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diciembre, 1994:

Con el patrimonio a cuestas: El caso de Atienza

 

En estos días concluye un año que, más que nunca, ha sido movido en cuanto a polémicas y problemas nacidos de esos elementos silenciosos, enormes y queridos (a veces) que son los monumentos que conforman nuestro Patrimonio Histórico-Artístico. La razón última de esas polémicas, de esos apasionamientos, de esas preocupaciones generales, es el amor que tenemos a cuanto sea espejo de nuestro pasado, raíz cierta de nosotros mismos. De ahí que cualquier alteración que sobre ese polimorfo patrimonio se produzca, a la fuerza genera preocupación, protestas y rápidas medidas para defenderlo.

Datos para el recuerdo

Lució con toda su fuerza el tema de la iglesia de la Piedad, mal hallada por un arquitecto restaurador que se fue sin dejar las señas, y que en esta ciudad de Guadalajara no dejó sino rostros atónitos y espíritus contrariados. La restauración que a lo largo del año se hizo, por parte de la Delegación Provincial de Cultura de la Junta de Comunidades del famoso sepulcro de doña Brianda de Mendoza, fue la guinda con la que se saldó, de momento, este asunto.

Surgió, como venida del cielo, la puerta de Bejanque, desvestida de yesos y formas domésticas: un monumento ganado, por el tesón de nuestro Ayuntamiento, para el pueblo todo de la vieja Arriaca. Y una página más que añadir a las guías que tratan sobre Guadalajara. Con un acontecimiento de tal magnitud cada año, esto era Jauja en poco tiempo.

Por la provincia se abrieron grietas aquí y allá: mientras la iglesia de Hueva se desmoronaba desde el tejado, varios castillos se hundían o salía a la luz (porque las noticias de estos silenciosos personajes siempre llegan con retraso y con sordina) que años antes tal torre se había desmoronado -léase Embid- o tal otra se había restaurado -Zafra y Santiuste de Corduente, por no ir más lejos-.

Pastrana vivió una revolución auténtica a costa de este asunto del patrimonio. Exageradas las posturas hasta el esperpento, magnificado el asunto por una prensa, al final resultó todo tan simple como se esperaba: cada uno va en este país a donde quiere, pero hay elementos (lo dicen las leyes) que son inamovibles y forman parte, para siempre, del lugar donde se gestaron: el acuerdo de las partes hizo al fin que joyas, retablos, imágenes y casullas quedaran en Pastrana, donde los Eboli quisieron que nacieran y permanecieran.

En Guadalajara se iniciaba, al parecer con entusiasmo titánico, la restauración definitiva y total de la concatedral de Santa María. Que durará lo que dure, pero que se hará bien. En buenas manos está, al menos, el proyecto. Y lo de Lucena, coleando… porque a eso no se atreve nadie a meterle el diente. ¡Con lo fácil que es! Pero en fin: atentos a lo que se dirá de este variopinto y queridísimo patrimonio en los meses próximos, máxime teniendo en cuenta la proximidad de unas elecciones. Todo serán mimos y arrullos, seguro. Algunos de nuestros monumentos ya los han empezado a recibir, y se han alzado hasta con su vestido nuevo (ahí el muerto y renacido palacio de los Guzmán, en la calle del doctor Creus), que entronca lo más entrañable de nuestra historia con el dinamismo de la vida moderna. Y otros oirán su canción de cuna (ojalá no termine en canto de sirena) como si acabaran de nacer. Bejanque será ese ejemplo.

Atienza, el mejor ejemplo

Pero si hay un lugar donde el patrimonio venga recibiendo mejor trato, a pesar de su escasa población, y con el lógico aval del progresivo visiteo de turistas, ese es Atienza. La villa serrana con mejor perfil de cuantas pueblan nuestro territorio. La más alta insignia de medievalismo, de tradición, de evocadores rincones entre cuesta y cuesta. No es lugar este para dar de nuevo pábulo a la grandeza de Atienza. Un libro nuevo se publicó, como cada año, sobre la villa. Si el pasado fue la magnífica guía de Serrano Belinchón sobre la villa castillera, este ha sido el libro concienzudo y elegante de Gismero Velasco sobre la Caballada, un alarde de buen gusto por parte de la Colección Boira de Ibercaja que lo ha puesto en las manos de los interesados.

Una nueva restauración se completó, la de Santa María del Val, que a pesar de su lejanía de la villa, allá en medio de huertas, a las puertas mismas del erial, se alza limpia, recompuesta, con sus techumbres reintegradas, su retablo brillante y, sobre todo, los individuos tiernos y plásticos de su arquivolta externa, que desde hace ocho siglo vienen poniendo estupor en quien los mira, a fuerza de doblar las espaldas. La restauración que dirigió Pilar Hierro fue realmente cuidadosa.

