La fiestas que explopta y entusiasma
Si el motor de la vida de las gentes y de sus ciudades ha sido siempre el motivo económico, esta misma razón encontramos también en el origen de las fiestas. Concretamente en las de Guadalajara. Hay siempre en el origen de cualquier actividad humana una necesidad económica. Solamente cuando esta se cumple y solventa, empiezan a hacerse cosas sin ese objetivo. La fiesta tiene un ancestro de transacción, una mecánica primigenia de trueque comercial, de mejora en la bolsa, de aumento en los dineros. De supervivencia, si se quiere.
En la época larga de ocupación árabe las transacciones comerciales de sus habitantes y los de comarcanas aldeas se celebraban en el interior de la ciudad amurallada. Guadalajara tenía perfectamente cercada su figura con altos muros de adobe y piedras, con torres en las esquinas y almenas por aquí más garitones y matacanes por allá. Eran épocas de guerra y alteración constante, y era más seguro hacer el comercio en las estrechas calles del interior, en el zoco que se formaba por callejuelas cuyo centro estaba en la actual vía de Bardales, ancha para las costumbres de los árabes. Cualquiera que haya discurrido por los bazares turcos (el de Estambul por ejemplo, el más grande del mundo) o mejor aún por las kasbahs magrebíes ó árabes (la de Túnez es monumental, la de Kairouan o Marrakech misteriosas y sorprendentes) sabrá imaginar sin dificultad cómo era el íntimo núcleo de la ciudad de Guadalajara. Dentro de unos días viajaré a Damasco a rememorar, entre sus estrechos pasadizos de mercaderes y sanadores, ante las grandes puertas tenazmente curvadas de sus mezquitas, el origen sirio de algunos aspectos de nuestra Guadalajara, cuyo «pedigree» moruno no hace falta resaltar.
Después de la reconquista, y dado el carácter de Guadalajara como cabeza de Comunidad, una de sus más caracterizadas funciones era la de servir de sede a un mercado semanal y a una feria anual de gran categoría. El mercado se celebraba en la gran explanada que se abría ante la Puerta de Levante, delante de la actual iglesia de San Ginés, en el espacio que hoy ha vuelto a recuperarse ancho y abierto, de la plaza de Santo domingo. Todos los martes del año, allá se daban cita aldeanos del campo (con hortalizas de la campiña) y gentes de la alcarria (con cereales, frutos y artesanías). El «zoco» castellano era así todo lo contrario al musulmán: ancho y luminoso, lleno de voces que se perdían bajo el cielo, cuajado de horizontes en los que refulgían altos edificios, fuentes y caballeros con gualdrapas de colores vivos.
La feria grande, la feria anual, se tenía señalada para San Lucas, alrededor del 18 de octubre, que fue la fecha concedida por el monarca castellano Alfonso VIII como privilegio de celebrar anualmente feria con exenciones importantes de impuestos a los comerciantes. Estas concesiones suponían un gran favor y ayuda al burgo, pues estimulaba el asiento en él de comerciantes y artesanos, y favorecía el aflujo de muchas gentes de la comarca y aun de todo el reino. La feria otoñal de Guadalajara fue siempre una de las sonadas de Castilla en el aspecto ganadero, especialmente en su parcela de «ganado de trabajo» (mulas, etc.) Esta costumbre, cada vez más preterida en los tiempos modernos por el bullicio de la fiesta popular sin más, se ha mantenido hasta hace muy pocos años. Tradicionalmente la feria se celebró al otro lado del barranco de San Antonio, frente al torreón de Alvarfáñez, a cuya puerta por él cobijada también llamaron «puerta de Feria». Después, el ferial ganadero se puso en las lomas que bordean por mediodía a la ciudad, y aun algunos recordamos estas reuniones de ganaderos, traficantes, muleteros y maranchoneros, más algún que otro gitano, extendiéndose con su ganado por las entonces verdes cotillas que se alzaban al final de la Llanilla, donde habitualmente quedaban todo el año cercados de madera, fuentes y abrevaderos. Hoy se levantan en aquellos lugares torres de once plantas, apretujadas al máximo, sin memoria de los tiempos idos.
Estas ferias tradicionales de San Lucas fueron traspasadas hace ahora 33 años (en 1963) a la última semana de septiembre, pues en la fecha habitual solía llover y refrescaba bastante, lo cual deslucía con harta frecuencia las corridas de toros y cualquier otra actividad festiva. Se trasladó a unas fechas que también guardaban bastante tradición en la ciudad: al veranillo de San Miguel, pues este día (el 29 de septiembre) era habitualmente el inicio del año «administrativo» en multitud de asuntos comunitarios (contratos, mandatos de autoridades, elección de alcaldes y ediles, etc.) y de siempre se había hecho en esa jornada la vistosa «cabalgada» o «parada» de los caballeros arriacenses, muy numerosos en los siglos XV v XVI, que salían lujosamente ataviados y acompañados de toda su casa, pajes, escudos, etc., haciendo incluso juegos caballerescos, justas, cintas y cosas así en lo alto de la cuesta del Amparo, que era límite del arrabal de Santa Ana. Así pues, las fiestas actuales de septiembre mantienen una clara herencia festiva de siglos pasados, aunque ahora con modos y costumbres nuevas (correr el toro, actos musicales) que debieran convivir un poco con esas tradiciones tan antiguas de la «parada caballeresca» que llevada a los tiempos actuales, podría ser un plato fuerte y muy divertido. En cierto modo, el desfile nocturno de disfraces es, inconscientemente aplicado, un equivalente lejano de esta «parada». Y el desfile de carrozas que todavía se hace con aplauso de la ciudad toda, también tiene su parte de fuerza tradicional, pues en varias ocasiones al año, los gremios de artesanos sacaban «invenciones» sobre ruedas con alegorías a la actualidad, iluminados de antorchas y recitando composiciones poéticas que a todos divertían.
En la fiesta, como en tantas otras cosas, no es necesario inventar. En punto a diversiones, ya todo está inventado. El beber y el cantar, el hacer bulla y la generosa alegría que no pide nada a cambio es el motor común y primigenio. En estos días, Guadalajara vuelve a ser, un año más y como ya lo hace desde hace muchos siglos, un resplandor de alegría y diversión: un momento de inflexión en la vida cotidiana, que así se renueva y encuentra un escalón en el calendario. Que sea para bien de todos y de todas.