Molina recuerda a los celtíberos
Desde hace ya muchos meses, y casi como un Museo que se inició en precario, pero que lleva camino de convertirse en atractivo cultural permanente, el Centro Cultural instalado en el Monasterio de San Francisco de Molina acoge una exposición que lleva por título «Arqueología de los Celtíberos en Molina de Aragón». Además de las vitrinas, de los carteles, planos y explicaciones sobre paneles; además de las piezas de cerámica, de los elementos de hierro, de las fotografías aéreas, se palpa en aquel espacio un embrujo que viene de antiguas edades: la pureza de una raza (esa sí que estaba cimentada en el suelo y limpia en el aire) se encuentra retrata en las cosas mínimas, en las huellas frágiles recuperadas e impresas sobre los últimos rincones.
Merece la pena acercarse a Molina a ver estas exposición única, que ojalá permanezca mucho tiempo allí, y que incluso sirva de germen a un Museo de la Celtiberia, bien hecho, cimentado con rigor, mantenido con medios suficientes. Ese Museo de la Celtiberia que debiera haber tenido Guadalajara cuando se dieron las circunstancias para ello, pero que entre unos y otros se dejó perder. De momento, cabe pasar un rato entretenido viendo esos croquis del poblado del Ceremeño en Herrería, o esas armas de los guerreros que espantaron a Roma y que se hallaron en Aguilar de Anguita, en Luzaga o en La Yunta.
Quienes fueron y donde vivían lo celtíberos
La exposición que comento se acompaña de una magnífico catálogo, de tono divulgador, pero muy bien hecho, que firman Víctor Antona, Mª Luisa Cerdeño y Rosario García Huerta. En él se nos cuentan cosas acerca de los celtíberos: quiénes eran, donde vivían, a qué se dedicaban, cuales eran sus ritos tras la muerte, etc. No haré aquí sino comentarlo.
La Celtiberia se extiende clásicamente a la derecha del río Ebro, en su trayecto medio, alcanzando las altas y frías tierras mesetarias del centro de la Península. Su auge comienza a principios del milenio anterior a Cristo, alcanzando su máximo desarrollo en los 3-4 siglos antes de nuestra Era. Se dividía en Celtiberia Citerior, que iba del Ebro hasta la cabecera del Jalón, incluyendo el actual territorio de Molina, y la Celtiberia Ulterior, que abarcaba las tierras más lejanas de la cabecera del Duero. Tierras altas, yermas, poco dadas a la agricultura y la vida cómoda. Estas gentes fueron preferentemente ganaderos, aunque supieron hacer de todo lo que en aquella época se hacía: cultivas hortalizas y grano, aprovechar de los animales todos sus elementos, incluidas las pieles, las lanas, las cuernas; excavaron la tierra, sacaron metales y los fundieron, haciendo armas y adornos. Domeñaron la tierra haciendo cerámicas, y construyeron casas y fuertes con piedras y maderas de los bosques.
Su idílica existencia, sólo alterada por luchas breves entre clanes, se vio violentamente convulsionada a finales del siglo III antes de Cristo, cuando llegaron a las costas del Mediterráneo las legiones del Imperio Romano, dispuestas a someter a todos los pueblos ibéricos. Los celtíberos de estos contornos se resistieron. Las guerras de los cónsules (recordar al terrible Cónsul Catón) contra la Celtiberia supusieron que los historiadores romanos las denominaran «la guerra de fuego» porque los indígenas oponían una lucha de día y noche, de cuerpo a cuerpo, que sólo acababa con la muerte, nunca con la sumisión. Esto supuso casi 50 años de campañas guerreras, y la final victoria romana tras los asedios y conquistas de Segontia (Sigüenza), Tithya (Atienza), Termancia y Numancia (Soria) esta última con el mítico suicidio del conjunto de los celtíberos.
Los pueblos que según Polibio, Diodoro y Estrabón ocupaban estos altos terrenos se denominaban los «belos», los «lusones», los «titos», los «arévacos» y los «pelendones». Habitaban en pequeños y elevados castros, rodeados de murallas fuertes, o defendidos por cortados rocosos. En ocasiones (aún se ve en Castilviejo de Guijosa) ponían delante de la puerta de su ciudad una serie de lajas puntiagudas para que sirvieran de defensa contra los caballos atacantes.
