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septiembre, 1996:

A caza de grullas por la sierra de Guadalajara

 

No es frecuente que dedique esta página a quienes, con la escopeta al hombro, o con la caña de pescar en ristre, recorren nues­tras tierras ásperas y hermosas o vadean nuestros ríos serranos inacabables siempre de sorpre­sas y buenos ratos. Hoy voy a hacerlo. Porque son estos cazadores y pescadores alcarreños quienes aún valoran lo que de bravío y genuinamente humano tiene la vida campestre en ese porfiar constante con el viento, con las piedras, con las alimañas incluso, con los mil avatares que surgen y que hacen crecer la osadía, regenerar el alma que en las ciudades tenemos a punto casi de ser comida por la polilla.

Y se la voy a dedicar con pala­bras que no son mías, sino de un escritor, a medias alcarreño, sacado de la histo­ria, antañón ya, mitológico casi, peleador en ciento y una medievales peleas, enriscado construc­tor de castillos, donoso decidor de cuentos ejemplares, y cazador y pescador, también, de los bue­nos.

Con las palabras, sí, del In­fante Don Juan Manuel, que puso bandera, caballo y letanía en Ci­fuentes y en Galve, y en otros muchos lugares de nuestra geo­grafía. El territorio de esta «transierra» de Guadalajara se lo co­nocía al dedillo, meticulosamen­te. En su «Libro de la Caza» da buena prueba de ello, pues, des­cribiendo el territorio castellano, que divide por Obispados, incluye en los de Cuenca y Sigüenza numerosos lugares de nuestra Al­carria y Serranías, guiado siem­pre por el curso de los ríos. De tres de ellos, de los más preclaros, transparentes y fríos; de los más medularmente hincados en nuestro corazón de alcarreños, daré aquí transcrito el texto que pone Don Juan Manuel en su «Li­bro». Y, al pie, en breves notas, algunas aclaraciones que muchos de vosotros, bien lo sé, no nece­sitáis. Así eran, en la primera mitad del siglo XIV, los cauces de Sorbe, Bor­noba, Cañamares…

Et arroyo de Cannamares [1] nasce entre Bannuelos et Roman­nuelos [2], et cae en Fenares de­yuso de Bragadera [3]: en este arroyo há muchas ánades et gar­zas. Et, desde Torrubia [4] ayuso es de muy buenos pasos; en lo de­más es buen lugar para cazar en él con falcones. Salvo en cuanto va por grandes pennas [5]. El arroyo de Bornoba nasce en la fuente que está sobre la laguna de Sienta Molinnos [6] et entre en Fenares deyuso de Caracenie­lla [7]: en este arroyo hay ána­des et garzas, desde Sancta Ma­ría de Sopenna [8] fasta dentro de Fenares, mas en pocos lugares se pueden cazar con falcones. El arroyo de Cogolludo entra en Fenares en Fontiana [10]: en es­te arroyo há pocas ánades. Pero no las havan bien se pueden ca­ arroyos, destos que nascen só Cantasávalos [12] et dellos cabo Galve [13]. Et dellos del un cabo et del otro de Cantalojas [14] el entra en Fenares, en Pennahora [15]: en estos arroyos fasta que llegan al Angostura [16], deyuso de la puente que dicen de Valda­llo [17], hay muchas ánades et buen lugar para las cazar con fal­cones. Mas, del Angostura ayuso fasta Belanna [18] non se pueden cazar con falcones. Et desde Be­lenna fasta dó entra en Fenares, há buen lugar para las cazar [19]. Et algunas vegadas recude hí garza.

A más de uno se le habrán puesto los dientes largos, pensan­do en esas bandadas de grullas, de garzas y de ánades, que por nuestras serranías paraban en sus viajes intercontinentales. To­davía se ven las airosas aves afri­canas sobre los cielos de Guada­lajara, o en arroyos, estanques y sotillos descansando de sus vue­los migratorios. Don Juan Ma­nuel, sin embargo, se daba el gusto de cazarlas con halcón, lle­vando a la mayor perfección ese «arte de cetrería» que por fin ha resultado de imposible renacer en nuestra tierra. Son, en fin, pince­ladas que evocan otros tiempos, minutos que quisieran recuperar viejas edades, apuntes para una geografía del recuerdo.

