Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

octubre, 1996:

Andrés Navagero, un veneciano de turismo por Guadalajara

 

Desde siglos remotos, las más diversas gentes han paseado sus curiosidades y sus entusiasmos por la tierra de Guadalajara. Especialmente por esos caminos que han servido, desde la Antigüedad más remota, para ir de una parte a otra de la Península Ibérica: fundamentalmente el valle del río Henares es el que ha cumplido con ese papel de «gran vía» de la Castilla meridional, hoy de nuevo reivindicado como eje fundamental de las comunicaciones españolas.

Entre romanos, visigodos y árabes, ignotos viajeros de los que no quedó noticia. Pero a partir del siglo XV, cuando Castilla se abre al mundo, y la fama de sus Cortes traspasa fronteras, la de los Mendoza en Guadalajara suscita curiosidad por todas partes. A comienzos del siglo XVI, cuando el Emperador Carlos concita la atención política de toda Europa, del mundo entero, sus aliados quieren saber de nuestro país. Y la República de Venecia, la gran señoría del Adriático, manda mensajeros, embajadores y «periodistas» para captar información (porque la información fue siempre la puerta del edificio del poder) con la que sentarse a negociar con el Rey de medio mundo, con Carlos de Habsburgo.

El viaje de Navagero a España

Tenía 42 años este noble patricio véneto cuando fue encargado por el gobierno de la República de Venecia de venir a España y, una vez terminada la Guerra de las Comunidades, tratar con el Emperador de su adhesión a la liga defensiva que deseaba formar el Papa Adriano VI. Además de diplomático, Andrés Navagero era poeta, y al fallecer su maestro, el célebre Sabellico, le sucedió al frente de la biblioteca de San Marcos, siendo además durante largos años Cronista Oficial de la República veneciana.

El 14 de julio de 1524 salió Navagero de Venecia, caminando primero por la península itálica, y luego navegando el Mediterráneo hasta Palamós, en Gerona, a donde llegó junto a su compañero de viaje Micer Lorenzo de Perula el 24 de marzo de 1525. Desde ese momento, todo fue andarse la Península, con tranquilidad y regocijo, anotando con detalle cosas, pueblos y distancias. De Palamós a Barcelona, y de allí siguiendo el camino real, con desvíos placenteros, por Lérida, Zaragoza, Soria, Guadalajara y Alcalá, hasta Madrid, a donde llegó el 7 de junio.

He aquí la descripción que hace Andrés Navagero de su paso por la tierra de Guadalajara. Desde Soria fue por Tejada y Morón a Barahona, penetrando en el territorio de nuestra provincia a través de la bajada, poco abrupta, que viene desde los altos de Barahona hasta Paredes de Sigüenza. Siguiendo uno de los altos valles que unen las dos Castillas, pasando junto a Tordelrábano, y por el camino tradicional que viene de Soria, pasó junto a Riofrío del Llano, Rebollosa de Jadraque y Jirueque, hasta alcanzar Jadraque. Y desde aquí, por Padilla e Hita, sin duda amparándose en los muros del monasterio de Sopetrán (aunque nada dice de él) y ya junto al Henares llegó hasta Guadalajara.

Pero dejemos que sea el propio embajador y viajero veneciano quien con sus palabras nos avive tan remota excursión:

Texto de Navagero

A cuatro le­guas á la derecha de Gomara está Soria, junto á la cual se ven todavía las ruinas de Numancia, á orillas del Duero. El día primero de Junio fuimos á Tejada, á Castel de Tierra y á Morón, que en todo son cua­tro leguas (20 millas). En Morón estuvimos un día para secar mi ropa que se había mojado. El día tres fuimos á Sanchillo, una legua (3 millas), á Montalbi­llo, una legua (3 millas), á Barahona, dos leguas (8 millas), á Paredes, una legua (4 millas), á Tor de Rá­banos y despues á Riofrío, tres leguas (10 millas). A tres leguas á la izquierda de Riofrío está Sigüenza, que quizá sea el Seguedenses de los antiguos. El día cuatro fuimos á Regollosa, una legua (4 millas), a Sirueque, dos leguas (8 millas), á Xadraque, una le­gua (4 millas). Antes de llegar á Xadraque se pasa el Henares, y de Xadraque se va á Padilla, que está á dos leguas (8 millas), y despues á Ita, una legua (4 millas). El día cinco fuimos á Guadalajara, que está á cuatro leguas (16 millas).

