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diciembre, 1998:

Arquitectura Negra: Un tesoro para todos

 

En estos días se están realizando los estudios previos y elaborando los informes que han de llevar la propuesta que hace la administración regional a la UNESCO, para que sea declarada Patrimonio de la Humanidad el área de la Sierra del Ocejón, en nuestra provincia de Guadalajara, con la denominación de «Sierra Negra». Todos, alguna vez, hemos ido hasta allí, o al menos hemos oído hablar de ella. Realmente es un lugar único, mágico, espectacular, íntimo e inolvidable que merece la máxima categoría porque, sobre todo, merece una protección a ultranza.

Visitar la Sierra Negra

Las sierras en torno al Ocejón, en el noroeste de Guadalajara, atesoran un extraordinario filón de ofertas: paisajísticas, históricas, medioambientales, arquitectónicas… de todas ellas puede el viajero gozar si con la información necesaria se acerca hasta esos lugares. Porque no es fácil llegar, más allá de Tamajón o de Cogolludo, adentrándose en los vericuetos de las montañas, arribando a sus pueblos mínimos y oscuros, y aprovechar de un golpe los recursos que ofrecen: en un lugar es una fiesta ancestral (Valverde de los Arroyos, con su Octava del Corpus; Majaelrayo con su Fiesta del Niño) y en otro puede ser el paisaje, los bosques de su entorno, como La Huerce o Valdepinillos, que tienen impresionantes masas forestales de pino negro; o Palancares y Prádena de Atienza, con sus robledales de cuento.

La mayor parte de estos lugares ofrecen un añadido interés: su arquitectura popular, la forma y color de sus edificios de vivienda, sus antiguos lavaderos y sus iglesias, las formas de construir las cercas de los prados, las moles gigantescas de sus caserones de pizarra… entre Tamajón y Majaelrayo se abre un prodigioso valle que es protegido por las alturas peladas del Ocejón y la Somosierra. El Jarama corre, y otros arroyos, por profundas gargantas en permanente erosión. Y en lugares como Campillo de Ranas, El Espinar, Campillejo, Roblelacasa o Robleluengo, con remate del viaje en Majaelrayo, la presencia de edificios solemnes y hermosos, únicos en toda Europa, utilizados todavía para vivir y guardar cosechas, hierbales y rebaños, sacan el aplauso y la admiración de quienes se enfrentan por primera vez a ellos.

Seis rutas imprescindibles

Recientemente ha aparecido un libro, la Guía de la Arquitectura Negra de Guadalajara que ofrece una sencilla y cumplida forma de enfrentarse a este entorno del norte de nuestra provincia. El saber y la profesionalidad de un arquitecto como Tomás Nieto Taberné, y una historiadora como Esther Alegre Carvajal, que son quienes lo han escrito, posibilitan a cualquiera saber qué elementos, y en qué lugares, merece la pena admirar.

A través de seis rutas se puede alcanzar lo mejor y más sabroso de este entorno, variado y múltiple. La Ruta 1 nos lleva desde Retiendas, pasando por el monasterio cisterciense de Bonaval, hasta Matallana y La Vereda, sin olvidar asomarnos a los restos mínimos de El Vado, allá donde el Arcipreste de Hita veneró a la Virgen, y a La Vihuela, entre grandiosos cerros. La «arquitectura negra» más pura se encuentra en estos lugares, de no difícil acceso hoy día.

La Ruta 2 es la que recorre el gran valle del Jaramilla: desde Tamajón hasta Majaelrayo, pasando por Campillejo, El Espinar, Campillo de Ranas y Robleluengo. Siempre con la severa presencia altísima del Ocejón, los espacios urbanos de auténtico tinte negro, grandes casas con corrales todos construidos en pizarra, dan una visión arquetípica del espacio que pretende ser declarado «Patrimonio de la Humanidad».

A Valverde de los Arroyos se dirige la Ruta 3, partiendo asimismo desde Tamajón, y pasando antes por Almiruete y Palancares, llegando a ese lugar de ensueño, meta sempiterna de montañeros y excursionistas, con agua por todas partes y espectaculares perspectivas de altos riscos: Valverde, donde además se oyen y ven los colores de la fiesta de la Octava en el inicio del verano. Por Umbralejo y La Huerce sigue la ruta, que acaba en las alturas pinariegas de Valdepinillos. Una emoción nueva, hacer este recorrido.