NOTAS aclaratorias al Texto:

[1] Es el río Cañamares, que hoy forma el pantano de Pálma­ces.

[2] Son los pueblos de Bañue­los y Romanillos de Atienza, si­tuados en el anfiteatro pelado de la solana de la sierra Barahona, limitando a su espalda con las altas tierras sorianas.

[3] Desemboca el Cañamares en el río Henares, junto al pueblo de Castilblanco. Ha caminado por vegas abiertas desde el estrecha­miento rocoso de Pálmaces, don­de hoy se apresa el río, y donde se hallan las montuosidades de Bragadera que menciona el texto.

[4] Este Torrubia es lugar que ignoro, aunque sospecho puede referirse al monasterio de mon­jas calatravas de San Salvador de Pinilla, algo más arriba de Pi­nilla de Jadraque, que en cróni­cas antiguas es llamado también Sotio de Hechán y Torremocha. Desde aquí, el río Cañamares baja en valle ancho y cómodo de pasos.

[5] El río Cañamares se des­liza, en efecto, por abruptos lu­gares y estrechos vericuetos roco­sos. Aguas abajo de Naharros, y en el citado paso de Pálmaces, se comprueba esto.

[6] Se refiere al nacimiento del río Bornoba, que tiene lugar en la laguna de Somolinos, for­mación acuosa de origen morré­nico, glaciar.

[7] El Bornoba rinde aguas al Henares, en tierras llanas entre Jadraque y Carrascosa, después de haber cruzado el término de Membrillera. Zona ésta de densa población prehistórica y coloni­zación romana, paso de la Vía Augusta entre Mérida y Zarago­za. El lugar que menciona Don Juan Manuel, hoy desaparecido, Caraceniella, es diminutivo de Ca­racena (pueblo de la actual pro­vincia de Soria) y de Caraca, an­tiguo nombre y tradicional atribuido a Guadalajara. Sin querer meternos a etimólogos todas es­tas voces podrían tener relación con la latina «carcer»: el punto de salida, el principio.

[8] En San Andrés del Congos­to, donde el Bornoba atraviesa una garganta espectacular, el va­lle comienza a abrirse hacia tie­rras bajas. La patrona de San An­drés del Congosto es Nuestra Se­ñora la Virgen de Sopeña, que tiene una ermita en los alrededo­res.

[9] Se refiere al arroyo Alien­dre, corrupción de «allende», más allá.

[10] Este arroyo cae al Hena­res un poco más arriba de Espi­nosa, justamente en el lugar co­nocido por Santas Gracias, don­de han aparecido importantes vestigios arqueológicos de remo­tas edades. Más arriba de esa desembocadura, en el lugar que hoy llaman Untiana, se encontra­ba en el siglo XIV la aldea de Fonciana que por ser la más próxima á la juntura de los ríos menciona Don Juan Manuel. Hoy no queda apenas rastro de este despoblado antiquísimo.

[11] Se refiere al río Sorbe.

[12] Dice que el Sorbe se for­ma de la unión de varios arroyos. Uno es el de Campisábalos.

[13] Otro el que pasa por Gal­ve, donde él construyó un castillo.

[14] Otros son los que, como el arroyo de la Zarza, el arroyo de la Hoz y el arroyo de Lillas, nacen en término de Cantalojas, bajando desde las alturas de sie­rra Ayllón.

[15] El Sorbe muere en el He­nares, en el conocido lugar de Peñahora, donde hoy está la er­mita de la patrona de Humanes, así llamada, y una nutridísima colonia residencial que ha ido surgiendo en tan apacible lugar.

[16] Muchas angosturas atra­viesa el río Sorbe en su camino. Aquí debe referirse a lo que hoy se ha aprovechado para el em­balse del Pozo de los Ramos, en término de Almiruete, o quizás a la que existe poco más arriba de Muriel.

