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mayo, 1997:

Molina recuerda a los celtíberos

 

Desde hace ya muchos meses, y casi como un Museo que se inició en precario, pero que lleva camino de convertirse en atractivo cultural permanente, el Centro Cultural instalado en el Monasterio de San Francisco de Molina acoge una exposición que lleva por título «Arqueología de los Celtíberos en Molina de Aragón». Además de las vitrinas, de los carteles, planos y explicaciones sobre paneles; además de las piezas de cerámica, de los elementos de hierro, de las fotografías aéreas, se palpa en aquel espacio un embrujo que viene de antiguas edades: la pureza de una raza (esa sí que estaba cimentada en el suelo y limpia en el aire) se encuentra retrata en las cosas mínimas, en las huellas frágiles recuperadas e impresas sobre los últimos rincones.

Merece la pena acercarse a Molina a ver estas exposición única, que ojalá permanezca mucho tiempo allí, y que incluso sirva de germen a un Museo de la Celtiberia, bien hecho, cimentado con rigor, mantenido con medios suficientes. Ese Museo de la Celtiberia que debiera haber tenido Guadalajara cuando se dieron las circunstancias para ello, pero que entre unos y otros se dejó perder. De momento, cabe pasar un rato entretenido viendo esos croquis del poblado del Ceremeño en Herrería, o esas armas de los guerreros que espantaron a Roma y que se hallaron en Aguilar de Anguita, en Luzaga o en La Yunta.

Quienes fueron y donde vivían lo celtíberos

La exposición que comento se acompaña de una magnífico catálogo, de tono divulgador, pero muy bien hecho, que firman Víctor Antona, Mª Luisa Cerdeño y Rosario García Huerta. En él se nos cuentan cosas acerca de los celtíberos: quiénes eran, donde vivían, a qué se dedicaban, cuales eran sus ritos tras la muerte, etc. No haré aquí sino comentarlo.

La Celtiberia se extiende clásicamente a la derecha del río Ebro, en su trayecto medio, alcanzando las altas y frías tierras mesetarias del centro de la Península. Su auge comienza a principios del milenio anterior a Cristo, alcanzando su máximo desarrollo en los 3-4 siglos antes de nuestra Era. Se dividía en Celtiberia Citerior, que iba del Ebro hasta la cabecera del Jalón, incluyendo el actual territorio de Molina, y la Celtiberia Ulterior, que abarcaba las tierras más lejanas de la cabecera del Duero. Tierras altas, yermas, poco dadas a la agricultura y la vida cómoda. Estas gentes fueron preferentemente ganaderos, aunque supieron hacer de todo lo que en aquella época se hacía: cultivas hortalizas y grano, aprovechar de los animales todos sus elementos, incluidas las pieles, las lanas, las cuernas; excavaron la tierra, sacaron metales y los fundieron, haciendo armas y adornos. Domeñaron la tierra haciendo cerámicas, y construyeron casas y fuertes con piedras y maderas de los bosques.

Su idílica existencia, sólo alterada por luchas breves entre clanes, se vio violentamente convulsionada a finales del siglo III antes de Cristo, cuando llegaron a las costas del Mediterráneo las legiones del Imperio Romano, dispuestas a someter a todos los pueblos ibéricos. Los celtíberos de estos contornos se resistieron. Las guerras de los cónsules (recordar al terrible Cónsul Catón) contra la Celtiberia supusieron que los historiadores romanos las denominaran «la guerra de fuego» porque los indígenas oponían una lucha de día y noche, de cuerpo a cuerpo, que sólo acababa con la muerte, nunca con la sumisión. Esto supuso casi 50 años de campañas guerreras, y la final victoria romana tras los asedios y conquistas de Segontia (Sigüenza), Tithya (Atienza), Termancia y Numancia (Soria) esta última con el mítico suicidio del conjunto de los celtíberos.

Los pueblos que según Polibio, Diodoro y Estrabón ocupaban estos altos terrenos se denominaban los «belos», los «lusones», los «titos», los «arévacos» y los «pelendones». Habitaban en pequeños y elevados castros, rodeados de murallas fuertes, o defendidos por cortados rocosos. En ocasiones (aún se ve en Castilviejo de Guijosa) ponían delante de la puerta de su ciudad una serie de lajas puntiagudas para que sirvieran de defensa contra los caballos atacantes.

Han quedado muchos restos de sus formas de vida. De esos castros, son en Molina ejemplos magníficos los del Ceremeño, junto a Herrería; el cerro de la Coronilla; el cabezo del Cid en Hinojosa, y algunos otros, todos excavados y estudiados en los últimos años, y que han posibilitado este mejor conocimiento de nuestros antepasados. Posiblemente, en cualquier otro lugar del mundo, y por supuesto en España, una cultura autóctona de esta categoría hubiera dado más de una razón para cuidar y promocionar algunos símbolos o señas de identidad. Aquí, una exposición, y poco más.

Como vivían y como morían

Los celtíberos cuidaban ganados, cultivaban la tierra y producían manufacturas para su propio consumo. Era un pueblo incontaminado de influencias, que se autoabastecía. El acoso de los romanos sirvió para que dieran prueba de su capacidad guerrera. Y de ahí se vio que eran buenos jinetes, magníficos artesanos del hierro, constructores de armas, arquitectos de atalayas y castilletes.

