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enero, 1994:

Don Pedro González de Mendoza, obispo de Salamanca

Una de las figuras históricas que el año pasado salieron a la palestra del recuerdo entre nosotros, fue la de don Pedro González de Mendoza, el que fuera obispo de Salamanca mediado el siglo XVI, hijo de nuestra tierra, y uno de los personajes que más hicieron por ella, pues nos legó nada menos que todo un gran edificio (Colegio de Doncellas e iglesia de los Remedios) que ahora ha sido restaurado, al menos esta última, pues el colegio desapareció derribado por la picota hace ya muchos años. Perteneciente a los Mendoza guadalajareños, González de Mendoza dejó su recuerdo de gran prócer renacentista prendido en los blasones y las galanuras de su templo, hecho a imitación de la Italia norteña, y hoy magníficamente restaurado y puesto en uso para la cultura alcarreña.

La biografía del Obispo

Pertenece don Pedro González a la rama principal de los Mendoza alcarreños, a los duques del Infantado. Había nacido este individuo, y ahora veremos por qué, en el monasterio jerónimo de Lupiana, en 1520. Era hijo (el segundo) de don Iñigo López de Mendoza, cuarto duque del Infantado, y de doña Isabel de Aragón. En la juventud de estos, cuando la Guerra de las Comunidades en Castilla, se declaró guerra también en el seno de la propia familia ducal, y mientras el titular de la casa defendía al Emperador Carlos, su hijo el Conde de Saldaña y heredero del título se manifestó claramente partidario de las ideas comuneras y en franca contestación ante el Emperador y ante su padre. Este lo desterró a sus tierras de Alcocer, en la Hoya del Infantado a orillas del río Guadiela, y en el camino su joven esposa se sintió tan a punto que hubo de recalar en el monasterio jerónimo de San Bartolomé de Lupiana para allí dar a luz a su hijo, al que pusieron de nombre Pedro. De ahí que este, ya en su adultez, profesase tal devoción y cariño por la Orden de San Jerónimo. Pasado el turbión, el joven estudió latín en Guadalajara, y enseguida acudió a la Universidad cisneriana de Alcalá de Henares, donde se graduó de bachiller en abril de 1543 y luego se licenció en Cánones en el mismo lugar. Después marchó, con dos de sus hermanos, a la Universidad de Salamanca, a seguir los estudios de Leyes. Y allí ganó enseguida tal fama de aplicado, docto y listo que pronto anduvo en boca de quienes conocían a lo mejor de la intelectualidad castellana.

Por entonces ya era rico, pues gozaba de las rentas de los cargos de arcediano de Guadalajara, de Hita, de Brihuega y de Talavera, además de las abadías de Santillana y de Santander. Eran prebendas generalmente concedidas por el arzobispo toledano a los miembros de la familia ducal que se dedicaban desde chicos a la carrera eclesiástica. Por supuesto que no acudía a dichos lugares, y los dineros producidos eran administrados por su padre.

Terminados sus estudios hizo vida de Corte: acompañó a Felipe II, en calidad de sacerdote, en su viaje de 1554 a Inglaterra para casarse con la reina María Tudor. Y poco después, en 1559, acudió junto a su hermano Fernando en el séquito de su padre el duque hasta Roncesvalles donde los Infantado cuidaron de proteger a Isabel de Valois cuando esta fue enviada a España a casarse (lo hizo en Guadalajara el 30 de enero de 1560) con Felipe II.

Quizás como premio a estos desvelos cortesanos, el rey propuso y eligió a Pedro como obispo de Salamanca, en abril de 1560. Tenía para ello que dejar el arcedianato de Talavera, y las abadías, pero a cambio el obispado le suponía un «sueldo» anual de 4.000 ducados, impresionante cifra para la época.

Tras la aprobación por el Papa, el 6 de agosto de ese año tomó posesión de la diócesis. Su consagración solemne tuvo lugar en la iglesia de San Miguel, de Guadalajara, ante la presencia de los obispos de Cuenca y Sigüenza.

El cronista Layna Serrano, en los diversos textos en que toca a este personaje, cataloga a don Pedro González como hombre de una vasta cultura, de un gran talento, de una gran claridad de juicio y agilidad mental, de una extraordinaria capacidad oratoria que le permitía expresarse siempre con frases brillantes, manifestándose en cualquier ocasión que se le ofrecía como un contundente y temido polemista.