[17] Este puente de Valdallo no sé cual sea; quizás se refiere al que había cerca de Muriel, uno antiguo que ya cayó.

[18] El Sorbe baja desde las angosturas hasta Beleña metido en peñas también, y en estreche­ces.

[19] Desde Beleña a Peñaho­ra el Sorbe va ensanchando su valle, y permitiendo la cetrería con desahogo.

La fiestas que explopta y entusiasma

 

Si el motor de la vida de las gentes y de sus ciudades ha sido siempre el motivo económico, esta misma razón encontramos también en el origen de las fiestas. Concretamente en las de Guadalajara. Hay siempre en el origen de cualquier actividad humana una necesidad económica. Solamente cuando esta se cumple y solventa, empiezan a hacerse cosas sin ese objetivo. La fiesta tiene un ancestro de transacción, una mecánica primigenia de trueque comercial, de mejora en la bolsa, de aumento en los dineros. De supervivencia, si se quiere.

En la época larga de ocupación árabe las transacciones comerciales de sus habitantes y los de comarcanas al­deas se celebraban en el interior de la ciudad amurallada. Guadalajara tenía perfectamente cercada su figura con altos muros de adobe y piedras, con torres en las esquinas y almenas por aquí más garitones y matacanes por allá. Eran épocas de guerra y alteración constante, y era más seguro hacer el comercio en las estrechas calles del interior, en el zoco que se formaba por callejuelas cuyo centro estaba en la actual vía de Bardales, ancha para las costumbres de los árabes. Cualquiera que haya discurrido por los bazares turcos (el de Estambul por ejemplo, el más grande del mundo) o mejor aún por las kasbahs magrebíes ó árabes (la de Túnez es monumental, la de Kairouan o Marrakech misteriosas y sorprendentes) sabrá imaginar sin dificultad cómo era el íntimo núcleo de la ciudad de Guadalajara. Dentro de unos días viajaré a Damasco a rememorar, entre sus estrechos pasadizos de mercaderes y sanadores, ante las grandes puertas tenazmente curvadas de sus mezquitas, el origen sirio de algunos aspectos de nuestra Guadalajara, cuyo «pedigree» moruno no hace falta resaltar.

Des­pués de la reconquista, y dado el carácter de Guadalajara como ca­beza de Comunidad, una de sus más caracterizadas funciones era la de servir de sede a un mercado se­manal y a una feria anual de gran categoría. El mercado se celebraba en la gran explanada que se abría ante la Puerta de Levante, delante de la actual iglesia de San Ginés, en el espacio que hoy ha vuelto a recuperarse ancho y abierto, de la plaza de Santo domingo. Todos los martes del año, allá se daban cita aldeanos del campo (con hortalizas de la campiña) y gentes de la alcarria (con cereales, frutos y artesanías). El «zoco» castellano era así todo lo contrario al musulmán: ancho y luminoso, lleno de voces que se perdían bajo el cielo, cuajado de horizontes en los que refulgían altos edificios, fuentes y caballeros con gualdrapas de colores vivos.

La feria grande, la feria anual, se tenía señalada para San Lucas, alrededor del 18 de octubre, que fue la fecha con­cedida por el monarca castellano Alfonso VIII como privilegio de celebrar anualmente feria con exenciones importantes de impuestos a los comerciantes. Estas concesiones suponían un gran favor y ayu­da al burgo, pues estimulaba el asiento en él de comerciantes y ar­tesanos, y favorecía el aflujo de muchas gentes de la comarca y aun de todo el reino. La feria otoñal de Guadalajara fue siempre una de las sonadas de Castilla en el aspecto ganadero, especialmente en su parcela de «ganado de trabajo» (mulas, etc.) Esta costumbre, cada vez más preterida en los tiempos modernos por el bullicio de la fies­ta popular sin más, se ha manteni­do hasta hace muy pocos años. Tradicionalmente la feria se cele­bró al otro lado del barranco de San Antonio, frente al torreón de Alvarfáñez, a cuya puerta por él cobijada también llamaron «puerta de Feria». Después, el fe­rial ganadero se puso en las lomas que bordean por mediodía a la ciudad, y aun algunos recordamos estas reuniones de ganaderos, traficantes, muleteros y maranchone­ros, más algún que otro gitano, extendiéndose con su ganado por las entonces verdes cotillas que se al­zaban al final de la Llanilla, donde habitualmente quedaban todo el año cercados de madera, fuentes y abrevaderos. Hoy se levantan en aquellos lugares torres de once plantas, apretujadas al máximo, sin memoria de los tiempos idos.