Guadalajara es muy buen pueblo y tiene hermosas casas, entre las cuales hay un palacio que fue del Cardenal Mendoza, Arzobispo de Toledo, y otro del Duque del Infantado, que es el más bello de España. Aquí residen muchos caballeros y personas de cuenta y el Duque del Infantado, que aún cuando la ciudad y la tierra son del Rey, puede considerarse como señor del lugar. Este Duque tiene grandísimos gastos, y si bien sus rentas montan á cincuenta mil ducados, no cubren aquéllos, tiene una hueste de doscientos peones y muchos hombres de armas, y una capilla de excelentes músicos, mostrando en todo ser muy liberal. El día seis, saliendo de Guada­lajara, pasamos el Henares por un hermoso puente de piedra con una torre en medio, y llegamos á Alca­lá, que dista cuatro leguas (16 millas).

La ciudad de Guadalajara merece, en el breve texto del veneciano, una amplia referencia, lo cual es sintomático de que le gustó e impresionó el burgo. Lo de las hermosas casas nos sugiere lo que por referencias sabemos: la ciudad del Henares tenía su centro completamente abarrotado de nobles palacios y casonas levantadas por la nobleza sufragánea de los Mendoza. Entre iglesias parroquiales y conventos, estos edificios nobles daban a la ciudad un empaque de impresión. Compara el palacio del Infantado, al que califica sin duda como «el más bello de España» después de haber recorrido la cuarta parte del territorio nacional, con el del Gran Cardenal Mendoza, muerto 30 años antes, pero cuya casa se mantenía intacta y muy cuidada, sirviendo de admiración a cuantos por primera vez la veían. Alaba la liberalidad del duque del Infantado, a la sazón el tercero de la serie, don Diego Hurtado de Mendoza, que debió hacerle algún que otro regalo, y pone en la memoria de los siglos la capilla musical que este mantenía en su palacio.

Finalmente, y como último recuerdo de la Guadalajara renacentista con ribetes múltiples de medievalismo, Navagero dice que cruzó el Henares sobre un puente hermoso, todo de piedra, que tenía una torre en su comedio. Un dibujo ideal de ese puente, que acompaña estas líneas, y que sacamos del que Gil Guerra hiciera y publicara en la «Historia de Guadalajara y sus Mendozas» de Layna Serrano, nos da idea de la grandiosidad del monumento, originalmente construido por los romanos y luego ampliado por los árabes: un elemento más para la evocación de aquella ciudad que, -entonces, en 1525- era una de las joyas de la corona castellana. Una ciudad que hoy sigue viva, evocando aquellas siluetas y aquellos brillos de los que el escritor veneciano Andrés Navagero dos dejó memoria en este recordado texto.

Regino Pradillo, cinco años después

Cristina Guijarro, esposa del pintor, en 1957

 

Hoy se cumplen exactamente los cinco años de la desaparición de quien haya sido uno de los más destacados artistas alcarreños de este siglo. Y de todos los siglos juntos, sin duda. La muerte de Regino Pradillo, hombre nacido entre nosotros, pero de proyección universal, se produjo también en Guadalajara, en el Sanatorio de Nuestra Señora de la Antigua, donde él quiso -viéndose ya terminar su vida- venir a dejar su último respiro.

