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diciembre, 1999:

San Francisco ya es de Guadalajara

 

En este paso de año, en la entrada de este redondo y emblemático año 2000, la ciudad de Guadalajara celebrará, durante la noche y el nuevo día, el primero de ese 2000, con un aplauso y un hondo suspiro de satisfacción, la recuperación definitiva de uno de sus más queridos y significativos edificios, largos años semioculto por la vegetación de su denso parque y por las dificultades que su destino como institución ligada al Ejército ofrecía.

Mañana día 1 de enero de 2000 el Monasterio de San Francisco pasará definitivamente, y de forma completa, a ser propiedad de la ciudad de Guadalajara. Se va a celebrar de muchas maneras: en principio, a la una de la madrugada de la Noche de Fin de Año, la música resonará en su ámbito, y los fuegos artificiales pondrán color y sonido a la sombra emblemática de su parque. Mañana, el primer día del 2000, a la una de la tarde se celebrará la Misa de Año Nuevo, oficiada por el Sr. Obispo de Sigüenza-Guadalajara. Y a partir de ese momento el público podrá entrar, con un horario reglado, pero ya sin tener que pedir permisos por escrito, a las instalaciones del antiguo monasterio de San Francisco, y muy en especial a lo que va a ser Museo del «Taller de Forja» del TYCE 1898, el lugar donde el ejército produjo, durante siglo y medio, muchas de sus piezas menores.

Y aún tendrá otra celebración añadida este acontecimiento. Unos días después, en los primeros del mes de enero, se presentará públicamente un libro que tendrá por tema precisamente la historia y el arte de este ingente monumento. Escrito por el joven historiador Víctor Bonilla Almendros, la obra «El Monasterio de San Francisco de Guadalajara» explicará a todos los alcarreños el devenir de este conjunto de edificios, de obras de arte y de sugerencias históricas, que hasta ahora parecía haber quedado velado para los ojos de nuestros vecinos.

Sin duda será un día feliz para los arriacenses, que siempre suspiramos por tener puerta abierta en este Monasterio de San Francisco, tan ligado a la historia de la ciudad desde que se fundara en el siglo XIV. Para el que más, me consta, para nuestro alcalde José Mª Bris, que ha batallado duramente, y con tenacidad, para conseguir esta victoria final, que merece un fuerte aplauso. San Francisco, la más hermosa iglesia de la ciudad, el Panteón de los Mendoza, la institución mimada de la nobleza arriacense durante largos siglos, y corazón/pálpito/voz de la ciudad a través de sus monjes, es ya portón abierto para que todos puedan mirarlo. La enhorabuena es, pues, para todos mutuamente.

Algo de historia

Se sitúa San Francisco sobre una de las cotas más elevadas y con mejor perspectiva de la ciudad de Guadalajara. En un punto que además tuvo importancia estratégica en los lejanos días del Medievo, fuera de las murallas, pero con vistas amplias sobre los caminos, especialmente los que arribaban hasta la puerta de Bejanque desde Zaragoza. La tradición dice que en ese elevado promontorio, la reina doña Berenguela fundó un monasterio destinado a los caballeros de la Orden del Temple. Y siguen las tradiciones de antiguos cronistas diciéndonos que a la disolución del Temple, en 1330, las infantas Isabel y Beatriz, hijas de Sancho IV, y señoras a la sazón de Guadalajara, cedieron a los franciscanos la facultad de residir, predicar y disfrutar de aquel antiguo edificio y sus instalaciones anejas, entre las que figuraba un denso bosque.

Hay un solo dato cierto de aquella época: en 1364 ya estaban instalados unos frailes en aquel lugar, con prestigio entre la población, y recibiendo cada año del Concejo una limosna consistente en la mitad de lo que rentase el impuesto sobre la harina. En cualquier caso, es fácilmente datable en la primera mitad del siglo XIV el asentamiento de la comunidad franciscana en Guadalajara, en el lugar donde hoy existen los restos, magníficos y poco conocidos, de su convento medieval.

Serían luego los Mendoza, la prolífica saga mendocina, la que hiciera de este lugar su predilecto destino de dones y agasajos. Y establecieran en el presbiterio de su gran templo monasterial el panteón mortuorio mendocino. En los últimos años del siglo catorce, el fundacional, el titular de los Mendoza, el Almirante don Diego Hurtado, después de un incendio que sufrió el cenobio, decidió reconstruirlo de nuevo, haciéndolo mejor y más grande que el anterior. Sus descendientes le favorecieron continuamente, destacando entre los protectores más singulares el marqués de Santillana y el Cardenal Mendoza, que mandó elevar de nuevo la iglesia (tal como hoy la vemos) y poner un grandioso retablo de pintura hecho por Antonio del Rincón.