Morían jóvenes la mayoría. Enfermedades y guerras, la crudeza del clima, el primitivismo de su cultura, no les permitió una vida media larga. Al morir, los cadáveres eran incinerados, sobre una especie de atalaya o pira que los romanos llamaban el «ustrinium», y las cenizas y restos óseos recogidos y colocados en una amplia urna de barro que se ponía, sobre una losa pequeña, en el centro de un hueco del terreno, luego tapado con tierra y a veces señalado (según la importancia social del sujeto) con una piedra, una estela, o incluso un túmulo grande de piedras. Alrededor de la urna se ponían sus pertenencias identificativas: el escudo, el casco, la espada (que se doblaba en señal de luto), los bocados del caballo, los cinturones, o los pendientes y collares de las féminas. Alguna vez se añadían alimentos y algún idolillo o adorno. Esto se sabe porque precisamente el estudio de las necrópolis es el que mayores datos ha aportado sobre su cultura. Piénsese que solamente en Aguilar de Anguita, en las excavaciones que el marqués de Cerralbo realizó a comienzos de este siglo, aparecieron más de 2.000 enterramientos de este tipo, con tal variedad de elementos, que sirvieron para identificar en gran manera la cultura celtibérica y, por supuesto, para montar con ellos un Museo de la Celtiberia por todo lo alto. Todas estas muestras se encuentra, ochenta años después, depositadas en bolsas de papel (muchas de ellas ya rotas, mezclándose sus contenidos) en los almacenes del Museo arqueológico de Madrid). Una prueba más (por desgracia, demasiado concluyente) de la indolencia de nuestra sociedad ante los signos de identidad de su cultura más ancestral y propia.

No cabe duda que merece la pena seguir ocupándose de esto. De momento, visitar la exposición cuasi permanente de Molina de Aragón. Merece un aplauso esta iniciativa de la Junta de Comunidades (Consejería de Cultura) y Ayuntamiento de Molina, que han aportado sus posibilidades presupuestarias para hacer realidad esta muestra. Pero hay que ir más allá. Guadalajara, y con Guadalajara Molina, merecen tener ese gran Museo, ese lugar para el estudio progresivo de aquel pueblo que fue nuestro antecesor directo. Los Celtíberos ofrecen suficientes elementos conocidos como hacer con ellos un Museo espléndido. Y guardan todavía los secretos necesarios como para que se siga estudiando y profundizando en ellos. Hace falta dinero para ello, sí. Pero sobre todo hace falta un apoyo social a los cuatro estudiosos (arqueólogos, historiadores, viajeros curiosos) que se han ocupado y aún se ocupan de ello. Que su tarea no siga siendo silenciosa. Que se sepa todo, con luz claro, en torno a las tierras altas de Guadalajara, donde hace veinte, veinticinco siglos, los celtíberos pasearon su sencillo orgullo y su primitivo saber. El que hemos heredado.

Zorita de los Canes un destino imprescindible

 

Ha sido reciente la noticia: el castillo de Zorita es, ya, del pueblo que protege y domina. El generoso entrego de su antiguo propietario, al vender simbólicamente la fortaleza al Ayuntamiento por cuatro reales, ha sido todo un pendón de nobleza. Y al mismo tiempo, un episodio que viene a redondear una historia de más de ocho siglos, en la que un avatar lineal da la vuelta sobre sí mismo.

De señorío real primero, (antes fue de los moros, también señores unos de otros) luego de la Orden de Calatrava, después de los duques de Pastrana, y al fin de propiedad privada, tras la Desamortización, las buenas gentes del lugar de Zorita vieron siempre su castillo, allá en los altos, con el revuelo de los halcones sobre las almenas, más como una amenaza que como una garantía. Los perros que ladraban en la noche les advertían de que aquello tenía un dueño, férreo, poderoso, y ellos estaban allí para obedecer, para adornar el entorno.

Ahora todo, al fin, ha cambiado. Un Ayuntamiento constitucional, reunión y cuerpo del vecindario, es el propietario final de la alcazaba. Ahora que ya es pura ruina y no sirve para nada. Aunque, bien mirado, puede ser de gran utilidad para el pueblo y la comarca. Ahora que se pone de moda, día a día, el turismo cultural, y la gente se mueve en sus coches por ver catedrales, costumbres y castillos, a Zorita le puede venir de perlas ser dueña de su emblema más alto. Una promoción bien llevada de esta fortaleza le dará nuevo renombre.

Para empezar, lector amigo, y en prenda de esta buena noticia, ¿por qué no te vas este domingo hasta Zorita, aparcas ante la muralla y te subes a lo alto del castillo calatravo? Es una experiencia breve, fácil, y seguro que emocionante. No lo dejes para más adelante.

La historia del castillo

Viene en todos los libros que tratan sobre los elementos castilleros de Guadalajara. Es uno de los más impresionantes baluartes medievales que restan alzados. Por recomendar un buen lugar donde enterarse de su historia entretenida, no te pierdas el libro de Layna Serrano «Los Castillos de Guadalajara» en el que Zorita ocupa más de 30 largas páginas. Es el castillo que trata con más detenimiento el antiguo cronista. Por algo será.

En resumen, decirte aquí que fue de moros, (incluso quizás antes de visigodos…) luego de los cristianos, Alfonso VIII poniendo murallas y torreones. Luego donado a la Orden de Calatrava, aquí tuvo su sede esta poderosa Orden militar, un reino paralelo. En el siglo XVI el Rey Felipe II, maestre general de todas las Ordenes, lo puso en venta y fue adquirido por don Ruy Gómez de Silva y su esposa daña Ana de Mendoza, duques de Pastrana y príncipes de Éboli. Después, el abandono, la caída de muros y capiteles, la rota de banderas… la Desamortización lo puso otra vez en venta, y aparte de algunas restauraciones puntuales, poco a poco el abandono le ha ido comiendo las esquinas. Vuelve, pues, a empezar un nuevo capítulo.

