Viaje a Guadalajara de Alejandro de Laborde en 1800

viernes, 4 diciembre 1998 0 Por Herrera Casado

 

Viajeros de todos los lugares, de todas las épocas, han pasado por Guadalajara y hánse admirado de sus maravillas unas veces, de su pobreza y desconcierto otras. Guadalajara fue siempre una contradicción extrema: frente al brillo de la dorada piedra de Tamajón en fachadas y remates gotizantes, estaba la mugre de sus calles, el abandono de sus plazas, la dejadez de sus gentes. Y cuando, de vez en cuando (y han sido muchos a lo largo de los siglos), aparecía un ilustrado viajero mirando con curiosidad, y apuntando con solicitud todas sus sorpresas, el resultado era siempre también ambivalente.

Gracias a un libro magnífico que ha escrito Pedro Olea Alvarez, y que ha editado Rayuela de Sigüenza, titulado Los ojos de los demás (viajes de extranjeros por el antiguo obispado de Sigüenza y actual provincia de Guadalajara), podemos ahora saber las opiniones, los desencantos, las alabanzas y los pesares de quienes en siglos remotos nos visitaron, y tuvieron tiempo y gusto de dejar anotadas, y a veces hasta publicadas en libros, sus impresiones y consideraciones.

En este libro que acabo de citar, Olea nos da los textos completos de lo que opinaron sobre Sigüenza, Guadalajara y los caminos y pueblos de nuestra actual provincia un total de 45 viajeros de muy diversas nacionalidades, entre los que abundaron italianos y franceses, aunque no faltaron ingleses, flamencos y norteamericanos. Las clásicas descripciones de la ciudad de Guadalajara que aportó el barón de Rosmithal a mediados del siglo XV, se sucede la sorpresa de Münster ante el recién terminado palacio de los duques del Infantado. Las descripciones que los acompañantes del gran duque Cosme de Médicis mediado el siglo XVII se acompañan de los asombros de Carlos Davillier a quien acompañaba Gustavo Doré con su plumilla. Un largo y sonoro recitativo de anotaciones y recuerdos, que al lector de hoy le suenan a verdaderamente viejos y, sin embargo, siempre curiosos.

El despertar alcarreño de Laborde

En el paso del siglo XVIII al XIX, un viajero ilustrado, el conde Alejandro de Laborde, viajó a España y cruzó, como tantos otros lo habían hecho antes, de Aragón a Castillo por los valles del Jalón arriba y del Henares abajo, cruzando la diócesis de Sigüenza primero y los señoríos mendocinos después. De su obra en seis volúmenes, Itinéraire descriptif de l’Espagne llegaron a imprimirse 3 ediciones en poco tiempo, muy leídas en toda Europa.

Llegó a Guadalajara el francés Laborde por el camino de Zaragoza, habiéndose deleitado antes con su paso por el valle de Torija, del que dice es magnífico, construido en forma de calzada, levantado casi un pie sobre el terreno adyacente, y lo suficientemente ancho como para que puedan pasar cuatro carruajes a la vez.

Dice Laborde de Guadalajara que es una ciudad antigua habitada en otros tiempos por los romanos que le dieron, según unos los nombres de Arriaca y de Caraca, y según otros el de Turria. Estuvo luego bajo la dominación de los godos a los cuales fue conquistada en el 715 por los moros que le llamaron indi­ferentemente Guidalhichara y Guadalarraca, de donde deriva por corrupción, el nombre que lleva hoy día. Fue tomada a los moros en 1081 por Alvar Fañez, primo del Cid, por el rey Alfonso I de Castilla y VI de León. Está en una llanura junto a la orilla oriental del Henares y es la ca­pital del bonito cantón de la Alcarria en Castilla la Nueva.

Después se entretiene en reseñar, con un cierto orden burocrático y bien organizado, los aspectos sociales, económicos, monumentales y ambientales de la ciudad de Guadalajara.

En el capítulo de la «extensión» dice que Esta ciudad es bastante grande, pero está mal construida. Estuvo rodeada por fuertes murallas de las que quedan restos considera­bles. Y al hablar de la «población» reseña que era antes más numerosa; hoy está reducida a unas 12.000 almas y ha aumentado después de la instalación de la ma­nufactura de paños. Respecto al «clero» comenta Laborde que Tiene diez parroquias seis conventos de monjes, siete conven­tos de religiosas, dos hospitales uno de los cuales regido por los Herma­nos de San Juan de Dios o de la caridad, ocho ermitas, capillas u orato­rios privados; tenía una casa de la orden de Santiago que fue suprimida en 1791. Y en el capítulo de la «Administración» nos informa que en 1800 Guadalajara era capital de intendencia y de corregimiento, lugar de residencia del intendente, del corregidor y de un alcalde mayor.