Un nuevo museo se inició, también. Y se anuncia como el auténtico aldabonazo que puede (si se orienta bien la información y la propaganda) darle a Atienza la orientación definitiva como centro de peregrinaciones científicas y curiosas. En San Bartolomé (que se restauró hace un par de años, aunque ya tiene algunos pavimentos que tiemblan) está siendo colocado el nuevo Museo de Paleontología, con unos fondos que pueden calificarse, sin temor ninguno a equivocación, a pesar de ser lego en la materia, como los mejores de España. Superior a todo lo que pueda verse en los más encopetados museos nacionales. Un regalo de un coleccionista apasionado a la villa de Atienza, ha supuesto que allá puedan admirarse los ejemplares más espectaculares de fósiles que hay hoy en España y, posiblemente, en Europa entera. El tesón, la paciencia, y la sabiduría de su párroco, don Agustín González, harán que en poco tiempo este nuevo Museo Paleontológico sea una realidad, a la que las instancias públicas deberán de ayudar y hacer resonar como se merece.

Y una nueva idea se ha lanzado, esta vez por parte de su Ayuntamiento. El antiguo Hospital de Santa Ana, un edificio magnífico, muy bien conservado, del siglo XVIII, es donado con el alquiler simbólico de una peseta al año, a cualquier persona, empresa ó institución que se comprometa a restaurarlo y, sobre todo, a darle una utilidad pública: a darle vida, en suma, y por lo tanto a dársela a Atienza. Esta idea no merece sino un fuerte aplauso. Así se estimula el desarrollo. Y así se trata (la realidad luego es muy diferente) de dar vida a lo que la va perdiendo. El Hospital de Santa Ana es fundación y obra del siglo XVIII. En 1745, doña Ana Hernando, natural de Atienza, y cerera de Su Majestad, residente y muy introdu­cida en la Corte, con grandes riquezas, dejó dispuesto erigir un hospital para los enfermos pobres de su pueblo. Se construyó entre 1749 y 1753. Fue administrado por el Ayunta­miento y la parroquia, y en este siglo estuvieron a su cargo unas religiosas de la Divina Pastora, que lo convirtieron y utilizaron como escuela‑hogar, y finalmente fue abandonado. La propiedad sigue siendo, por tanto, del Ayuntamiento y la Parroquia, que sacan ahora esta convocatoria de uso público.

Se trata de un gran edificio de planta cuadrada. En su fachada, aparece portada tallada en piedra con sencillas mol­duras, y sobre el balcón central, bajo el alero, un gran meda­llón en que se ve a Santa Ana enseñando a leer a la Virgen María niña. El centro del edificio está ocupado por un pequeño y bello patio de columnas de piedra, muy severo de líneas. En la capilla que tiene, estuvo desde su fundación una magnífica talla del Cristo del Perdón, obra de Luis Salvador Carmona, quien la talló hacia 1753, y que ahora se ha llevado a la parroquia de San Juan, donde se venera en un altar de la cabecera de la nave de la Epístola. En cualquier caso, un hermoso edificio que merece la atención de quien tenga iniciativas (y dinero) para transformar aquello en una hostería, una residencia, un centro de encuentros, o un museo de algo grande y sugerente. Atienza, una vez más, no sólo medieval y aterida: una punta de lanza en el deseo de revitalizar nuestra tierra. Una buena idea para el año que comienza.

Castillos olvidados entre el cielo y la tierra

 

¿Alguien oyó hablar laguna vez del castillo de Inesque, del pueblo abandonado de Chilluentes, o de la  fortaleza del río Mesa juntó a Villel? Salvo los escasos entendidos que pasan y repasan la alfombra provincial andando y mirando, como ante un retablo en el que, excepto oro, marfil y diamantes, hay de todo, el común de los mortales no se ha planteado nunca, no ya ir á estos sitios, sino la existencia simple, de los mismos. Ellos se lo pierden. Porque las sorpresas que nuestra tierra depara a quien quiere mirarla entera, siempre con ojos nuevos, son inacabables. Por ejemplo, algunos castillos que, como los referidos, yacen olvidados de todos. Esta de hoy es una simple lista de algunos de ellos. Bastan las ganas para llegar a ellos, escalar las colinas sobre las que recuestan, llevar una máquina de fotos, y ya se tienen los elementos suficientes para recargar las pilas de toda una, semana.

Por Molina quedan castillos de docenas, a cientos

No hablaré hoy de las fortalezas de Molina, de Sigüenza, de Zafra ó Pelegrina, ya conocidas de todos. Daré algunas pinceladas de esas otras mínimas, derruidas al máximo, pero perfectamente localizables, altas en su pobreza y olvido, majestuosas en cuanto que encierran una larga historia de siglos a su espalda.