Visita al castillo de Zorita

La medieval fortaleza de Zorita de los Canes se eleva orgullosa y apuesta, a pesar de las dentelladas del tiempo en sus flancos, sobre un roquedal de agrias pendientes a la orilla izquierda del Tajo, amparando con su mole parda el breve caserío del pueblo.

Es su estructura un complicado sistema de murallas y puertas, de torreones y ventanales amalgamados a lo largo de los siglos, sobre los que luego ha llegado la ruina, de modo tal que hoy se hace difícil tener una cabal idea de su primitiva forma. No obstante, una cosa es clara, y ésta es su adecuación perfecta a la meseta estrecha que culmina el roquedal en el que asienta.

De esta forma, encontramos que la planta es alargada, de norte a sur, estando rodeado todo el recinto de fuerte muralla, que en muchos lugares lo único que hace es reforzar la corta­ da roca caliza, obteniendo de este modo, visto a distancia, el efecto de ser todo, roquedal y castillo, una misma cosa. Estos muros, dotados antaño de almenas, ya se encuentran desmochados. Y el acceso a este bastión militar se hacía y aún hoy se hace, por dos caminos, penetrando al mismo por dos puertas.

La más señalada era la forma de llegar a través de un cómodo camino de ronda, que partiendo desde el fondo mismo del valle del arroyo Bodujo, ascendía lentamente bajo los muros del lado oriental. Protegido a su vez por poderosa barbacana, atravesaba la torre albarrana, una de las piezas mejor conservadas, más atractivas y originales de este edificio, y llegaba hasta el extremo norte de la meseta, entrando a la parte del albácar o patio de armas del castillo. Desde él, se entraba a la fortaleza a través de una puerta abierta en la muralla y de un puente levadizo de madera, ahora inexistente, que saltaba el hondo foso tallado sobre la roca. La otra forma de entrar se hacía por un camino zigzagueante, estrecho, y sometido al control directo de las murallas y torreones, por la cara poniente del castro, arribando hasta la puerta principal, abierta en el comedio del referido muro de poniente, de cara a la villa, en el piso bajo de la llamada torre de armas. Esta puerta es sumamente interesante, por cuanto muestra superpuestas un primer arco apuntado de tipo gótico, y otro arco interior, más antiguo, netamente árabe, en forma de herradura poco acentuada. Entre ambos, el hueco necesario para hacer pasar el rastrillo típico de las entradas seguras a los castillos medievales.

En lo alto de la meseta se distinguen, como ya hemos entrevisto, dos espacios bien caracterizados: el del norte, hoy libre de edificaciones, y apenas protegido por restos mínimos de muralla, hizo de albácar o patio de armas. Estaba separado por un hondo foso, y un alto murallón reforzado en las esquinas por torreones cuadrados, del castillo propiamente dicho.

En este castillo encontramos múltiples detalles que ofrecen la evocación y el testimonio preciso de los tiempos primitivos de la fortaleza, expresivos del arte y la técnica de sus moradores y caballeros calatravos. Así, destaca por una parte la iglesia del castillo, que en su parte meridional, y recientemente restaurada, muestra el ejemplo típico de una construcción religiosa románica, de una sola nave, de planta rectangular sin crucero, rematada a oriente con un ábside de planta semicircular. Ofrece al exterior muros de sillarejos, y antiguamente tuvo una alta espadaña que se hundió y no se ha vuelto a poner. En el interior, la nave se cubre de bóveda de medio cañón reforzada con arcos fajones que se apoyan en capiteles muy hermosos de tradición visigoda aunque evidentemente románicos. En el ábside, bóveda de cuarto de esfera, embellecida por cuatro arcos de refuerzo en disposición radiada apoyados en capiteles similares a los de la nave, y en el presbiterio, bóveda nervada de crucería muy primitiva. Una ventana de notorio derrame ilumina el conjunto, que al exterior se revela inserto en antiguo torreón de planta irregular pero tendiendo al semicírculo. Es destacable que desde el presbiterio, parten unas escalerillas estrechas que bajan a una pequeña cripta construida debajo del pavimento del ábside. Es curiosa su pequeña portadita de entrada, formada por un arco de medio punto enmarcado por un alfiz moldurado, y en su interior encontramos minúscula nave y correspondiente ábside semicircular con bóveda de cuarto de esfera labrada, como el resto de la cripta, en la roca viva. A este espacio le cupo la custodia, durante la Edad Media, de la imagen románica tallada en madera de Nuestra Señora la Virgen de la Soterraña, hoy conservada en el convento de monjas concepcionistas de Pastrana.

Aún al sur de este templo, encontramos otro amplio patio en el que, adosados al muro de mediodía de la capilla se ven sendos enterramientos de caballeros calatravos, posiblemente maestres de la Orden en la época en que esta tuvo su sede principal aquí en Zorita. A este patio se abre una estancia de planta redonda, sin más luz que la de la puerta, y cubierta de una magnífica bóveda semiesférica, que por tener en su clave tallada una cara extraña llaman la sala del moro. Fué posiblemente destinada a prisión.

