Doña Brianda volvió a su sitio
O «crónica de una restauración anunciada», podría subtitularse este artículo. Y aún «nobleza obliga» por cuanto en estas paginas, en esta, sección misma, tanto se lamentó por su destrucción y pérdida. Después de tres años en que los restos de doña Brianda de Mendoza habían permanecido, ‑en su arcón de hojalata paseándose por las aulas y los armarios del Instituto «Liceo Caracense», y el bellísimo sepulcro que le tallara Alonso de Covarrubias en 1534 troceado en cincuenta pedazos (más o menos) y almacenado como mejor se pudo en un sótano del mismo centro, todo ha renacido y vuelto a la normalidad. Bueno, todo no. Porque en el lugar donde esta señora, que tantas páginas llenó de la historia guadalajareña, quiso descansar porque fundó con su ánimo y sus dineros, quedan aún muchas reformas por hacer (y muchos desafueros por «desfacer»), pero el tono de la serenidad parece haberse retomado, y el ánimo unánime de la ciudadanía y de sus gerentes está ‑se intuye- en el buen camino.
La restauración del sepulcro
Días pasados se abría a la prensa y al público la capilla-iglesia de la Piedad, que sigue siéndolo a pesar de su intentado destino para «salón polivalente» y que, al menos por el momento, sigue siendo tan «nulivalente» como desde el día que se inauguró con las malhadadas reformas de la escalera pegada a los muros del crucero y la puerta «estilo Expo’94» con que se lastimó la integridad de los viejos muros.
Al acto, celebrado el pasado día 7 de octubre, y presidido por el Delegado Provincial de la Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Comunidades, don Laureano Martínez Pinilla, a quien bien podemos calificar de «alma mater» y aun «pater» de este feliz intento restaurador, asistimos unos cuantos amigos de tan vetusta señora. Recompuestas las múltiples piezas y fragmentos del sepulcro, en su interior se depositó el contenedor metálico con los pocos huesos (y estos troceados) que restan de la dama, así como un cañuto o cilindro de metal en el que se dejó constancia por escrito de quienes habían hecho posible esta restauración, el proyecto pormenorizado de la misma, y el nombre de los autores de semejante obra de caridad, porque más que un encargo profesional, esta reconstrucción del infinito puzzle ha sido un esfuerzo de ánima y un dechado de bondades. Sus artífices han sido dos profesores de la Escuela de Restauración Artística de Madrid, llamados don Guillermo Fernández García y don Luís Priego Priego, a los que a pesar de su juventud pongo el don delante porque no sólo tienen el bachillerato concluido, sino que han dejado con su actividad sus nombres sustentando a una de las páginas más diáfanas de la historia reciente de nuestra ciudad.
La tarea de estos dos profesionales ha sido meticulosa y perfecta. Bien limpios los fragmentos, identificados y ordenados, se han unido y limado de tal manera las juntas que formaban, que hoy parece de nuevo pieza única y recién hecha esta gloriosa urna de alabastro. Los emblemas heráldicos de doña Brianda, en los que las armas de Mendoza y Luna campean sumidas en campos de oronda galanura italiana, sustentados por paneles a los que rodean perfectas coronas cívicas de laureles y lazos, y sostienen asexuados «puttis» o amorcillos que corporeizan a la presunta raza de los moradores de la infinitud, alternan con adosados pilares en los que la parafernalia del grutesco plateresco dota al conjunto de una sensación de riqueza y serenidad suprahumana. Algunos elementos que faltan se han destacado dejando sus huecos (mínimos, en todo caso) y otros que ya no existían se han sustituido por lisos paramentos que hacen de testigos de tanta desgracia anterior.
La tapa del sepulcro, una complicada y pesada piedra de jaspe rojizo que debió ponerse años después de la muerte de la dama, al no llegar nunca a realizarse la estatua yacente que posiblemente le pidiera a Covarrubias para coronarlo, se ha dejado tal cual, bien limpia, y el efecto es nuevamente magnífico.
La situación elegida creo que es, en lo que cabe, la mejor: sobre el pavimento del crucero del templo, encima de la breve escalinata que a él sube desde la nave. En ella no podía ponerse, pues como ya he dicho está pensada para «polivalentes» usos. Y debajo de la escalera – aunque llegará un día, seguro que no muy lejano, en que se desmontará ‑ tampoco debía situarse, pues le daría un cierto aire de arrinconamiento. Donde se ha puesto luce, sus cuatro costados (falta un fragmento solamente, el que permanece desde 1937 en el Instituto de Artes de Detroit, Michigan, U. S. A.) exentos, bien iluminado, y en el lugar donde la señora doña Brianda quiso permanecer por los siglos. ¡Quién la había de decir que su sueño fuera, aún en la muerte, tan turbador! Así la eternidad, ya es un consuelo, pasa más deprisa…
Doña Brianda de Mendoza y Luna
Quién fue doña Brianda es lo que muchos de nuestros conciudadanos se preguntan siempre que sale este tema a relucir. Alcurnias pasadas que no, mueven molinos, pero sí (¡quién se lo iba a imaginar en. aquellos tiempos!) mueven los votos cuando se ponen estos a rodar. Fue doña Brianda de Mendoza y Luna hija del segundo duque del Infantado, nacida allá por 1470‑73. Quedó siempre soltera, y en 1510 heredó de su tío el militar y humanista Antonio de Mendoza el gran palacio que este había mandado construir poco antes frente al convento de Santa Clara. En 1524 consiguió del Papa Clemente VII un Breve para crear en aquel edificio una Casa de beatas de la Orden Tercera de San Francisco y un Colegio de Doncellas. Y desde entonces puso manos a la obra. En 1526 suscribió el contrato con Alonso de Covarrubias para que este diseñara y levantara una iglesia aneja al palacio, y en 1530 quedó acabada dicha iglesia.
Para su enterramiento doña Brianda dispuso en su testamento que fuera el mismo Alonso de Covarrubias quien lo diseñara y tallara, colocándose, como nos dice Layna Serrano «en el centro de ese crucero, ante las gradas de acceso al altar mayor … ». Murió la buena señora en 1534, quedando muestras de cuánto lo lamentaron sus compañeras de beaterio, y aún la ciudad toda, y poniéndose sus restos en el interior de este sepulcro que ahora, de nuevo, ha sentido en su blanca y bella superficie las miradas admirativas de gentes arriacenses a las que preocupa el destino de sus símbolos, las goteras de su idiosincrasia, y el murmullo denso de su historia.