Estas ferias tradicionales de San Lucas fueron traspasadas hace ahora 33 años (en 1963) a la última semana de septiembre, pues en la fecha habitual solía llover y refres­caba bastante, lo cual deslucía con harta frecuencia las corridas de to­ros y cualquier otra actividad festiva. Se trasladó a unas fechas que también guardaban bastante tradición en la ciudad: al veranillo de San Miguel, pues este día (el 29 de septiembre) era habitualmente el inicio del año «administrativo» en multitud de asuntos comunita­rios (contratos, mandatos de autoridades, elección de alcaldes y edi­les, etc.) y de siempre se había he­cho en esa jornada la vistosa «cabalgada» o «parada» de los caba­lleros arriacenses, muy numerosos en los siglos XV v XVI, que salían lujosamente ataviados y acompaña­dos de toda su casa, pajes, escu­dos, etc., haciendo incluso juegos caballerescos, justas, cintas y cosas así en lo alto de la cuesta del Am­paro, que era límite del arrabal de Santa Ana. Así pues, las fiestas ac­tuales de septiembre mantienen una clara herencia festiva de siglos pa­sados, aunque ahora con modos y costumbres nuevas (correr el toro, actos musicales) que debieran con­vivir un poco con esas tradiciones tan antiguas de la «parada caballe­resca» que llevada a los tiempos actuales, podría ser un plato fuer­te y muy divertido. En cierto mo­do, el desfile nocturno de disfraces es, inconscientemente aplicado, un equivalente lejano de esta «para­da». Y el desfile de carrozas que todavía se hace con aplauso de la ciudad to­da, también tiene su parte de fuerza tradicional, pues en varias ocasiones al año, los gremios de artesanos sa­caban «invenciones» sobre ruedas con alegorías a la actualidad, iluminados de antorchas y recitando composiciones poéticas que a to­dos divertían.

En la fiesta, como en tantas otras cosas, no es necesario inventar. En punto a diversiones, ya todo está inventado. El beber y el cantar, el hacer bulla y la generosa alegría que no pide nada a cambio es el motor común y primigenio. En estos días, Guadalajara vuelve a ser, un año más y como ya lo hace desde hace muchos siglos, un resplandor de alegría y diversión: un momento de inflexión en la vida cotidiana, que así se renueva y encuentra un escalón en el calendario. Que sea para bien de todos y de todas.

El castillo de Guadalajara

 

Aunque hoy muchos lo ignoran, en Guadalajara existe un castillo. Ahora está poniéndose de moda, entre otras cosas, el «senderismo castillero», y nada mejor para estos días de otoño que se avecinan que emprender marchas por los montes y tierras alcarreñas a la busca y captura de fortalezas medievales, que las hay y muy interesantes

Pues bien, para el que quiera empezar y ni siquiera tenga coche, puede hacerlo mañana mismo visitando el castillo de Guadalajara. Mejor dicho, las ruinas de su castillo. Que fue construido por los moros, por supuesto, en la línea más pura de la tradición hispana. Se encuentra en la calle Madrid, frente a la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado, y lo que en tiempos fue gran alcazaba islámica, y más tarde una fortaleza que albergó a los Reyes de Castilla y sirvió de sede a las Cortes del Reino, hoy es un montón desangelado de ruinas, en un inexplicable y reiterativo abandono desde hace muchos años.