Más al sur todavía, el castillo se prolonga mediante una alta torre cubierta de terraza a la que se accede atravesando un estrecho pasadizo, en zigzag, que pasa por el interior de otra torre aneja a la anterior sala. Esa terraza dispone de un parapeto o barbacana almenada, y debió ser añadido en el siglo XVI de sus dueños los príncipes de Éboli.

Finalmente, destacar la apostura y curiosa traza de la torre albarrana que vigila la entrada al castillo por el camino de ronda puesto a oriente. Se compone de un cuerpo de torre muy elevado que engarza con el recinto amurallado de la meseta. Tenía almenas y terraza, más algunos vanos saeteados. Bajo ella pasa el camino a través de dos arcos apuntados, adornados con cenefa de puntas de diamante, y una cartela en la que se lee Pero Diaz me fecit Era 1328. Está ampliamente rastrillada esta puerta, de tal modo que los atacantes que quiseran penetrar por ella, se expo­nían a recibir la correspondiente lluvia de piedras, aceite, etc., con que desde arriba podían ser obsequiados.

De todos modos, y a pesar de este evidente desmantelamiento que el tiempo y los hombres han proporcionado a la fortaleza calatrava de Zorita, aún puede perseguirse en ella, en su magnífica silueta y su estructura férrea, las formas de vida de los guerreros castellanos medievales, lo cual es algo que no se ve todos los días.

Para visitarla tranquilamente, debe dejarse el coche fuera del pueblo, junto al río, frente al machón pétreo de lo que iba a ser, en el siglo XVI, un nuevo puente que no llegó a concluirse. También es posible atravesar el arco de la muralla de entrada a la villa, y por la calle de la izquierda, seguir subiendo un camino de tierra hasta alcanzar el arroyo Bodujo y desde allí iniciar a pie la ascensión, que luego no ofrece ya ninguna dificultad en la altura.

Caminando con Juan Ruiz por las tierras de Guadalajara

 

En las próximas semanas se va a hablar mucho de Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita. De ese que dice una lápida (falsa pero llena de entusiasmo) puesta en la fachada de la iglesia del monasterio de San Francisco de Guadalajara, que vivió en ese lugar, y allí murió y está enterrado. Juan Ruiz (o quien fuera quien escribió ese supremo y exquisito Libro de Buen Amor que sobrevivió los seis siglos que hace que se lee y se escucha) anduvo por esta tierra mediado el siglo XIV, diciendo misa los domingos, echando sermones a veces, y cantando y divirtiéndose siempre que podía. Siempre he presumido de haberle conocido. Hasta, incluso, en cierta ocasión le hice una entrevista: se mostró educado al principio, y luego tiró al monte y dijo barbaridades. Ya ni me acuerdo qué cara tenía, pero sí que era rubicundo, gordete, y desde luego lleno de recursos lingüísticos, con mucho desparpajo y amplio arsenal vocabulario, cosa que hoy no abunda, desde luego.

Anduvo por esta tierra Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, canónigo de Toledo, cura de aldea quizás, pero letrado y enamoradizo. Un hombre entero, sabio a más de inteligente, bueno a más de pecador. Vamos a seguir los pasos de este tipo. Lo vamos a hacer en los tres días que ha de durar el Primer Congreso Internacional sobre la Ruta del Arcipreste de Hita, que se piensa celebrar en nuestra ciudad, del 12 al 14 de junio próximos. Con el patrocinio de la Diputación Provincial de Guadalajara, apoyada por la de Segovia y la Asamblea de Madrid, pues en esas tierras puso también su pie a través de su palabra el Arcipreste, se tendrán tres jornadas de ponencias, comunicaciones mesas redondas en torno a la figura y sobre todo a la andadura del Arcipreste.

Cual fue su camino

Quizás sea pretencioso querer decir aquí, en cuatro líneas, cual fue el camino del Arcipreste. Para eso se va a celebrar el Congreso, para dilucidar, tras las opiniones y los estudios de unos y otros (vendrán profesores de diversas universidades, españolas y americanas) por donde anduvo este personaje a caballo entre la historia y la leyenda, el documento de archivo y el apunte filológico.

En su Libro de Buen Amor, Juan Ruiz va destacando lugares y espacios. Habla mucho de Toledo, dice que allí pasó por la puerta de Bisagra con más terror que honor, y cuenta que la tenebrosa ciudad albergó muchas malas horas de su vida. El resto de la geografía arciprestal es algo más alegre. Alcalá de Henares (sí Alcalá, en la ribera de Henares, dice) fue posiblemente su cuna, el lugar donde naciera. Guadalajara es la ciudad que admira, un lugar poderoso y alto. Mohernando es un simple villorrio donde, sin embargo, está la felicidad que busca. En Hita discurre buena parte de su vida. De allí es don Melón, buen amigo suyo, que comparte orgías con doña Endrina, la aragonesa. Más arriba ya no sube. Quizás no se atreva a mirar el alto castillar de Jadraque, y le tenga temor a las torres catedralicias (mezcladas con las castilleras) de Sigüenza.

El Arcipreste lanza su andar hacia la sierra. Cruza desde Hita el Henares y se va hacia Beleña, donde goza con las figuras sencillas que en la portada de su iglesia cuentan el devenir del tiempo en forma de meses cuajados de símbolos. Pasa el Sorbe y sube hasta Santa María del Vado, donde reza a la Virgen. Y sigue luego por los verdes y fríos valles serranos (Buitrago, Lozoya, Rascafría, aquel Paular donde antes de monjes hubo caballeros cazadores que le invitaban) para finalmente lanzarse al paso de la sierra blanca y azul, la que emocionaba a Machado e inspiraba a Velázquez sus mejores lejanías.