Cargos y escritos

Debido a estas características, bien conocidas de todos, Felipe II le designó en 1561 para asistir en calidad de teólogo español al Concilio de Trento, y en las largas sesiones de sus varios años de celebración, brilló con luz propia, dejándonos a raíz de aquellos densos días y polémicas reuniones un manuscrito cuajado de su sabiduría teológica y legislativa, que él tituló Lo sucedido en el Concilio de Trento, y que durante siglos permaneció inédito, hasta que en nuestro siglo ha salido a la luz de las imprentas.

Vuelto de Trento en 1566, empapado de cultura italiana y clásica, cargado de dinero y de deseos de establecer una gran fundación que hiciese perdurar su memoria, fuése entonces a Salamanca. En el verano de aquél año se puso muy enfermo su padre, y vino a Guadalajara, hasta septiembre en que falleció el duque. Su madre, Isabel de Aragón, había muerto poco antes, en 1563. A la hora de las herencias, don Pedro recibió una escasa cantidad (15.000 maravedíes), lo mismo que sus hermanos. Pero creyó que se le hacía injusticia, y entonces presentó un pleito contra sus hermanos Enrique de Aragón y Alvaro de Mendoza, a quienes reclamaba la cantidad total de 60.000 ducados. Aquello supuso un largo proceso de pleitos, llegando a reconocérsele y cobrando una buena cantidad de lo demandado, aunque no todo.

González de Mendoza murió relativamente joven, en 1574. Después de un largo proceso febril, muy agotado, falleció en su sede de Salamanca, de una septicemia quizás, o de un cáncer de origen digestivo. Se le enterró primeramente en la ciudad del Tormes. Después se le trajo a Guadalajara y se le depositó en el panteón de los Mendoza del convento de San Francisco, pasando sus restos a ser puestos en el crucero de la iglesia de los Remedios que él mandara construir como eje de su piadosa y noble fundación.

La herencia que nos ha dejado

Apenas pudo contemplar don Pedro sino los cimientos de la magna obra que él fundó. De la iglesia, los muros ya altos, y poco más. Del Colegio, nada. Pero su semilla quedó sembrada, y la realidad de su sueño se hizo consistente, alzándose el templo cómo él había querido: diáfano y limpio, con su gran venera en el remate aéreo del presbiterio, tal como había visto en Trento cuando allí había andado declamando su sabiduría. El Colegio, muchos años adelante, también se completó, aunque sus buenos deseos hacia la Orden de San Jerónimo se concretaron también en el cambio de utilidad de la fundación, haciéndose monasterio de monjas jerónimas.

La restauración que en el pasado año completaron la Diputación Provincial y la Universidad de Alcalá del templo de los Remedios, dándole el destino de Paraninfo Universitario, y a partir de ahora utilizándose como espacio común de destinos culturales, han rescatado la memoria de este hombre, que hoy ha ocupado nuestra evocación semanal. En el próximo número daremos reseña de la iglesia magnífica que legó a la ciudad.

La capilla de Luís de Lucena

 

Soy el primero en lamentar tener que sacar este tema nuevamente a la pública luz de la prensa alcarreña. Pero no me queda otro remedio que hacerlo, aunque sólo sea (aunque lo es por más cosas) por dejar tranquila a mi propia conciencia. Porque en estos tiempos en que a tantos se les enternecen las telas del alma, y de sus buenos y acrisolados sentimientos les brotan las ansias de limpiar los altos y los bajos fondos de la «res pública», si realmente hay algo que huele mal en Guadalajara, es la capilla de Luis de Lucena. Pero mal físicamente: o sea, que da asco pasar junto a élla.

La capilla de Luis de Lucena es, sin que lo ponga en duda nadie, uno de los más importantes edificios históricos y artísticos de la ciudad de Guadalajara. Uno de esos monumentos que podrían, por sí solos, marcar el signo de una comunidad y darle silueta, darle figura, darle sonoridad y brillo. No es exagerado este inicial piropo si tenemos en cuenta lo que hace unos años el ministerio de Obras Públicas decidió hacer para orientación de los automovilistas que se dirigen a nuestra ciudad: en las diversas carreteras, incluidas la autovía, que a ella acceden, puso enormes carteles anunciando los dos mejores monumentos de Guadalajara: el palacio del Infantado, y la capilla de Luis de Lucena.