La Ruta 4, que parte desde Cogolludo, tras arrimarse a San Andrés del Congosto se dirige a Zarzuela de Jadraque, lugar de la más antigua alfarería de la provincia, y por Semillas y las Cabezadas alcanza Arroyo de Fraguas y las Navas de Jadraque, para llegar a Bustares, y desde allí, tras admirar su iglesia románica, intentar ascender al Pico del Santo Alto Rey, si la niebla o la nieve no lo impiden.

La Ruta 5 tiene a Atienza de punto de partida y llegada. Aparte de lo que esta villa medieval tiene de interesante, por la comarca se pueden admirar los enclaves de La Miñosa, pequeño y gracioso lugar de pura arquitectura serrana. También se puede hacer esto en Prádena de Atienza y Gascueña de Bornova, donde además hay bosques centenarios y gentes que saben viejas leyendas. Hiendelaencina es el lugar final de tanta sorpresa, con sus minas y sus recuerdos de gran ciudad en el pasado siglo.

Finalmente, la Ruta 6 es la más occidental, permite admirar los lugares de El Cardoso de la Sierra, Bocígano y sobre todo Corralejo, que es el pueblecillo que más cantidad de ejemplares de arquitectura negra posee.

Un día para cada Ruta

La obra que hemos podido leer recientemente de Nieto y Alegre, esta Guía de la Arquitectura Negra de Guadalajara que acabo de comentar, es la mejor forma de orientarse por este laberinto de caminos, sierras y pueblos de sorprendente originalidad. Fiestas y senderos, plazales y bosques: todo en el área del Ocejón nos espera para admirar sin pausa, para gustar con satisfacción y deleite. Unas rutas que merecen ser pisadas, anotadas, recordadas. Porque la «Sierra Negra» de Guadalajara está en la mejor disposición de consagrar un espacio que quedó casi vacío hace años, a la admiración simple y sin mancha de quienes esperan de la Naturaleza ese milagro (el de la pureza sin jerebeques) que cada vez se hace más difícil de conseguir.

Navidad en la Alcarria

 

Aunque este año tampoco podamos hacer, por el momento, alusión a la blanca «Navidad» sobre la Alcarria, porque la nieve ha faltado a su cita acostumbrada, y las ilusiones de los niños y de los poetas han quedado un tanto truncadas, sí que haremos la llamada al recuerdo de lo que fueron, y aún perviven casi agónicas, las Navidades aldea­nas de nuestra tierra alcarreña, con su correlato de villancicos y rondas, con sus alegrías chiquilleriles y las costumbres añejas de la matanza y el buen comer.

Ya en el calendario románico de Beleña, en el arco de ingreso a la pequeña iglesia aldeana, obra del remoto siglo XIII, se representa el mes de diciembre por un hombre sentado ante una mesa bien provista de viandas, dando al conocimiento de los tiempos venideros que la forma de celebrar estas fiestas era, también entonces, llenar abundantemente los estómagos. Al mes de enero le significan por la matanza del cerdo, desequilibrando con ello la normal representación de los meses en la generalidad de los calendarios antiguos.

Pero el caso es que estos dos ritos son los que, hoy también, conforman la celebración de la Pascua de Navidad en nuestra región. Que hasta hace muy poco tiempo fue la fiesta eminentemente pastoril, en la que ese gremio olvidado y de gentes con muy pocas posibilidades, se levantaba durante unos días en centro de la atención y el cariño de sus paisanos. En muchos lugares de la Alcarria, los pastores llenaban el mes de diciembre con su presencia notable en cualquier acto del pueblo, y sus cánticos plenos de ingenuidad invadían trochas y altares, porto­nes y soportales de las villas de la tierra.

Eso nos cuentan Aragonés Subero, en su libro magnífico sobre el folclore de Guadalajara, y más recientemente José Anto­nio Alonso Ramos, en el estudio que publicó hace pocos años en los «Cuadernos de Etnología de Guadalajara» sobre Canciones tradicionales de la Navidad alcarreña. Ellos nos dicen cómo los pastores de Peñalver cuidaban durante todo el mes la lamparilla del Santísimo y del altar de la parroquia. Allí mismo, la Nochebuena veía su triunfo, pues en la Misa del Gallo, a la medianoche, iban en traje de faena a la iglesia, portando dos ancianos pastores un corderillo y un gallo, que contestaban a las oraciones del cura con un balido o un quiquiriqueo, según a uno u otro apretaran sus dueños. Los zagales ayudaban a misa y el resto de pastores y pastoras dejaban oír su orquesta de almireces, castañuelas, zam­bombas y panderetas. Poco más o menos ocurría en el cercano lugar de San Andrés del Rey, donde también se libraba de muerte tempra­na a los corderillos que nacían en ese día de la Nochebuena.

