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diciembre, 1993:

Memoria de Layna Serrano

 

En el año que hoy se clausura, la tierra de Guadalajara (la provincia quiero decir, la capital, los pueblos con memoria y corazón, las gentes que pueblan estos lugares, en fin) ha dedicado un permanente y emocionado recuerdo a la figura de quien fue, -y con este homenaje centenario ha pasado ya por la puerta grande del alcarreño parnaso-, uno de sus más ilustres personajes. Me estoy refiriendo a don Francisco Layna Serrano, el que fuera médico de profesión, y Cronista Provincial, Académico de la Historia e historiador de Guadalajara por afición. Tanta, que su actividad ha llenado una larga temporada de nuestra contemporánea andadura, y sus méritos le han hecho acreedor a un sonoro aplauso permanente, que ha cuajado en este año de la conmemoración cumplida (centenario y evocación al unísono), de la querencia honda y bien nacida.

La figura de Layna

No es este el momento de recordar con detalle el recorrido vital de Layna. Ya se ha hecho en múltiples lugares y modos. En estas mismas páginas lo hemos hecho. Nacido en el pueblecillo de Luzón, el 27 de junio de 1893, residió muchas temporadas en Ruguilla, en Cifuentes, también en La Toba, y en Sigüenza. Finalmente en Guadalajara hizo el Bachillerato, y en Madrid estudió la carrera, hizo la especialidad (la Otorrinolaringología) y se estableció como médico-cirujano con gran éxito y general aplauso. La pérdida de su mujer, Carmen Bueno, a la que amaba profundamente, en uno de los viajes que por la provincia hacía en busca de monumentos románicos, y de castillos, le concentró en una cierta misantropía que encauzó hacia tareas de ardua investigación archivística y bibliográfica, dando por resultado finalmente su gran obra, que produjo y publicó entre los años 1933 y 1946.

La obra de Layna

Hablar del doctor Layna Serrano es hablar de los Mendoza, de los castillos, de las iglesias románicas. Es hablar de La Caballada de Atienza, del marqués de Santillana, de las tablas de San Ginés o del retablo de Alustante… es referirse a la esencia profunda de la tierra alcarreña, de sus datos más prolijos, de sus descripciones más poéticas, de su enconada defensa contra todo y a favor de todos. De sus múltiples libros y trabajos, muchos de ellos publicados en las revistas especializadas más prestigiosas del país, destacaría en este momento algunos que son verdaderos hitos de su obra, y que le marcan como un historiador de nota: la «Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI», publicada en 1942, en cuatro gruesos tomos que abarcan en total casi dos mil páginas, es sin duda su obra más representativa. Además «La arquitectura románica en la provincia de Guadalajara» y «Los Castillos de Guadalajara», que alcanzó tres ediciones, la última en 1962, siempre sufragadas por él mismo, buscadas por otros historiadores, lectores curiosos y simples turistas como los elementos más preclaros para iniciar el conocimiento de la tierra alcarreña.

Y esas historias locales de Atienza y Cifuentes, la de Pastrana que inició, la de Sigüenza que tenía «in mente», y las biografías del Cardenal Mendoza, de doña Brianda; la descripción de iglesias (la Piedad de Guadalajara, la parroquial de Alustante, el templo de Alcocer, al que calificaba como el mejor de la provincia después de la catedral seguntina), de palacios (el del Infantado, el de Antonio de Mendoza, el de cogolludo) de pinturas (el retablo de Mondéjar, las tablas de San Ginés), y un largo etcétera, son la prueba más evidente de su saber y su entrega.