Este edificio, a mitad de la cuesta de San Miguel, ofrece por fuera una singular imagen de fortificación enladrillada, una curiosísima y nunca vista estructura de templo semejando fortaleza, con arcos cegados, torreones esquineros culminados en almenadas cupulillas, y un sin fin de alardes ornamentales hechos con el ladrillo. El interior, aún más portentoso, ofrece sus bóvedas totalmente cubiertas de pinturas renacentistas en las que la imaginación de su constructor y el arte del pintor florentino Cincinato pusieron una complicada teoría teológica en la que se juntan las Sibilas con las Virtudes y las aventuras de Moisés con las genialidades de Salomón. Cualquier ciudad europea que tuviera un elemento arquitectónico y artístico de este calibre, no sólo lo pregonaría, como hacemos nosotros, por guías turísticas y por anuncios en las carreteras: lo tendría cuidado, limpio, y abierto a la contemplación de las gentes.

Tener, como tenemos nosotros, la capilla de Luis de Lucena en estado de total abandono, sin luz, sin nadie que la limpie, sin posibilidad de que nadie la pueda admirar en su interior, sin otorgarla un fin digno y civilizado, es una verdadera ignominia. Que salpica no solamente a las autoridades de las que administrativamente depende (el Ministerio de Cultura), sino a aquellas otras que podrían, con su iniciativa, hacer algo positivo por salvarla (leáse, de un lado, a la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, o de otro al Ayuntamiento de la capital), y además a todos cuantos hacen, o hacemos, algo que queremos sea positivo por la cultura de nuestra tierra y de nuestras gentes. Incluso a estas salpica. Todos somos igualmente culpables en este tema. Unos por no hacer nada en su favor, otros por encogerse de hombros, otros por ni siquiera protestar.

¿Merece la pena que vuelva aquí a recordar la figura de don Luis de Lucena? ¿De aquel humanista que nació en Guadalajara en 1492, y que se dedicó como médico a cuidar la salud de los Papas, como arqueólogo a estudiar las antigüedades romanas, y como pensador a dirigir academias de intelectuales en Roma? ¿Sería oportuno aquí evocar la fundación que hizo en nuestra ciudad de la primera «biblioteca pública» para uso y disfrute de los lectores arriacenses? Creo que no. Porque es algo sobradamente conocido, y porque viene escrito, y con pormenor, en muchos otros lugares y libros que están al alcance de cualquiera. Estas líneas de hoy lo único que tratan es de volver a dar el aldabonazo a la conciencia pública sobre algo que nos atañe a todos, de lo que no tiene la culpa este o aquel organismo, mengano o perengano en su poltrona: no. Es un problema que depende de todos, y llego a sospechar que de quien menos depende es de mí, porque en los últimos años he denunciado públicamente esta cuestión, incluso publicando el año pasado un libro monográfico sobre este edificio, y con múltiples artículos en la prensa local, conferencias, visitas a historiadores, etc., y el silencio sobre lo peticionado ha sido absoluto. Es más: me he dirigido personalmente al alcalde de la ciudad, también personalmente y por carta al Consejero de Cultura de la Junta, al Ministerio de Cultura, etc. y la respuesta ha sido unánime: el más clamoroso silencio. Por todas estas razones, y a pesar de mi corto entendimiento, empiezo a colegir que no es al edificio al que se ignora: es a mis razonamientos, a mis personales súplicas. Así es que prometo solemnemente que, a partir de esta prédica, no vuelvo a quejarme ni una palabra de la situación en que se encuentra la Capilla de Luis de Lucena. Cargaré con mi parte de culpa, que reconozco la tengo, y allá sus ladrillos… si se caen, que se caigan, si se pudren las pinturas y los visitantes (y los niños de Guadalajara, y los jubilados de la provincia a los que pasean con tanta frecuencia por Toledo, y los especialistas italianos en arte manierista, etc, etc.) que quieran verla se tiene que volver con un palmo de narices, que se vuelvan.

La vergüenza de esta situación marcará, mientras esto no se arregle con dinamismo, con efectividad y con un «quiero y puedo» de quien tiene la posibilidad real de hacerlo, a todos los alcarreños que, simplemente, lo permitimos.