En la sierra el Arcipreste cruza los puertos, posiblemente los conociera todos, porque cuenta sus días de luz y sus borrascas en la Fuenfría, en Malagosto, en Somosierra, en Navacerrada, en Tablada… en cualquier caso, es su entorno, agrio y feliz, lejano y duro. Baja luego a Segovia, y en Valdevacas se entusiasma; en Sotosalbos, junto a su románica y bellísima iglesia pasa largos meses; y en Segovia finalmente le tiemblan las carnes porque la fiesta es demasiada, casi le puede. Por tierras segovianas el Arcipreste sigue llenándose de luz los ojos: va a Otero de Ferreros, a Navas de Riofrío, y vuelve a pasar la montaña por Tablada… y en tierras de Madrid también camina.

Por Manzanares el Real, tierras de los Mendoza durante siglos, encuentra motivos para seguir dictando su moral alegre y perfectible. En los pedrotes mondos de la Pedriza hay todavía un alto roquedal que lleva su nombre. La sierra (segoviana, madrileña, guadalajareña) está impregnada del sabor del Arcipreste. Y eso, que está ahí y unos por otros a diario se olvida, va a rescatarse ahora para que los viajeros de cada día (de cada fin de semana, mejor dicho) sepan por dónde van, sepan qué pasos siguen, y vivan un aire más brillante, un camino más firme.

Una iniciativa que hay que apoyar

La iniciativa de este Congreso Internacional ha surgido de la Asociación Castellano-Manchega de Escritores de Turismo, un grupo de periodistas, novelistas, poetas y escritores que, enraizados con la tierra de Castilla y de La Mancha buscan cada día los elementos que dan sustancia, temblor cierto y cuerpo alto a su tierra. Sus estudios y su esfuerzo van a concretarse en esos tres días de Congreso en Guadalajara (con un viaje final por la ruta tri-provincial) para ofrecer granada una ruta concreta: un trazo firme sobre el mapa por el que luego (políticos y hosteleros, tour-operators y simples turistas) pueda caminarse con cierta seguridad y entereza.

Las ayudas a esta iniciativa seguro que van a llegar: ya han llegado, de las instituciones dichas, y están ofreciéndose estos días para que sea todo un éxito. Porque ese trabajo, absolutamente desinteresado, de unos cuantos, redundará en beneficio de todos. Del turismo en nuestra región, sobre todo. En Guadalajara, y en Segovia, y en Madrid (¡abajo las fronteras ridículas de las autonomías!) y en esta Castilla pura y brillante que tiene en el Guadarrama y la Somosierra un altar de cierzos nobles. Por Toledo, donde el Arcipreste las pasó negras, quizás ignoren esta movida. Allí son muy aficionados a mirarse la hebilla del cinturón, y por eso a veces dan con la frente en el dintel de las puertas.

El Arcipreste va a salir otra vez a la calle. Estaremos atentos a acompañarle. Si hace ahora 25 años (fue del 21 al 24 de junio de 1972) que se celebró el Primer Congreso sobre el Arcipreste, este que viene ahora a estudiar su Ruta y seguir físicamente sus pasos, tendrá de nuevo la virtud de reunir a quienes saben de él, a quienes estudian libros, versos y paisajes. A quienes, en definitiva, apuestan por la pasión que el amor y la alegría dejó bañados de luz los horizontes de nuestra tierra.

Vieja Guadalajara

 

Cuando uno se pone a mirar, a leer, a querer entender los libros que nos cuentan la historia de Guadalajara, se da cuenta de lo vieja que es esta ciudad, de la pila de años que tiene, y de lo extrañas que nos parecen ya las costumbres que sus gentes tenían hace algún tiempo. Esas valoraciones, esos extraños escalofríos nos vienen siempre que tenemos algún libro que descubre cosas nuevas. Y no es frecuente que eso ocurra, porque unos por otros, siempre andamos dando vueltas a lo mismo: que si el tercer duque estaba perdido de la gota cuando recibió a Francisco I en su palacio del Infantado, o que si Felipe II vestía de blanco y lucía perilla rubia el día que casó en ese mismo lugar con la frágil Isabel de Valois (ditte de la France).

Un nuevo libro de historia

Viene esta inicial reflexión a propósito de haber sido presentado el pasado día 17 de abril en el Ayuntamiento de nuestra ciudad un libro editado por la UNED y escrito por José Miguel López Villalba, un alcarreño de corazón que lleva ya muchos años investigando, dedicando su oficio de historiador a escudriñar las cosas de nuestra ciudad. Las cosas remotas y ciertas. Este libro lleva por título «Las Actas de Sesiones del Concejo Medieval de Guadalajara», y tiene 400 páginas de densa lectura, de información curiosa, apasionante y hasta divertida.

El autor es profesor de Paleografía y Diplomática en esta Universidad Nacional de Educación a Distancia, y su tesis doctoral, leída y aprobada hace un par de años, versó sobre el análisis de la documentación municipal en la Edad Media que se conserva en nuestra ciudad. De aquel estudio (siempre la tesis es el más importante estudio de una vida) ha surgido este libro, como una parte del mismo. Aquí pone López Villalba un análisis previo y luego llena la mayoría de las páginas con la trascripción de esas actas, breves la mayoría, arcanas y plenas de nombres que fueron, de los que no queda otra memoria que la lectura de sus garabateados signos sobre el viejo papel. Un conjunto amplio, de casi centenar y medio de páginas, en el que surgen las noticias fidedignas de lo que pasó por el registro del Ayuntamiento entre 1454 y 1504, en total cincuenta años justos que suponen el fin de la Edad Media, y que entre anodinas reuniones y acontecimientos históricos, se va viendo la dulce parsimonia de la Guadalajara bajomedieval.