El homenaje del Centenario

La provincia se ha volcado en el recuerdo de Layna. Ha sido un homenaje popular, como debe ser. Las instancias oficiales han participado, pero lo justo, lo que la honradez más estricta les pedía. En ese sentido, tanto la Excmª Diputación Provincial como el Ayuntamiento de Guadalajara, se han volcado. La primera, con una sesión de homenaje institucional a finales de mayo y la organización de una exposición bibliográfica, unas mesas redondas donde especialistas discutieron la obra de Layna, etc, etc., mientras el Ayuntamiento acudía ante su tumba a poner unas flores y patrocinaba la reedición (la seguirá patrocinando hasta su cobertura total) de la monumental «Historia de Guadalajara…» nuevamente ofrecida al público actual. También los Ayuntamientos de Atienza y de Cifuentes, que tanto quiso el polígrafo, le han dedicado emocionados recuerdos. Y poco más. La Junta de Comunidades, que con otros personajes, especialmente manchegos, se vuelca, a Layna le ha ignorado, como si hubiera sido un personaje de otro planeta.

Finalmente, ahí están los pueblos de nuestra provincia, que se han manifestado uno a uno (juntos todos hubieran constituído la manifestación más monumental que se recuerda) en los actos diversos que se han realizado. Los inició su pueblo natal, Luzón, con un acto sorprendente en una calurosa tarde de junio: palabras, cánticos, bailes, cohetes, placas, globos de colores y una enorme pancarta que cubría la torre de la iglesia. Y mucha gente. Y bollos y vino, de la tierra. Fue luego Torija, lo mismo. Y Marchamalo, que hasta le ha dedicado una plaza. También Atienza, y Cifuentes, que incluso ha editado un libro en su honor. Fue en el verano Hontoba, y por supuesto Ruguilla. También Hita se sumó, con palabras de recuerdo, y cánticos de la tierra. Y al fin la Casa de Guadalajara en Madrid, que le ha dedicado una semana larga, otra vez viendo sus libros, sus fotografías, su vieja máquina de escribir, sus fotografías incluso, recordándonos a todos el rostro de bondad y humanismo que Layna encerraba.

Seguro estoy que, con este homenaje, -lejos aquel oficial que en el último año de su vida estuvo preparando Diputación y que unos cuantos que se decían sus amigos (en una historia alucinante que un día, quizás, se sepa) boicotearon- a Layna le habrá brotado de nuevo la sonrisa en su escaño del cielo.

Algunos datos nuevos

De Layna Serrano continuarán apareciendo nuevos datos siempre. Porque su vida fue larga e intensa. Su espíritu no paraba, y su amor a la historia, a las tradiciones, a la esencia de la tierra castellana (tan particularmente hacia Guadalajara) fue siempre manantial inagotable. Estos días me han llegado algunos trabajos suyos que hasta ahora habían permanecido desconocidos. Uno de ellos, la conferencia que bajo el título «El Gran cardenal Mendoza, como hijo de Guadalajara» dio en nuestra ciudad el 11 de septiembre de 1941, y que me ha facilitado Piluca Taberné, a quien se la dedicó de su puño y letra. Es ejemplar único, mecanografiado. Otros son tres artículos que me ha facilitado mi amigo Sánchez Lillo, de Ciudad Real, publicados por Layna en 1947 y 1948 en la Revista d Exaltación Manchega «Albores de Espíritu». Uno de ellos, dedicado al castillo de Peñarroya, estudio meticuloso, con fotos y planos, como solía hacer él todas las cosas; otro, sobre «Los orígenes de Alcázar de San Juan». Y finalmente, en abril de 1949, una referencia a los Mendoza por la Mancha, bajo el título de «Una duquesa enterrada en el castillo de Calatrava la Nueva», y que se refiere concretamente a doña María Ruiz de Leon Folch de Cardona y Colon, duquesa de Veragua, y esposa del que fuera Almirante de Aragón, e hijo del cuarto conde de Tendilla y tercer marqués de Mondéjar, don Francisco de Mendoza…

Siempre rastreando las huellas mendocinas, las siluetas altivas de los castillos, los fuertes rasgos del medievo o las renacientes dicciones. Una vida y una obra que ahora ha recibido la cumplida memoria en el justo momento de su Centenario. Una muestra palpable de que nuestra tierra guadalajareña y sus gentes tienen memoria, y saben ser agradecidos.

