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julio, 2000:

Signos heráldicos de poder y fama en Sigüenza

Pasear las naves de la catedral de Sigüenza sigue siendo un ejercicio de cuerpo y alma, una útil transición entre la realidad del mundo de hoy, y la palpitante visión entretejida de sombras de los mundos de ayer. En el atenazante calor del verano, cuando el campo es ya de un rubio ardido, y el aire oprime los pulmones, reconforta pasar al fresco sombrajo de la catedral, del templo seguntino de Santa María, en el que tantas sorpresas, o tantos recuerdos, esperan al visitante.

Historias múltiples

La Catedral de Sigüenza es uno de esos lugares rituales donde la expresión del espíritu humano y su vertiente social y religiosa se han expresado con mayor intensidad. A lo largo de ocho siglos (pues comenzó a construirse a finales del XII), múltiples grupos y personas han ido poniendo ilusiones, trabajos y esfuerzos en hacerla grande, alta y cuajada de mensajes. Javier Davara, en un memorable trabajo que le sirvió de Tesis Doctoral, revisó el sentido comunicacional que la ciudad de Sigüenza, y muy especialmente su catedral basílica, han tenido a lo largo de los siglos.

Uno de esos contenidos es, sin duda, el de transmitir al pueblo que la ha usado, los mensajes que algunas personas le han querido enviar. En muchos casos de Fe, de religiosidad, de belleza. Pero en algunos otros de meditada razón propagandística de sus excelencias. De ese modo, y aunque parezca un tanto exagerada la frase, la catedral de Sigüenza ha servido de gran «cartel publicitario» para algunas misiones diseñadas de forma muy premeditada por sobresalientes personajes de nuestra historia.

Por otra parte, no es nada nuevo decir que cualquier edificio, cualquier adorno que en ese edificio se encuentra, tienen una intención comunicacional determinada. Tanto en la Edad Media como hoy en día, así ha sido. El pueblo que pasa delante, que ve siglas, dibujos o jeroglíficos, trata de encontrarles sentido, y, a veces sin quererlo, se lleva clavado en el cerebro el intencionado mensaje de potencia que encierra. Ese poderío de la sigla, del esquema, del logotipo, que hoy ostentan las marcas, los bancos y los políticos, han sido utilizados durante siglos por las clases dirigentes, para reafirmar su poder en cualquier instancia.

Y esa forma de poder, rebozada con la sonriente camisa de la fama, se ha expresado durante muchos años a través de la heráldica, el sistema de señales que a través de complicados códigos expresaba linajes, grados, legitimidades, herencias y poderíos. Los escudos de armas, cada vez mejor conocidos, apreciados y respetados como elementos imprescindibles para el conocimiento de la historia, han sido en múltiples ocasiones auténticos elementos de poder y de fama. Sus signos seguro.

Heráldica en la catedral de Sigüenza

En la catedral de Sigüenza se repiten por doquier esos elementos. He llegado a contar más de quinientos por sus muros y techumbres repartidos. Algunos de ellos, pertenecen a un mismo personaje que se ha encargado de distribuirlos a base de bien. Así por ejemplo el Cardenal don Pedro González de Mendoza, el cardenal Bernardino López de Carvajal, el obispo don Fadrique de Portugal, etc. Quizás fueran ellos, hombres plenamente renacentistas, quienes mejor consideraran el valor clásico del escudo: seña de identidad, mensaje afirmativo de poder y de gloria, dura piedra tallada para siempre en la que los símbolos de un linaje glorioso se eternizan. Quien pone un escudo ha hecho algo grande, algo por los demás. Bajo un blasón se abre una portada, el acceso a un lugar nuevo y hermoso, o se firma un retablo, una bóveda, un obrón. Es, entonces, el signo de la grandeza, la irrefutable prueba de que ese personaje es magnífico, de que durará su nombre tanto o más que ese escudo de piedra y bronces.

Quien pone un escudo, lo hace porque es poderoso, y tiene fama. Esos signos, pues, del poder y la fama, que son los escudos de armas, en la catedral de Sigüenza se repiten con la fuerza telúrica y sonora de un grupo numeroso de hombres fuertes. Los constructores, los que deciden, los que han acompañado a reyes y han puesto y quitado cargos y prebendas a quienes han querido.

No solamente han sido obispos quienes han dejado sus escudos repartidos por los altares y los suelos de la catedral seguntina. Es verdad que la mayoría de esos escudos son episcopales. Y también que muchos de ellos solamente muestran sus armas sobre la losa fría que cubre sus restos mortuorios. Una fama que abarca la muerte. Pero también hay emblemas de civiles. De hombres y mujeres que hicieron su carrera fuera de la liturgia: están las armas del caballero Martín Vázquez de Arce, el Doncel; y de su padre el comendador don Fernando; o las de los caballeros Mora, Torres y Gamboa, que en su capilla de Santiago el Zebedeo en el claustro catedralicio (uno de los ámbitos más inquietantes y mágicos del templo) pusieron sus cuerpos derrotados bajo lápidas talladas de lambrequines y celadas. Hay, incluso, emblemas de instituciones: y allí están las azucenas dentro del jarrón, signo del poderoso Cabildo Catedralicio, señor con el Obispo de la Ciudad y su territorio; o las de Castilla y León que puso Pedro I el Cruel sobre la torre del mediodía; o incluso las armas del Estado Español que el «hispaniarum Duce» Francisco Franco, ‑según reza la leyenda que lo circunda‑ puso en el remate de la bóveda del crucero, reconstruida en 1946 tras la acometida de sus aviones contra la catedral.