Cuento estas cosas con la emoción nacida de una amistad verdadera. Lo confieso. Trato de ser imparcial, pero no niego que le admiré desde el primer día que, alto y barbado, apareció por los crujientes pasillos del viejo Instituto «Brianda de Mendoza» y nos explicó -éramos chavales de doce años- cómo dibujar una manzana. A él, que ya era un artista de cuerpo entero, le salía limpiamente, sin problemas. A nosotros, que no íbamos para nada en concreto en esta vida, se nos resistía mucho más. La manzana me salió, finalmente. Algo deforme pero con sus sombras, que es al parecer donde está el truco de la ficción.

Era el más joven de los profesores que pululaban por aquellas estancias miserables y añoradas: don Adolfo Gómez Cordobés, la señorita Horts, Escriche, don José, el cura de Santiago, y don Alejandro, que también se fue hace poco… además de Pepe de Juan y Embid, que con Ahumada y el señor Pedro le daban el ambiente administrativo y estatal a aquel Instituto del que, ahora restaurado, por no quedarle parecido, no le queda ni la palmera.

Regino Pradillo se hizo desde entonces amigo mío, y a pesar de ser lanzado a más altos destinos, aún con haber estado largos años en París, como llevaba a Guadalajara dentro, todos los de Guadalajara seguíamos estando con él: por carta, o a trompicones en sus regresos fugaces.

Un artista genial

Había nacido Regino Pradillo Lozano en Guadalajara, en 1925, y desde pequeño demostró su afición al dibujo y la pintura. A base de muchos sacrificios por parte de su familia y de él mismo, que dedicó algunas temporadas de sus vacaciones a trabajar como pintor industrial en obras y reformas, consiguió estudiar en la Escuela Superior de Bellas Artes de Madrid, donde se graduó con notas brillantes, consiguiendo a continuación y por oposición el grado de Catedrático de Dibujo en Enseñanzas Medias.

En ese cargo estuvo algunos años enseñando a los/las adolescentes de Guadalajara, a dibujar y a tomar afición por las formas y los colores. Después fue a París, también como Catedrático de Dibujo y ya como Director del Liceo Español, permaneciendo allí hasta su jubilación en 1989.

Destacó Pradillo, a lo largo de una vida plena, con arraigo intelectual de pleno desarrollo, en su calidad de artista creativo, de pintor, dibujante y grabador. Dominaba Pradillo todas las técnicas del arte figurativo, y muy especialmente el óleo, en el que destacó por su maestría en el retrato, habiendo llegado a pintar varios centenares de ellos a muy destacadas personalidades de la vida española y francesa. Uno de los primeros ensayos que hizo en este campo, en 1949, fue el retrato del Mariscal portugués Carmona. A su pincel se deben, desde entonces, algunos de los retratos de las galerías oficiales de Arzobispos de Toledo, de Gobernadores civiles de Guadalajara y de Presidentes de la Diputación de nuestra tierra. Y esos otros de amigos, y de familiares, que derramó por todas partes. Cada cuadro de Pradillo llenaba el alma de emoción. ¿No lo explican así esos retratos de su madre Apolonia Lozano y de su hija Myriam Pradillo, que junto al suyo en los meses últimos de vida ilustran estas líneas? Sensibilidad y amor caben en ellos, y una maestría inigualable para captar la autenticidad (y el parecido, siempre necesario) de sus personajes.

Destacó también Pradillo en la pintura de escenas y figuras religiosas, adornando con sus grandes paneles la capilla de la Residencia Infantil de Solanillos, y dejando maravillosas composiciones con tipos y tipas beréberes, observados en sus viajes por Marruecos, que en una temporada a principios de los años cincuenta produjo con abundancia, como el clásico lienzo de «la mora» que desde hace tantos años adorna una céntrica pastelería de Guadalajara.