Todavía en el siglo XVII los Mendoza en el poder continuaron ayudando a los frailes mínimos. La sexta duquesa, la devota doña Ana de Mendoza, ayudó a esta comunidad construyendo un nuevo retablo mayor, ya en estilo manierista, que se concluía en 1625, y contaba con grandes columnas, imágenes y tallas así como numerosos cuadros de buena mano por él distribuidos. Tras este retablo, abrió una pequeña capilla como provisional lugar de descanso de los ascendientes de doña Ana ya muertos y sin lugar en el presbiterio para ser enterrados. Más tarde aún, en tiempos del décimo duque, don Juan de Dios de Mendoza y Silva, se construyó el gran panteón familiar, en una impresionante manifestación arquitectónica barroca, concluida en 1728 y dirigida por los maestros Felipe Sánchez y Felipe de la Peña. Desde 1835 quedó en propiedad del Estado y fue destinado a Fuerte Militar, misión en la que ha permanecido hasta la fecha de hoy mismo.

El edificio

En un paraje de gran encanto, levemente apartado del movimiento diario de la ciudad, encerrado entre un parque constituido por denso bosque y las murallas del que fuera fuerte militar, aparece el antiguo monasterio franciscano con su gigantesca iglesia, que alza sus altos muros y su torre sobre los tejados y los parques de la ciudad. De ella dijo el antiguo cronista Núñez de Castro que pudiera ser Catedral de un gran Obispado según su grandeza. Consta al exterior de unos paredones pertrechados de gruesos contrafuertes en sillarejo, ofreciendo la puerta principal sobre el muro de poniente, y en el ángulo noroccidental la torre que acaba en agudo chapitel de evocaciones góticas. Tanto una como otra son de reciente construcción, pertenecientes a la última reforma llevada a cabo, tras la Guerra Civil española. Su interior es de una sola nave, de grandes dimensiones, pues mide 54 metros de largo, 10 de ancho y 20 de altura. Presenta cinco capillas de escaso fondo a cada lado de esta nave, ofreciendo unos arcos de entrada muy esbeltos, ojivales, profusamente decorados con los elementos propios del gótico flamígero, y múltiples escudos de armas de las familias constructoras. Se escoltan de fascículos de columnas que a la altura de los capiteles ofrecen unos collarines de contenido vegetal. Por todas partes lucen orgullosos los escudos de los Mendoza. Lo más impresionante de todo, sin duda, la cripta o panteón mortuorio de los Mendoza, que hoy por hoy no se podrá aún visitar debido al mal estado de su escalera, muros y bóvedas, pero que sin duda será este el acicate para emprender pronto una restauración completa del conjunto.

En definitiva, una jornada la de mañana que, aparte de estrenar nuevo año, preludio ya de un próximo siglo y milenio, será inolvidable para muchos por ser la primera en que la ciudad encontrará abiertas las puertas de San Francisco a quienes quieran admirar otra de las joyas, hasta ahora ocultas, de su espléndido patrimonio.

Luzaga, sorpresa arqueológica

 

Aunque para algunos/as dar a conocer los puntos de importancia arqueológica en la tierra de Guadalajara es una imprudencia notable, pienso que es bueno, muy bueno, que cada vez sea más la gente que sabe donde están los yacimientos que marcan las claves del desarrollo histórico/prehistórico de nuestra tierra y en general de la de España. No se adelanta nada con ocultar, si no se trabaja por excavar y estudiar todo aquello que de verdad tiene un sentido clave para entender la evolución de nuestras gentes y nuestra tierra.

Hace muchos años, el marqués de Cerralbo ejerció su generosa actividad excavadora por las sierras del Ducado, en el Norte de Guadalajara, encontrado yacimientos fabulosos, enormes campos cubiertos de estelas debajo de las cuales estaban las tumbas de los guerreros celtíberos de la Edad de Hierro. Encontró decenas, miles de estas tumbas, en necrópolis en torno a Aguilar, Anguita, Sigüenza, Luzaga, Alcolea, y todo el producto de sus hallazgos, una vez anotado, se envolvió en bolsas de papel y se llevó al Museo Arqueológico Nacional, de Madrid, donde aún sigue en esas mismas condiciones. No voy a hacer ningún comentario sobre esto.