Grandes fogatas se encendían en nuestros pueblos delan­te de las iglesias. Como contrapunto a ese otro 24 de junio en el que la noche se puebla de luminarias, las posturas extremas del sol sobre el horizonte son saludadas con el rito del fuego. Y, después de la gran lumbre, a la Misa del Gallo, a cantar villan­cicos. Durante toda la noche recorrían el pueblo los mozos jóve­nes, con improvisadas orquestas a base de palillos, huesos secos, panderetas y zambombas, botellas de anís rascadas, y alguna que otra bandurria entrometida. A rondar a todos los vecinos y pedir­les el aguinaldo. Así hacen en Trillo, donde les daban lo más selecto de la reciente matanza: los chorizos aún blandos, que al día siguiente ponían a freír y así celebrar la Navidad.

La matanza del cerdo, proverbial festejo comunitario en los pueblos de la Alcarria, se encuentra muy unida a la celebra­ción navideña. Porque si bien es cierto que estos sacrificios se hacen en la época del frío intenso para conservar mejor sus productos, por otra parte es la ocasión más solemne y en la que con más justificación se pueden consumir esos bocados de ilustre prosapia castellana como son el jamón, el chorizo y la morcilla. Las familias se reúnen por uno y otro motivo, y en la Navidad se cata casi con mayor placer de lo salado que fabricó el abuelo, que de los bizcochos y mazapanes que trajo el tendero.

Los villancicos son también, en muchos casos, plenamente autóctonos, especialmente en su música, pues las letras son comunes al costumbrismo general castellano. Así ocurre con los famosos y populares villancicos que cantan en Sigüenza y Brihuega, puestos de relieve en estos últimos años por los grupos corales y rondallas de los respectivos pueblos. En la zona de los Yélamos se canta uno, La Airosa, de peculiares características.

Y siempre, siempre, con la alegría ingenua y sin límites que a todos, chicos y grandes, el Nacimiento de Cristo en la humildad de un pesebre les ha deparado a lo largo de los siglos. Que sirvan, finalmente, estas palabras para desear a todos mis lectores, en esta fecha mágica y humana del 25 de diciembre, los mejores augurios de una Feliz Navidad.

Sobrino, Santillana y el Alamín

 

Al terminar el año, uno no puede por menos de hacer recuento de las mejores y/o peores cosas que le han pasado. Malas, aparte de algún que otro dolor errático, nada me ha ocurrido. Buenas, muchas. Uno no puede quejarse, y por eso lanza las campanas al viento y hace algo que no debe hacerse nunca: alegrarse en público. Pero el mundo es un pañuelo, la vida son dos días, y a mí se me da un ardite lo que piensen los demás de mí. Por eso me declaro feliz, y prosigo.

Sobrino y los vándalos

Volvió Francisco Sobrino, uno de los artistas alcarreños que nunca se fue del todo, con una exposición a lo grande que le ha montado la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, a lo ancho y lo largo de la ciudad. Hace 23 años, en noviembre de 1975, el 20 de dicho mes para más exactitud, Paco Sobrino inauguraba en Guadalajara su primera exposición antológica. Fue todo un éxito de crítica y público, y, aparte de los acontecimientos vividos esos días, en esta ciudad no se habló de otra cosa que de las imaginaciones geometristas de nuestro paisano, que caló hondo y luego hemos estando siguiendo, por aquí y allá, entre los muros de su molino de Utande, o sobre la rotonda de la entrada a la ciudad desde la Autovía de Aragón. Y todos hemos coincidido siempre en calificar a Sobrino de «artista genial», de valeroso imaginador de espacios, de entusiasta creador de volúmenes, de aristas, de colores.

En la inauguración de la exposición, por las calles y plazas de Guadalajara, y en el seno del palacio del Infantado, mucho frío y muchos aplausos. Pocas noches después, los vándalos profesionales de Guadalajara le hicieron astillas una de sus composiciones geometristas a Paco Sobrino, se la quisieron quemar, y al fin tiraron los restos al pilón. No es crítica, es simplemente noticia. Hechos.