Yo destacaría, al glosar la obra pictórica de Regino Pradillo, sus paisajes. Especialmente aquellos en los que trata la tierra de Castilla, el paisaje austero y difícil de su tierra natal, nuestra Guadalajara. Las ondulaciones, los rastrojos, el distanciamiento neblinoso de los montes y carrascales tupidos, se reflejan magistralmente en las pinceladas llenas de vigor e inteligencia, también de sensibilidad y cariño, de este artista. Son, quizás, al menos para mí, la mejor expresión de su arte. Dibujó además, y pintó al óleo, muchos lugares europeos, especialmente de París, de Estrasburgo, de Moscú, etc.

En otras facetas del arte descolló Regino Pradillo. Son quizás las más conocidas las del dibujo y el grabado. En el primero de ellos realizó multitud de bocetos, apuntes rápidos, composiciones muy sueltas con figuras femeninas, imágenes de la Virgen María, grupos de niños, etc. En el segundo, a pesar de la dificultad que entraña técnicamente, logró Pradillo maravillosas piezas, también con retratos de personajes alcarreños, tipos populares y paisajes entrañables de la ciudad que le vio nacer. Fue el primero aquel retrato de su abuela Francisca que en 1951 causó admiración en la primera Bienal Hispanoamericana de Arte que tuvo lugar en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid.

De tanta actividad y creatividad singular, cosechó Pradillo innumerables galardones y la admiración de toda Europa, alcanzando el nombramiento de Académico correspondiente en París de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, la Encomienda con Placa de la Orden de Alfonso X el Sabio, la Encomienda al Mérito Civil del Ministerio de Asuntos Exteriores, Académico correspondiente de la Academia del «Second Empire» de París, llevando por otra parte multitud de premios, como la gran Medalla de Oro del Salón de los Artistas Franceses celebrada en el Grand Palais de París, trofeo que muy pocos españoles han alcanzado.

Un año después de su muerte, dedicó la Junta de Comunidades a su memoria una Exposición antológica en el Palacio del Infantado, en la que se reunió lo mejor de su arte. Inolvidable encuentro aquel con su viuda, la inteligente Cristina, y con sus hijos. Impresionante el hallazgo de tanta belleza, de tanto arte junto. Un catálogo en el que me cupo el honor de participar, nos ofreció su biografía apretada y medida, escrita por Jesús Fomperosa. Y todo el color, todo el alarde de genialidad en su obra. Una obra que hoy recordamos. Un personaje al que hoy, una vez más, recuperamos en el recuerdo. Porque fue el mejor, porque no le olvido.

El tornado de Guadalajara de 1636

 

Ahora que está de actualidad hablar de tornados, pues por las costas del Caribe se mueven con rapidez y vértigo las espirales de lluvia y viento, y Jan de Bont ha puesto de moda el tema con su impresionante película «Twister», no estará de más recordar, aunque sea en forma de breve nota evocadora, y como testimonio de que estos fenómenos también ocurren en nuestra tierra, aunque muy de tarde en tarde (afortunadamente para todos), pondré a continuación el texto íntegro que Francisco de Torres, cronista que fue de la ciudad, y su regidor perpetuo, en la primera mitad del siglo XVII, anota en su obra (todavía inédita) Historia de la nobilísima ciudad de Guadalaxara, de 1647, y como apéndice publica Layna Serrano en el tomo IV de su magna enciclopedia «Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI». El tema resultó lo suficientemente impresionante como para que gentes de la época lo llevaran siempre en su mente, hasta el momento de la muerte, y los cronistas lo pusieran por escrito mientras de padres a hijos se transmitía el recuerdo de aquel primero de Noviembre de 1636, en el que la oscura espiral devastadora, entre lluvia intensísima y fuertes truenos, dejó su huella de destrucción, casi lineal, pero perfectamente reconstruible, en el costado suroriental de Guadalajara.

Hace muy pocos años, concretamente a finales de mayo de 1993, otro tornado de este estilo, quizás algo más leve, pasó sobre la ciudad de Sigüenza, afectando también en forma lineal a una zona de la misma, que devastó. Son fenómenos muy raros, que en cada ciudad donde han ocurrido sólo se cuenta uno en su historia, pues la memoria de los milenios que han de pasar para que el fenómeno vuelva a producirse, se desvanece de uno a otro.