Por el Señorío de Molina existen varias. La condición de fronterizo que tuvo aquel enclave supuso la erección de muchas torres vigías, cuando no auténticos castillos en la marca con Aragón. Hoy quedan suculentos retazos del gran torreón de Balbacil, fabricado en fuerte mampostería, y con tres pisos de altura, que vigila la entrada de un vallejo hacia el foso del Mesa. Cerca, el pueblo de Codes es en si mismo un castillo, con la iglesia levantada en lo más alto, sobre los viejos muros de algún castro de origen ibero. También por el señorío podemos llegar a Tartanedo, y desde allí, por caminos de la sexma del Campo, llegar hasta el despoblado de Chilluentes, cerca de Concha, donde se alza además de la iglesia  románica ya expoliada, un resto soberbio de torreón, en el que también tres pisos se adivinan, con mampuesto y sillarejo de vieja condición.

Si bajarnos por fin al valle del Mesa, un afluente del Jiloca en el que las amuralladas paredes forman un estrecho pasadizo, nos sorprenderán los castillos de Mochales (casi totalmente derruido) y de Villel, de fiero aspecto sobre la roca que domina el pueblo. Un poco más abajo de este pueblo, camino ya de Algar, a la derecha se ven las roquedas enhiestas que un día sustentaron el castillo del Mesa, propiedad también de la familia Funes, y que los Reyes Católicos mandaron derruir para evitar que pudiera servir a los fines levantiscos de esta nobleza rayana y siempre beligerante. Sobre los enormes riscos que presiden las juntas de los río Gallo y Tajo, en el paraje que denominan «puente de San Pedro», se alza lo que llaman el castillo de Alpetea, en el que se sitúa la leyenda del moro Montesinos, y en el que, una vez que se sube trepando desde el camino que partiendo desde el susodicho puente lleva hasta Villar de Cobeta, se comprueba que nada más que rocas quedan, y recuerdos de trincheras de la última Guerra Civil.

En Término de Tierzo se encuentra el caserío de la Vega de Arias, que preside una amplia praderas y pastizales a orilla del río Bullones, en un paisaje casi idílico y siempre verde. Dice la tradición que por aquí atravesó el Cid en su camino de Burgos a Valencia. Lo cierto es que este enclave perteneció, desde la repoblación del Señorío molinés, a diversas casa de la nobleza del territorio, entre ellas a los mayorazgos de Salinas y luego a los de Castejón  de Andrade. Desde el siglo XVIII pertenece a los Aráuz de Robles. Destaca en Arias su edificio central, obra del siglo XIII, de planta rectangular con fachada en la que luce portón apuntado, adovelado, y con gastado escudo de piedra, varios ventanales estrechos y simétricos, y una serie de salones internos distribuidos en dos, pisos, a los que se accede desde un portal con pozo. Ante el edificio se abre un ancho «patio de armas» cerrado por alto murallón almenado al que se entra por apuntado arco de sillería que se protege por elegante matacán. Es un conjunto interesantísimo de arquitectura civil medieval, conocido de muy pocos, pero que llegó a ser calificado como Monumento histórico‑artístico.

Ocentejo en el río Tajo

Al castillo de Ocentejo, el cronista Layna Serrano le califica de «liliputiense» en su libro sobre los castillos de Guadalajara. Y no está mal buscado el apodo, porqué sólo es un esbozo de fortaleza, casi como para juguete queda, como una pequeña propaganda de guerra medieval devaluada. Durante la Edad Media debió ser ocupado de moros, y tras la reconquista de la zona, cuando toda la serranía conquense fue definitivamente recobrada por Alfonso VIII, este lugar quedó incluido en el Común de Villa y Tierra de Medinaceli, que por estos lugares llegaba hasta el Tajo. Posteriormente, en el siglo XIV, fue entregado este enclave a la familia conquense de los Carrillo de Albornoz en la cual permaneció largos siglos. Ocentejo tuvo, desde entonces, el título de Villa. Aquí estuvo refugiada, una temporada, durante la Guerra de la Independencia, la Junta Provincial de Guadalajara, y los franceses que castigaban duramente la zona, en la que actuaba el Empecinado, volaron el puente y éste aprendiz de castillejo. El monumento en cuestión asienta en una pequeña, aguda y altiva roca que preside el pueblo. Levantado quizás en antigüedad remota, fue fortificado por sus señores, los Carrillo de Albornoz, y construido de fuerte argamasa y sillarejo, no pasando nunca de simple torreón de vigilancia. De las escasas ruinas que hoy quedan se llevará el viajero sin duda., un grato recuerdo. Al menos, no perderá el día, contemplando otros fabulosos paisajes por el Alto Tajo circundante.