Por el románico de la Sierra del Ducado

 

Hay lugares a los que se precisa acudir de vez en cuando, para recuperar la conciencia de lo primitivo, de lo auténtico, de lo que rezuma sinceridad sin reflexiones. Ver paisajes agrestes y solitarios, pueblos de los que sólo tres chimeneas echan humo, y templos monumentales en los que la blanca escarcha pone el contrapunto al rojizo sillar. Eso es lo que el viajero puede conseguir si se marcha hasta las serranías del ducado, y en los valles estrechos de junto al Tajuña se dedica a buscar viejas presencias de iglesias románicas.

Desde la carretera general de Barcelona (hoy Autovía de Aragón, disparadero de los que vuelan más que pisan) a la altura de Torremocha del Campo salen un par de estrechas carreterillas que llevan a pueblos de sincera y honda raíz humana. A Laranueva y Navalpotro. A Torrecuadrada de los Valles, y a Renales. Hasta Abánades incluso, fin de nuestro viaje.

Laranueva la vieja

Tierras peladas, escasas de vegetación, muy frías; así son las que entre el valle del Dulce y el del Tajuña contienen castillos como el de la Luna (el de Torremocha del Campo), y se dedican a ganaderías y cereales.

Laranueva es un pueblo cuyo nombre recuerda el dominio de los condes molineses, de los Lara. Tras la reconquista de la zona quedó incluida dentro de los límites del primitivo Señorío de Molina. Pero en el reajuste que de este territorio se produjo al pasar su señorío al rey Sancho IV a finales del siglo XIII, quedó comprendida como aldea del Común de Medinaceli, pasando luego al señorío de los La Cerda, y quedando así engarzada en el ancho territorio del ducado de Medinaceli, que ocupó gran parte de las tierras norteñas de la actual provincia de Guadalajara. Por esas a las que hoy invitamos a visitar, con una buena pelliza sobre los hombros.

En Laranueva veremos, porque resalta ciclópea sobre el caserío, la iglesia parroquial, dedicada a Santa María Magdalena. No ha de olvidarse que muestra interesantes residuos del estilo románico: originalmente construida en la segunda mitad del siglo XII, hoy presenta sobre su muro de poniente una esbelta espadaña de época barroca, con bordes cóncavos que sujetan en lo alto un pequeño cuerpo superior en forma de campanil con pináculos laterales. Orientada al sur está la puerta de entrada, precedida de un pórtico cubierto, cuyo ingreso consta de un arco semicircular baquetonado cuyos arcos apoyan en sendos capiteles de tema vegetal, así como otros vanos laterales semi­circulares, actualmente tapiados. La estructura de esta galería porticada era muy sencilla y minúscula. A cada lado de la puerta aparecían dos vanos cubiertos por arcos semicirculares de arista viva, que descansaban sobre capiteles de sencilla decoración vegetal muy esquemática. Los arcos orientales fueron suprimidos, y los occidentales permanecen, aunque tapiados. Los capiteles de esta galería porticada, sin embargo, no se han perdido: se conservan en el interior del templo, sirviendo de soporte al púlpito. Su decoración vegetal es muy parecida a la de la cercana iglesia de Jodra.

Al interior se penetra a través de un portón románico muy sencillo, compuesto por tres arquivoltas de medio punto, adornadas de aristas, boceles y nacelas en alternancia, así como una corrida chambrana de billetes que surge sobre las pilastras laterales. Una hermosa pila bautismal de borde abocelado y adornada con gallones rematados en arquitos de medio punto, se encuentra en el interior. Todo ello confirma la existencia en Laranueva de un interesante edificio religioso románico.

La sencillez de Navalpotro

En un pequeño navazo, como su nombre lo expresa, y a orillas del vallejo que forma el arroyo de los Chorrillos, que muy luego caerá por el sur en el Tajuña, asienta el breve y ya casi desértico lugar de Navalpotro, que perteneció a la tierra de Medinaceli desde la reconquista en el siglo XII, ostentando luego su señorío la poderosa familia de los La Cerda, duques de Medinaceli.