Un libro de arqueología

Lo que sí está claro es que Guadalajara, y especialmente la parte norte de la misma, en una línea que podría trazarse desde Atienza a Molina, pasando por Sigüenza, Aguilar de Anguita, Luzaga y Herrería, es un filón arqueológico en el que está escrita, a base de páginas que se abren en numerosos yacimientos ya conocidos, excavados y con resultados recogidos en revistas científicas (aunque no todavía en el Museo de la Celtiberia que Guadalajara debería reclamar por derecho propio) la historia de la península ibérica en los siglos V al I a. de C., con toda nitidez.

Viene esta parrafada a cuento de haber aparecido recientemente, y haber tenido la oportunidad de leer, un libro que ofrece, de primera mano, y con abundancia de datos, algunos de ellos inéditos, la historia y el contenido de la excavación arqueológica que hiciera el marqués de Cerralbo a principios de este siglo en Luzaga, y de los interesantes hallazgos complementarios que se han ido sucediendo, ya casi como casualidades y añadidos obligados, en los años siguientes. No pasa, -esto es cierto- un solo año, sin que en Luzaga aparezca algún nuevo dato, una piedra, un murallón, unos mosaicos, una estela… Luzaga y su término son un verdadero filón. Que debería ser, efectivamente, más vigilado y sobre todo tomado más en serio por las autoridades responsables de la cultura arqueológica en esta tierra.

El libro en cuestión lo ha escrito don Eusebio Gonzalo Hernando, colaborador de este mismo periódico desde hace muchos años, en cuyas páginas son conocidas y esperadas sus anotaciones, sus artículos y referencias festivas, a Luzaga. De ese pueblo trata el libro, y así se titula: «Historia de Luzaga (fiestas, tradiciones y leyendas)». En las poco más de cien páginas que ocupa, todas ellas adornadas de interesantes fotografías, surgen los datos sencillos y rigurosos que pretenden contar a quien lo quiera leer la clave y la esencia de este pequeño pueblo serrano, abrigado entre densos pinares y bañado (es un decir, dado lo escaso del caudal que siempre lleva) por las aguas del río Tajuña. Habla don Eusebio de la historia medieval de Luzaga; habla de los pinares del Ducado, y de cómo se llegó, -hace pocos años- a conseguir que revertieran a la propiedad comunal de los pueblos que los albergan; habla de la iglesia parroquial, que es románica, y bien buena, y de las obras de arte que en ella se contienen; habla de los personajes famosos del pueblo (ha habido de todo, desde clérigos y militares, a carteros rurales y escopeteros); habla muy ampliamente de las fiestas, de la matanza del cerdo, de las romerías a San Roque, de las leyendas misteriosas (los bosques siempre fueron venero de mitologías y tenebrosas consejas); y habla, sobre todo, de la arqueología en Luzaga.

Para mí es lo más importante, curioso y determinante del interés de este libro. Porque Eusebio Gonzalo no sólo lleva casi 70 años pateando el monte y los páramos que rodean a su pueblo natal, mirando las piedras del camino y las parideras con ojos de avezado experto, sino que ha leído todo cuanto ha caído en sus manos sobre lo que fue y se sabe de Luzaga como yacimiento múltiple de la Celtiberia.

Son curiosas de ver las fotografías, publicadas en revistas especializadas, de cómo encontró el marqués de Cerralbo la necrópolis de los lusones a principios de este siglo. Impresiona contemplar las bien alineadas filas de estelas clavadas en el suelo, tal como las habían dejado los hombres de este contorno hacía más de dos mil años. Y gusta saber que el bronce encontrado en su término, el llamado por la comunidad científica «bronce de Luzaga» es un monumento capital en el entendimiento del idioma y la cultura de este pueblo. Además de las monedas, de los muros de sus acrópolis y castros, de los hallazgos de época romana en la plaza misma de Luzaga, que sin duda fue un lugar importante en la dominación del Imperio…

Saludar la aparición de esta «Historia de Luzaga» y felicitar a su autor, don Eusebio Gonzalo Hernando, por haberlo llevado a cabo, es algo obligado para cualquiera que esté involucrado en el mundo de la cultura alcarreñista. No quiero, por ello, dejar pasar la oportunidad que estas páginas de comentario y aplauso a lo que se hace bien en nuestra tierra me prestan, para darle la enhorabuena a don Eusebio, y para dársela al pueblo todo de Luzaga, que en este fin de año y (casi, casi) de milenio, se encuentra a sí mismo a través del círculo mágico que con sus orígenes prehistóricos le permite establecer este libro encantador y utilísimo.

