Cogolludo palaciego

viernes, 21 julio 2000 0 Por Herrera Casado

De vez en cuando, cada vez con más frecuencia, entre nosotros aparecen gentes que se dedican, con toda seriedad, rigor y probidad a investigar y recoger los datos que centren la realidad de un tema que atañe a nuestra cultura, a la propia esencia de la historia, el patrimonio y el costumbrismo de Guadalajara. Esta actividad es siempre nacida del impulso personal, como debe ser, y no espera a mayores ayudas ni patrocinios por parte del tutelar gobierno. En estos días se ha puesto en evidencia, una vez más, esta enérgica voz de quienes aman su tierra con una fuerza contenida y generosa. Se trata ahora de dos investigadores, padre e hijo por más señas, que han puesto su esfuerzo común en recopilar todo (absolutamente todo) de cuanto hasta ahora se sabía sobre un edificio emblemático de nuestra tierra: sobre el palacio ducal de Cogolludo.

Una investigación perfecta

La pareja que forman Juan Luís Pérez Arribas y Javier Pérez Fernández nos ha puesto en la mano la monografía perfecta sobre el gran edificio que preside la Plaza Mayor de Cogolludo. Ese palacio de los duques de Medinaceli que es (y ellos lo demuestran) el primer edificio civil, -mejor dicho: el primer palacio residencial- hecho con las normas del Renacimiento italiano.

Es ya un detalle que centra muy bien el tema, el recuerdo que nos hacen de cómo el viajero Antonio de Lalaing, que vino a España en 1502 como cronista de Juana y Felipe, los nuevos Reyes de Castilla, refiere sus visitas a los tres mejores lugares de esta tierra en ese momento: Guadalajara y su palacio de los duques del Infantado; Jadraque y su castillo-palacio del marqués de Cenete; y Cogolludo con su palacio de los duques de Medinaceli, calificando a este último como «el más rrico alloxamiento que hay en España…» En aquellos años de comienzos del siglo XVI, cuando todo lo que se construye con forma y riqueza es de tipo gótico flamígero, lo que planea en Cogolludo el arquitecto Lorenzo Vázquez suena a raro, a maravilloso, a inusitado. Además, en pocos años se llenó de obras artísticas su interior: se cubrieron sus techos de riquísimos artesonados de tipo mudéjar, hasta el punto de que muy poco tenían que envidiar a los del palacio del Henares; se pusieron lujosas yeserías en torno a puertas y chimeneas (aún queda una en el «cuarto rico», en el salón alto), y se llenaron de coloristas azulejos a la cuerda seca, los suelos y los zócalos de las habitaciones.

El trabajo de estos investigadores de Cogolludo se ha materializado en un libro, pequeño pero hermoso, cuajado de información rigurosa y decenas de imágenes. Todo cuanto quiera saberse sobre este edificio está ahí escrito. Sin notas a pie de página, para hacerlo fácil de leer, pero con la imprescindible bibliografía final que justifica sus fuentes. Con muchos dibujos originales del primer firmante, y decenas de grabados en color, y en blanco y negro, que retratan en detalle el monumento. Añadiendo todas las imágenes que han podido recopilar desde el siglo pasado. Entre ellas la preciosa lámina grabada por Parcerisa, que saluda al lector en la cubierta, y la interesante foto del francés Laurent cuando hace más de 120 años retrató el palacio entonces en funciones de «Posada Nueva».

Un lujo que aún brilla

Si Cogolludo tiene muchas razones para hacerle una visita, el palacio ducal de su plaza mayor es el más singular, sin duda. Aparte de subir hasta la iglesia de Santa María, perfecta de proporciones y muy bien restaurada; o de ver las ruinas de sus conventos (el Carmelo, San Francisco) y aún esa sorprendente iglesia de San Pedro a la que nunca llega la ayuda para dejarla redonda con su impresionante decoración pictórica… aparte de subir y bajar por sus empinadas callejas y dominar el paisaje de sierras y campiñas desde las alborotadas piedras de su castillo calatravo, la razón del viaje ha de ser contemplar, visitar, conocer, y gozar lo que el palacio ducal nos ofrece.

En primer lugar se fijará el viajero en su fachada, que es horizontal, amplia, cubierta de almohadillados sobresalientes, coronada de un petril afiligranado, centrada por una portada de sonora belleza grutesca, con el escudo orondo del constructor, don Luís de la Cerda, primer duque de Medinaceli, sostenido por querubes y alojada en un laural netamente cívico, los seis ventanales partidos que adornan su piso alto le dan una imagen inconfundible, preciosista, de esas que uno no se cansa de mirar, porque con facilidad evocan el siglo mismo en que se levantó.

Pero ha de pasarse al interior. Y allí mirar su zaguán, hoy vacío, su escalera, sin más interés, y su gran salón alto, el «salón rico» que llamaron entonces, en el que la chimenea de decoración mudéjar quita la respiración, de lo hermosa que es.

En la parte baja, se entra al patio, del que hoy solo quedan las columnas, con sus capiteles y arcos, y fragmentos breves de su galería alta, del arranque de la escalera, etc. Esos restos que han servido a Pérez & Pérez para reconstruir con fidelidad total al original, mediante dibujos, la imagen primera de este patio, que dejó asombrados a todos cuantos a lo largo de los siglos pasaron por él.

No eran menos espectaculares las galerías que daban sobre el jardín/jardines que en terrazas se extendían hacia el sur, con arquitrabes y zapatas de piedra, adornadas de los escudos de la familia constructora, y que hoy se ven, sueltos, por aquí y por allá, puestos en edificios del pueblo. Con detalle y sencillez, padre e hijo se encargan de darnos «masticado» este edificio que es, hoy por hoy, un poco complicado de entender, debido a los destrozos que ha sufrido a lo largo de los siglos, pero que a nada que se siga el hilo de la explicación comprendemos con facilidad su esencia primigenia. Y a través de ella nos percatamos de cómo podría reconstruirse, restaurarse, o, en último extremo, utilizarse dignamente para algo que además diera un impulso a la villa de Cogolludo. Porque ahora, con los jardines renacentistas ocupados por una plaza de toros, y la soledad habitando en los muros interiores y en el patio, este palacio que tanta admiración causó a propios y extraños hace siglos solo depara esa primera impresión, solemne y de monumentalidad, pero también alimenta la idea de que, en esta tierra nuestra, el patrimonio mejor está un tanto olvidado de quienes tienen posibilidad de darle vida.

El palacio ducal de Cogolludo existe todavía, afortunadamente, y ha superado las más difíciles pruebas de una historia española que ha sido tan capaz de construir como de destruir, en los últimos siglos. Este libro de Juan Luís Pérez y Javier Pérez nos da la medida exacta de su importancia, de su historia, la de sus personajes, el valor de sus múltiples detalles, las anécdotas de lo que en él ha ocurrido…. pero no puede alejar ese punto de tristeza que se nos queda cuando, después de admirarlo (y ya sabiendo todo lo que se puede saber de él) nos alejamos oyendo cerrar tras nosotros ese portón que quizás no se abrirá hasta una semana después, para dejar pasar a otros cuantos turistas, que le mirarán, se admirarán de su grandiosa silueta, y no será capaz de aportar nada más que eso, asombro y maravilla, a cuantos se ponen delante de él. Que cada vez, afortunadamente, son más, y con más respeto.