Todo un repertorio de personajes, de leyendas, de mitos y realidades que en las piedras de estos escudos se resumen y aún incitan a conocer mejor, uno a uno, a estos seres y sus pasos por el pretérito mundo de esta catedral impar. Como complemento a estos recuerdos, puedo indicar, por si a alguno interesa, que hay un libro que escribí hace tiempo (Heráldica Seguntina se titula) en el que trato con alguna amplitud de todos estos temas. Especialmente los escudos más sobresalientes, los de obispos y caballeros, dibujados y explicados meticulosamente, nos permiten volver a evocar aquellos fastos, aquellas leyendas que salen al paso por Sigüenza, por sus callejas oscuras, por sus rincones evocadores. Un mundo este de los escudos que siempre creí interesante y que he tratado nuevamente de llevar al ánimo y consideración de cuantos piensan que la cultura y el conocimiento no ocupan lugar en nuestras vidas.

Cogolludo palaciego

De vez en cuando, cada vez con más frecuencia, entre nosotros aparecen gentes que se dedican, con toda seriedad, rigor y probidad a investigar y recoger los datos que centren la realidad de un tema que atañe a nuestra cultura, a la propia esencia de la historia, el patrimonio y el costumbrismo de Guadalajara. Esta actividad es siempre nacida del impulso personal, como debe ser, y no espera a mayores ayudas ni patrocinios por parte del tutelar gobierno. En estos días se ha puesto en evidencia, una vez más, esta enérgica voz de quienes aman su tierra con una fuerza contenida y generosa. Se trata ahora de dos investigadores, padre e hijo por más señas, que han puesto su esfuerzo común en recopilar todo (absolutamente todo) de cuanto hasta ahora se sabía sobre un edificio emblemático de nuestra tierra: sobre el palacio ducal de Cogolludo.

Una investigación perfecta

La pareja que forman Juan Luís Pérez Arribas y Javier Pérez Fernández nos ha puesto en la mano la monografía perfecta sobre el gran edificio que preside la Plaza Mayor de Cogolludo. Ese palacio de los duques de Medinaceli que es (y ellos lo demuestran) el primer edificio civil, -mejor dicho: el primer palacio residencial- hecho con las normas del Renacimiento italiano.

Es ya un detalle que centra muy bien el tema, el recuerdo que nos hacen de cómo el viajero Antonio de Lalaing, que vino a España en 1502 como cronista de Juana y Felipe, los nuevos Reyes de Castilla, refiere sus visitas a los tres mejores lugares de esta tierra en ese momento: Guadalajara y su palacio de los duques del Infantado; Jadraque y su castillo-palacio del marqués de Cenete; y Cogolludo con su palacio de los duques de Medinaceli, calificando a este último como «el más rrico alloxamiento que hay en España…» En aquellos años de comienzos del siglo XVI, cuando todo lo que se construye con forma y riqueza es de tipo gótico flamígero, lo que planea en Cogolludo el arquitecto Lorenzo Vázquez suena a raro, a maravilloso, a inusitado. Además, en pocos años se llenó de obras artísticas su interior: se cubrieron sus techos de riquísimos artesonados de tipo mudéjar, hasta el punto de que muy poco tenían que envidiar a los del palacio del Henares; se pusieron lujosas yeserías en torno a puertas y chimeneas (aún queda una en el «cuarto rico», en el salón alto), y se llenaron de coloristas azulejos a la cuerda seca, los suelos y los zócalos de las habitaciones.

El trabajo de estos investigadores de Cogolludo se ha materializado en un libro, pequeño pero hermoso, cuajado de información rigurosa y decenas de imágenes. Todo cuanto quiera saberse sobre este edificio está ahí escrito. Sin notas a pie de página, para hacerlo fácil de leer, pero con la imprescindible bibliografía final que justifica sus fuentes. Con muchos dibujos originales del primer firmante, y decenas de grabados en color, y en blanco y negro, que retratan en detalle el monumento. Añadiendo todas las imágenes que han podido recopilar desde el siglo pasado. Entre ellas la preciosa lámina grabada por Parcerisa, que saluda al lector en la cubierta, y la interesante foto del francés Laurent cuando hace más de 120 años retrató el palacio entonces en funciones de «Posada Nueva».

Un lujo que aún brilla

Si Cogolludo tiene muchas razones para hacerle una visita, el palacio ducal de su plaza mayor es el más singular, sin duda. Aparte de subir hasta la iglesia de Santa María, perfecta de proporciones y muy bien restaurada; o de ver las ruinas de sus conventos (el Carmelo, San Francisco) y aún esa sorprendente iglesia de San Pedro a la que nunca llega la ayuda para dejarla redonda con su impresionante decoración pictórica… aparte de subir y bajar por sus empinadas callejas y dominar el paisaje de sierras y campiñas desde las alborotadas piedras de su castillo calatravo, la razón del viaje ha de ser contemplar, visitar, conocer, y gozar lo que el palacio ducal nos ofrece.

En primer lugar se fijará el viajero en su fachada, que es horizontal, amplia, cubierta de almohadillados sobresalientes, coronada de un petril afiligranado, centrada por una portada de sonora belleza grutesca, con el escudo orondo del constructor, don Luís de la Cerda, primer duque de Medinaceli, sostenido por querubes y alojada en un laural netamente cívico, los seis ventanales partidos que adornan su piso alto le dan una imagen inconfundible, preciosista, de esas que uno no se cansa de mirar, porque con facilidad evocan el siglo mismo en que se levantó.

Pero ha de pasarse al interior. Y allí mirar su zaguán, hoy vacío, su escalera, sin más interés, y su gran salón alto, el «salón rico» que llamaron entonces, en el que la chimenea de decoración mudéjar quita la respiración, de lo hermosa que es.