Pozos de Palazuelos

 

Me recomendaba esta excursión un buen amigo que vive en Madrid y añora cada día la altura silenciosa de Palazuelos. Él se dedicó, este verano que ha pasado, a recorrerse la sierra de la Muela, un alto mesetón que media entre el valle del Vadillo, frente a Palazuelos, y el del Salado, por Huérmeces. Y se encontró con cosas que no puedo por menos de referir aquí, en público, porque todos sepan de un lugar encantador al que dirigir los pasos cualquier fin de semana, en la más pura singularidad del silencio serrano, y por dar al aire las serenas y ponderadas razones que en pro de unos elementos mínimos, como son los pozos serranos, da este amigo. Él es Pedro Miguel Ortega Martínez, uno de los alentadores de la empresa Nazaret Rural que está construyendo un Residencia de este tipo (rural, se entiende) en Palazuelos, y que conoce como nadie el entorno de aquel pueblo maravilloso.

Andando por las sierra de la Muela

La excusión parte del mismo Palazuelos, trepando despacio pero sin problemas por un caminejo que desde la parte alta de la villa se dirige hacia la altura, en dirección de poniente. Como se ve en el mapa que acompaña a estas líneas, sencillo pero esclarecedor, la sierra de la Muela es un alto páramo levemente ondulado, que ronda los 1.150 metros en sus cotas más altas, y que sirve de separación a las breves cuencas del arroyo Vadillo al Norte (el que sirve de asiento a Palazuelos, Ures, Pozancos y Carabias), el río Salado al Poniente (el que viene desde El Atance a parar en Huérmeces, y el más ancho del río Henares, por el sur, que después de pasar por Sigüenza acaricia el caserío de Moratilla de Henares y se dirige hacia Cutamilla.

Si se sigue el camino, sin parar, desde Palazuelos a Huérmeces o a Viana se llega en unas tres horas, siempre por terreno amable, por camino con rodadas que pasa entre bosquecillos de roble y encinar, o por praderas de tomillo y salvia.

A poco de subir se encuentra el caminante con el elemento primero que da razón a la excursión: un pozo muy desbaratado pero que aún funciona. En medio de una pradera, se alza un casetón medio derruido, con una maquinaria de noria con cangilones en su interior, que pueden ser movidos, a mano, mediante el duro rodaje de una manivela. Fuera de la caseta que cubre al pozo y la noria se extiende por la pradera una larguísima cinta de cemento que alza un abrevadero estrecho, precisamente el que se carga de agua cuando se acciona la noria. La utilidad de este elemento campestre está bien clara: construida por los pastores y gentes del campo la utilidad que se constata es la de dar de beber al ganado cuando en las épocas de calor circula por aquel alto páramo.

Vemos un par de fotografías de los pozos que en esta altura se encuentra, hasta un total de cuatro, y que Pedro Miguel Ortega nos ha brindado para esta ocasión.

De esos cuatro pozos existentes, todos en lo alto de la sierra de la Muela, dos están muy estropeados, casi destruidos, y no de forma casual o natural, sino por salvajes que con toda impunidad han dedicado un día de asueto (si es que no son todos los de su vida) y bastantes energías en destrozar a modo las casetas y las maquinarias. Sin más objeto que el de destruir, el de fastidiar, en la impunidad más absoluta, que es a veces lo que más «mola». Los otros dos pozos, los que hacen el número 2 y 3 en el camino hacia Huérmeces desde Palazuelos, están perfectamente conservados, o por lo menos recientemente arreglados. Ya veremos cuanto duran…

En ellos, vemos que el pozo y maquinaria de la noria están resguardados en una caseta entera, con puerta metálica cerrada, y en uno de ellos la manivela para mover los cangilones está también dentro de la caseta, con lo que solo la pueden activar quienes tengan con llave acceso a la misma. En la tercera de estas estructuras, la manivela está fuera, al alcance de quien llegue con sed, y por un caño el agua cae a un recipiente de piedra tallada, por el que a continuación sigue corriendo por el abrevadero de obra.

Si el objetivo de estos pozos que forman, como la ha llamado Pedro Miguel Ortega, la «Ruta de los Pozos de Palazuelos», es la de proporcionar bebida al ganado que transita por la sierra de la Muela en los días del verano en que pastan libremente por aquellas alturas, sirve también sin duda, con un uso reglado y civilizado, para todos los excursionistas y caminantes que pasen por ese espacio de nuestra sierra seguntina. Un camino delicioso que debería ser más estimulado a recorrer desde las instancias que dirigen y promocionan el turismo en la zona.

