Vieja Guadalajara

viernes, 9 mayo 1997 0 Por Herrera Casado

 

Cuando uno se pone a mirar, a leer, a querer entender los libros que nos cuentan la historia de Guadalajara, se da cuenta de lo vieja que es esta ciudad, de la pila de años que tiene, y de lo extrañas que nos parecen ya las costumbres que sus gentes tenían hace algún tiempo. Esas valoraciones, esos extraños escalofríos nos vienen siempre que tenemos algún libro que descubre cosas nuevas. Y no es frecuente que eso ocurra, porque unos por otros, siempre andamos dando vueltas a lo mismo: que si el tercer duque estaba perdido de la gota cuando recibió a Francisco I en su palacio del Infantado, o que si Felipe II vestía de blanco y lucía perilla rubia el día que casó en ese mismo lugar con la frágil Isabel de Valois (ditte de la France).

Un nuevo libro de historia

Viene esta inicial reflexión a propósito de haber sido presentado el pasado día 17 de abril en el Ayuntamiento de nuestra ciudad un libro editado por la UNED y escrito por José Miguel López Villalba, un alcarreño de corazón que lleva ya muchos años investigando, dedicando su oficio de historiador a escudriñar las cosas de nuestra ciudad. Las cosas remotas y ciertas. Este libro lleva por título «Las Actas de Sesiones del Concejo Medieval de Guadalajara», y tiene 400 páginas de densa lectura, de información curiosa, apasionante y hasta divertida.

El autor es profesor de Paleografía y Diplomática en esta Universidad Nacional de Educación a Distancia, y su tesis doctoral, leída y aprobada hace un par de años, versó sobre el análisis de la documentación municipal en la Edad Media que se conserva en nuestra ciudad. De aquel estudio (siempre la tesis es el más importante estudio de una vida) ha surgido este libro, como una parte del mismo. Aquí pone López Villalba un análisis previo y luego llena la mayoría de las páginas con la trascripción de esas actas, breves la mayoría, arcanas y plenas de nombres que fueron, de los que no queda otra memoria que la lectura de sus garabateados signos sobre el viejo papel. Un conjunto amplio, de casi centenar y medio de páginas, en el que surgen las noticias fidedignas de lo que pasó por el registro del Ayuntamiento entre 1454 y 1504, en total cincuenta años justos que suponen el fin de la Edad Media, y que entre anodinas reuniones y acontecimientos históricos, se va viendo la dulce parsimonia de la Guadalajara bajomedieval.

Un estudio previo, breve, nos sitúa la intención del autor. Su análisis es fundamentalmente diplomático. Esto es: analiza el documento por sí, no en su significado. Mira el papel, el tipo de letra, las fórmulas que emplea, la colocación de nombres, de llamamientos, de fechas y localizaciones. Es un trabajo científico muy especializado. Pero ello no obsta para que sea útil, para historiadores, e incluso divertido, para curiosos.

Gentes del siglo XV

Con la elegante (y a veces terriblemente difícil de leer) letra cortesana de finales del siglo XV, los escribanos del Ayuntamiento van dándonos razón de lo que pasa. Nos dicen, por ejemplo, donde se reunía el Ayuntamiento, los hombres que lo formaban (regidores, alcaldes, alguaciles y otros miembros del Concejo, sin olvidar al pregonero) y vemos con sorpresa que no siempre lo hacían en el salón de Ayuntamiento, como sería lógico, sino que a veces las sesiones de las que quedan documentos fidedignos se celebraban en plena plaza del Concejo (ya se sabe, donde hoy San Gil) o en la plaza de Santo Domingo (que así se llamaba entonces la que hoy es Plaza Mayor, pues en su ángulo tenía una ermita llamada de Santo Domingo, que la daba nombre). Dicen alguna vez las actas, a su comienzo: «estando reunidos en la plaça, delante de la cámara del conçejo…» o bien «en la portal de enfrente de la carniçería de San Gil…» Se conoce que por el calor, preferían reunirse en la calle. Otras veces lo hacían en casas particulares, como «En casa de Gonçalo Quexada» o «En casa de Pedro Páez de Sotomayor…» e incluso se iban más lejos, y se reunían en sitios tan peregrinos como en la orilla del río Henares, o incluso en Chiloeches, se ve que para tratar «in situ» algún problema concreto.