En la parte baja, se entra al patio, del que hoy solo quedan las columnas, con sus capiteles y arcos, y fragmentos breves de su galería alta, del arranque de la escalera, etc. Esos restos que han servido a Pérez & Pérez para reconstruir con fidelidad total al original, mediante dibujos, la imagen primera de este patio, que dejó asombrados a todos cuantos a lo largo de los siglos pasaron por él.

No eran menos espectaculares las galerías que daban sobre el jardín/jardines que en terrazas se extendían hacia el sur, con arquitrabes y zapatas de piedra, adornadas de los escudos de la familia constructora, y que hoy se ven, sueltos, por aquí y por allá, puestos en edificios del pueblo. Con detalle y sencillez, padre e hijo se encargan de darnos «masticado» este edificio que es, hoy por hoy, un poco complicado de entender, debido a los destrozos que ha sufrido a lo largo de los siglos, pero que a nada que se siga el hilo de la explicación comprendemos con facilidad su esencia primigenia. Y a través de ella nos percatamos de cómo podría reconstruirse, restaurarse, o, en último extremo, utilizarse dignamente para algo que además diera un impulso a la villa de Cogolludo. Porque ahora, con los jardines renacentistas ocupados por una plaza de toros, y la soledad habitando en los muros interiores y en el patio, este palacio que tanta admiración causó a propios y extraños hace siglos solo depara esa primera impresión, solemne y de monumentalidad, pero también alimenta la idea de que, en esta tierra nuestra, el patrimonio mejor está un tanto olvidado de quienes tienen posibilidad de darle vida.

El palacio ducal de Cogolludo existe todavía, afortunadamente, y ha superado las más difíciles pruebas de una historia española que ha sido tan capaz de construir como de destruir, en los últimos siglos. Este libro de Juan Luís Pérez y Javier Pérez nos da la medida exacta de su importancia, de su historia, la de sus personajes, el valor de sus múltiples detalles, las anécdotas de lo que en él ha ocurrido…. pero no puede alejar ese punto de tristeza que se nos queda cuando, después de admirarlo (y ya sabiendo todo lo que se puede saber de él) nos alejamos oyendo cerrar tras nosotros ese portón que quizás no se abrirá hasta una semana después, para dejar pasar a otros cuantos turistas, que le mirarán, se admirarán de su grandiosa silueta, y no será capaz de aportar nada más que eso, asombro y maravilla, a cuantos se ponen delante de él. Que cada vez, afortunadamente, son más, y con más respeto.

Un paseo hasta Valdapeñas de la Sierra

En la Serranía de Guadalajara, al otro lado del Jarama, en un territorio que es ya Somosierra aunque las mejores tierras del pueblo estén en la Vega de ese río, se alza Valdepeñas, que fue siempre así llamado, durante siglos, hasta que en la época del Conde de Romanones, en que se puso apellidos a los pueblos «repetidos» de España, le añadieron lo de «la Sierra» por no confundirle con otros empeñascados pueblos a caballo entre valles y montañas. Este está a 916 metros sobre el nivel del mar, y se goza en él de un aire, todo el año, como más limpio y transparente que en otras partes.

Llegamos a Valdepeñas, la tarde luminosa y abierta, única como siempre que nos lanzamos a ver el mundo tapizado de carrascos y aliagas, en un periquete desde Guadalajara. Se sube la carretera de Marchamalo y Usanos, y al llegar a Viñuelas, se toma la desviación a la derecha y por Casa de Uceda se comienza el descenso al valle del Jarama, denso de pinos, de rebollos, de encinas y caza. Luego se asciende y ya se está allá, en la sonriente floritura de este pueblo. Los viajeros se han apeado del coche, y se lanzan a pasear las calles, los caminos, los olivares. Delante de la iglesia hay un almendro que por marzo se pone en flor rabiosa, y alegra la cara de quien se arrulla con sus flores. La iglesia es casi lo único antiguo y generoso en formas que se ve por la villa. Tras una escalinata pronunciada, casi vaticana, se llega a la puerta, que es de curvas agudas, sencilla y gotizante, medieval pura. La torre del templo se nos antoja excesivamente rural, sanchopancesca, sabedora de refranes. Los viajeros se van luego detrás del templo, escalan un cerro desde el que se ven los valles y las montañas como en un cuadro primigenio. En la primavera es todo verde, hay prados, entre las rocas, y hay caminos que clarean entre los carrascales. Al norte se alza la sierra, se entreve Alpedrete, humilde y pintoresco, y dan ganas de seguir el camino que sube a los cerros…

La historia y los Monumentos

Un recuerdo obligado a la historia de Valdepeñas de la Sierra. Confieso ahora que con bastante atrevimiento, por mi parte, porque don Andrés Pérez Arribas está terminando de publicar un libro que nos dará completa la historia de este pueblo, que es el suyo, en el que nació hace casi 80 años. Perteneció esta villa, tras la Reconquista de la Transierra en el siglo XI por Alfonso VI, al alfoz o Común de Villa y Tierra de Uceda, estando bajo su jurisdicción, y usando su fuero. Como dicha villa, perteneció al señorío de los arzobispos de Toledo, hasta fines del siglo XV, en que Felipe II le concedió el privi­legio de villazgo, y quedó exenta y libre.

