plazas y calles en lo posible anchas, aunque la necesidad a veces de construir mucho en poco espacio, les hizo también economizar en los espacios libres de las calles.

La provincia de Guadalajara ofrece hoy algunos ejemplos de espacios urbanos soportalados muy hermosos, conocidos de todos, pero que no está de más recordar aquí, como paradigma de este tipo de construcción: ¿quién no se ha paseado alguna vez por la calle mayor de Tendilla, con su kilómetro largo de soportales en los dos costados de la calle? ¿O quien no ha visto los preciosos soportales de la Plaza del Trigo en Atienza, de la Plaza Mayor en Sigüenza? Por recordar ejemplos encantadores, aunque más pequeños, digo aquí las localidades de Uceda, de Arbancón, de Peralejos de las Truchas, o de Pareja, donde mínimos fragmentos han quedado de soportales, sin olvidarme de los Ayuntamientos de Horche, de Fuentelencina, de Budia y de Tomellosa, como edificios aislados en los que también esa estructura juega a embellecer un frente comunal.

La ciudad de Guadalajara, la capital del Henares, tuvo también su buena parte de soportales. No llegaron nunca a ser tan largos y espléndidos como los que ofrece su hermana grande del valle, la Alcalá de Cervantes, pero sí sabemos que al menos la parte baja de la Calle Mayor, la que ahora se denomina de Miguel Fluiters, estuvo adornada de ellos hasta principios del siglo XX. Era, lógicamente, una calle muy estrecha, con pequeñas plazas que daban entrada a casonas y a la iglesia de San Andrés, desembocando en la de Santiago, hoy lonja del palacio del Infantado. Todo cayó para ensanchar esa calle que quería ser la mayor de un burgo en crecimiento.

No cayeron, sin embargo, los soportales de la Plaza Mayor, que han llegado a nuestros días, a pesar de malas fortunas y abandonos, casi íntegros. La Plaza Mayor de Guadalajara, hoy eje de la Fiesta en honor de su patrona la Virgen de la Antigua, y me imagino que tan llena de gente que ni se va a poder fijar nadie en su estructura, tuvo en sus inicios una ermita en su interior, dedicada a Santo Domingo, que ya en el siglo XV a finales se derribó, para darle más amplitud al principal espacio ciudadano. Dicen que fue el Cardenal Mendoza quien promovió esa reforma arquitectónica, así como la de dotar de soportales a los cuatro costados de la Plaza. Esta, que hoy está cruzada de un extremo a otro, por uno de sus costados, por la cuestuda Calle Mayor, tiene además otras dos salidas. La cuesta del Reloj y el callejón de Arco, que se llama así por haberlo tenido de cubrición hasta hace 100 años. Antiguamente, a la plaza entraban otros callejones estrechos, que fueron cerrados con la edificación de casas.

Los soportales los mantiene en tres de sus costados. Solamente el del norte hoy no los tiene, y eso porque se lo tiraron hace también un siglo, para reformar las casas de ese lado. Pero en su parte sur los tiene, en su parte oriental y en la occidental. En esta última, son los soportales del edificio del Ayuntamiento los más solemnes (también los más artificiales y eclécticos). Y junto a ellos, unas obras impiden hoy en día admirar el otro fragmento de soportales de ese costado de la Plaza Mayor. Las edificaciones que ahora están en obras mostraban una curiosa sucesión de columnas, no alineadas, con espacios desiguales entre ellas, rematadas en columnas de distintos tipos de piedra, con grandes zapatas de madera sobre las que apoyan vigas corridas de lo mismo. Adquiridas hace poco por el Ayuntamiento, esas casas se han derribado, y se está procediendo a reconstruirlas «tal cómo eran» según se nos ha dicho. ¿Se reconstruirán con la planta irregular de los soportales? Esperemos que así sea.