Una tarea a emprender

Del ofrecimiento y excusión que nos hace y cuenta Pedro Miguel Ortega, y de la evidencia de que existen aspectos tan simples y tan entrañables como estos pozos por las sierras frías de nuestra seguntina comarca, se deriva alguna reflexión que no quiero dejar de hacer.

Y es la de que el turismo (ya parece que todos van aceptando que es el único futuro que le cabe a nuestra desértica, pobre y envejecida provincia) no sólo se construye editando folletos para repartir en la FITUR, ni haciendo videos que no se proyectan, o poniendo anuncios en los periódicos, Simposios Internacionales que duran hasta la hora de comer, o montando Casas Rurales que luego no se promocionan. Se hace preocupándose por arreglar estos elementos tan sencillos como son unos pozos en medio del campo, cuidando que todo lo natural, lo ancestral, lo auténtico, se mantenga y funcione. Porque esto es lo que más aprecia el turista que lo es de verdad, el caminante que emplea su tiempo libre en ver España, en oler sus aires, en escuchar sus aguas, en romper a su paso el aire helado de una mañana en la altura.

Por si a alguien le sirve de entretenimiento, aquí va esta oferta de excursión sin monumentos, pero llena de caminos y forestas, con cuatro sorpresas (dos pozos rotos y dos enteros) en el camino que por el monte va de Palazuelos a Huérmeces. A lo mejor a alguien también le interesa saber que en una pedanía de Sigüenza hay monumentos tiernos que restaurar.

El Quijote y Guadalajara

 

Otra vez se nos hace el Quijote alcarreño, y aparece montado en Rocinante por los caminos de Guadalajara. ¿A qué son viene esto? Pues muy sencillo. Acaba de aparecer la segunda parte de un libro hermoso y divertido, una obra común de más de 150 escritores y dibujantes españoles, cuyo título es «El Quijote entre todos», y en la que se presenta completa esa segunda parte de la inmortal obra de Cervantes, en la que sucede, entre otras cosas, la aventura larga y prolija de la Ínsula Barataria, más el viaje a las nubes de clavileño, el retablo de Maese Pedro y la batalla con el Caballero de la Blanca Luna en la playa de Barcelona.

En esta ocasión, personalidades del cariz de Alvarez del Manzano (alcalde de Madrid), Juan Clos (alcalde de Barcelona), Fraga Iribarne (presidente de la Xunta de Galicia) y Antonio Marco (presidente de las Cortes de Castilla-La Mancha), de profesores como Criado de Val y Alberto Blecua, mas los periodistas Manu Leguineche, José Luís Pécker y Lorenzo Díaz, se unen con firmas de artistas como Antonio Mingote, José Luís Cabañas, Carlos Saura, o Felipe Giménez de la Rosa conformando un plantel de primeras figuras del arte y la literatura.

Este «Quijote entre todos» se presentó públicamente el pasado día 27 de Noviembre en El Toboso (Toledo) asistiendo numerosos autores, entre ellos el rector de la Universidad de Alcalá, don Manuel Gala, y el Presidente de la Cortes de Castilla-La Mancha, don Antonio Marco. Es de notar que en esta obra colaboran numerosos y destacados autores e ilustradores de Guadalajara, por lo que adquiere esta presentación caracteres de actualidad entre nosotros. Por recordar a alguno de los escritores, deben ser citados aquí nuestro compañero de página el escritor José Serrano Belinchón, el polifacético novelista y dramaturgo Alfredo Villaverde Gil, el poeta de la sensibilidad Jesús Ángel Martín Martín, el profesor Antonio del Rey, filólogo y especialista a nivel internacional sobre la obra de Cervantes, el también poeta Pedro Lahorascala, el escritor y estudioso Alfredo García Huetos, y el novelista Ramón Hernández. Y por dar los nombres de algunos ilustradores alcarreños que ponen forma y figura a las aventuras de Don Quiote y Sancho en esta obra, hay que citar los nombres de Amador Alvarez Calzón, Rodrigo García Huetos, y el propio doctor Martínez Gómez-Gordo, cronista seguntino, que hace comentario y él mismo se lo ilustra.  

Entre los escritores que han tenido la fortuna de participar en este «Quijote entre todos», me encuentro personalmente satisfecho por haber podido incluir mis indagaciones y reflexiones, al hilo del capítulo 28, sobre el hipotético y virtual paso de Don Quijote y Sancho por la provincia de Guadalajara, en su camino que fue desde la Mancha a Zaragoza y luego a Barcelona.