Un estudio previo, breve, nos sitúa la intención del autor. Su análisis es fundamentalmente diplomático. Esto es: analiza el documento por sí, no en su significado. Mira el papel, el tipo de letra, las fórmulas que emplea, la colocación de nombres, de llamamientos, de fechas y localizaciones. Es un trabajo científico muy especializado. Pero ello no obsta para que sea útil, para historiadores, e incluso divertido, para curiosos.

Gentes del siglo XV

Con la elegante (y a veces terriblemente difícil de leer) letra cortesana de finales del siglo XV, los escribanos del Ayuntamiento van dándonos razón de lo que pasa. Nos dicen, por ejemplo, donde se reunía el Ayuntamiento, los hombres que lo formaban (regidores, alcaldes, alguaciles y otros miembros del Concejo, sin olvidar al pregonero) y vemos con sorpresa que no siempre lo hacían en el salón de Ayuntamiento, como sería lógico, sino que a veces las sesiones de las que quedan documentos fidedignos se celebraban en plena plaza del Concejo (ya se sabe, donde hoy San Gil) o en la plaza de Santo Domingo (que así se llamaba entonces la que hoy es Plaza Mayor, pues en su ángulo tenía una ermita llamada de Santo Domingo, que la daba nombre). Dicen alguna vez las actas, a su comienzo: «estando reunidos en la plaça, delante de la cámara del conçejo…» o bien «en la portal de enfrente de la carniçería de San Gil…» Se conoce que por el calor, preferían reunirse en la calle. Otras veces lo hacían en casas particulares, como «En casa de Gonçalo Quexada» o «En casa de Pedro Páez de Sotomayor…» e incluso se iban más lejos, y se reunían en sitios tan peregrinos como en la orilla del río Henares, o incluso en Chiloeches, se ve que para tratar «in situ» algún problema concreto.

En general, eran conscientes de la importancia de sus acciones y acuerdos, y tenían la junta en «la cámara del Concejo» o en sus gradas, sentados y bien distribuidos. A tratar durante una mañana entera, a veces todo el día, y en ocasiones en sesiones maratonianas de días sucesivos, sobre todos los temas que surgían en una ciudad que, por entonces, no tenía más de 10.000 habitantes. En ella mandaba, de hecho, «el señor marqués» como se le denomina siempre en los documentos. Se trata de Diego Hurtado de Mendoza, hijo mayor de Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. Fue este quien recibió el título primero del duque del Infantado, pero ocurrió ello en 1475, en el real de Toro, y a partir de entonces de vez en cuando se le llama ya «el señor duque». Pero el marqués [de Santillana] tenía tantas prerrogativas, y sobre todo tanto dinero, tantos alcarreños empleados y dependientes de él, (tanto poder, en suma) que las reuniones del Concejo se hacían mirando hacia el palacio de la colación de Santiago, donde en definitiva se daba el visto bueno a lo acordado, o simplemente dictaba lo que había que hacer.

El contenido de las Actas

¿Qué se decía en estas actas de sesiones del Concejo? Muchas cosas, aunque casi siempre sobre los mismos temas. El reparto de la leña, las ordenanzas del vino, las intromisiones en el territorio municipal, con ganados, o cortando leña, de los aldeanos del entorno (Chiloeches, Fontanar, Taracena…). También eran motivos de reunión las derramas o repartición de impuestos a los ciudadanos, los preparativos de las fiestas mayores (y la mayor era, sin duda, el Corpus Christie, sobre el que todo el año se hablaba y preparaba), sobre el vino y cantidad del mismo que podía entrar de fuera de la ciudad, e incluso sobre los precios oficiales de la carne, el pescado y los cinco productos: el aceite, la sal, el jabón, la leche y la cecina, elementos claves en la alimentación y uso cotidiano de los arriacenses.

Se ven también, aquí y allá repartidos, los temas que estaban en candelero por entonces: la primacía de los frailes jerónimos de San Bartolomé de Lupiana, dueños de muchos campos, de muchos edificios e incluso concesionarios de la barca del río, que servía en tiempos en que el puente estaba mal o se hundía (cosa bastante frecuente) para cruzar el río personas y caballerías. En cierta ocasión, apareció por la ciudad «el langostero», un clérigo llamado Juan Peláez que cobró, en 1475, cinco mil maravedises por su tarea de espantar la langosta, con preces y magias. Protestaba el tal Peláez porque varios meses después de haber sacudido la plaga de los campos de la ciudad, aún no le había pagado el Ayuntamiento lo que con prisas le prometieron. Como se ve, nada nuevo: igual que hoy, hace cinco siglos el Consistorio llamaba a toda prisa a gentes que remediaran un problema, y luego pagar… ya se vería.