Así nos cuenta Francisco de Torres lo que, aún viviendo él mismo, y en ese día, en Guadalajara, otros le contaron:

La tormenta

El día primero de Noviembre día de la fiesta de Todos los Santos el año 1636 antes de salir el sol, encapotado el cielo empezaron horribles relámpagos y espan­tosos truenos haciendo oscuridad nocturna la jurisdicción de la Aurora, donde para mas pavor de la tempestad era escesivo el viento. Cuando todos los demás accidentes se agravaban por sobrenaturales y fuera de tiempo, levantándose en medio de esto un fiero uracan por la parte de las tenerias que las arruinó y volaron tanto algunos cordobanes de ellas, que con estar el convento de Santo Domingo muy distante dió uno en el rostro a un religioso que estaba conjurando desde una ventana; pasaban las tejas de unos tejados a otros y aun trastos de unas casas se hallaron en otras muy apartadas. Todo fue prodigioso; fue la malicia del uracán como encanalado por las Heras sin entrar en la Ciudad y aun con todo estaban las casas llenas de despojos de muchas aunque lebes ruinas que era fuerza suce­diesen. Un carro llevó el ayre por mucho trecho, una cruz de piedra que esta en la plaza de la puerta de Bejanque la sacó de su lugar hacia arriba sin romper la espiga, los árboles enteros de algunas huertas trujo como ligeras pajas en remolinos deján­dolos arrimados a una parte; toda esta pujanza encontró con el monasterio de San Francisco al cual se sube por una cuesta adornada de olmos; algunos de ellos tan gruesos como cuatro cuerpos de un hombre y de estos arrancó el torbellino muchos, volando con ellos larga distancia de su sitio; cosa rara, pero mas lo fué que los partía y despedazaba por enmedio de los troncos. Una gran rama de un olmo fue desde la cuesta a parar al claustro segundo y cayendo encima quebró un coposo almendro que estaba en él; hizo grandísimo daño en toda la casa derribando y destruyendo mucho; fue providencia y piedad de Dios que no entrase por la Ciudad esta fortuna, porque a no suceder asi, como tiene tantos edificios antiguos causara grandes destrozos, y entre todo, lo ponderable de este suceso lo fuer mucho mas que no hiciese a persona ninguna el menor daño.

El recorrido del tornado

Como puede colegirse de las palabras de Torres, y según trato de esquematizar en el plano adjunto, la trayectoria del tornado de Guadalajara de 1636 fue muy recta y estrecha, avanzando en la clásica dirección Sur-Norte, como siempre en estos cataclismos ocurre. Se formaría la turbulencia, en el seno de una fuerte tormenta surgida al compás de una típica «gota fría» de mediados del otoño, en la curva del río Henares donde van a dar los barrancos de la Huerta la Limpia y de los Mandambriles. De allí ascendió hacia la ciudad, produciendo sus primeros efectos en «las tenerías», que estaban por donde hoy la Avenida de Castilla, a la altura de la Comandancia de la Guardia Civil más o menos. Destruidas por completo, los cordobanes que había en ella echaron a volar, cayendo algunos en el patio de los dominicos (Instituto de Formación Profesional «Castilla»).

Siguió el tornado, atravesando lo que hoy es calle del Amparo, por «las Heras», dice Francisco de Torres, que entonces ocupaban lo que ahora es Parque de la Concordia. En el ancho espacio delante de la puerta de Bejanque, arrancó una cruz de piedra, y pasó devastador sobre el bosquecillo de los franciscanos (el actual Fuerte de San Francisco), donde tumbó y fragmentó los gruesos árboles, desbaratando el convento en gran parte. A partir de allí no se supo más del tornado. Seguiría hacia el norte, cruzando el barranco del Alamín, perdiéndose o incluso deshaciéndose camino de Tórtola.