Para los buscadores de arte, podemos decir que su iglesia parroquial (que fue recientemente restaurada tras haberse hundido hace unos años) constituye un curioso ejemplar de arquitectura de tradición gótica. Al exterior presenta una construcción de aparejo mixto, de ladrillo y mampostería, en su muro meridional; la portada se abre en el muro sur, y es un buen ejemplar gótico: el arco, moldurado, es apuntado, descansando en columnillas y capite­les delgados, y se enmarca por un alfiz rectangular adornado por bolas o pomas. Se ven puertas similares, aunque con arcos semicirculares, en muchas construcciones civiles góticas repartidas por toda Castilla. Su interior es de tres naves separadas por pilares de sección rectangular de sillería, y arcos apuntados. Un gran arco triunfal, muy elegante, elevado sobre elegantes capiteles vegetales, separa la nave principal del presbiterio. La cubierta es de madera, de tradición mudéjar. Al presbiterio se accede desde la nave central por un arco que apoya en bellos capiteles. Dicho presbiterio es de planta cuadrada y se cubre de bóveda de crucería estrellada. La torre del templo, que como digo es amazacotada y densa, es accesible por una escalera de caracol construida en piedra en el interior del muro, y que recibe luz por finas ventanas aspilleradas.

Otros detalles evocadores

Pasear por Valdepeñas rescata del pasado muchos recuerdos. La tarde luminosa se alza dando relieve a casas y esquinas. La calle mayor es lustrosa, ancha, y en ella se ven buenas casonas antiguas. En otras calles y plazas sorprende a los viajeros la cantidad de pinturas, estilo naif, que pueblan sus muros de pintados árboles, frutales y montañeros, como si trataran de dar verdor a un caserío en el que predomina el blanco. Porque árboles hay, y muchos. En el camino de salida hacia poniente, se alzan unos cuantos olivos que podrían figurar en el Museo Virtual de los árboles impares, preciosos y generosos en su forma, en su tamaño, en su producción olivarera.

Además tiene Valdepeñas otra vestimenta de acicale: sus rótulos callejeros, que en elegante cerámica muestran los sonoros nombres de sus rúas: la mayor, la del Cura, la del Moral… tantas y tan elocuentes de un pasado rural, sencillo y español. Bajamos luego más hacia la Vega, que allí ponderan por su riqueza de productos huertanos, por el frescor que reparte en las tardes de verano, por la abundancia de pájaros, de flores raras. En fin, que aparte de la belleza de su entorno, Valdepeñas suma nuestro aplauso por la generosidad y simpatía de sus gentes.

Después de este viaje a Valdepeñas, que a buen seguro no ha de ser el último, en una tarde inolvidable de primavera tardía, los viajeros se disponen a recordar sus momentos de pausada marcha por las calles y plazas del lugar, y ante la perspectiva de saber más, mucho más y más hondo, a través del anunciado libro de su cura más jovial y sabio, don Andrés Pérez Arribas, se quieren quedar más horas, y así lo hacen, hasta que la sombra de la Somosierra se echa encima de las casas, y ya desde la ermita volvemos las caras para mirar otra vez el caserío que se alza en el borde del roquedal. Cualquier rincón de Guadalajara está preñado de belleza, pero este Valdepeñas de la Sierra tiene tanta que a pesar de haber acabado el artículo tratando de explicarla, aún no sé por donde empezar a ponderar esa magia que respira, y que nos obligará a volver otro día.

Medio centenar de castillos en Guadalajara

Esta tarde de viernes, y en el gran Salón comunal del actual Monasterio benedictino de Sopetrán, entre Torre del Burgo e Hita, va a tener lugar un acto en el que obligadamente seré protagonista. Así lo ha querido la Asociación de Amigos de Sopetrán, al pedirme que diera una conferencia en su habitual encuentro de las “Colaciones Monasteriales» que al menos una vez al mes se hacen en aquel lugar, que es de encuentro hoy como siempre, y de amistad probada. Será la charla sobre «Medio Centenar de Castillos en Guadalajara» directamente proyectada desde una estructura tipo «web site» a través de un ordenador, y en ella expondré, de forma personal, pero al mismo tiempo interactiva, mi visión de estos elementos constitutivos del patrimonio provincial, que todavía hoy presentan numerosas necesidades de estudio, de cuidado, de restauración, y, sobre todo, de respeto: los castillos medievales de Guadalajara.

Un recorrido por la historia

Hablar de los castillos de nuestra tierra es rememorar su historia toda. Ya cuando quien tenga Interés por este tema coja en sus manos la obra clásica que los explica, los «Castillos de Guadalajara» de Francisco Layna Serrano, se dará cuenta que hablar de ellos es hablar de la historia entera de la provincia. En ellos, y en los personajes que los dieron vida a lo largo de los pasados siglos, se condensa la historia de la tierra toda, de la Alcarria, los valles serranos y la altiplanicie molinesa. Ellos fueron cabeza vigilante de valles, tutela de ciudades, albergue último de poderosos, referencia de pintores, piedras paternales de leyendas… en última instancia, puede decirse que la historia de nuestra patria chica está en ellos contenida, el cien por cien, sin fisuras ni olvidos

Quizás sea la imagen que hoy nos brindan, de ruina en su mayoría, de desamparo en buena parte, de elegante destino los menos, la de nuestra provincia exactamente: historia en cada esquina, pero muy poquitas realidades vivibles. De cada fortaleza surgen los ecos de una leyenda moruna, o los documentos ciertos de una donación episcopal, guerrera o calatrava. De cada cerro se levanta la silueta formidable de una alcazaba, en su mayoría destruida, pero que al tener en la mano cualquier guía, cualquier libro que medianamente lo explique, nos damos cuenta de cuántas cosas, y de qué manos traídas, ocurrieron entre sus muros. Ese formidable acopio de monumentos ciertos, antiguos y bellos, es uno de los mejores certificados que nuestra Guadalajara extiende a quien se atreve a venir hasta aquí, a mirar el paisaje, a recorrer sus caminos, a cerciorarse de que «Guadalajara existe» y la tenemos así, cargada de hermosos panoramas.