También hay soportales en el costado sur, entrañables, y en el oriental. En este, un edificio de nueva planta que se reconstruyó totalmente hace años, respetó la estructura soportalada, pero colocó unos nuevos pilares con capiteles desproporcionados, que ha alterado ya, un poco más, esta plaza, aún respetando su dimensión ciudadana.

Sabemos que también tuvieron soportales las casas de la plaza de San Gil (hoy del Concejo), y quizás los hubo, en algún momento de la historia, en la Calle Mayor Alta, y plaza de las Concepcionistas (hoy de Moreno), pero no ha quedado constancia de ello.

Pasear por estos mínimos e íntimos espacios ciudadanos da un aliento de certeza de que la ciudad tiene, desde hace muchos siglos, su modo de vivir y respirar. Muchos viejos pueblos de Castilla mantienen esa estructura soportalada en sus calles y plazas (cómo no recordar las de Almagro en la Mancha, las de Ezcaray en Rioja, las de Valladolid o las de Peñafiel junto al Duero, y tantas y tantas otras…) Estos elementos le dan a un burgo un empaque y una dignidad mayores, una belleza solemne, e incluso una utilidad para celebrar ferias, encuentros (los coleccionistas de sellos tienen su mejor refugio en los soportales de la Plaza Mayor madrileña, y los sabios del orbe occidental pueden charlar al abrigo de la lluvia por los de la Plaza de Salamanca) y charlas distendidas. Ojalá Guadalajara sepa conservar lo poco, lo poquísimo, que de estos soportales le han llegado hasta el nuevo siglo. Es por ello que, tras las fiestas que ahora comienzan en todo su esplendor, y para las que deseamos, (a ciudad y ciudadanos) todo lo mejor, se nos devuelvan esos soportales del costado occidental de la Plaza Mayor con su serena belleza irregular que tuvieron durante siglos.

Molina de los Caballeros

Está estos días, este fin de semana especialmente, Molina de Aragón en fiestas. Es una forma de estar, porque las ciudades son como seres vivos, que tienen ánimos de variado tipo, y frente a épocas de soledad y añoranza (que en Molina se suelen alargar de octubre a mayo) hay otras de dinamismo y alegría. Esta es una de ellas.

Y como sé que hay muchos (cada vez va habiendo más que por fin se deciden) que van a ir estos días por Molina, doy con estas líneas que siguen un poco de idea de lo que se van a encontrar. Porque ahora se ha puesto el viaje a Molina, desde Guadalajara, en poco más de una hora, con buenas carreteras que tampoco cansan. Se van a encontrar, repito, con una ciudad antigua y cargada de historia y monumentos. Una ciudad que, a pesar de eso, es moderna y dinámica, muy bien cuidada, y sorprendentemente hermosa, no ya por el horizonte de grandiosidad que la pone el castillo (hay que probar la vista de Molina desde la ermita de Santa Lucía, en el borde del Cerro del Ecce Homo sobre el valle y el burgo) sino por el aire de misterio, de evocación y devoción contenida que hay en cada casa, en cada calle, en cada plazuela… te invito, amigo lector, a que visites conmigo Molina en estos días de fiesta, o en cualquier momento del año.

Una ciudad perfecta

La ciudad de Molina de Aragón asienta en la orilla derecha del río Gallo, sobre una llanada escueta que asciende lentamente hacia el gran alcázar medieval que la corona e infunde personalidad con su silueta. Toda la ciudad conserva un recio carácter de antigüedad y sobria presencia, estando siempre anima­da con las gentes de todo el Señorío que acuden a diario a sus compras o asuntos. La «calle de las Tiendas» es estrecha y llena de sabor antiguo. La «Plaza Mayor» es un amplio recinto rodeado de palacios, casas de típico aspecto molinés, y el Ayuntamiento de antigua construcción. La zona más comercial son «los adarves» o calle‑paseo construida en la orilla del río y en el lugar donde antiguamente corría la muralla ciudadana. Son muy evocadoras las plazas de «Santa Clara» y «Tres Palacios», la calle de «las cuatro esquinas» y el «barrio de la judería». Quedan todavía muchas casas típicamente molinesas, algunas del Medievo, cons­truidas en su fachada con sillar el piso bajo, y entramados de madera con revocos en los superiores, siendo muy característico su remate en galería abierta.