Un lugar increíble: Fuentes de la Alcarria

 

Hace pocos domingos, y con el señuelo de una buena comida en «El Tolmo» de Brihuega, mi amigo Juan Santos consiguió que me acercara de nuevo por Fuentes de la Alcarria, el lugar que él encomia donde puede y pierde el tiempo: porque Fuentes se encomia por sí solo, no necesita propagandas. Es un lugar único y admirable de nuestra tierra, uno de esos lugares a los que, por muchas veces que se vaya, cada día se quiere y admira más. Una atalaya que nos permite sentir la grandiosidad de la Naturaleza, la irrefrenable afición de los humanos por los sitios empinados y agrestes, poderosos sobre el entorno. Y aunque el día era invernal como pocos, neblinoso, húmedo y gris, por las laderas del cerro en que asienta Fuentes todo era verdor, luz y aparato: la Historia con mayúsculas se da la mano con el arte y sobre todo con la belleza de la conjunción de un pueblo con su entorno.

La historia de Fuentes

Muy pintoresca resulta la situación de Fuentes: sobre una estrecha espina del terreno que continúa el llano alcarreño, pero totalmente rodeado por una amplia curva que el naciente río Ungría forma en su torno, dejando el enclave como verdadero peñón o aislada fortaleza. El nombre de este pueblo deriva de las varias fuentes que surgen en sus laderas, y que, reunidas, dan origen y caudal al naciente río que las circunda. Contrasta la adustez del páramo cerealista, con la alegre y frondosa vegetación del aún pequeño, doméstico y encantador vallecico del río Ungría.

Tras la reconquista de esta zona de la comarca alcarreña, a fines del siglo XI, Fuentes quedó incluida, en calidad de aldea, en el Común de Villa y Tierra de Hita. En 1255, el rey Alfonso X el Sabio se la entrega en señorío al arzobispo de Toledo, el infante don Sancho.

En los últimos años del siglo XIII, otro de sus señores, el arzobispo don Gonzalo, le da el privilegio de Villa, le asigna una tierra jurisdiccional en su tomo, y le concede un Fuero para ejercer ese gobierno sobre sí y su tierra.

Es de notar que la Villa de Fuentes, con título y Fuero de independencia respecto a Brihuega, aunque bajo el señorío de los mismos arzobispos, no llegó nunca a fundirse con la fuerte villa del Tajuña. Sus fueros eran similares, sus señoríos idénticos, sus territorios colindantes, pero se mantuvieron mutuamente independientes en todo momento. El territorio asignado a Fuentes, sin embargo, no sobrepasaba los límites de su propio término, pues las aldeas colindantes pertenecían al señorío briocense. Esta situación se mantuvo, con confirmación por los arzobispos de su Fuero, hasta la segunda mitad del siglo XVI.

En este momento, justo en 1579, bajo la monarquía de Felipe II, la villa de Fuentes se puso en venta, adquiriéndola el licenciado don García Barrionuevo de Peralta, vecino de Madrid, caballero santiaguista, que tomó con gran cariño su puesto de señor territorial y ayudó en gran medida al pueblo de Fuentes, reconstruyendo su viejo castillo, sus murallas, reformando ampliamente su iglesia parroquial, regalándola importantes donativos y objetos de culto, y aún fundando en ella una Congregación de doce capellanes perpetuos para que en ella oficiaran. Le sucedieron, a su muerte en 1613, su hijo mayor don Francisco de Barrionuevo, y luego su otro hijo don Bernardino, marqués de Cusano, en cuya casa y la de los condes de Villargarcía a ellos aneja, se mantuvo el pueblo hasta la abolición de los señoríos en 1812.

Desde el momento de este cambio de señorío, don García de Barrionuevo puso a Fuentes como cabeza jurisdiccional de una serie de pueblos por él adquiridos y que formaban su señorío. Eran éstos los de Gajanejos, Valdesaz, Pajares, Castilmimbre y San Andrés (del Rey). Pero muchos de ellos adquirieron enseguida, antes de terminar el siglo XVI, el privilegio de villazgo y su propio señorío, con lo que dicho territorio jurisdiccional encabezado por Fuentes de la Alcarria desapareció pronto.