Un catálogo variopinto

Del centenar de castillos que hubo, plenamente documentados, en nuestra actual provincia, solamente la mitad permanecen en pie con silueta de tales. Muchos de aquellos primitivos castillos fueron derribado voluntariamente, especialmente en la época de los Reyes Católicos, que persiguieron en todo momento el debilitamiento de los clanes familiares todopoderosos, que en un momento dado, y echando atrás en el tiempo, podrían desestabilizar su nuevo concepto de Estado. Así ocurrió con castillos como el de Mondéjar, del que se hacen lenguas muchos cronistas, y del que no quedó piedra sobre piedra a finales del siglo XV. O como el de Tendilla, que en lo alto del cerro donde ahora asienta el monumento al Sagrado Corazón, tuvo silueta de ferocidad sobre el, valle. Y muchos otros aún que, salvados en aquella quema, no pudieron aguantar la «avidez pétrea» de los vecinos del lugar, Porque los castillos no se caen: los tiran. Un castillo medieval puede aguantar sin problemas ocho, diez siglos, aún más, siempre que nadie se dedique a ir cogiendo las piedras de sus basamentas, porque entonces se caen, claro, se derrumban en los inviernos húmedos.

De los cincuenta castillos con silueta de tales que aún nos quedan en la provincia, muchos de ellos son pura ruina. Te acercas a ellos (el de la Torresaviñán, oteando la autovía de Zaragoza a nivel de Torremocha, o el de Pelegrina, sobre el hondón del o Dulce) y te das cuentas que solo quedan paredones aislados, que ni sobre el suelo puede reproducirse su planta. Pero ahí están, dando contrapunto humano e histórico al paisaje.

Hay otros que son realmente hermosas piezas de la evocada Edad Media. ¿Quién no ha soñado, se ha extasiado, al contemplar el castillo de Jadraque iluminado en la noche oscura, al verle emerger como un elemento volador, sobre la espesura de la tiniebla, vivo y sonoro? ¿O el gran alcázar episcopal de Sigüenza?, ahora usado como Parador Nacional, pero realmente un edificio que conjuga belleza y rotundidad9 ¿O la imponente masa rocosa, fundida con la naturaleza de Zafra, en Molina, o de Arbeteta, en el Alto Tajo? Son tantos los lugares, los puntos de nuestra geografía en los que despunta un castillo, esbelto, bien dibujado, sereno y cierto, que la imaginación se lanza a recobrar su esencia, su historia, la nómina de los personajes que le hicieron, le levantaron, le mantuvieron vivo. Siempre he dicho que mi pasión por la historia alcarreña empezó en Pioz, empezó visitando el castillo y recorriendo sus vericuetos en los que (hoy todavía) sin esfuerzo se hace uno a la idea de lo que eran esos edificios y para qué servían. Si la oportunidad de viajar y recorrer la provincia es cada vez más amplia, (mejores carreteras, mejores alojamientos, mejores guías y mayor información) esta parcela de la monumentalidad es la más adecuada para tornar contacto con el patrimonio alcarreño y provincial. El arte románico, los monasterios, las fiestas y las fuentes pueden ser elementos para buscar cada fin de semana un espacio a quedarse mirando. Pero los castillos dan para mucho, y esa columna de nuestra existencia común no podemos desaprovecharla. Los castillos están pidiendo nuestra atención nuestro estudio, y, sobre todo, el esfuerzo mancomunado para mantenerlos en pie, si no vivos, al menos coleando. O sea, que no se caigan.

Los caminos del románico en Guadalajara

Actas del II Congreso Internacional de Caminería Hispánica. Tomo II, pp. 63-70

Toda la España medieval es rural. Apenas algunos núcleos (Burgos, León, Toledo) se constituyen en centros urbanos, en los que las sedes del poder (cancillerías reales, tribunales jurisdiccionales, arzobispados) atraen a los burgueses que darán nacimiento a una economía de masas, razón del nacimiento de las ciudades. Y si toda la España medieval es rural, también es toda ella camino. En los caminos está la vida, el encuentro y las relaciones de los hombres. La cultura nace, en gran modo, en los caminos de la España medieval, y en ellos con seguridad se desarrolla.

Las realizaciones técnicas de los hombres del Medievo no surgen de centros especializados. Los conocimientos se transmiten de padres a hijos, en núcleos muy reducidos, en grupos de iniciados que guardan para sí sus secretos. Quienes pueden extraerlos, los llevarán calladamente hasta otros lugares lejanos donde puedan ejercerlos. Esto es lo que ocurre con el arte de las piedras, de la talla, de la construcción. Con un origen casi místico, religioso, de iniciación, grupos muy escasos y reducidos son los únicos guardadores de saberes antiguos y renovados. El arte de la construcción va también por los caminos. Por ellos se transmite y en ellos va dejando, esporádicamente, de una forma casi aleatoria, sus huellas.

El estilo románico es el sistema genuino de construcción en la primera Edad Media. Y dado que su expansión es lenta, se pone en evidencia esa forma de transmisión caminera, de auténtico «viaje» que va de Norte a Sur, por mil intrincados caminos, tan lentos y tan pensados, que tarda más de trescientos años en expandirse por toda Europa. Al final, el modo románico de construir, fundamentalmente templos, se extenderá a todo el territorio en que la Cristiandad tiene asiento: desde Vladimir, en el corazón de Rusia, a las playas meridionales de Sicilia, y desde la península balcánica al extremo portugués y atlántico de la Península Ibérica, se alzarán templos con formas y ornamentos plenamente románicos. El desarrollo se hace a través de escuelas, y de estas transmitidos sus conocimientos a individuos y cuadrillas que viajando de Norte a Sur, y desde el Centro de Europa a su periferia, van levantando iglesias y llenando sus muros, portadas y atrios de la decoración más delicada y sugerente.