El Cuadrón de Auñón

No hace todavía ni tres meses, que en estas mismas páginas di noticia primera de un castillo perdido y hallado en pleno corazón de la Alcarria. La Torre del Cuadrón es como se llama según las crónicas históricas, y «torre de Santa Ana» el nombre que recibe de las gentes del término. Aunque a falta de media torre, por lo que queda, se adivina una construcción fortísima, todo un castillo construido en el siglo XIV con tres plantas, un escudo del reino de Castilla en su muro inferior, letreros ininteligibles por los dinteles, y una amplia cerca que limitaba el espacio del castillo que sería construido probablemente por la Orden de Calatrava para defenderse de los ataques al término del disidente «Carne de Cabra». En cualquier caso, otro pequeño y singular estímulo para el viaje añorante. Como el que puede hacerse hasta el término  de Angón, aunque yendo en coche hasta Pálmaces de Jadraque para, desde allí, y a costa de caminar media mañana en dirección oriental, llegar al valle recóndito donde, sobre empinado otero, se alzan las valientes ruinas, del castillo de Inesque, que perteneció en la Edad Media al Común de Atienza, y que sirvió de atalaya vigilante sobre un breve valle que abocaba al no Cañamares. Quedan restos de la torre y del estrecha cuerpo de la fortaleza.

Algo menos es lo que en Baides puede contemplarse, subiendo hasta la punta del cerro que domina por el sur a la villa, de su antiguo castillo. Era de planta cuadrangular, alargada, y solo sirvió como atalaya vigilante estrecho paso que el Henares hace por el pueblo, transitado clásicamente, lo mismo que, por carretera y ferrocarril.

¿Hay quien de más, en un sólo día de descubrimientos? Pues sí: prueben a pararse, cuando vayan por la Autovía de Aragón, en Trijueque, poco después de haber pasado ante la silueta elegante y señorial de Torija. Y prueben en Trijueque a seguir el perímetro de sus antiguas murallas. Porque se llevarán la sorpresa de encontrar, aquí y allí, restos impecables, apuntes de puertas, nobles torreones reutilizados o en ruinas, etc. Todo un castillo (en el que los Mendoza tuvieron custodiada, que no prisionera, a Juana la Beltraneja) para admirar con lupa.

Y no sigo, porque se acaba el espacio. Pero el camino está abierto y tú, caminante, debes prepararte para recorrerlo.

El entierro renacentista del gran Cardenal Mendoza

 

El mes pasado recordé en estas mismas páginas, a costa del relato de la enfermedad y muerte de don Pedro González, Gran Cardenal de España y señor magnífico de la casa de Mendoza en los finales del siglo XV, cómo el próximo año 1995 será el del Centenario de la muerte en nuestra ciudad de este personaje, señero en la historia de Guadalajara, y una de las figuras más apasionantes (todavía hoy apasiona la interpretación de sus dichos y de sus silencios) del devenir de la Castilla medieval y renacentista. El aniversario de su muerte se conmemorará exactamente el día 11 de enero. Era, según dicen los historiadores domingo, onze de henero, casi al amanecer… en esa hora que va de las 4 a las 6 en que a los cuerpos parece importarles menos el que su alma vuele, y les abandone. Este próximo año el 11 de enero será miércoles, y al amanecer estaremos todos durmiendo, o intentándolo, pero por la tarde lo lógico es que se monte algún acto en que mínimamente se recuerde a este hombre magnífico y renaciente. Ya veremos.

Un entierro fastuoso

Se conmocionó la nación entera al saber que el Cardenal era muerto. Se trataba del Canciller del Reino, del arzobispo de Toledo, del jefe de la casa de Mendoza. Después de los Reyes Isabel y Fernando, era el hombre más poderoso de España, y uno de los más ricos. En los salones de su gran palacio de Guadalajara todo fueron llantos, velos y lutos. Sus hermanos apenas podían, serenamente, considerar la desaparición de tan animado y culto compañero. Sus criados se resistían a tomar la conciencia de la pérdida de un señor tan sabio y generoso. La ciudad, poco a poco, fue enterándose. Y los mensajeros a uña de caballo lo fueron llevando, caminos de hielo por toda Castilla, hasta Toledo, Valladolid, Segovia, Sigüenza, Medina y tantos otros lugares donde don Pedro había tenido algún día de sol su imagen a contraluz de algún edificio mandado por él levantar, con los emblemas de su apellido tallados y dorados sobre las piedras, las claves y los retablos de tantas obras de arte por él pensadas, y pagadas con rumbo. El mecenas, el señor del boato, el hábil jugador de las influencias políticas que hicieron que los mayores reinos de la Península se unieran y prosperaran hacia una América que él sólo entrevió pero que tuvo mucho que ver en su primer capítulo con su clarividencia, había muerto.

Al día siguiente, la maquinaria del ritual se puso en marcha. Más de tres mil personas formaron en el cortejo de su entierro. El historiador Hernando Pecha nos lo cuenta siglo y medio después. Lo hace con documentos de primera mano, leídos en el archivo de los duques del Infantado, y lo expresa con breves y diáfanas frases que a continuación transcribo. Es la mejor, forma, la más directa, de trasladarse a la época, al momento que ahora, ya muy pronto, conmemoramos.