La ruta de don Quijote por Guadalajara

Establecer la ruta exacta del paso de don Quijote por la actual provincia de Guadalajara es punto menos que imposible. Sabemos, con certeza lógica, que por ella debió pasar, pues accede a Zaragoza desde la Serranía de Cuenca, y camina en derechura a través de espesos bosques y oscuras sierras, cruzando sin duda el Alto Tajo y las parameras de Molina. Pero en ningún caso el relato de la tercera y definitiva salida del Quijote concreta ningún lugar que permita identificar pueblos, villas o ciudades de la provincia de Guadalajara. Es por ello que el intento de trazar una ruta para don Alonso por el territorio serrano y molinés de Guadalajara sea una aventura parecida, -por quijotesca, ingenua y romántica- a las que el propio hidalgo manchego protagonizara.

Tras la sonada aventura de la cueva de Montesinos, localizada en plena serranía de Cuenca, en el capítulo 25 de la segunda parte, se suceden algunas nuevas andanzas de don Quijote, entre ellas la del titiritero, que pudiera localizarse en la venta del Puente Vadillos, a la entrada de la portentosa hoz de Beteta, en la confluencia de los ríos Guadiela y Cuervo. Todo se hace ya «de pasada», cuando don Alonso camina de fijo en dirección al Ebro, el gran río que desea ver y aventurar en él. Ello no obsta para que quieran entretenerse un algo por aquellos contornos. Vemos así que en los capítulos 25 al 27 esos contornos por los que don Quijote y Sancho se entretienen están ocupados por grandes y profundos valles, atravesando una sierra negra de magníficas proporciones. Cervantes conocía bien aquellos lugares de la serranía de Cuenca y el Alto Tajo, pues en alguna ocasión pasó por ellos para visitar a su hija, cuyo marido tenía una fundición inmediata a Carrascosa de la Sierra, en Cuenca.

En el acontecer de los atambores del capítulo 27, la aventurera pareja sigue atravesando paisajes de gran bravura, muy accidentadas sendas y lento caminar. Cuando Sancho rebuznó, lo hizo tan reciamente que todos los cercanos valles retumbaron, lo que viene a darnos idea de la grandiosidad del término. No están ya en la Mancha (aunque Cervantes nos dice que el titiritero es de la zona donde andan, de la Mancha de Aragón), sino en territorios fragosos. Tampoco en el propio Aragón, sino en plena serranía ibérica. ¿Provincia de Cuenca, de Guadalajara, de Teruel? Imposible decidirlo.

Lo cierto es que por los Montes Ibéricos atraviesan, y uno de los elementos más claros de ello es la presencia de hayas en su camino. Cervantes, que conocía y amaba los árboles, siempre que los identifica en su novela es con conocimiento de causa. El sabe bien que el haya es una especie rara, propia de lugares fríos y húmedos. Y que en la Mancha no existe, en absoluto. Tampoco en el sur de Aragón. Aunque hoy ya no aparece esta especie en Castilla (los hayedos más meridionales, y bien esquilmados por cierto, están en la sierra de Ayllón y Somosierra, en Montejo (Madrid) y Cantalojas (Guadalajara)) entonces debía haber algunos ejemplares, escasos y llamativos, en la zona del Alto Tajo. Y es por eso que aprovecha Cervantes a describirlos y nombrarlos en su obra, porque él sabe que existen allí.

Caminan don Quijote y Sancho hasta tres días por terreno áspero, durmiendo y reposando bajo estos densos bosques. Atraviesan sin duda el páramo de Molina, en uno de cuyos términos les sucede la aventura de los alcaldes que rebuznaron y se enfrentaron las gentes de dos pueblos entre sí, saliendo como siempre Sancho molido. Es imposible averiguar cual sean estos pueblos, si es que Cervantes pensó en alguno en concreto. Los estandartes que llevan, con un burro por mueble, no identifican a ninguno de la zona molinesa. En aquellos desiertos, encuentran una alameda para descansar, y al final de otros dos o tres días de marcha arriban a Zaragoza, al Ebro concretamente.

En el mapa o Carta Geográfica de los Viages de don Quixote y sitios de sus aventuras que según las teorías de Pellicer dibujó Manuel Antonio Rodríguez, se le hace avanzar desde Priego y Beteta a cruzar el Tajo por Peñalén ó mejor, creo yo, tras pasar por Cabeza del Hierro, hacerlo por Poveda de la Sierra, subiendo luego por Taravilla tras saltar el río Cabrillas y llegando a Molina de Aragón, población de gran importancia entonces y que, sin embargo, no es referenciada de ningún modo en la obra. Seguirían la paramera o meseta molinesa por la sesma del Campo, siguiendo la ruta de Rueda de la Sierra, Hinojosa, Milmarcos y bajando al Jalón por donde ya cómodamente llegarían hasta Zaragoza.