En 5 de julio de 1485, la ciudad de Guadalajara, aplastada ya por el calor del verano, necesitaba proteínas y de las buenas, como son las que proporciona el pescado. ¿De donde traerlo, por lo lentos caminos, y cómo, desde el mar? Se pregonaba el valor del pescado de río, y así el Ayuntamiento en esa fecha decide «que se venda la libra de los barvos tanto que sean de libra, arroba a diez maravedís, e la libra de los peçes a ocho maravedís, e la libra de las angillas a doze maravedís, esto de Henares, e lo de Xarama un maravedí menos en cada libra… e pague de pena el que lo vendiere fuera de la plaça de esta çibdat quier sean los que lo pescaren o los que lo vendieren por los pescadores o otros qualesquier personas que lo vendieren fuera de la plaça paguen la dicha pena…» que era de 600 maravedíes nada menos. Así, con noticias parecidas, relativas al día a día de la Guadalajara del siglo XV, 400 sabrosas páginas que vienen de la mano de López Villalba, un historiador al que la ciudad debe, al menos, el cariño con que se ha aplicado a leer y traducir sus viejos documentos, y siempre un aplauso por tanta maravilla desvelada.

Marchamalo camina de nuevo

 

Nuevamente Marchamalo se viste de fiesta (todos los años por mayo, por la Santa Cruz que viste con su pátina de oro el verdeante campo de la Campiña, como figura en su escudo de armas municipal) y vuelve a entregarnos su rítmico y habitual sonido de alegrías. Es este quizás un buen momento para entretenernos un momento a meditar, a saber de razones por las que la historia va por donde va, y quiere llegar a un objetivo que parece nuevo y que, sin embargo, es más antiguo que la orilla del río.

Y no voy a ser yo sólo quien diga razones y memorias. Me apoyaré, desde el inicio, en unas palabras sabias y justificativas, que pueden dar pie a estas líneas. Son de José Serrano Belinchón, ilustre vecino de esta página, y en ellas nos dice que Marchamalo es un pueblo antiguo, con una persona­lidad y una categoría propias y bien ganadas que jamás debió exponer en almoneda. Bien es verdad, y aunque sea en apretada gavilla de razones, pondremos aquí algunos retazos de su historia y algunas justificaciones que hacen de su memoria un granado anaquel de razones para esta nueva vida que ahora se avecina, que es y ha de ser vida propia.

La historia antañona

Desde hace muchos siglos existe Marchamalo, allanada su faz sobre la vega del Henares. Tanta es su veteranía, que ha habido quien supone que es esta villa la superviven­cia de la antigua Arriaca, la fundación ibera de Guadalajara, que tuvo asiento inicial en la margen derecha del Henares. Nada tendría de extraño, pues entre las dos orillas, sin duda la más cómoda y útil para el hombre ha sido de siempre la derecha, fértiles sus llanadas y abiertos sus horizontes.

Lo que sí está confirmado es su existencia en época romana, pues por allí pasaba la calzada que se dirigía a Zaragoza, y en su término se encontraron en años pasados diversos materiales arqueológicos de esa época. En un lugar que popularmente llaman El Tesoro, entre la villa y el río Henares, aparecieron a comienzos de siglo innumerables fragmentos de cerámica antigua, incluso piezas completas de uso diario y ollas de incineración. Modernamente, hace pocos años, un investigador (Abascal Palazón) analizó todo aquello, y convino en que eran pruebas irrefutables de que en aquel lugar, pocos metros cuesta abajo de donde ahora asienta Marchamalo, existió un gran poblado de la época hispano-romana.

La Toponimia

Siempre con población, más o menos de asiento definitivo, anduvo Marchamalo donde hoy está. Su nombre, según el decir de los eruditos en toponimia (el principal, Ranz Yubero) alude a un sentido de lugar fronterizo, de espacio donde una tierra termina y otra comienza. Es, sin duda, de origen árabe, pues los vocablos «marcha», «marach» o «marchamo» derivan del árabe «marsam» que significa señal, ó marca. Ha habido (Epalza) quien ha querido dar a Marchamalo el significado de prado hermoso, derivado su nombre de «march-chamal» que eso significaría en árabe. Lo que parece estar claro es que este pueblo tuvo su existencia, y su importan­cia, ya en la época del predominio político de los musulmanes en España. Lo cual no es de ayer la cosa…

Tras la reconquista, se unió al alfoz o Común de Guadalajara, y en su jurisdicción estuvo en calidad de aldea, durante muchos siglos. Los caminantes que no necesitaban cruzar el puente y atravesar la muralla de la gran ciudad, seguían por la vega su andar, y desde Marchamalo veían, allí arriba, la urbe de los Mendoza. Es por ello que podemos, también, calificar a Marchamalo de lugar caminero, de espacio por el que discurren los caminos cómodos, que llevan desde Mérida a Zaragoza, las principales ciudades de la España romana, y que durante muchos siglos sigue siendo este el paso de peregrinos y soldados, de comerciantes y aventureros.

La proximidad de la gran ciudad (que nunca fue más grande de veinte mil habitantes, en su época de mayor esplendor allá por el siglo XVI) hizo que Marchamalo fuera siempre el lugar donde se aprovisionaba la aristocracia, el clero y el pueblo llano de lo principal de su mantenimiento. Y así encontramos cómo los grandes de Guadalajara (Mendozas, conventos, etc.) tenían tierras en la vega de Marchamalo. Concretamente el monasterio de monjas de Santa Clara poseía numerosas tierras en esta zona, según demuestran los viejos documentos del Medievo.