EL ROMÁNICO EN GUADALAJARA

A la tierra de Guadalajara le llega el estilo románico por diversos caminos. Siempre se ha considerado que estos han llevado el sentido único del Norte al Sur. En este trabajo demostraremos que también existió el sentido contrario, el Sur-Norte, para transmitir y depositar en nuestros pueblos algunos elementos artísticos de importancia. Aparte de esos caminos que ahora veremos, el románico se detiene y reelabora en tres núcleos fundamentales, en tres espacios urbanos que, sin llegar a ser grandes capitales, sí reúnen características de burgos medievales en los que una información y una cultura sufren reelaboración marcada y arranca desde ella con nuevas perspectivas a su inmediato entorno de influencia. Son estos lugares la villa de Atienza y las ciudades de Sigüenza y Molina. En los tres se recibe la información y la influencia estilística desde lugares más norteños. En Atienza y su entorno existe evidencia de influencia segoviana y soriana, incluso del monasterio de Silos, muy clara. Los núcleos ya desarrollados de la cuenca del Duero lanzarán su voz sobre la villa que, encaramada al arisco peñón de su castillo, preside y controla el paso de caminos desde la Meseta norte a la Meseta sur de Castilla. En pocos lugares se ve con mayor claridad esa función caminera que realiza un lugar. Atienza se desarrolla, a partir de su reconquista en el siglo XI finales, como lugar de reunión de comerciantes, y sede de un fortísimo gremio de recueros, de transportistas, que en este lugar tiene su punto estratégico de paradas, almacenaje y toma de decisiones.

La influencia que le llega a Sigüenza está claramente emanada del monasterio benedictino de Cluny. Las formas y los modos de la Borgoña, traídas por teóricos, intelectuales y artistas, asientan en esta ciudad que controla, desde siglos antes, el camino fundamental que desde Mérida (Emérita Augusta) va hasta Zaragoza (Cesaraugusta). El valle del Henares es ese camino fundamental que conecta las grandes vaguadas del Ebro y del Tajo, y aquí en Sigüenza pone su estación firme, muy personal, desarrollada pronto al amparo de una sede episcopal, y de las indudablemente buenas condiciones estratégicas del burgo.

Finalmente, a Molina le llega la influencia por caminos que también parten de Aragón, y que desde el valle del Ebro alcanzan fácilmente su alta paramera, a través de los valles del Jalón, del Jiloca, del Mesa y del Piedra. La cultura que se desarrolla en esta ciudad procede de la Galia Narbonense, lugar en el que reside la familia condal con la que emparentan los Lara, los primeros señores de este territorio tras su conquista a los árabes por Alfonso I el Batallador. Al amparo de su fortísimo castillo, y con el apoyo de esta familia de Lara, surge una ciudad de artesanos, con ricos conventos, fuerte ganadería y una seguridad comercial que propicia la construcción de numerosos templos.

En todos los casos, Atienza, Sigüenza y Molina se constituyen en simples «estaciones», paradas de un camino que a través de ellas cruza y se expande por territorios más meridionales, por pequeños y cortos trazados que llegan a abarcar, a través de valles, mesetas y navazos, la red completa de la tierra alcarreña. Es así que se articula un sistema casi circulatorio arteriovenoso, en el que la corriente cultural, constructiva, dogmática, circula casi siempre en sentido norte-sur (arterial) pero que en ocasiones refleja el contrario, recogiendo las cabezas de comarca referidas influencias de sus lugares periféricos (venoso).

EL CAMINO DE SANTIAGO

Veremos luego con más detalle el arte románico crecido en estos tres centros fundamentales, y sus modos de expansión caminera. Pero antes conviene mencionar, aunque sea muy sucintamente, el «gran camino», el camino por antonomasia, por el que circula en España el arte románico, la cultura medieval, el mayor bloque de conocimientos y modas que se extenderá a partir de él por el resto de la Península. Me refiero, lógicamente, al Camino de Santiago, la ruta que desde los lugares más remotos de Europa, atravesando por diversos puntos la cadena pirenaica, arriba a la Península Ibérica y, en sentido oriente-occidente, llega hasta el Finisterre donde la tradición pone la aparición y entierro del apóstol caminante: hasta Santiago de Compostela.

Si en el resto de la Península Ibérica es indudable la influencia que esta ruta magna tiene en el desarrollo del estilo románico, en la tierra de Guadalajara encontramos diversos ejemplos que también lo corroboran. Desde Jaca hasta la misma catedral compostelana, pasando por Pamplona, Nájera o Sahagún, las plantas cruciformes, las bóvedas gallonadas y los elementos sincréticos en portadas y capiteles dan fe de la participación de artistas europeos en la construcción de templos y catedrales de las villas del Camino. Han llegado, ellos mismos, por ese gran camino, y en él han dejado su saber. El arte caminero se concreta más que nunca en este hecho, en estos lugares.

Pero la influencia de esos monumentos se deja ver enseguida, pocos decenios después, en lugares más al sur. Así Soria, así Segovia, también Salamanca y, por supuesto, Guadalajara. En nuestro entorno hay algunos edificios, o parte de los mismos, que hablan por sí solos de esa influencia europea y santiaguista: la portada de Santiago, en la iglesia parroquial del Salvador de Cifuentes, es quizás el elemento más elocuente. Desde su nombre hasta la estructura de la puerta, todo en ella recuerda el Camino y sus modos: los arcos semicirculares en degradación dan acogida a bloques de justos y de pecadores, a seres angélicos y demoníacos enfrentados, a una verdadera Psicomaquia que, añadida de escenas populares y bíblicas, mezcladas a detalles como flores de lis, ropajes de tradición europea, etc., localizan perfectamente en el Poitou y en la Saintonge los lugares de influencia cierta de esta portada. Todavía en Atienza encontramos un elemento muy similar, la portada meridional de la iglesia de Santa María del Rey, en la que se repiten figuras, escenas, detalles ornamentales, y por supuesto la estructura general. Son algunos ejemplos clarísimos de la influencia europea directa sobre los templos románicos erigidos en la tierra de Guadalajara. Muchos otros, hoy desaparecidos, corroborarían este aserto.