Incluso en un periódico local, se dio espacio hace unos días, a una carta (mínima, y redactada a trompicones) de un ciudadano que decía que eso ni es arte ni es nada, y que eso lo hace mejor cualquiera, por ejemplo: él. Que el arte de Sobrino no tiene gran valor. Es más: que tiene escaso valor. ¿Será por eso que el ministerio de Cultura de la República Francesa ha encargado a Paco Sobrino que realice una escultura geometrista-luminosa, móvil y gigantesca, para decorar en las noches junto al Sena la Biblioteca Nacional Francesa? ¿Será por eso que el Ministerio de Fomento le ha encargado realizar diversas obras a colocar en rotondas y puntos relevantes de la nueva carretera de Guadalajara a Cuenca? ¿Será por eso que toda Europa, en sus calles y plazas, tienen puestas esculturas de Paco Sobrino?

Un poco de seriedad. Un poco de respeto y un poco de dignidad: Paco Sobrino es una de las glorias artísticas de Guadalajara en lo que va de siglo. Junto a Regino Pradillo, a Fermín Santos, a Ortiz de Echagüe y a José de Creeft, la obra de Sobrino (que por cierto es el único vivo de todos los nombrados) marca un punto de inflexión en el arte de nuestra época. En punto a abstractos e ismos, la creatividad de Sobrino pone la marca y separa el antes y el después. Junto a Klee y otros avanzados, Sobrino revoluciona la perspectiva del mundo, de las formas y las luces.

Ahora, en esta fría prenavidad de Guadalajara, entre hielos y nieblas, con la magnanimidad de quien ama a su tierra, sabiendo que una exposición así no es para vender, como hacen la mayoría de los que exponen, sino para animar la ciudad y conferirle un aire de modernidad y lujo, las reacciones que surgen son esas: tirarle al pilón una de sus composiciones, o decirle que «no es verdadero arte» lo que viene haciendo con aplauso universal desde hace 50 años.

Señor Sobrino: gracias por haber empleado tanto tiempo, tanto cariño, y tanta genialidad a hacer las cosas que hace. Y más gracias aún, por habérnosla dejado ver a los alcarreños, a sus paisanos. La inmensa mayoría, están felices por ello.

Santillana y la Diputación

El día 11 de diciembre la Excma. Diputación Provincial de Guadalajara, a través de su Institución de Cultura «Marqués de Santillana», celebró acto público para rendir homenaje a Iñigo López de Mendoza, de quien se han cumplido este año los seis siglos de su nacimiento. Hubo conferencia medievalista a cargo del profesor Aguadé de la Universidad de Alcalá. Hubo palabras del presidente Francisco Tomey Gómez para presentar un cederrom conteniendo los textos de los 25 números hasta ahora publicados por dicha Institución en la Revista de Estudios «Wad-al-Hayara». Y hubo entrega de medallas a todos los autores que han escrito, en estos 25 años, algún trabajo o investigación en esta Revista. Una revista a la que quiero tanto, que no me concedo la venia de hablar bien de ella, porque me siento implicado un tanto en su trayectoria.

El Alamín otra vez

Y en este año que va acabando, lleno de realizaciones, de obras en la ciudad, de proyectos, de idas y venidas, de luces y discursos, una obra que avanza deprisa y que, a pesar de no ser de las más vistosas, es sin duda una de las más importantes del siglo. Que también, miren ustedes por donde, se va animando a acabar.

Me refiero a la limpieza y urbanización del barranco del Alamín, el que limita a la ciudad por el norte y el oriente, y que fue siempre el fin o el principio de ella, para cuantos llegaban de nuevos a esta Wad-al-Hayara a la que Mohamad al-Edrisi vio como «manantial de aguas vivas». Es una obra trascendental, porque limpia de malezas y malos olores a una zona que va a quedar englobada en el urbanismo de esa área. Y al mismo tiempo trata y consigue de integrar en esa nueva ciudad un perfil de ciudad antigua, venerable, monjil y mora a un tiempo.

Incluso el compromiso alcanzado entre el Excmo. Ayuntamiento de Guadalajara y la entidad Ibercaja para restaurar y recuperar para usos culturales el «Torreón del Alamín», más conocido como «la perrera», es también otro buen clarinetazo de ilusión que a Guadalajara le cae en estos días.