Cómo es y cómo fue este castillo

Se situaba este castillo en una de las esquinas, ‑la inferior y más norteña‑ de la muralla que circundaba a la ciudad medieval. Constituido en dos cuerpos adjuntos, se formaba de muy gruesos muros, fortificados a trechos por altos torreones que daban, de un lado, sobre el barranco del Alamín, y de otro sobre la propia ciudad. En su interior, múltiples estancias, que primero sirvieron de residencia a los jefes militares árabes, y luego a los alcaides cristianos. En 1338 pasó una larga temporada viviendo en él don Alfonso XI, recuperándose de una enfermedad (en la Edad Media las enfermedades, y más las de los reyes, eran largas y apesadumbrantes, duraban largas semanas, y la convalecencia se llevaba algunos meses entre los dientes) y fundando en sus camaranchones la «Orden de la Banda», toda una institución caballeresca para premiar a los hidalgos arriacenses que amablemente le sirvieron. Luego en 1390 vieron sus salones reunirse a lo más granado del reino para celebrar en ellos las sesiones de las Cortes convocadas por Juan I. También fueron largos meses de boato, de fiestas, de reuniones, de heraldos trompeteros y mansas jornadas de espera. Más adelante aún, los Mendoza se refugiaron entre sus cien paredes resistiendo los asaltos de las fuerzas reales.

De primitiva construcción árabe, aunque muy reformado por los cristianos, lo que queda del castillo o alcázar de Guadalajara consta de dos recintos y ocupa una superficie de 17.000 m2. El recinto norte es el más grande, y mide 107 x 86,2 m. El más meridional es de 68 x 62 m. Con una puerta al frente que miraba hacia la ciudad. En sus muros todavía se aprecian tres diferentes calidades y épocas: hay una primera zona, la que da sobre el barranco, de época cristiana, que se ve estructurada de mampostería, piedras irregulares, sin simetría de hiladas y con argamasa de cal. Una segunda zona es de tapial o «tabiya» árabe, formándose con ella las dos grandes torres que dan sobre la Travesía de Madrid. Son estas dos enormes torres, huecas, de 10 metros en su frente y 3,5 de profundidad. Sobre el tapial grosero se aplicó una primera capa de argamasa oscura, y sobre ella otra más fina y blanca sobre la que se pintaron con líneas rojas simulados sillares. Finalmente, una tercera zona, que como la anterior tenía una ligera zarpa, ofrece estructura de tapial protegido por sólida capa de yeso de color amarillento.

En realidad, solamente esas dos grandes torres de «tabiya» árabe son los restos verdaderamente islámicos de este castillo de Guadalajara. El resto, muy alterado y renovado en épocas sucesivas, es cristiano. Fue casi totalmente rehecho, como la muralla de la ciudad, en los siglos XIII y XIV, y más tarde, ya en el siglo pasado, utilizado como Cuartel de San Carlos, añadido del Regimiento de Aerostación.

Ideas para el futuro

Como todo este conjunto de arquitectura militar, abandonado y solitario, ha pasado por fin a ser administrativamente regido por el Ayuntamiento de la ciudad, hora es que vayamos pensando qué pueda hacerse con ello. Cualquier cosa, menos dejarlo como está. Porque primeramente de cara a los ciudadanos de Guadalajara, y en segundo lugar en atención a esa masa creciente y Ojalá que cada día más numerosa de visitantes y turistas, no puede tenerse el alcázar o castillo de la ciudad, por muchos avatares que haya sufrido y muchas reformas que le hayan cambiado la faz, cerrado y en abandono.

Hace unos meses, y con la prensa por testigo, el concejal de Cultura y Patrimonio explicó los proyectos para con este enclave: habilitar como salón de actos un gran espacio de abovedamiento solemne, que podría ser sin excesivos costes adecentado, más la limpieza del recinto de cara a celebrar en él espectáculos teatrales. El aire libre, en Guadalajara, ha demostrado que no es un buen sitio para hacer espectáculos teatrales. Siempre que algo similar se anuncia, se pone a llover, hace frío, aire, no se oye, y al final se produce general espantada y todo pasa sin pena ni gloria, o con algo más de la primera que de la segunda.