Cuales fueron los caminos que, desde el santiaguista principal, llegan a Atienza, Sigüenza y Molina, es difícil concretarlos. No es aventurado esbozar, sin embargo, que se hace a través de los afluentes izquierdos del Duero y derechos del Ebro. Por Soria y los principales concejos de su Tierra: Berlanga, El Burgo de Osma y Peñaranda especialmente.

CAMINOS ROMÁNICOS EN GUADALAJARA

Pero se impone entrar de lleno en la materia de nuestro estudio. En analizar los caminos del románico en la provincia de Guadalajara. Esto es, ver cómo desde los tres centros que indudablemente sirven de focos de influencia de este arte en nuestra tierra, se irradian modos, técnicas y decoraciones hacia lugares más pequeños, más escondidos, de la misma.

Portada de Santiago, sobre el muro norte de la iglesia parroquial de El Salvador, de Cifuentes (Guadalajara)

El razonamiento y la evidencia de lo que ocurre a un nivel muy amplio en Europa toda, y lo que supone de forma caminante de viajar el arte por el aprendizaje del mismo en centros urbanos, y su traslado y desarrollo en pequeños núcleos rurales a partir de cuadrillas o grupos anónimos que van de un lado a otro, sin quedar nunca permanentemente a residir en ningún espacio, es lo que se puede poner de relieve en el caso del desarrollo del románico en Guadalajara. Lo veremos a nivel de los tres principales centros mencionados.

SIGÜENZA

En Sigüenza es la catedral la que ejerce su primacía, en todos los sentidos. Desde el prestigio del obispo y de su Cabildo de clérigos, hasta la luz que irradia la colosal edificación de su catedral. Todo en Sigüenza es (hoy como hace ochocientos años) colosal y sorprendente. Todo merecedor de una imitación, de un recuerdo venerable.

El arte románico de Sigüenza, arquitectónico y decorativo, que nace en la ciudad episcopal de Sigüenza, promovido y dirigido por sus obispos y los individuos de su cabildo catedralicio, y que a continuación, y a lo largo de los dos siglos siguientes, se extiende por todo el área de influencia de este obispado, hacia el sur, abarca las serranías del Ducado, el valle alto del Henares, y una gran parte de la Alcarria.

Un dato muy explicativo a tener en cuenta es el de que los cinco primeros obispos de Sigüenza fueron de origen aquitano, y que por lo tanto durante la segunda mitad del siglo XII y primera del XIII, los maestros constructores venidos de Francia a petición de estos jerarcas religiosos, fueron quienes dictaron sus normas constructivas y apoyaron la actividad de grupos de tallistas venidos también del sur de la actual Francia. La influencia de este foco se hizo verdaderamente importante, extendiéndose por todo el entorno inmediato a Sigüenza.

Desde la Ciudad Mitrada, los caminos conducían a los lugares del Señorío episcopal y a las cabezas de los arciprestazgos. Los primeros eran escasos, pero importantes: Pozancos, Carabias, Jodra, Riba de Santiuste. Pelegrina, Aragosa, etc. Cercanos y muy cuidados por Cabildo de Obispos, en estos lugares se alzaron de inmediato templos románicos que en su mayoría perviven hoy. En Pozancos -por poner un ejemplo- los capiteles de su portada son idénticos a los de las puertas principales de la catedral.

A las cabeceras de arciprestazgos conducían los otros caminos principales que irradiaban de la Ciudad del Doncel: río Henares arriba, hacia Medinaceli; por el norte, hacia Atienza y luego Ayllón; por el sur, a Jadraque, Henares abajo. Por el este, a través de Barbatona, a Molina; y también hacia oriente, superada la altura de la paramera alcarreña, a Cifuentes, ya casi en el valle del Tajo. Todos ellos, si se observa un mapa de carreteras actual, son los caminos que hoy parten en el sentido de los cuatro puntos cardinales, de Sigüenza.

En esos lugares se alzan, pues, importantes elementos románicos. Atienza y Molina generarán su propio estilo. Ayllón también lo hará. Cifuentes y el valle del Henares, en múltiples pueblecillos, recogerán influencias, detalles y modismos. Por citar algunos nombres, Pinilla de Jadraque, Beleña del Sorbe, Abánades, Cifuentes, etc.

ATIENZA

Atienza es la villa de los recueros por excelencia. De los hombres que hacen del camino, del caminar, de llevar mercancías de un sitio a otro, la esencia de su vida. Es un lugar abierto a todos los vientos, cruce ejemplar. Por ello, y por la fuerza política de su Concejo real, de su gran cabildo de clérigos, y de sus gremios burgueses, Atienza crece deprisa desde la reconquista hasta el siglo XV. Llega a tener en algunos momentos de la Edad Media, concretamente hacia los siglos XIII-XIV, un total de 7.000 habitantes y 14 iglesias, todas ellas de estilo románico, lógicamente. Su influencia se irradia hacia el Sur. Del norte le llegan los constructores y los modos. Hacia sur los exporta. Su influencia se ejerce, de un lado, por la sierra de Pela, donde surgen edificios suntuosos y preciosos: la iglesia monasterial de Santa Colomba en Albendiego, las parroquias de Villacadima y Campisábalos, la de Galve (derruida en el siglo XVI para construir la actual inexpresiva), la de Miedes, etc. Y hacia el sur, por los pequeños valles que traen las aguas serranas hacia la orilla derecha del Henares: los ríos Cañamares, Bornoba, Sorbe, Aliendre. En ellos se alzarán templos que llevan la simpleza de unas líneas maestras, y a veces la riqueza decorativa vista y heredada de los monumentales edificios atencinos. En cualquier caso, un viaje de norte a sur, que con Atienza por cabeza se concreta perfectamente.