Tres solemnes gritos de alegría, a los que el ánimo de este cronista, de por sí optimista, se une y repica. Feliz Navidad y un Año Nuevo cuajado de alegrías y éxitos a todos mis lectores, os lo desea [Antonio Herrera]

La Cocina Medieval en la Alcarria

 

El pasado fin de semana celebró el Parador Nacional «Castillo de Sigüenza» sus segundas Jornadas Gastronómicas Medievales, que han superado con creces las expectativas y la asistencia del año pasado: en un día de ambiente gélido, los caballeros salvadores asaltaron muros y fuertes torreones castilleros, pero al no poder liberar a la Reina Doña Blanca, que pálida esperaba su descanso en la lobreguez de su mazmorra, tuvieron que claudicar ante la soldadesca enviada por el Rey Pedro el primero, para que la trasladaran hacia Jerez de la Frontera, a las torres de Medina Sidonia, donde finalmente falleció.

En torno a ese personaje, la reina doña Blanca de Borbón, y en el ambiente real donde ocurrió, hace más de seis siglos, su epopeya de prisión y sufrimiento, el Parador de Turismo del castillo seguntino ha vuelto a revivir emociones medievales en forma de escenografías y suculentas comidas. Una ocasión única para ver, de nuevo, ese espléndido espacio arquitectónico que es el alcázar de los Obispos, en la cumbre de Sigüenza, y de rememorar su historia cuajada de anécdotas a lo largo de los ocho siglos de su devenir. Y una ocasión, por supuesto, de conocer un poco las formas de comer en el remoto Medievo, que va siendo rescatado de una forma u otra, por historiadores, cómicos y cocineros. Todo vale cuando se trata de recuperar las raíces de un pueblo. Del pueblo castellano, por más señas, que afortunadamente todavía existe.

De cocinas medievales alcarreñas

El mejor tratado teórico del yantar medieval lo escribió un sabio que por muchos motivos estuvo ligado a esta tierra de la Alcarria. Se trata de don Enrique de Aragón, marqués de Villena, y señor, entre otros títulos y lugares, de la villa y tierra de Cifuentes, junto al Tajo.

No es nada raro el hecho, teniendo en cuenta que en la Edad Media la tierra de Guadalajara era, como la geografía nos dice, el verdadero centro de la Península Ibérica. Río Henares arriba y abajo pasaban caballeros y arrieros, ejércitos y cortes de cómicos.  La gran vía caminera de España era el Henares. En sus orillas, ciudades como Alcalá, como Guadalajara, como Sigüenza. Villas como Hita, castillos como el de Jadraque… Y por sus palacios, sus catedrales, y sus castillos, pasaron los grandes señores, la altas alcurnias que dieron consistencia al buen comer del Medievo.

Las crónicas generales y particulares del Medievo castellano suministran abundantes noticias sobre don Enrique de Aragón, nieto del primer marqués de Villena y de Enrique II de Castilla, como hijo de su hija ilegítima doña Juana; de aquel caballero nos ha llegado un admirable retrato gracias a la memoria de su contemporáneo Fernán Pérez de Guzmán, quien lo dibujó en su conocido libro Generaciones y Semblanzas. Según Pérez de Guzmán, don Enrique de Aragón era de corta estatura y grueso, de tan gran ingenio que aprendía con extraordinaria facilidad cualquier ciencia o arte, dominaba varios idiomas, tenía una cultura tan vasta y profunda que parecía maravilla, pero en cambio desdeñaba en absoluto cuanto se refiriera a las armas y a la caballería, así como a la administración de su casa y hacienda, y nos dice Pérez de Guzmán que, porque entre las otras ciencias e artes se dio mucho a la astrología, algunos burlando decían del que sabía mucho en el cielo e poco en la tierra, y como para el vulgo general los grandes conocimientos de don Enrique solo eran atribuibles a hechicería, le pusieron de sobrenombre el Nigromántico. De él sabemos también que era gran comilón y muy dado al amor de las mujeres. De la primera de esas gulas le vino en saber también, con toda la extensión que la época permitía, de gastronomía y sutilezas culinarias, escribiendo el Tratado de cortar del cuchillo al que luego todos conocieron por el título de Arte Cisoria, en el que con pormenor describió los yantares de su tiempo, las recetas de la gastronomía regia, y el modo de preparar muchos y sabrosos manjares. De este alcarreño es, pues, el primero de los grandes tratados culinarios de la literatura castellana.