Dice así el padre Pecha: «A lunes siguiente, doçe de Henero, otro día como murió el Cardenal, partieron con su cuerpo para Toledo, el Cardenal, Arzobispo de Sevilla, Patriarcha de Alexandría, el duque de el Infantadgo, los condes de Tendilla y de Coruña, don Pedro Hurtado de Mendoza Adelantado de Cazorla, hermanos de el Cardenal el Marqués de Moya, y otros caballeros de esta jiudad y defuera de ella, toda la clereçía y Religiones = Los Reyes embiaron su capilla Real, que acompañáse el cuerpo; de la Corte se juntaron gran número de señores, y cavalleros y salieron al acompañamiento, y dizen las Relaciones que ay deso que passavan de tres mill personas, las que acompañaban el cuerpo difunto del Cardenal.

Llegaron a Toledo en quatro jornadas, viernes diez y seis de Henero, estava ya todo prevenido, por aver llegado la nueva doce de Henero a las siete de la mañana.

Aquel día se hizo la sede Vacante con harta pena y sentimiento de las Parrochias, con toda la clereçia de toda la çiudad, y con los Religiosos de todos los Monasterios de ella, y llegó hasta la hermita de Sanct Lázaro en el camino Real de Madrid, çerca de la qual estava un túmulo, muy sumptuoso, con más de sien hachas ardiendo, en que se puso el cuerpo; dixeronse luego los Responsos cantados como iba passando la proçession. Tomaron en sus hombros las dignidades el Ataud, mudándose a trechos, y traxeronle hasta su sepulchro, cosa que antes ni despues no se ha hecho con otro Prelado.

En la procesión seguardó este orden, delante de la cruz de la iglesia mayor, iban todos los Pendones de las cofradías, las cruzes de las Parrochias, las  Religiones, por sus antiguedades, cada una    con su cruz, Preste y Ministros, luego la clereçía y detrás de el Cabildo, el Preste, que era don Juan de Ortega, Obispo de ciudad Rodrigo, y después de Málaga, criado de el Cardenal;  detrás de el Preste se seguía el Ayuntamiento de Toledo en forma de çiudad, Regidores y  Jurados con Reyes de Armas, luego los senores y cavalleros. Delante de el cuerpo

difuncto, y detrás el Cardenal de Sevilla y el duque de el Infantadgo; en lo postrero la familia de nuestro Cardenal todos con luto de jerga, y hachas encendidas en   las manos, el cuerpo venía descubierto, vestido de Pontifical, como Arzobispo, y entraron por la puerta de el Perdón =

En la iglesia avía dos Túmulos, uno Pequeño, y otro de ‑extraordinaria grandeza y altura, el menor, çerca de el Altar mayor, al lado del evangelio, donde era la sepultura, y se puso el cuerpo; el mayor entre los dos choros, que tenía en lo más alto çínco gradas, y en la superior un bulto de Pontifical, que representava la persona de el Cardenal y delante una hacha de más de treinta libras de peso. Las del túmulo de lo alto y bajo passaron de quatrozientas, dixose un nocturno de tres liliones, y metiose el cuerpo en su sepulchro =

El sábado siguiente, diez y siete de Henero, se dixo la missa Mayor de el entierro y vinieron todas las órdenes a hazer los offilios en las capillas que les avía señalado el Cabildo = Domingo diez y ocho se dixo la Missa mayor de el difunto y predicó de él, don Juan de la lerda quitana Palla, Canónigo de la Magistral. Este día por la tarde se començaron las horas, encendieronse en el túmulo grande más de ochozientas hachas, y en el capitel más de dozientas belas de a libra, en lo más alto del túmulo estaba la figura y retrato de el Cardenal con su lirio grande de treinta libras, y en los quatro angulos de aquel suelo, quatro Obispos de Pontifical, y a la parte de afuera, çerca de cada una hacha de jera de treinta libras cada una; cantóse la vigilia de nueve liçiones, y acabada se cantaron çinco responsos, y tras cada Responso dezia una oraçión un canónigo con capa negra. Lunes siguiente, diez y nueve de Henero, se dixo Prima Tertia y Sexta, y luego Missa de el día, y luego la Nona = La Missa mayor offiViaron los Cantores de la capilla Real, y los de el Choro de la Sancta Iglesia: en esta manera la Capilla Real los Kiries los de el Choro el responso, y así comenzándolos unos respondían los otros =

Vinieron de Valladolid a hallarse a las honrras seis collegiales de sancta Cruz con sus Mantos y becas y assistieron a ellas.

La ofrenda de el día de estas honrras fue dozientos costales de trigo, çien carneros y çien cueros de bino, y settezientos Reales en dos copas de oro y Plata, Esto fuera de las mismas tazas o copas, fuera de el Paño con que venía cubierto el Cuerpo, la cama con su Ropa y colgadura, las Azémilas en que se traxo, la ofrenda y la cera que sobró y la madera de los Túmulos, que montó una gran suma de dinero, todo se quedó en la iglesia =»

Tanto gentío, tanto sentimiento, y tanta grandeza en el fasto cuadran perfectamente con la huella que hombre tamaño dejó entre los suyos, y aún hoy, quinientos años después, sigue despertando en nosotros la curiosidad, y aún la admiración, por aquel individuo: un alcarreño de pura cepa a quien Guadalajara debe, por lo menos, un recuerdo sereno.