Llegados al Ebro, les sucede la aventura de las aceñas en medio del río, y tras ella viene la larga y trascendental secuencia del gobierno de la Ínsula por Sancho, mantenida durante diez días.

Es aquí donde cabe entretenernos un poco, y aclarar la teoría expuesta por Serrano Vicens, quien suponía que tal aventura y universal parábola ocurrió en la ciudad de Molina de Aragón, y más concretamente en la corte provinciana de los Hurtado de Mendoza, que en Castilnuevo tenían una gran casa ó palacete donde recibieron a Sancho y le mantuvieron de engañado señor durante esos días.

Dice Serrano y otros que le han seguido que atendiendo a las palabras con que Cervantes comienza el capítulo 30 de la segunda parte, se apartaron del famoso río, bien pudiera ser que acudieran hasta Molina de Aragón a vivir en ella esta secuencia. El texto del Quijote dice que al otro día, al ponerse el sol y salir de una selva, vieron a la duquesa cazando. Esos datos han hecho suponer a algunos que la acción discurre en Molina. Ello es imposible. Por una razón muy sencilla. Si don Quijote y Sancho desde Zaragoza y el Ebro caminan hacia Barcelona, no van a retroceder tan enorme espacio de terreno y menos en un sólo día. Aparte de que el hecho de que «salieran de una selva» no nos permite pensar en que fuera el territorio molinés, pues allí tampoco las hay. Otros autores han supuesto, creo que con mucha más objetividad, que la aventura de la Ínsula ocurre en Aragón, en algún lugar cercano a Zaragoza y a las orillas del Ebro. García Soriano y García Morales, en su edición explican, siguiendo a Pellicer, que el hecho ocurre en Buenvía, cerca de la villa de Pedrola, en el palacio de los duques de Villahermosa, don Carlos de Borja y doña María Luisa de Aragón, y la Ínsula propiamente dicha habría estado en Alcalá de Ebro. De allí a Barcelona, donde pierde ya todas sus esperanzas y es herido, –en el alma, que es el peor sitio– don Quijote, quien con Sancho vuelve, cabizbajo y como en un vuelo, a su aldea natal, donde muere pocos días después.

La evidencia de que la hipotética Ruta de Don Quijote atravesando España hasta Barcelona, recorre fragmentos de la tierra molinesa, es la que me ha servido hoy para saludar la aparición de este hermoso libro, uno más en la comunal tarea de los españoles por hacer que la imagen, la idea y el espíritu de don Quijote siga sobrevolando entre todos los que somos, o intentamos ser, idealistas a ultranza. Y para exponer, una vez más, la idea que he apurado y resumido de que el caballero manchego fuera parte, también, de nuestra tierra.

Carabias, el románico herido/curado

 

Seguro que mis lectores están deseando que llegue el domingo para lanzarse al campo y poder contemplar algún rincón nuevo de nuestra provincia, tan grande, tan hermosa, tan llena de sorpresas… Puede incluso que hayan estado pensando en dirigirse hacia alguno de los lugares donde el románico se pinta con la fuerza solemne de la pureza medieval de formas, del silencio entre las húmedas arboledas, de la pátina dorada de sus sillares.

Pues bien, cuando alguien quiera ver, palpar incluso, esa solemne belleza del arte románico rural de Guadalajara, debe desplazarse hasta Carabias. Está poco más allá de Palazuelos, esa otra vieja ciudad amurallada del marqués de Santillana en la que la magia serena de los siglos reviste las piedras todas de su defensa perfecta. Ambos pueblos se encuentran, obvio es decirlo, muy cerca de Sigüenza, viajando por la carretera que desde la Ciudad Mitrada lleva hasta Atienza.

Un templo medieval

Derramada sobre la pendiente izquierda que abriga el valle del río Salado, la villa de Carabias tiene hoy un escaso caserío, un fontanar rumoroso, y un templo cristiano que fue construido, en la parte baja de la población, hacia el siglo XIII. A pesar de las reformas de posteriores centurias, ha conservado su primitivo aspecto, y puede ser calificado sin hipérbole de pieza única de la arquitectura medieval de nuestra tierra.