Silueta de Guadalajara en 1800

Cuando el conde Laborde vino a Guadalajara, deambuló a conciencia por sus calles y plazas, anotando cuanto veía. Entre sus edificios destacó los siguientes: El palacio de la casa del Infantado es un edificio considera­ble por dimensión, pero construido con poco gusto. La arquitectura de su primer patio es de estilo gótico, sería buena si tuviera más delicadeza. Los apartamentos, interiores están llenos de dorados, demasiados y muy pesados, pero sin embargo se ven algunas pinturas, sobre todo fábulas y algunos ornamentos que destacan por su fuerza, su inteligencia su buen gusto: son de Rómulo Cincinato. ¿Quién le dijo a Laborde que los techos de las salas bajas las había pintado Rómulo Cincinato? Era tradición entre los del palacio. Sigue describiendo las grandezas arriacenses: La iglesia de los Franciscanos es grande, pero mal decorada las gra­das del santuario son de mármol blanco; en el claustro hay algún buen cuadro de la vida de San Francisco. Este convento tiene un monumento digno de la grandeza de la casa del Infantado, es un Panteón que por su magnificencia merecería ser mucho más conocido; ocupa un espacio colocado bajo el altar mayor y su puerta se abre en el presbiterio. La construcción comenzó en 1696 y fue acabado en 1728, costó 1.802.707 reales de vellón o 450.676 francos, se baja por una escalera de cincuenta y cinco escalones, dividido en cuatro tramos: los escalones, los muros que los sostienen, las bóvedas que los cubren están revestidos de mármoles de diversos colores de la mayor be­lleza. Al fondo de la escalera se abren dos puertas; por una se entra en el espacio que encierra los cuerpos de los señores de la casa del Infantado después de su muerte; por la otra se entra en una sala que es una habita­ción de conveniencia. Esta sala es grande pavimentada en mosaico con mármol de diversos colores y molduras doradas, las paredes de esta sala están divididas en espacios separados por pilastras de mármol rojo‑violeta con vetas blan­cas, bordeado de mármol azul turquesa con ligeras vetas blancas; cada espacio tiene cuatro nichos uno encima de otro, separados por planchas del mismo mármol rojo‑violeta, encuadrados con ornamentaciones del mismo mármol azul turquesa; en cada nicho hay una gran tumba del mismo mármol rojo‑violeta con una corona ducal dorada. Hay veintiséis tumbas, de las cuales una esta siempre abierta como esperando al primer señor de la casa que fallezca.

Al lado de esta sala se ha construido una pequeña capilla circular, las paredes y el suelo están enriquecidos con los mismos mármoles; está cubierta por una pequeña cúpula elevada que se levanta por fuera en el interior del altar mayor de la iglesia de los franciscanos y que se abre debajo del sitio donde se expone el Santísimo Sacramento. Esta capilla tiene un altar ricamente dorado y esta construida en forma de templete sostenido por cuatro columnas de mármol bajo las cuales hay un crucifijo de bronce dorado. El frontal es de mármol muy bueno formando dibujos, y en el centro tiene un bloque de mármol, precioso por su belleza, por su di­mensión, por la diversidad, la variedad y la delicadeza de sus matices equivale al jaspe más bonito. Los señores del Infantado han querido imitar a sus soberanos, y al soberbio panteón que hicieron construir en El Escorial; han tratado de reunir en el monumento dedicado a sus antepasados y a sus descendien­tes todo cuanto el gusto puede añadir a la magnificencia.

No ha de extrañarnos que Laborde dedique tantas líneas a San Francisco y a la cripta de su iglesia donde estaban enterrados los Mendoza. Hoy en abandono, medio hundido, tamaño monumento espera (en el confín último del siglo XX) a que se le recupere de tan hondas y crueles heridas como los mismos franceses, pocos años después de la admirada descripción de Laborde, infligieron a este lugar.

En cualquier caso, un motivo interesante este de la aparición del libro de Pedro Olea Alvarez para recordar algo de lo que viajeros y escritores de antiguos tiempos describieron al pasar por Guadalajara.