Reyes y reinas en Marchamalo

En los años primeros del siglo XVI pasó en Marchamalo unos días la Reina doña Juana, conocida por la Loca, que fue agasajada por el duque del Infantado en este lugar. Existe en la Fundación Zabalburu de Madrid una carta manuscrita de esta señora reina, en la que con frases muy campechanas le dice al duque (era don Diego Hurtado, tercero de la serie, y era 1521) que se aposenta en Marchamalo y le ha gustado enormemente el venado que le ha enviado para que ella y los suyos lo coman. Alaba las virtudes venatorias del aristócrata, y a nosotros los sirve para ver, una vez más, que Marchamalo era lugar de aposento de caminantes antes que villa perdida: en un camino Real supo nuestro pueblo de ires y venires de ricos y pobres, durante siglos.

Señorío de los Villarroel

Sería en 1627 cuando los vecinos de Marchamalo decidieron comprarse, rescatarse con dineros propios de la jurisdicción de Guadalajara, haciéndose villa con justicia propia. Necesitado de dineros el rey Felipe IV, acuciado por sus acreedores entre los que figuraban algunos importantes banqueros italianos (léase Octavio Centurión, Carlo Strato y otros) tuvo que poner a la venta, como en una repetida Desamortización que ya sus abuelos el Emperador Carlos y Felipe II habían hecho, muchos lugares de su reino, pertenecientes (como ocurría con Marchamalo) a la jurisdicción y dominio fiscal de la Monarquía. Los del pueblo decidieron ser ellos mismos los que se compraran, y así pusieron cada vecino 15.000 maravedises de la época, cantidad nada pequeña, para que por parte de la realeza se les diera su autonomía, se les concediera la capacidad de nombrar entre ellos juez que decidiera sobre todo lo humano (sobre lo divino ya tenían quien hablara) que ocurría en el lugar. Villa por sí misma, Marchamalo levantó en ese año, tras constituir su propio Concejo, horca formada por unos palos en Valquemado, junto al camino de Alcalá, y rollo o picota que alzaron, de piedra, en las eras de la Veracruz, hacia la llamada puerta Marquina, también junto al camino real de Aragón. Los 194 vecinos con que contaba Marchamalo en 1627 dieron muestras de su sentido de la libertad y la gallardía al enfrentarse con los poderosos comisionados de la ciudad de Guadalajara, que acudieron a protestar de esta independencia. El juez que diligenció el asunto conminó a los arriacenses a que, en el plazo de media hora, presentaran los documentos probatorios de sus derechos. Cosa que no pudieron hacer, y sirvió para mofa de su pretensión. El caso es que desde ese año, 1627, Marchamalo fue Villa por sí, con justicia propia, y dependiente solo del Rey.

En el siglo XVIII, quizás por problemas pecuniarios del concejo o los vecinos, púsose a la venta la villa marchamalera, siendo adquirida por grandes señores de la nobleza castellana. Vemos así cómo en 1750 eran señores de Marchamalo los descendientes de don Juan Antonio de Villarroel. Concretamente en ese año tenía el señorío sobre la villa doña María Manuela de Villarroel Fernández de Lorca y Trasmiera, residente en Medina del Campo. A finales del siglo XVIII era el conde de Villariezo quien tenía los derechos del señorío. Y a comienzos del XIX, y tras las Cortes liberales de Cádiz, Marchamalo se libró de la dominación (que siempre fue más de derecho que de hecho) de estas familias y se convirtió en Municipio independiente.

Luego barrio y otra vez villa

La manía que hace unos años entró de organizar el país fundiendo en uno sólo varios municipios, hizo que Marchamalo perdiera su personalidad administrativa de Villa y Municipio quedando adscrita al de Guadalajara. Por decreto nº 3388 de 30 de noviembre de 1972, se disponía la incorporación de Marchamalo a Guadalajara, en calidad de «barrio anexionado», incorporación que se hizo efectiva el día 8 de enero de 1973. Después de muchos años de pertenencia administrativa a la ciudad vecina, y aún sin integrarse nunca ni urbanística ni socialmente con ella, un decreto (3/1994) de 18 de marzo de 1994 de la Junta de Comunida­des de Castilla-La Mancha hizo que Marchamalo adquiriera el carácter de Entidad Local de Ámbito Territorial Inferior al de Municipio, lo cual era regresar, aun partiendo desde muy abajo, al carácter histórico, que siempre tuvo, de Municipio.

Ese hecho se produjo tras un ofrecimiento del Ayuntamiento de Guadalajara de celebrar una consulta popular, un referéndum, a los vecinos de la entidad. Efecto tuvo ese hecho, vivido como una fiesta, pues los resultados podían preverse de antemano, el 17 de Noviembre de 1996, quedando acordado en sesión celebrada por el grupo de concejales de la Entidad Local el 13 de diciembre de 1996 que se iniciaban desde ese momento los trámites conducentes a la segregación del Municipio de Guadalajara.

Una historia, como se ve, repetida. Una hermosa historia, que me recuerda una vez más aquella frase de Napoleón: «Los pueblos que ignoran su propia historia, están condenados a repetirla». Es útil conocer la historia, de uno mismo, y del pueblo en que se vive. Así puede saberse (y yo creo que con estas líneas queda medianamente claro) los avatares por los que, en más de veinte siglos, ha pasado Marchamalo. Así será posible, en el futuro, que sólo se cuenten nuevos hechos y maravillas del pueblo. Nunca que vuelvan a repetirse procesos desafortunados.

De momento, el futuro de Marchamalo no puede ser más risueño. Independiente casi, con su vida propia, su historia asumida, y su desarrollo industrial y social en alza. ¿No son condiciones, aunque en horizonte algunas, para que estas fiestas que ya suenan sean las más felices en muchos años?