En él se tratan las formas de preparar las comidas, el arte de presentar los alimentos, y las propiedades más recónditas y útiles de los principios esenciales de la gastronomía. Es este un tratado de pretensiones didácticas por ser un documento de inapreciable valor sobre las costumbres de la clase noble de la época, al menos en lo que al arte culinaria y al comportamiento en la mesa se refiere.

Como una simple muestra de lo que el Arte Cisoria nos ofrece, hablando de los yantares de los monarcas, dice que no se presentarán en la mesa del rey las berzas, berengenas, lentejas ni aceitunas que tienen fama de malencónicas…; ni las habas, que en otras partes llaman judías y hacen perder la memoria, el mayor mal para los cortesanos que puede avenirle al rey y recomienda muy encarecidamente el ajo mezclado en las salsas para despertar el apetito, con el perejil, yerbabuena y orégano.

Recetarios de la medieval cocina

Muchos han sido los libros en los que se ha ido plasmando escrita la cultura culinaria del Medievo. Por mencionar solamente los más destacados, tratados y crónicas de la época, en los que se habla de comidas, de sabores y placeres palatinos. No vendría mal recordar aquí al menos los títulos de los libros en los que se habla de cocina medieval y a los que podemos calificar como autenticas fuentes para el conocimiento de la cocina de aquella remota edad. Baste recordar El Tuhfal al-Albab (El Regalo de los Espíritus) de BUHAMID AL-GARNATI, o el famoso libro de viajes titulado A través del Islam, de IBN BATUTA.

En las Memorias del Reinado de los Reyes Católicos, de Bernáldez, y en El Victorial, o Crónica de don Pero Niño, de Díez de Games, aparecen también amplias referencias a la gastronomía medieval. Lo mismo ocurre en la Relación de la Embajada de Enrique III al gran Tamorlán, de González de Clavijo, y en los Hechos del Condestable don Miguel Lucas de Iranzo.

Hay también referencias curiosas al comer y beber de los tiempos medievales en la Descripción del África y de España, de AL-IDRISI, en El libro llamado Al-Lamha al-Badriyya (El Resplandor de la Luna Llena), de Ibn al-Jabtib y en El Musnad: Hechos Memorables de Abal-asan, Sultán de los Benimerines, de Ibn Marzuq.

No puedo olvidar, finalmente, y estimar en lo que vale, la tesis de De Castro, recientemente publicada, que trata de La Alimentación en las Crónicas Castellanas Bajomedievales, y que en buena manera me ha servido para saber yo mismo, que tan pocas cosas sé de casi todo, algo de lo que en el Medievo alcarreño se usaba por comida.

Un menú que hará historia

El Parador Nacional de Sigüenza ha rendido estos días pasados (del sábado 5 al lunes 7 de diciembre) un servicio inestimable al turismo provincial, y a la promoción de la Ciudad del Doncel, pues gracias a su llamada han acudido en estos días centenares de curiosos, gastrónomos y gentes que se han llevado la unánime sorpresa de encontrar un lugar inusual y sorprendente siempre, como es el Castillo de los Obispos, y unos manjares que, conducidos por el jefe de la cocina palaciega, Daniel Zamarreño, han devuelto a exquisitos y paseantes la confianza en los sabores y las consistencias: para empezar, degustación de berenjenas en cazuela y lobo en pan (una empanada de lubina hecha al más simple y efectista modo). Para comer, el potaje que se dice «porriol» hecho de puerros, cebollas y leche de almendras; el escabeche labriego de trucha, y el asado de cabrito lechal al tomillo. En los postres, las frutas de sartén con tajadas de queso fresco, el buen membrillate y la ginestada con azafrán. De estomacal complemento, una infusión caliente de hierbas de poleo con aguardiente de Morillejo.

Solo censar esos platos, se le hace a uno la boca agua. A todos los que estos días los han degustado en el Castillo de Sigüenza, se les han abierto las mandíbulas para siempre: de admiración y deseos (de volver, por supuesto). Y Sigüenza entera, ganando.