Recibe esa etiqueta de su singularísima estructura. El templo propiamente dicho consta de una sola nave. Alta, cubierta de bóveda falsa de escayola, tiene un presbiterio elevado y algunos altarcillos barrocos en los que San Sebastián, San Antonio y un Cristo meditan su abandono. Bajo la tribuna del coro, a media luz, se entrevé la antigua pila bautismal, como un enorme fósil con formas de venera. Al exterior, una torre muy antigua cobija las campanas (y alguna que otra paloma) en el ángulo sureste del edificio. Y por fin, el pórtico o atrio, que es lo verdaderamente singular de este monumento, y que, caso único en toda la provincia, tiene muros abiertos a los cuatro puntos cardinales.

El templo parroquial de Carabias fue dotado de una galería porticada que le rodeaba por mediodía y poniente. Pero que tenía también acceso por levante y algún vano abierto al norte. De ahí la anterior aseveración de ser la única iglesia románica de nuestra tierra que posee galería con muros orientados a los cuatro puntos del ámbito del horizonte. La parte más amplia y llamativa de esta galería es la del sur. Dos tramos de siete arcos cada uno, separados por un grueso pilastrón, se sostienen por sus respectivos pares de columnas de canon muy alargado, y rematadas en parejas de capiteles, todos ellos con elegante decoración vegetal. No tenía acceso la galería por este lado, porque el muro que daba al atrio era muy elevado en su interior. A levante sí, a través de un arco en el que remataba esta galería, y que hoy se ha abierto de nuevo en el contexto del muro de la torre, con capiteles rehechos a la posible imagen y semejanza de los que tuviera en su día.

Por el lado de poniente, la galería continúa con su sucesión de arcos y columnas: hacia su parte central se abre la puerta más principal de esta galería. Al lado derecho, tres arcos también sujetos de columnas y capiteles parejos, y al lado izquierdo, otros dos arcos similares. Finalmente, al norte se abrían un par de arcos completando ese amplio, airoso, alegre y feliz atrio en el que, -el viajero se imagina sin gran esfuerzo-, se reunirían al mediodía de los domingos, allá en los pasados siglos, las gentes del lugar.

Al templo se entra, desde el lado meridional del atrio, a través de una puerta de sencilla hermosura: es un vano cobijado de arcos semicirculares en el que surgen dos arquivoltas y un dintel arqueado. Se adornan de baquetones y algunos trazos geométricos. Y a su vez se apoyan en columnas rematadas por capiteles ya muy destrozados, pero en los que aún se adivina alguna forma humana. Los mejores capiteles son, sin duda, los de la galería porticada: muy parecidos a los de las iglesias (próximas entre sí) de Pozancos y Sauca, y sin duda copiados de los elementos gráficos tallados de los templos seguntinos (San Vicente, Santiago, la Catedral…), a su vez heredados de formas francesas, narbonenses y rosellonesas. Algunas formas del templo de Carabias, y alguna foto, van junto a estas líneas. Son simples anotaciones gráficas que pueden servir al lector para darse idea de la hermosa apariencia de este edificio.

Carabias puesta en valor

No hace mucho, y en mediodía limpio y luminoso de otoño, con los árboles del valle del Salado estallando de oros vacilantes, llegué hasta Carabias una vez más. Y esta vez la he encontrado como nueva. No solo su iglesia luce ya completamente restaurada, definitivamente salvada para el arte y la memoria, sino que entre las casas parece palpitar una nueva vida, bulle la luz y el color de modo renacido.

Quizás sea una explicación el hecho de haberse abierto recientemente un establecimiento hotelero, que supone un acicate para la estancia, y una coartada para la visita. Se llama Hotel Valdeoma, y lo regenta un joven entusiasta de la vida rural y silenciosa, de la auténtica vida en el campo en contacto con la naturaleza. Al final de la calle Cirueches, que en realidad es la salida antigua de Carabias hacia ese poblado que está más abajo en el valle, se alza de nueva planta un edificio que se acompasa totalmente con el entorno. Piedra arenisca roja, maderas y algún que otro elemento metálico. En el interior, espacioso y cómodo, hay ambientes como el comedor y la galería que son sencillamente de ensueño, y las habitaciones, amables y confortables, el lugar idóneo para pasar un fin de semana en la altura de la Celtiberia. Gregorio Marañón, que es como se llama el director de este centro, ha medido durante años la zona y los lugares, para finalmente adecuarse lo mejor posible al entorno. Es una atracción más, hoy día, en este pueblo de Carabias al que su iglesia, que lo centra todo, justifica cualquier viaje, cualquier mañana, sea soleada o no, de este otoño que va apretando en fríos, pero que pide salir, y ver, los referentes únicos y soñados de nuestra tierra.