El acervo monumental de Molina de Aragón es todavía muy importante. El castillo de los condes de Lara es pieza fundamen­tal del mismo, y por la ciudad aún pueden admirarse restos de la muralla, obra también del siglo XIII, y algunas torres, entre las que destaca la torre de Medina, de la misma época.

Del arte religioso, destaca la iglesia del convento de Santa Clara, que cuando la construyeron en el siglo XIII fue denominada de Santa María de Pero Gómez. Es una pieza magnífica de arte románico, construida toda ella con robusto y bien tallado sillar de tono rojizo. Tiene planta de cruz latina, con un cruce­ro de brazos muy cortos; presenta una sola nave y concluye en ábside de planta semicircular tras un reducido presbiterio. La bóveda es de crucería, sencilla, algo apuntada, y sus arcos fajones van sostenidos por haces de tres semicolumnas adosadas, rematadas en capiteles con decoración de hojas de palma. En el ábside aparecen ventanas con arco de medio punto en los que como decoración aparecen puntas de diamante y columnillas laterales rematadas en foliados capiteles. La portada, a mediodía, muestra una influencia francesa en su traza: está encuadrada por dos columnillas gemelas a cada lado, sobre cuyos capiteles carga una cornisa que se sujeta por modillones, y entre ellos aparecen profundas metopas, todo ello bellamente decorado con temas vege­tales y geométricos. El arco de entrada es semicircular y se forma de numerosas arquivoltas baquetonadas que descansan sobre columnillas rematadas en elegantes capiteles de tema vegetal.

La iglesia de San Martín fue levantada en la segunda mitad del siglo XII, y muestra todavía, bajo un portal cubierto, sobre su muro norte, la puerta de acceso que consta de varios arcos apuntados, adornado al exterior con flores cuadrifolias, y con detalles consistentes en el Crismón o anagrama de Cristo sobre la arcada gotizante. De lo primitivamente románico solo quedan restos del ábside semicircular y una ventana moldurada en el muro meridional. Pero de esta debemos decir que no es visitable, porque se encuentra en un avanzado estado de ruina, lo que es una lástima porque priva a la ciudad de uno de sus más relevantes edificios históricos.

Si desde ella recorremos la Calle de las Tiendas, animada como nunca, muy bien pavimentada, y hasta alegre por la cantidad de comercios que hoy la adorna, llegaremos has ya Plaza Mayor, en la que tras el edificio del Ayuntamiento está la iglesia de Santa María del Conde, que pasa por ser la más antigua del burgo, porque dicen fue fundada sobre la primitiva mezquita por el Conde don Manrique. En su parroquia o colación residía la alta nobleza del Señorío. Hoy muestra su arquitectura sobria, correspondiente a la reconstrucción total que de ella se hizo en el siglo XVII, con portada de líneas simples y torre poco expresiva. El interior, después de una restauración sistemática, sirve de albergue a actos culturales relacionados con el Concejo.

La iglesia de San Gil es la única parroquia que per­vive. También en su origen fue románica, pero, a lo largo de los siglos sufrió restauraciones, dejando de interesante un par de sobrias portadas manieristas del siglo XVI, una torre muy chata sin detalle artístico, y un interior de grandes proporciones, pero vacío de testimonios artísticos tras el grave incendio que sufriera en 1915, en el que perecieron altares y otras cosas de interés. Hoy preside su nave principal un extraordinario retablo renacentista, realizado en el siglo XVII por la escuela de Sigüenza, y que procede de la parroquia de El Atance, en las cercanías de la ciudad episcopal.