Una visita a Fuentes: paisaje y arquitectura

La posición estratégica de Fuentes hizo que todavía en épocas modernas haya servido como bastión importante en guerras y batallas. Así, durante la guerra de Sucesión, en 1710, el ejército borbónico descansó y puso aquí su cuartel general antes de la batalla de Villaviciosa. Al regreso de ésta el rey Felipe V hizo celebrar un Tedeum de acción de gracias en la iglesia parroquial de Fuentes. También en la de la Independencia se vieron en estas alturas batallas sonadas: así las que el Empecinado libró contra los franceses en las llamadas «alcantarillas de Fuente», junto a la carretera que de Torija conduce a Brihuega. En 1838 el ejército del general Espartero causó algunos daños en el pueblo, y, más recientemente, en marzo de 1937, la «batalla de Guadalajara» proporcionó a este lugar un duro castigo.

La situación de Fuentes de la Alcarria ya es, por sí misma fortificada. Pero sus dueños los arzobispos quisieron hacer de ella un fuerte bastión guerrero (sin especial interés estratégico, pues no vigila caminos frecuentados), y así levantaron un castillo en la lengua de tierra que une el pueblo con la meseta, consistente en un gran torreón con patio de armas, algunas habitaciones adosadas, y una puerta fortificada de entrada al castillo y a la villa. Esta puerta existió hasta no hace mucho, en que los vehículos a motor forzaron su derribo. Del castillo quedan los cimientos. También tuvo la villa una muralla en su derredor, por todo el contorno de la «península rocosa» en que asienta. Se ven restos de dicha muralla en algunas partes. En la entrada del pueblo, sobre un oterillo, se ve todavía la picota que demuestra su título de villazgo. Es obra del siglo XVI, sencilla. La calle mayor de Fuentes muestra un buen repertorio de casonas, unas populares y otras con ciertos visos de mansiones nobiliarias. En una de ellas, con esquinas de sillar y gran portón adovelado, semicircular, en la que dice la tradición que residieron los señores de la villa, se puso el Ayuntamiento hace años, y no hace muchos que fue derribada por completo y ahora abandonada. Es una pena, y más aún que hayan hecho un nuevo y feo Ayuntamiento de ladrillo pegado a la muralla de entrada. En otra casa de esa calle mayor se ve bonito escudo de armas, tallado en piedra, perteneciente a hidalgo, familiar de Santo Oficio, que se rodea de frase alusiva a su apellido, el de Flores: «Nulla Silva Talem Profret fronde Florez cermin».

Al fondo de la calle mayor, a su izquierda, surge la iglesia parroquial dedicada a Nuestra Señora de la Alcarria. Es obra recia, de gruesos muros de mampostería caliza y sillar, de comienzos del siglo XVI. En el XVII se le añadió la espadaña y algunos detalles ornamentales. Tiene dos puertas, al norte y al mediodía; con ábside poligonal, y al interior una sola nave con bóveda nervada sostenida por pilastras toscanas. Vacía ya de todo el arte que encerraba, es preciso anotar que tuvo una serie de enterramientos con figuras orantes, talladas en madera, de los señores primeros de la villa y sus descendientes, así como un magnífico altar de la primera mitad del siglo XVI, plateresco, documentado y de muy buen arte. Fueron sus autores el pintor alcarreño Antonio del Rincón, y el también alcarreño escultor, y ensamblador Cristóbal de Ayllón. Todo ello, incluso el original de su Fuero, del siglo XIII, desapareció destruido en la Guerra Civil española de 1936‑39.

Quien desde Guadalajara se dirija a Fuentes, no dejará de admirar el caserón de «don Luís», enfrente de donde sale la desviación al pueblo. Aunque algo desmochado tras la Guerra Civil, este palacio rural alcarreño es obra sencilla del siglo XVIII, y ante su fachada aún se levanta gallardo un ejemplar solemne, magnífico, de cedro libanés, de los que muy poquitos pueden verse, al menos tan gallardos y orondos, por nuestra tierra.

Este próximo domingo será una buena ocasión para acercarse hasta Fuentes. Cerca de Guadalajara, a un paso de Brihuega, coronando el riente valle del Ungría, allí os espera dispuesta a daros una sorpresa: la de un lugar que emerge de la plena Edad Media, y en su soledad y patetismo nos descubre valores como ya olvidados.