En cualquier caso, y como dice Torres, por suerte para los arriacenses, el turbión dejó de lado a la ciudad, simplemente la rozó por fuera de su muralla, pero fue tal su fuerza devastadora, que dejó sobrecogidos a sus habitantes y memoria de aquel día durante siglos.

Hoy ha servido, ahora que tantos tenemos en la cabeza el gruñir impresionante del «Twister» virtual hecho con ordenador, para recordar que hace tres siglos y medio Guadalajara padeció la visita de un fenómeno de estas características.

Valfermoso de las Monjas, donde los siglos no pasan

 

Hay un lugar en nuestra provincia donde los siglos parecen no pasar, quedarse quietos, prendidos de los árboles, cobijados entre las junturas de las viejas piedras monasteriales. Ese lugar es Valfermoso de las Monjas, y más en concreto su Real Monasterio de San Juan Bautista, que hace ya más de ocho siglos (en 1186 concretamente) fundaran unos ricos hacendados atencinos para que en él se albergaran monjas benedictinas que han seguido así haciéndolo, sin apenas cortes en la sucesión del tiempo, hasta hoy mismo.

Viajar hasta Valfermoso es muy sencillo desde Guadalajara. Se puede hacer por la carretera de Atienza y Soria, una vez pasado el pueblecillo de Torre del Burgo, dejando a la izquierda las ruinas (hoy en restauración) del también benedictino monasterio de Sopetrán. Enseguida sale una carretera a la derecha que sube el río Badiel, ancho y feraz, cuajado hoy de urbanizaciones por Valdearenas, y tras bordear Muduex y Utande, se llega a Valfermoso. Y antes que al pueblo, al monasterio.

Aunque en la Guerra Civil quedó reducido a cenizas, se restauró enseguida y luego ha continuado haciendo diversos servicios a la sociedad: desde la clausura de las monjas se ofrece hoy hospedería y un oasis impagable de paz y sosiego. En ese libro curioso y útil que es la Guía de Alojamientos en Monasterios de España, que ha sacado a luz la Editorial El País/Aguilar, se dedica página a Valfermoso. Merece la pena acercarse, contactar con las monjas, quedarse allí un fin de semana o, simplemente, comer un sábado, o un domingo. La alegría resuena allí de otra manera.

Un libro de historia de Valfermoso

En estos días ve la luz un libro que cuenta, (por muy menudo debe ser, porque tiene más de 500 páginas) la historia de este interesante cenobio benedictino. Lo ha escrito ese gran historiador de la Orden Benita que es el yunquerano fray Ramón Molina Piñedo, y allí hace repaso de todo lo divino y humano acontecido a lo largo de estos ocho siglos en Valfermoso. Por no extenderme en el tema sin razón y a lo loco, en las siguientes líneas pongo el resumen de los avatares sucedidos en ese lugar. Lo tomo de uno de los cuadros cronológicos que ofrece fray Ramón en esta su obra. Y me reafirmo en la impresión, -en la opinión ya, después de leerlo- de estar ante una obra colosal, sugerente y que entra a fondo en los recovecos de esa historia, de esa cultura auténticamente alcarreña que brota en las piedras de Valfermoso.

Un resumen de historia monacal

La primera fecha, el más remoto prolegómeno de Valfermoso, es la del año 1185, cuando el rey Alfonso VIII confirma a don Juan Pascasio las tierras que compró al concejo de Atienza en el Valle hermoso para repoblarlas. Del siguiente, de 1186, es la que con justicia podemos nombrar fecha primigenia: la de la Fundación de la villa y del monasterio de Valfermoso con dos monjas gasconas del Ordo de Fontisgartari.

En 1189, el clérigo gascón Ebrardo redacta el Fuero de Valfermoso, en un hermoso pergamino copiado, y que ha sido considerado por muchos estudiosos y autores filólogos, entre ellos el profesor Lapesa, como uno de los primeros monumentos de la lengua hispánica. Poco después, en 1194, Alfonso viii confirma la fundación del cenobio, sus posesiones y el señorío de las monjas sobre el lugar de Valfermoso.