Viaje a Guadalajara de Alejandro de Laborde en 1800

 

Viajeros de todos los lugares, de todas las épocas, han pasado por Guadalajara y hánse admirado de sus maravillas unas veces, de su pobreza y desconcierto otras. Guadalajara fue siempre una contradicción extrema: frente al brillo de la dorada piedra de Tamajón en fachadas y remates gotizantes, estaba la mugre de sus calles, el abandono de sus plazas, la dejadez de sus gentes. Y cuando, de vez en cuando (y han sido muchos a lo largo de los siglos), aparecía un ilustrado viajero mirando con curiosidad, y apuntando con solicitud todas sus sorpresas, el resultado era siempre también ambivalente.

Gracias a un libro magnífico que ha escrito Pedro Olea Alvarez, y que ha editado Rayuela de Sigüenza, titulado Los ojos de los demás (viajes de extranjeros por el antiguo obispado de Sigüenza y actual provincia de Guadalajara), podemos ahora saber las opiniones, los desencantos, las alabanzas y los pesares de quienes en siglos remotos nos visitaron, y tuvieron tiempo y gusto de dejar anotadas, y a veces hasta publicadas en libros, sus impresiones y consideraciones.

En este libro que acabo de citar, Olea nos da los textos completos de lo que opinaron sobre Sigüenza, Guadalajara y los caminos y pueblos de nuestra actual provincia un total de 45 viajeros de muy diversas nacionalidades, entre los que abundaron italianos y franceses, aunque no faltaron ingleses, flamencos y norteamericanos. Las clásicas descripciones de la ciudad de Guadalajara que aportó el barón de Rosmithal a mediados del siglo XV, se sucede la sorpresa de Münster ante el recién terminado palacio de los duques del Infantado. Las descripciones que los acompañantes del gran duque Cosme de Médicis mediado el siglo XVII se acompañan de los asombros de Carlos Davillier a quien acompañaba Gustavo Doré con su plumilla. Un largo y sonoro recitativo de anotaciones y recuerdos, que al lector de hoy le suenan a verdaderamente viejos y, sin embargo, siempre curiosos.

El despertar alcarreño de Laborde

En el paso del siglo XVIII al XIX, un viajero ilustrado, el conde Alejandro de Laborde, viajó a España y cruzó, como tantos otros lo habían hecho antes, de Aragón a Castillo por los valles del Jalón arriba y del Henares abajo, cruzando la diócesis de Sigüenza primero y los señoríos mendocinos después. De su obra en seis volúmenes, Itinéraire descriptif de l’Espagne llegaron a imprimirse 3 ediciones en poco tiempo, muy leídas en toda Europa.

Llegó a Guadalajara el francés Laborde por el camino de Zaragoza, habiéndose deleitado antes con su paso por el valle de Torija, del que dice es magnífico, construido en forma de calzada, levantado casi un pie sobre el terreno adyacente, y lo suficientemente ancho como para que puedan pasar cuatro carruajes a la vez.

Dice Laborde de Guadalajara que es una ciudad antigua habitada en otros tiempos por los romanos que le dieron, según unos los nombres de Arriaca y de Caraca, y según otros el de Turria. Estuvo luego bajo la dominación de los godos a los cuales fue conquistada en el 715 por los moros que le llamaron indi­ferentemente Guidalhichara y Guadalarraca, de donde deriva por corrupción, el nombre que lleva hoy día. Fue tomada a los moros en 1081 por Alvar Fañez, primo del Cid, por el rey Alfonso I de Castilla y VI de León. Está en una llanura junto a la orilla oriental del Henares y es la ca­pital del bonito cantón de la Alcarria en Castilla la Nueva.

Después se entretiene en reseñar, con un cierto orden burocrático y bien organizado, los aspectos sociales, económicos, monumentales y ambientales de la ciudad de Guadalajara.

En el capítulo de la «extensión» dice que Esta ciudad es bastante grande, pero está mal construida. Estuvo rodeada por fuertes murallas de las que quedan restos considera­bles. Y al hablar de la «población» reseña que era antes más numerosa; hoy está reducida a unas 12.000 almas y ha aumentado después de la instalación de la ma­nufactura de paños. Respecto al «clero» comenta Laborde que Tiene diez parroquias seis conventos de monjes, siete conven­tos de religiosas, dos hospitales uno de los cuales regido por los Herma­nos de San Juan de Dios o de la caridad, ocho ermitas, capillas u orato­rios privados; tenía una casa de la orden de Santiago que fue suprimida en 1791. Y en el capítulo de la «Administración» nos informa que en 1800 Guadalajara era capital de intendencia y de corregimiento, lugar de residencia del intendente, del corregidor y de un alcalde mayor.