Una visita a Tamajón

 

Sobre una llanada amplia, al pie mismo de las altas y frías serranías de¡ Ocejón, encontramos la villa de Tamajón, que alcanzó en siglos pasados gran prosperidad como centro comercial y nudo de comunicaciones con el resto de los pueblos y lugares que se esconden en las anfractuosidades de las montañas que abrazan a este alto cerro pizarroso y gris. Lo limpio y sano de su aire, y el magnífico paisaje que sobre este pueblo se cierne, hizo que ya en el siglo XVI se fijara en él Felipe II como uno de los posibles lugares donde colocar su monasterio real de San Lorenzo, que finalmente llevó al Escorial, bajo el Guadarrama.

Algo de historia

Fue reconquistado Tamajón, al mismo tiempo que todas las vegas del Jarama y Henares, por Alfonso VI. Perteneció en principio al Común de Villa y Tierra de Atienza. Posteriormente el rey Sancho IV se lo donó en señorío a su hija la infanta doña Isabel, y ésta se lo traspasó en la misma calidad a doña María Fernández Coronel, su ama de compañía. Ya en el siglo XIV pasó este lugar a engrosar los abultados dominios del caballero don Iñigo López de Orozco, quien a su muerte se lo dejó a su hija doña Teresa López, segunda mujer del magnate alcarreño don Pedro González de Mendoza, a partir de quien quedó en esta casa nobiliaria. Vemos así, cómo don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, deja el lugar de Tamajón en herencia a su hijo don Pedro Hurtado de Mendoza, quien ocupó durante largos años, y con gran valor militar, el puesto de adelantado de Cazorla, título dado al capitán de los ejércitos que sostenía el arzobispo de Toledo contra los moros de Granada. Pasó luego a sus herederos, ramas secundarias de los Mendoza, y así vemos que en 1536 pertenecía Tamajón a doña Guiomar Carrillo de Mendoza, y en ese mismo siglo fue de don Diego de Mendoza y de doña María de Mendoza y de la Cerda, constructora esta última del palacio de esta familia en el centro de la villa, y del monasterio de San Francisco en sus aledaños. En el señorío de esta familia continuó hasta el siglo XIX. Adscritos a esta casa, vivieron en Tamajón otras familias nobles que dejaron en el pueblo su recuerdo.

Durante la Edad Media, Tamajón tuvo un gran crecimiento económico, pues poseía el Concejo grandes cantidades de ganados: los reyes castellanos le concedieron el derecho a que éstos pastasen en tierras de Ayllón, sin pagar derechos. También, desde Sancho IV, y luego confirmado por sus sucesores, Tamajón gozó del derecho de no pagar portazgo sus arrieros por ningún lugar de Castilla. Estas franquicias hicieron acudir a numerosas gentes a residir en el lugar, poblándose y creciendo notablemente.

Visitando calles y edificios

Sorprende en un principio Tamajón por lo bien urbanizado, lo recto de sus calles y lo uniforme de sus edificios. Guarda esta estructura de calles paralelas y en perpendicular perfecta, con plaza central y la iglesia a un extremo y en alto, desde el siglo XVI. Destacan en el conjunto de sus edificios civiles el palacio de los Mendoza, situado en la calle mayor, junto a la plaza, y hoy está destinado a edificio de Ayuntamiento. Fue restaurado recientemente, aunque sólo se conserva la portada, pues el resto vino al suelo y ha habido que remozarlo completamente. Lo que queda constituye, sin embargo, un ejemplar magnífico de la arquitectura civil plateresca. Puede datarse su construcción a mediados del siglo XVI. En recia piedra sillar de la zona, la portada se estructura con un gran portón lateral, de arco semicircular adovelado. Sobre él, un escudo circular que, muy machacado, se hace hoy imposible de identificar. Empotrado en el muro, se ve también un gran escudo, con las armas de Mendoza y la Cerda esculpidas, en medallón y frisos cuajados de grutescos. Diversas ventanas de traza sencilla completan el conjunto.

Otras casonas que pueden admirarse en Tamajón son: la de los Montúfar, con portada de sencillo barroquismo, propia del siglo XVII en sus finales, y gran escudo con yelmo y lambrequines de rectas plumas, mostrando las armas de esta familia con otros entronques; la «casa del marqués», que no posee escudo ni detalles artísticos, pero que está construida totalmente en bien tallados sillares de la dorada piedra de Tamajón; y otra casa, de algún labrador, que en su dintel lleva tallado un escudete en que se representan los elementos de su trabajo: una hoz, un hacha, un azadón y un martillo.