La puerta de Bejanque otra vez en alto

 

Como un milagro nos llega, desde no se sabe dónde, un nuevo monumento a Guadalajara. La puerta de Bejanque hace un mes largo que está de nuevo con nosotros. ¿Dónde fue? ¿A dónde viajó este tiempo? Preguntas son estas que saldrán desveladas en las siguientes líneas. En la primera de todas hay que dejar constancia de este hecho, que considero fundamental y muy explicativo de lo que una acertada política de protección al patrimonio artístico de nuestra ciudad está consiguiendo desde el actual Ayuntamiento, en el que una persona con capacidad y sensibilidad hacia estos temas, José María Bris Gallego, ejerce con todos de alcalde y de amigo, y finalmente deja su sello en estos puntuales hechos que renuevan, reconstruyen y vigorizan el entramado urbano de Guadalajara.

La muralla de Guadalajara

La ciudad de Guadalajara estuvo amurallada desde la época de los árabes, allá por el siglo IX, y mejoró sus defensas en diversas ocasiones, especialmente después de la Reconquista, y bajo el reinado de Alfonso X el Sabio. Una muralla calificaba a una ciudad como poderosa, como sede de instituciones fuertes, de adinerados burgueses, de ejército potente, permitiendo la estancia, de vez en cuando, de reyes, príncipes e infantes, con lo que ello conllevaba de posibilidades de obtener reales privilegios. Tal ocurrió con Guadalajara, que fue siempre muy querida, protegida incluso, de los monarcas castellanos, que aquí celebraron Cortes (las famosas de 1390 bajo Juan II), inventaron órdenes de caballería (la de los Caballeros de la Banda) ó decidieron usarla como lugar de bodas, tal que ocurrió con Felipe II e Isabel de Valois.

El trazado de la muralla antigua medieval es conocido hoy en día gracias a estudios de antiguos cronistas, y al simple paseo que cualquier lector puede realizar, mañana mismo, en su torno. Partiendo del antiguo alcázar (el Cuartel de Globos, para entendernos) la muralla formaba junto a él una primera puerta de acceso a la ciudad, abierta sobre el camino que ascendía desde el río: era la puerta que se llamó de Bradamarte, y luego de Madrid, por llegar hasta ella el camino que venía desde la capital de España. Seguía la muralla en dirección sureste, haciendo de remate al barranco de San Antonio. Trescientos metros más arriba se abría la puerta‑postigo que llamaron del Cristo de la Feria, y luego de Alvar Fáñez, pues es tradición de la ciudad que por allí, en la noche de San Juan de 1085, penetró el capitán castellano con sus tropas para la reconquista de Guadalajara. El barranco hacía aquí un vado que permitía la entrada por dicha puerta hacia la ciudad. Hoy solamente queda de ella la parte popularmente conocida como «torreón» de Alvar Fáñez, uno de los escasísimos restos de la muralla guadalajareña.

Seguía la cerca el borde derecho del barranco, rodeando el ábside de la antigua parroquia de Santo Tomé, que asentaba donde hoy el santuario de la Virgen de la Antigua, y continuaba el muro alejándose del barranco de San Antonio, pero siguiendo el llamado arroyo de Cantarranas, por las actuales calles del Matadero y travesía de Santo Domingo, hasta alcanzar un espacio amplio, abierto, donde tradicionalmente se celebraba el mercado ciudadano. Allí se abría la puerta del Mercado, que daba entrada a los caminos que venían desde la Alcarria. Ese espacio mercadero es hoy en día la plaza de Santo Domingo.

La muralla seguía luego, todavía en dirección norte, hasta alcanzar el otro barranco, el del Alamín. Iba por lo que es hoy la calle de la Mina, que adoptó este nombre en recuerdo de algún posible subterráneo bajo la construcción defensiva, y dejaba en su frente, abierta a levante y sur, una vaguada y ancho camino que llamaron desde muy antiguo la carrera de San Francisco, lugar donde habitualmente se celebraban fiestas, recibimientos a reyes y alardes de la caballería.

Al final de ese largo trazado, de unos 500 metros, se levantaba la puerta de Bejanque, hoy recuperada de su abandono, y que servía de entrada para el camino que llegaba desde Zaragoza. La muralla daba un quiebro en ese lugar, y alcanzaba poco adelante el barranco del Alamín, surgiendo un fuerte torreón esquinero con flancos, justamente en el punto en que doblaba y emprendía la dirección noroeste, siguiendo el borde izquierdo del barranco, que en esa zona es muy pronunciado, con escarpadura difícil, lo que permitía que la cerca no fuera excesivamente fuerte en ese nivel. Unos 500 metros más abajo, surgía el puente que llaman de las Infantas, que cruzaba sobre el barranco, y permitía el paso de los caminos de Aragón por una puerta que se protegía de un torreón, también hoy conservado y conocido como torreón del Alamín. Seguía luego la muralla aún sobre la escarpadura del progresivamente más hondo barranco, hasta enlazar con los muros del alcázar, completándose así el trayecto de la cerca medieval guadalajareña.