La inauguración oficial del cenobio no se haría hasta unos pocos años después, posiblemente en el 1200.

Del 1218 es la fundación del monasterio de Pinilla de Jadraque, otro cenobio para monjas puesto en las orillas del río Cañamares y protegido desde su inicio por la Orden de Calatrava. Doña Urraca Fernández, su primera abadesa, lo era de Valfermoso. Lo que no está claro es si aquella fundación, un tanto agreste, surgiría como resultado de un cisma en la comunidad valfermosina. El caso es que en 1224 y 1236, los papas Honorio iii y Gregorio ix toman al monasterio bajo su protección. Los reyes castellanos de los siglos xiii al xv confirmaron sus privilegios y posesiones, eximiendo a las monjas de impuestos y gabelas.

A partir del año 1348, la peste negra que corre como un terror negro y sarcástico la faz entera de Europa, diezma la comunidad y esta se ve forzada a partir de entonces a arrastrar una vida lánguida y pobre. En sus  subsiguientes problemas influyeron las guerras de los siglos xiv-­xv que tanto repercutieron en Atienza, la ambición de los nobles que aumentaban sus dominios a costa del patrimonio de la Iglesia, la disminución de la producción agraria y los impuestos. En 1458-1480, durante el abadiato de doña María Díaz de Luna, se intenta poner orden en la hacienda monacal, por aquel entonces en poder de comenderos y arrendatarios.

El siglo xvi se inicia con el paso de la Comunidad de Valfermoso a la Congregación de Valladolid. Son los principios de una nueva y fructífera etapa. En 1540 se produce la supresión del régimen de las abadesas vitalicias y la perpetuidad de los principales cargos. En 1512-1586 se intenta poner orden en la hacienda benedictina, que tiene posesiones en casi 50 pueblos, con objeto de recuperar lo que se encontraba perdido o mal clarificado.

El siglo XVII tiene un protagonista en Valfermoso: el Rey Felipe iv, quien en 1648 otorga a Valfermoso el título de Real monasterio, hará más de una visita a la casa, cuando en ella fue a refugiarse de su acoso, entrar de monja y regir como abadesa la comunidad, la que fuera grande comediante del Madrid de ese siglo, la Calderona.

Una nueva etapa de resurgimiento en el siglo XVIII: en 1746 comienza la remodelación de los edificios del monasterio. Se introduce en la comunidad la vida común perfecta. En 1779 se llevan a feliz término las obras más importantes del cenobio, que corren por cuenta del obispado.

Terrible centuria el XIX: en 1808, huyendo de los franceses, las monjas desamparan el cenobio; se refugian en Bustares y luego en la ermita de la Esperanza, en término de Durón. Vuelven en 1812 y enseguida se reconstruye la perdida iglesia, que es consagrada por el obispo seguntino Bejarano en 1818. Poco después, sin embargo, en 1836, las leyes desamortizadoras inician el embargo de la hacienda monacal por la Hacienda estatal.

La Guerra Civil de 1936-39 se puede calificar (como para otras tantas cosas en España) la etapa más terrible en ocho siglos. En 1937, huyendo de la persecución religiosa establecida por los gobiernos de la República, las monjas dejan Valfermoso y se refugian en Calatayud. Poco después, el monasterio sería incendiado. Vuelve la Comunidad en 1939 y de 1944 a 1951 Regiones Devastadas reconstruye los edificios conventuales. En 1960 Valfermoso se une a la Federación castellana de la Orden de San Benito, y en 1973 tiene lugar la solemne bendición abacial de doña María del Pilar de la Fuente, quien inyecta un nuevo dinamismo a la Comunidad, que tras la conmemoración de su octavo centenario en 1986, ve ahora con este libro sensacional todo su periplo, largo y denso, contado y cantado. Toda una historia de milagros y voluntades.