Silueta de Guadalajara en 1800

Cuando el conde Laborde vino a Guadalajara, deambuló a conciencia por sus calles y plazas, anotando cuanto veía. Entre sus edificios destacó los siguientes: El palacio de la casa del Infantado es un edificio considera­ble por dimensión, pero construido con poco gusto. La arquitectura de su primer patio es de estilo gótico, sería buena si tuviera más delicadeza. Los apartamentos, interiores están llenos de dorados, demasiados y muy pesados, pero sin embargo se ven algunas pinturas, sobre todo fábulas y algunos ornamentos que destacan por su fuerza, su inteligencia su buen gusto: son de Rómulo Cincinato. ¿Quién le dijo a Laborde que los techos de las salas bajas las había pintado Rómulo Cincinato? Era tradición entre los del palacio. Sigue describiendo las grandezas arriacenses: La iglesia de los Franciscanos es grande, pero mal decorada las gra­das del santuario son de mármol blanco; en el claustro hay algún buen cuadro de la vida de San Francisco. Este convento tiene un monumento digno de la grandeza de la casa del Infantado, es un Panteón que por su magnificencia merecería ser mucho más conocido; ocupa un espacio colocado bajo el altar mayor y su puerta se abre en el presbiterio. La construcción comenzó en 1696 y fue acabado en 1728, costó 1.802.707 reales de vellón o 450.676 francos, se baja por una escalera de cincuenta y cinco escalones, dividido en cuatro tramos: los escalones, los muros que los sostienen, las bóvedas que los cubren están revestidos de mármoles de diversos colores de la mayor be­lleza. Al fondo de la escalera se abren dos puertas; por una se entra en el espacio que encierra los cuerpos de los señores de la casa del Infantado después de su muerte; por la otra se entra en una sala que es una habita­ción de conveniencia. Esta sala es grande pavimentada en mosaico con mármol de diversos colores y molduras doradas, las paredes de esta sala están divididas en espacios separados por pilastras de mármol rojo‑violeta con vetas blan­cas, bordeado de mármol azul turquesa con ligeras vetas blancas; cada espacio tiene cuatro nichos uno encima de otro, separados por planchas del mismo mármol rojo‑violeta, encuadrados con ornamentaciones del mismo mármol azul turquesa; en cada nicho hay una gran tumba del mismo mármol rojo‑violeta con una corona ducal dorada. Hay veintiséis tumbas, de las cuales una esta siempre abierta como esperando al primer señor de la casa que fallezca.

Al lado de esta sala se ha construido una pequeña capilla circular, las paredes y el suelo están enriquecidos con los mismos mármoles; está cubierta por una pequeña cúpula elevada que se levanta por fuera en el interior del altar mayor de la iglesia de los franciscanos y que se abre debajo del sitio donde se expone el Santísimo Sacramento. Esta capilla tiene un altar ricamente dorado y esta construida en forma de templete sostenido por cuatro columnas de mármol bajo las cuales hay un crucifijo de bronce dorado. El frontal es de mármol muy bueno formando dibujos, y en el centro tiene un bloque de mármol, precioso por su belleza, por su di­mensión, por la diversidad, la variedad y la delicadeza de sus matices equivale al jaspe más bonito. Los señores del Infantado han querido imitar a sus soberanos, y al soberbio panteón que hicieron construir en El Escorial; han tratado de reunir en el monumento dedicado a sus antepasados y a sus descendien­tes todo cuanto el gusto puede añadir a la magnificencia.

No ha de extrañarnos que Laborde dedique tantas líneas a San Francisco y a la cripta de su iglesia donde estaban enterrados los Mendoza. Hoy en abandono, medio hundido, tamaño monumento espera (en el confín último del siglo XX) a que se le recupere de tan hondas y crueles heridas como los mismos franceses, pocos años después de la admirada descripción de Laborde, infligieron a este lugar.

En cualquier caso, un motivo interesante este de la aparición del libro de Pedro Olea Alvarez para recordar algo de lo que viajeros y escritores de antiguos tiempos describieron al pasar por Guadalajara.