MOLINA

El románico de Molina se circunscribe en exclusividad al territorio histórico del Señorío de behetría de Molina, y que tras su reconquista en 1124 por Alfonso I el Batallador de Aragón, hasta siglo y medio adelante, posee una real independencia política de los poderosos reinos con quienes tiene frontera. Desde el punto de vista artístico, puede decirse que tiene por su núcleo central al monasterio cisterciense de la Buenafuente del Sistal, lugar que junto con Huerta fue panteón de los señores del territorio, así como otros templos de la propia capital del Señorío, especialmente el hoy conocido como convento de Santa Clara, que en su origen fue iglesia parroquial de Santa María de Pero Gómez. El hecho de que el primer señor molinés, el conde don Manrique de Lara, estuviera casado con Ermesenda de Narbona, y que de esa ciudad del Rosellón vinieran a Molina juristas, militares y clérigos a dirigir la repoblación del territorio, puede explicar el sello propio que tienen los edificios románicos, hoy tan escasos, que se encuentran por Molina y su territorio. La iglesia del monasterio de Buenafuente, Santa Clara de Molina, Rueda de la Sierra, Tartanedo, Teroleja y algunos otros, prueban la influencia que el románico franco ejerció en este territorio. Esta influencia, sin embargo, acabó en sí misma, no saliendo de los límites del Señorío, entre otras cosas porque los caminos hacia el sur quedaban bloqueados por el hondo foso del Tajo, prácticamente impenetrable en aquella época.

LA ALCARRIA

Hemos visto anteriormente que también el románico viajó en el sentido Sur-Norte, con una capacidad «venosa» o de retorno indudable. Esto se hace especialmente palpable en el sur de la Alcarria, en el espacio que incluyendo a los arciprestazgos de Uceda, Hita, Brihuega, Guadalajara y Mondéjar, todos ellos pertenecientes a la archidiócesis de Toledo, la influencia de la arquitectura mudejarizante de la capital del antiguo reino árabe se materializa en construcciones que en ocasiones han sobrevivido, y que se salen netamente de las normas constructivas y decorativas del románico norteño.

Además, existe un momento de la historia toledana, cuando la sede primada está regida por un cultísimo clérigo -el navarro don Rodrigo Ximénez de Rada- en que otras influencias se materializan por doquier. Es la primera mitad del siglo XIII en la que como fruto de sus viajes por Europa llega rodeado de ideas y de personajes que amplían el horizonte arquitectónico del antiguo reino de Toledo. La influencia del Císter bernardo se hace patente en muchos edificios, y así en Uceda surge la iglesia de Nuestra Señora de la Varga; en Brihuega crecen templos como el de San Miguel, San Felipe o la iglesia de Nuestra Señora de la Peña; en Guadalajara se alzan templos de los que han llegado escasas muestras (la destrucción masiva del patrimonio monumental arriacense ha impedido conocer la esencia de ese momento constructivo) aunque quedan ejemplos de un «gótico mudejarizante»; y en Hita sabemos que también hubo buenos ejemplos de esta corriente.

 Es así que el románico de la Alcarria, tan influenciado por Toledo, abarca los territorios del sur y oeste de la actual provincia. Estuvieron enmarcados desde finales del siglo XII en los obispados de Toledo y Cuenca, por lo que recibieron de estas ciudades y sus cortes eclesiásticas una indudable influencia. Dado que el románico es un estilo arquitectónico y artístico que, metafóricamente hablando, viaja de norte a sur, la influencia de lo seguntino, de su gran catedral, y de las temáticas espaciales y ornamentales de territorios aún más septentrionales a través de ella, cuaja nítidamente en los templos del territorio alcarreño, donde además la influencia de las Órdenes militares (Calatrava especialmente) ejerce su influjo puntual. Pero es también, repito, imposible negar la indudable influencia del foco arquitectónico toledano capitaneado por los maestros también traídos de Europa por el arzobispo don Rodrigo Ximénez de Rada, que van imponiendo un estilo de transición, con cierto viraje al gótico, en los lugares de su más clara influencia y dominio, como los citados de Brihuega, Uceda y posiblemente Hita y Guadalajara, donde de todos modos no quedó ningún vestigio de este estilo. Pero esto ocurre ya muy avanzado el siglo XIII.

En este estilo románico-mudéjar se encuentran todavía algunos templos, la mayoría recientemente restaurados, repartidos por pequeños pueblecillos a los que llegaban puntualmente los caminos desde las cabeceras de arciprestazgo: así los de Aldeanueva de Guadalajara, El Pozo de Guadalajara, El Cubillo de Uceda, Escopete, etc.

Las formas románicas del norte (arquerías de medio puntos, ábsides semicirculares, portadas con arcos de este tipo) se armonizan con los materiales usados (el ladrillo, los aparejos, las techumbres de madera, el yeso en la decoración, etc.) propios del mediodía. Así llegamos a visualizar una arquitectura mixta, podríamos decir «mestiza» que en muy pocos lugares de Castilla aparece. El románico alcarreño se alza, pues, como un elemento de encuentro, y por lo tanto, expresivo como ningún otro de ser un aspecto netamente surgido de los caminos, que han servido para materializar las ideas y las técnicas de unos y otros.