La puerta y torreón de Bejanque

Vemos, pues, que la puerta de Bejanque era una de las cinco más importantes que servían de acceso a la ciudad de Guadalajara desde los caminos diversos que a ella llegaban. Su estructura era muy peculiar, pues se aconpañaba de un fortísimo torreón, del que ya nada queda, y en el interior de la muralla se abría aún otro portón que hacía un ángulo de noventa grados, con lo que los caminantes debían moderar su paso, hacer maniobra los carros, y se comportaba como imposible de atravesar en algarada violenta ó sorpresivo ataque. Rodeada de casas, en los últimos años del siglo pasado vino al suelo derribada por la picota, pero no la municipal, que nada tuvo que ver en ésto, sino por un particular cuyo empeño en dar en el suelo con tan venerable monumento pudo más que los esfuerzos hechos por la Corporación guadalajareña para evitarlo.

Precisamente en un reciente estudio de Miguel Angel López Trujillo presentado en el IV Encuentro de Historiadores del Valle del Henares se hace un completísimo estudio de lo que pasó entonces (era el año 1884) con la puerta y torreón de Bejanque, para cuya salvación se movió muy eficientemente la Comisión Provincial de Monumentos, pero que no pudo hacer nada contra ciertos intereses que se pusieron en contra. Adquirido el monumento por 3.000 pesetas, tras ser subastado a tenor de las leyes desamortizadoras de bienes municipales, por un particular (Víctor Peinado), este solicitó permiso para derribar el edificio, con objeto de aprovechar las piedras bien talladas del mismo, que tan difíciles eran de encontrar para la construcción en Guadalajara. La Comisión Provincial de Monumentos, presidida por el profesor don José Julio de la Fuente, se movió y solicitó de la Real Academia de Bellas Artes que frenara el intento. Esta docta Corporación solicitó que se hiciera una fotografía para juzgar el interés del monumento. Y cuando un mes después (marzo de 1884) le llegó el documento gráfico y la descripción detallada del mismo que había hecho el señor de la Fuente, juzgó que no tenía interés y que podía ser derribada sin problemas. El Ayuntamiento, entonces presidido por don Ezequiel de la Vega, puso muy mala cara, hizo un escrito de protesta, pero tampoco pudo opnerse a lo que por ley podía hacer el propietario. Y este lo tiró en un plis-plas y se llevó la piedra para levantar sabe Dios qué edificios…

Lo que no constaba en esta historia, era el afortunado hecho de que, si tirado el torreón de planta pentagonal y silueta guerrera, se salvó la puerta, que se usó para construir una casa encintándola. Y eso es lo que hoy, y gracias a nuestro Ayuntamiento que ha dado con ello buena prueba de su ilustración y sensibilidad, hemos recuperado: la puerta de Bejanque, todo un símbolo para considerar la historia recia y viejísima de nuestra Guadalajara.

Doña Brianda volvió a su sitio

 

O «crónica de una restauración anunciada», podría subtitularse este artículo. Y aún «nobleza obliga» por cuanto en estas paginas, en esta, sección misma, tanto se lamentó por su destrucción y pérdida. Después de tres años en que los restos de doña Brianda de Mendoza habían permanecido, ‑en su arcón de hojalata ­paseándose por las aulas y los armarios del Instituto «Liceo Caracense», y el bellísimo sepulcro que le tallara Alonso de Covarrubias en 1534 troceado en cincuenta pedazos (más o menos) y almacenado como mejor se pudo en un sótano del mismo centro, todo ha renacido y vuelto a la normalidad. Bueno, todo no. Porque en el lugar donde esta señora, que tantas páginas llenó de la historia guadalajareña, quiso descansar porque fundó con su ánimo y sus dineros, quedan aún muchas reformas por hacer (y muchos desafueros por «desfacer»), pero el tono de la serenidad parece haberse retomado, y el ánimo unánime de la ciudadanía y de sus gerentes está ‑se intuye- en el buen camino.

La restauración del sepulcro

Días pasados se abría a la prensa y al público la capilla­-iglesia de la Piedad, que sigue siéndolo a pesar de su intentado destino para «salón polivalente» y que, al menos por el momento, sigue siendo tan «nulivalente» como desde el día que se inauguró con las malhadadas reformas de la escalera pegada a los muros del crucero y la puerta «estilo Expo’94» con que se lastimó la integridad de los viejos muros.