El antiguo convento de San Francisco se fundó, por doña Blanca de Molina, a finales del siglo XIII, y lo que en principio fue un templo de puras líneas góticas, sufrió posteriormente reformas que transformaron su interior en una amalgama de estilos y ornamentos. Un gran coro a los pies, y en la cabecera sendas capillas de la familia Malo y de la de Ruiz de Molina, en severo estilo renacentista. En la portada, y orientada al norte, se halla un ingreso del siglo XVIII muy sencillo y elegante, con puerta claveteada y emblema de la Orden franciscana bajo el frontón. A un costado de los pies del templo, surge la capilla de la Venerable Orden Tercera, obra del siglo XVIII, con portada barroca y ábside semicircular. De la misma época es la torre del templo, que hoy se conoce popularmente por el nombre del Giraldo, por tener de veleta una figura metálica que gira al impulso del viento.

La ermita de la Virgen de la Soledad, a la entrada de la ciudad, forma con su entorno una evocadora estampa del siglo XVII en que fue construida, lo mismo que la iglesia de San Pedro, en pleno centro, sin más interés que lo monumental de sus propor­ciones, o la iglesia de San Felipe, barroca, con una portada sencilla en la que luce gran relieve escultórico alusivo al patrono del templo, en cuyo interior merece admirarse la riqueza y abundancia de retablos barrocos, más pinturas y esculturas del siglo XVIII.

La arquitectura civil es en Molina abundante y ofrece elementos dignos de ser admirados. De la época románica se con­serva el puente sobre el río Gallo, con tres arcos y lomo pro­nunciado, construido con el típico sillar de arenisca rojiza. El edificio del Ayuntamiento es sencillo, obra del siglo XVI, con reformas y restauraciones posteriores. En su interior se conserva un pequeño museo y un archivo documental importante. Algunos palacios y casonas típicamente molineses pueden visitarse. Es la más interesante el palacio del virrey de Manila que construyó don Fernando de Valdés y Tamón, en el siglo XVIII. Da su fachada a la estrecha callejuela de Quiñones, y presenta una portalada barroca que derrocha cintas, frutas y moldurones retorcidos, con un cimero blasón de capitán. Pero lo más interesante son las ya medio borradas pinturas al fresco de la fachada, que sorteando balcones completaban un programa iconográfico complejo y litera­rio.

Otras casonas de este estilo son las del marqués de Villel en la calle de Cuatro Esquinas; la de los Arias en Capitán Arenas; la de los marqueses de Embid en la plaza Mayor, o la de los Garcés de Marcilla (hoy Casino) en los Adarves. Es también muy bella la casona de los Molina, a la que llaman «la Subalter­na», dedicada a Hotel. Y no pueden dejar de citarse, y aun de admirarse, los palacios de los Montesoro, también en la calle de Cuatro Esquinas, en cuyo edificio, con portada heráldica e interior magnífico, vivió su infancia la Beata María Jesús López de Rivas, llamada «el letradillo de Santa Teresa», o la casona de los Obispos, en el barrio de San Francisco, en la orilla izquierda del río, construida en el siglo XVIII por el «obispo albañil» don Juan Díaz de la Guerra, para poner en ella la sede de las finanzas episcopales seguntinas en el territorio molinés. Como edificio notable del siglo XIX, el Instituto de Enseñanza Media, antiguo colegio de Escolapios; y un monumento, el que se encuentra a su puerta, dedicado al molinés Capitán Arenas, que talló el escultor Coullaut‑Valera.

Solamente con lo expuesto ya tiene el viajero elementos para entretenerse y admirar. Es una delicia pasear las callejas estrechas de la judería y la morería de Molina. Es un placer quedarse un rato en la Plaza Mayor, escuchando el eco de tantas fiestas antiguas, de tanto honor proclamado. Y es un regalo entrar al castillo y subir por sus rampas, alzarse a sus torres, sentir el viento atrevido que se cuela entre sus almenas. De ese castillo hablaremos en próxima semana, porque ahora ya sólo queda tiempo para preparar el viaje, y, venga, irse hasta Molina, a disfrutarla.