Parece más lógico que al alcázar arriacense se le considere como lo que es, una venerable ruina, para la que sólo cabe limpiar, adecentar, consolidar y dejar que, adornada de algún que otro jardincillo, pasee la gente de bien por en medio de ella, observando lo que queda de tanta panoplia caída y tanto fuero arrumbado. Soñando y evocando (ejercicios poco comunes pero que convendrá ir estimulando para no perder la costumbre de ser humano) hazañas, personajes, épocas y mantos. Cuando hay ganas, interés, imaginación y algún que otro dinero, no demasiado, pueden hacerse maravillas. Cuando sólo hay dinero, normalmente sólo se hacen chorradas.

Sinceramente, al castillo de Guadalajara le pueden venir pero que muy bien los aires, ya probados, de un Ayuntamiento que tiene de todo lo que he dicho: sólo es cuestión de ponerse manos a la obra. Y, de momento, que cuantos más alcarreños sepan dónde está, cómo es, y para qué puede servir, el castillo de Guadalajara. Con las líneas de arriba puede servir para ir empezando.

Guadalajara entre las ciudades mágicas

 

Guadalajara es una ciudad mágica. De hecho, puede contarse ya entre las que la Editorial Words así califica, en Castilla-La Mancha, y en su nómina de libros con esta temática acaba de aparecer un magnífico volumen que se une a los que previamente habían aparecido ya con Sigüenza y Toledo por protagonistas.

Es este un calificativo que últimamente se le aplica con gran facilidad a las cosas: se adjetiva de mágico a un momento de fulgor en la vida, o se le aplica a una persona que capta, como si tuviera magnetismo propio, la atención allí donde va. En puridad, mágico es todo aquello que escapa en mayor o menor dosis de la realidad, y camina por el mundo, o está en él, con unos parámetros que no se acompasan exactamente con los de la realidad circundante. Lo mágico nos sorprende, nos cautiva, se nos clava en la memoria y se hace inolvidable. Es único. Dando la vuelta al razonamiento, pienso yo, que es por eso que hoy se califica de mágico a lo que nos gusta más que otras cosas, a lo que surge ante nosotros inesperado y hermoso. Fuera de normas. Como increíble.

Guadalajara es, así, una ciudad mágica. El libro que Alfredo Villaverde ha escrito sobre Guadalajara, su historia, sus gentes, sus plazas y sus fiestas, sus mínimas tascas y sus atípicos personajes, aunque no llevara por subtítulo el que lleva, nos pondría muy fácil apellidar de mágica a nuestra ciudad. Porque surge en sus 150 páginas cuajadas de fotos a color tal cual es: pletórica de vida en los conciertos de la Concordia, íntima y urbana en la Calle Mayor, solemne y eterna en sus monumentos mudéjares, en sus palacios, en los escudos mendocinos que parecen querer decir, pertinaces, su última palabra. Y Guadalajara tiene muchas otras palabras. Tiene las de los rótulos azules de sus calles, las de los niños vestidos de alcarreñitos, las de los apóstoles del Corpus y las aéreas vistas del caserío varado sobre el adusto páramo. Todas ellas, juntas, forman un tratado de maneras propias y algaradas cordiales que la hacen inconfundible. Tanto, que no se olvida.

En estos días va a comenzar, un año más, la fiesta grande de Guadalajara. La Virgen de la Antigua será venerada y tras ella vendrá el correr de los toros y el sonar de las charangas. Todo unido ya, en larga semana de pregones y norias. Este año empieza con el prólogo de un libro que como este «Guadalajara, ciudad mágica» que escribe Alfredo Villaverde nos pone ante los ojos las mejores doscientas fotografías de la ciudad y de sus gentes, y nos da en literaria oración mil y una claves para ver de nuevas a este lar común, para comprenderle desde mejores puntos de vista, o para decir simplemente: no conocía este rincón de Guadalajara. Parece, de tanta novedad, una ciudad distinta. Es, sin duda de ningún género, una ciudad mágica.