Al acto, celebrado el pasado día 7 de octubre, y presidido por el Delegado Provincial de la Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Comunidades, don Laureano Martínez Pinilla, a quien bien podemos calificar de «alma mater» y aun «pater» de este feliz intento restaurador, asistimos unos cuantos amigos de tan vetusta señora. Recompuestas las múltiples piezas y fragmentos del sepulcro, en su interior se depositó el contenedor metálico con los pocos huesos (y estos troceados) que restan de la dama, así como un cañuto o cilindro de metal en el que se dejó constancia por escrito de quienes habían hecho posible esta restauración, el proyecto pormenorizado de la misma, y el nombre de los autores de semejante obra de caridad, porque más que un encargo profesional, esta reconstrucción del infinito puzzle ha sido un esfuerzo de ánima y un dechado de bondades. Sus artífices han sido dos profesores de la Escuela de Restauración Artística de Madrid, llamados don Guillermo Fernández García y don Luís Priego Priego, a los que a pesar de su juventud pongo el don delante porque no sólo tienen el bachillerato concluido, sino que han dejado con su actividad sus nombres sustentando a una de las páginas más diáfanas de la historia reciente de nuestra ciudad.

La tarea de estos dos profesionales ha sido meticulosa y perfecta. Bien limpios los fragmentos, identificados y ordenados, se han unido y limado de tal manera las juntas que formaban, que hoy parece de nuevo pieza única y recién hecha esta gloriosa urna de alabastro. Los emblemas heráldicos de doña Brianda, en los que las armas de Mendoza y Luna campean sumidas en campos de oronda galanura italiana, sustentados por paneles a los que rodean perfectas coronas cívicas de laureles y lazos, y sostienen asexuados «puttis» o amorcillos que corporeizan a la presunta raza de los moradores de la infinitud, alternan con adosados pilares en los que la parafernalia del grutesco plateresco dota al conjunto de una sensación de riqueza y serenidad suprahumana. Algunos elementos que faltan se han destacado dejando sus huecos (mínimos, en todo caso) y otros que ya no existían se han sustituido por lisos paramentos que hacen de testigos de tanta desgracia anterior.

La tapa del sepulcro, una complicada y pesada piedra de jaspe rojizo que debió ponerse años después de la muerte de la dama, al no llegar nunca a realizarse la  estatua yacente que posiblemente le pidiera a Covarrubias para coronarlo, se ha dejado tal cual, bien limpia, y el efecto es nuevamente magnífico.

La situación elegida creo que es, en lo que cabe, la mejor: sobre el pavimento del crucero del templo, encima de la breve escalinata que a él sube desde la nave. En ella no podía ponerse, pues como ya he dicho está pensada para «polivalentes» usos. Y debajo de la escalera – aunque llegará un día, seguro que no muy lejano, en que se desmontará ‑ tampoco debía situarse, pues le daría un cierto aire de arrinconamiento. Donde se ha puesto luce, sus cuatro costados (falta un fragmento solamente, el que permanece desde 1937 en el Instituto de Artes de Detroit, Michigan, U. S. A.) exentos, bien iluminado, y en el lugar donde la señora doña Brianda quiso permanecer por los siglos. ¡Quién la había de decir que su sueño fuera, aún en la muerte, tan turbador! Así la eternidad, ya es un consuelo, pasa más deprisa…

Doña Brianda de Mendoza y Luna

Quién fue doña Brianda es lo que muchos de nuestros conciudadanos se preguntan siempre que sale este tema a relucir. Alcurnias pasadas que no, mueven molinos, pero sí (¡quién se lo iba a imaginar en. aquellos tiempos!) mueven los votos cuando se ponen estos a rodar. Fue doña Brianda de Mendoza y Luna hija del segundo duque del Infantado, nacida allá por 1470‑73. Quedó siempre soltera, y en 1510 heredó de su tío el militar y humanista Antonio de Mendoza el gran palacio que este había mandado construir poco antes frente al convento de Santa Clara. En 1524 consiguió del Papa Clemente VII un Breve para crear en aquel edificio una Casa de beatas de la Orden Tercera de San Francisco y un Colegio de Doncellas. Y desde entonces puso manos a la obra. En 1526 suscribió el contrato con Alonso de Covarrubias para que este diseñara y levantara una iglesia aneja al palacio, y en 1530 quedó acabada dicha iglesia.

Para su enterramiento doña Brianda dispuso en su testamento que fuera el mismo Alonso de Covarrubias quien lo diseñara y tallara, colocándose, como nos dice Layna Serrano «en el centro de ese crucero, ante las gradas de acceso al altar mayor … ». Murió la buena señora en 1534, quedando muestras de cuánto lo lamentaron sus compañeras de beaterio, y aún la ciudad toda, y poniéndose sus restos en el interior de este sepulcro que ahora, de nuevo, ha sentido en su blanca y bella superficie las miradas admirativas de gentes arriacenses a las que preocupa el destino de sus símbolos, las goteras de su idiosincrasia, y el murmullo denso de su historia.