Han quedado muchos restos de sus formas de vida. De esos castros, son en Molina ejemplos magníficos los del Ceremeño, junto a Herrería; el cerro de la Coronilla; el cabezo del Cid en Hinojosa, y algunos otros, todos excavados y estudiados en los últimos años, y que han posibilitado este mejor conocimiento de nuestros antepasados. Posiblemente, en cualquier otro lugar del mundo, y por supuesto en España, una cultura autóctona de esta categoría hubiera dado más de una razón para cuidar y promocionar algunos símbolos o señas de identidad. Aquí, una exposición, y poco más.
Como vivían y como morían
Los celtíberos cuidaban ganados, cultivaban la tierra y producían manufacturas para su propio consumo. Era un pueblo incontaminado de influencias, que se autoabastecía. El acoso de los romanos sirvió para que dieran prueba de su capacidad guerrera. Y de ahí se vio que eran buenos jinetes, magníficos artesanos del hierro, constructores de armas, arquitectos de atalayas y castilletes.
Morían jóvenes la mayoría. Enfermedades y guerras, la crudeza del clima, el primitivismo de su cultura, no les permitió una vida media larga. Al morir, los cadáveres eran incinerados, sobre una especie de atalaya o pira que los romanos llamaban el «ustrinium», y las cenizas y restos óseos recogidos y colocados en una amplia urna de barro que se ponía, sobre una losa pequeña, en el centro de un hueco del terreno, luego tapado con tierra y a veces señalado (según la importancia social del sujeto) con una piedra, una estela, o incluso un túmulo grande de piedras. Alrededor de la urna se ponían sus pertenencias identificativas: el escudo, el casco, la espada (que se doblaba en señal de luto), los bocados del caballo, los cinturones, o los pendientes y collares de las féminas. Alguna vez se añadían alimentos y algún idolillo o adorno. Esto se sabe porque precisamente el estudio de las necrópolis es el que mayores datos ha aportado sobre su cultura. Piénsese que solamente en Aguilar de Anguita, en las excavaciones que el marqués de Cerralbo realizó a comienzos de este siglo, aparecieron más de 2.000 enterramientos de este tipo, con tal variedad de elementos, que sirvieron para identificar en gran manera la cultura celtibérica y, por supuesto, para montar con ellos un Museo de la Celtiberia por todo lo alto. Todas estas muestras se encuentra, ochenta años después, depositadas en bolsas de papel (muchas de ellas ya rotas, mezclándose sus contenidos) en los almacenes del Museo arqueológico de Madrid). Una prueba más (por desgracia, demasiado concluyente) de la indolencia de nuestra sociedad ante los signos de identidad de su cultura más ancestral y propia.
No cabe duda que merece la pena seguir ocupándose de esto. De momento, visitar la exposición cuasi permanente de Molina de Aragón. Merece un aplauso esta iniciativa de la Junta de Comunidades (Consejería de Cultura) y Ayuntamiento de Molina, que han aportado sus posibilidades presupuestarias para hacer realidad esta muestra. Pero hay que ir más allá. Guadalajara, y con Guadalajara Molina, merecen tener ese gran Museo, ese lugar para el estudio progresivo de aquel pueblo que fue nuestro antecesor directo. Los Celtíberos ofrecen suficientes elementos conocidos como hacer con ellos un Museo espléndido. Y guardan todavía los secretos necesarios como para que se siga estudiando y profundizando en ellos. Hace falta dinero para ello, sí. Pero sobre todo hace falta un apoyo social a los cuatro estudiosos (arqueólogos, historiadores, viajeros curiosos) que se han ocupado y aún se ocupan de ello. Que su tarea no siga siendo silenciosa. Que se sepa todo, con luz claro, en torno a las tierras altas de Guadalajara, donde hace veinte, veinticinco siglos, los celtíberos pasearon su sencillo orgullo y su primitivo saber. El que hemos heredado.
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