En general, eran conscientes de la importancia de sus acciones y acuerdos, y tenían la junta en «la cámara del Concejo» o en sus gradas, sentados y bien distribuidos. A tratar durante una mañana entera, a veces todo el día, y en ocasiones en sesiones maratonianas de días sucesivos, sobre todos los temas que surgían en una ciudad que, por entonces, no tenía más de 10.000 habitantes. En ella mandaba, de hecho, «el señor marqués» como se le denomina siempre en los documentos. Se trata de Diego Hurtado de Mendoza, hijo mayor de Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. Fue este quien recibió el título primero del duque del Infantado, pero ocurrió ello en 1475, en el real de Toro, y a partir de entonces de vez en cuando se le llama ya «el señor duque». Pero el marqués [de Santillana] tenía tantas prerrogativas, y sobre todo tanto dinero, tantos alcarreños empleados y dependientes de él, (tanto poder, en suma) que las reuniones del Concejo se hacían mirando hacia el palacio de la colación de Santiago, donde en definitiva se daba el visto bueno a lo acordado, o simplemente dictaba lo que había que hacer.

El contenido de las Actas

¿Qué se decía en estas actas de sesiones del Concejo? Muchas cosas, aunque casi siempre sobre los mismos temas. El reparto de la leña, las ordenanzas del vino, las intromisiones en el territorio municipal, con ganados, o cortando leña, de los aldeanos del entorno (Chiloeches, Fontanar, Taracena…). También eran motivos de reunión las derramas o repartición de impuestos a los ciudadanos, los preparativos de las fiestas mayores (y la mayor era, sin duda, el Corpus Christie, sobre el que todo el año se hablaba y preparaba), sobre el vino y cantidad del mismo que podía entrar de fuera de la ciudad, e incluso sobre los precios oficiales de la carne, el pescado y los cinco productos: el aceite, la sal, el jabón, la leche y la cecina, elementos claves en la alimentación y uso cotidiano de los arriacenses.

Se ven también, aquí y allá repartidos, los temas que estaban en candelero por entonces: la primacía de los frailes jerónimos de San Bartolomé de Lupiana, dueños de muchos campos, de muchos edificios e incluso concesionarios de la barca del río, que servía en tiempos en que el puente estaba mal o se hundía (cosa bastante frecuente) para cruzar el río personas y caballerías. En cierta ocasión, apareció por la ciudad «el langostero», un clérigo llamado Juan Peláez que cobró, en 1475, cinco mil maravedises por su tarea de espantar la langosta, con preces y magias. Protestaba el tal Peláez porque varios meses después de haber sacudido la plaga de los campos de la ciudad, aún no le había pagado el Ayuntamiento lo que con prisas le prometieron. Como se ve, nada nuevo: igual que hoy, hace cinco siglos el Consistorio llamaba a toda prisa a gentes que remediaran un problema, y luego pagar… ya se vería.

En 5 de julio de 1485, la ciudad de Guadalajara, aplastada ya por el calor del verano, necesitaba proteínas y de las buenas, como son las que proporciona el pescado. ¿De donde traerlo, por lo lentos caminos, y cómo, desde el mar? Se pregonaba el valor del pescado de río, y así el Ayuntamiento en esa fecha decide «que se venda la libra de los barvos tanto que sean de libra, arroba a diez maravedís, e la libra de los peçes a ocho maravedís, e la libra de las angillas a doze maravedís, esto de Henares, e lo de Xarama un maravedí menos en cada libra… e pague de pena el que lo vendiere fuera de la plaça de esta çibdat quier sean los que lo pescaren o los que lo vendieren por los pescadores o otros qualesquier personas que lo vendieren fuera de la plaça paguen la dicha pena…» que era de 600 maravedíes nada menos. Así, con noticias parecidas, relativas al día a día de la Guadalajara del siglo XV, 400 sabrosas páginas que vienen de la mano de López Villalba, un historiador al que la ciudad debe, al menos, el cariño con que se ha aplicado a leer y traducir sus viejos documentos, y siempre un aplauso por tanta maravilla desvelada.