Viejas historias, nuevas posibilidades

Nos ha cambiado la ciudad y los que vamos para viejos ni nos hemos dado cuenta. Es otra distinta de la de hace treinta años. Entonces el Jardinillo era el centro neurálgico donde «la gente bien» tenía a mejor sentarse en la terraza del Regio a tomar horchatas y naranginas. El baile del Casino por San Pedro reunía a lo más granado de la sociedad (ferreteros de nota, transportistas, incluso el Gobernador Civil y su prole numerosa…) y en las Ferias el teatro del Guiñol y las Revistas de La Latina llenaban todas las expectativas de asombro para chicos y grandes. Hasta veinte años después de la Guerra, solo éramos 20.000 habitantes, y nos conocíamos todos, sabíamos de qué pie cojeábamos y se hablaba del arreglo o desarreglo de una acera durante meses. La televisión en los escaparates de Taberné era un espectáculo que hacía furor, y el circo cuando las Ferias teñían a la ciudad con un color de internacionalismo, de norteamericanismo que a todos nos hacía ahuecar el traje de contento.

Guadalajara ha cambiado mucho. Viniendo desde El Casar, poco antes de llegar a Cabanillas, hay una curva de la carretera desde la que se ve Guadalajara entera. También desde los altos que van de Marchamalo a Usanos, pero ahí menos. En cualquier caso: la silueta de Guadalajara es hoy otra distinta a la que vio en el siglo XVII el duque de Médicis a su paso por Castilla, o a la que a mí mismo, de pequeño, me asombraba desde los jardines del Depósito de las Aguas, cuando húmedos y misteriosos parecían el reino de neptuno que tuviera de piedra sus músculos. Entonces era una silueta de campanarios, de conventos, de veletas y caserones ocres. Hoy, cualquiera puede comprobarlo cuando se suba al quinto piso de la Urbanización Mirasierra, sobre el jardín que rodea a los Minicines: Guadalajara es un tumulto de igualitarias colmenas, de líneas horizontales y verticales como un crucigrama todavía virgen.

¿Es bonita esta ciudad? Sobre gustos no hay nada escrito. A mí me gustaba más la otra: la del callejón del Pifa oliendo a orines, la del corralón de Topete lleno el suelo de flores de acacia, la de la plaza de Budierca con cabras y mujeres cogiendo agua en cántaros de la fuente central. Todo eso se fue, y aquí hemos quedado las gentes, proclives, como se ve, a la melancolía y la evocación. Pero sin dejar de reconocer que los nuevos barrios (La Chopera, las Adoratrices, el parque de la Amistad, Mirasierra…) tienen un aire de alegría y una buena cara que invitan a vivir en ellos, a ser más jóvenes en ellos, a dejar que alguien te cuente cómo era aquella ciudad, antigua y beaturrona, sobre cuyas ruinas asentó esta.

Imágenes y palabras

El libro que acaba de aparecer en estos días, esa «Guadalajara mágica» que ha sacado a la calle la Editorial Words con ayuda del Ayuntamiento, y que firma Alfredo Villaverde y alguien más que ahora no recuerdo, viene a ser una maravillosa tarjeta de presentación de esta Guadalajara eterna. De la que tuvo al Cid, a Alvarfáñez y al barbado Alfonso VI por reconquistadores. Y de la que se llena de antenas, de teléfonos móviles y conexiones a Internet por todos los rincones. Las fotografías magníficas que ahí aparecen nos dan como fragor de ovaciones, como un verso recitado en la intimidad, como un aliento que nos pide (concedido, muchacho) que no nos vayamos nunca… Calles y plazas, jardines y fiestas, personajes que recitan y personajes que son recitados, señoritas de buen ver y alcarreñitos tiernos. Hay de todo. Guadalajara entera se cuela entre sus páginas. Sería un libro perfecto sólo con sus fotos. Pero añade algo más, algo que a mí me llena de entusiasmo: las frases de Villaverde, sus versos, sus reflexiones, sus alientos certeros, sus palabras cuajadas de poesía y ternura. Todo ello conforma esta «Guadalajara mágica» que me acaba de llegar a las manos en este pórtico de la fiesta anual, de la que a todos deseo sea maravillosa, única, inolvidable.