La iglesia parroquial fue en sus orígenes románica, y de aquella época conserva una docena de interesantes canecillos, con carátulas sonrientes y personajes del siglo XIII en diversas y curiosas actitudes, hoy colocados sobre el muro meridional del templo. Lo actual es del siglo XVI en su primera mitad, y consiste en un atrio porticado, con arcos semicirculares apoyados en sencillos capiteles de geométrica traza; de un total de nueve sobre el lado mayor, el central sirve de acceso, y los restantes presentan una alta baranda de piedra. El lado menor de este atrio tiene dos arcos apuntados. A los pies del templo, una torre. El resto del edificio, todo él en sillar construido, no presenta nada de notable. En su interior, de tres naves separadas por gruesas, pilastras sobre las que cargan semicirculares arcos, se cubren con bóvedas de crucería.

En el pavimento de la nave central, aparece gran cantidad de lápidas funerarias. La cabecera del templo se forma por tres capillas en las que rematan las correspondientes naves. La capilla mayor es cuadrada y más profunda que las laterales, con bóveda de crucería estrellada más rica que las demás. En una capilla del lado de la epístola, construida por la familia Montúfar en el siglo XVI, se ven escudos policromados y esta leyenda pintada en el friso: «Esta capilla mandaron hacer, a honra y gloria de Dios, Alonso de Montufar, natural de esta Villa, i Olalla Martínez, su muger, natural de…. de Duero, vezinos que fueron de la villa de Madrid. Acabose en el mes de febrero año de mil y quinientos noventa y seis años». Las estatuas orantes, talladas de alabastro, de estos señores que adornaban la capilla, fueron destruidas en la Guerra Civil de 1936‑39.

En las afueras del pueblo, aparte de algunas ermitas, se conserva el gran edificio de la antigua fábrica de vidrios, que en el siglo XVIII y aun en el XIX, produjo gran cantidad de bellos productos en material suavemente azulado. Otro grupo, muy amplio, de ruinas, viene a señalar el lugar en que asentó el monasterio de la Concepción de la Madre de Dios, de frailes franciscanos. Lo fundó en 1592 doña María de Mendoza y de la Cerda, y dio para ello la enorme cantidad de 12.000 ducados más varias tierras, cuadros y obras de arte. Encomendó el cuidado y patronato del convento a su primo el poderoso duque de Pastrana. La iglesia hubo de ser reconstruida de nuevo en el siglo XVIII, y estuvo a cargo de los vecinos de Tamajón Juan del Olmo y María Campillo. Tras la desamortización de 1835 el convento quedó vacío, y las piedras de su iglesia y dependencias sirvieron a los vecinos del pueblo para construirse casas nuevas. Hoy sólo queda del antiguo cenobio el perímetro anchísimo, y, en su interior, leves muestras de la que fue iglesia, claustro, y muy poco más.

La ermita de los Enebrales

Todavía en el término de Tamajón, camino de MajaeIrayo, sobre un altozano desde el que se divisa el cercano picacho del Ocejón, se alza la ermita de Nuestra Señora de los Enebrales, muy venerada en toda la comarca, donde a la Virgen la llaman «la Serrana» y se hacen alegres y nutridas romerías el domingo siguiente a la Natividad de María. Merece la pena visitar este enclave por sus paisajes y tradición. Esta dice que la Virgen se apareció, en este mismo lugar, cuando el párroco de Tamajón se dirigía al pueblo de El Vado a decir misa, y fue atacado por una enorme serpiente amenazante, que fue vencida por el resplandor de la Virgen aparecida sobre su enebral, y el cura puesto a salvo. Esta leyenda se pintó al fresco en el muro norte de la ermita, que es construcción del siglo XVIII, sin ningún interés. Quiere también la tradición popular mantener siempre, día y noche, una puerta abierta del templo, para evitar apariciones demoníacas a los caminantes. Es, en cualquier caso, un lugar este de Tamajón y sus alrededores, al que merece llegarse en cualquier día de este invierno, y gozar de sus paisajes, plenamente serranos, y de su aire limpio y fascinante.