Destaca en su caserío la iglesia parroquial, obra construida en la época románica, pero con reformas y añadidos del siglo XVIII, que la constituyen en fuerte edificio de sillar y sillarejo, con portada muy sencilla de ingreso y nada más de interés artístico. De todas formas, ponerse ante su mole respetable y sentir el escalofrío de la historia mínima y auténtica, es todo uno.

Hasta Renales sin pena

A un lado de la misma carretera que lleva desde la Torresaviñán hasta Abánades, se encuentra el breve caserío de Renales, hoy ya escasamente poblado. De su historia ya no digo nada, porque es similar a la de los antecedentes lugares. La Cerdas y Medinaceli fueron sus señores, como hoy lo es el viento y las heladas.

Junto a los lugares de Torrecuadrada y Alaminos, quedó incluido en el mayorazgo que fundó en 1523 la condesa cifontina doña Catalina de Toledo. Luego siguió varios siglos en esta casa de los condes de Cifuentes.

Mirar sus calles, estrechas y sabrosas, y su iglesia parroquial, que es de estilo románico rural del siglo XIII con posteriores añadidos. De lo primitivo queda la espadaña a poniente, de remate triangular, y sobre el muro sur, protegida por atrio del siglo XVI, aparece la puerta de entrada, semicircular, moldurada con arquivoltas baquetonadas, y una cenefa exterior de puntas de diamante, que reposan sobre jambas rematadas en cimacio moldurado.

Torrecuadrada de los Valles

En lo alto de poco profundo vallejo que irá a dar también al río Tajuña, cerca de la pelada meseta de la alta Alcarria ducal, asienta el breve caserío de Torrecuadrada, que recibe su nombre del torreón o castillete que antaño tuvo en la población, y que con seguridad la protegía.

Fue aldea, como las anteriores, del Común de Medinaceli tras la reconquista de la comarca por los cristianos. Perteneció desde el siglo XV a la familia de los La Cerda, condes de Medinaceli, quienes la reconstruyeron y cuidaron siempre la fortaleza del lugar. En el último cuarto de dicha centuria, se fue a vivir a ella, apartándose del mundo, el que fue cuarto conde de Medinaceli, don Juan de la Cerda, quien allí vivió junto a una lugareña, y allí puso «su casa, palacio y fortaleza». A su muerte, pasó a su sobrino don Luís de la Cerda, primer duque de Medinaceli por nombramiento de los Reyes Católicos, y éste decidió vendérselo, en 1490, al tercer conde de Cifuentes, en cuya familia (los Silva), luego integrada en la casa ducal de Pastrana, permaneció hasta el siglo XIX.

Hoy debe admirarse en el pueblo su iglesia parroquial, que es un bello ejemplar de arquitectura románica rural, bien conservada. Muestra sobre el muro de poniente una esbelta espadaña de remate triangular con dos vanos para las campanas. Los muros laterales del templo, de sillarejo, rematan en alero sostenido por modillones de piedra de gran relieve. El ábside es semicircular, rematado también con alero de piedra y modillones, apareciendo una ventana central aspillerada ya tapada. La portada principal se abre a mediodía, bajo atrio porticado, y consta de un vano de arco semicircular, con baquetones y gran cenefa de ajedrezado al exterior. También pueden contemplarse los restos, ya mínimos, de la torre medieval que perteneció a los condes y duques de Medinaceli.

Y al fin Abánades

Llega nuestro viaje al prometido valle del Tajuña. Alto todavía, estrecho, la cinta del río se esconde entre arboledas y se escamotea entre mínimos huertos. La villa se alza orgullosa, fenomenal, sobre un empinado cerrete al que contornea el río mientras vigila el caserío el antiguo puente que lo cruza.

También Abánades perteneció tras la reconquista de la comarca al amplísimo alfoz de Medinaceli, en cuya jurisdicción y normas forales estuvo incluido, siendo una aldea más de las que formaban su Común de Villa y Tierra.

Por Abánades merece la pena pasear y cuestear. Todo está pino y las calles se alzan como telones delante de los ojos, En lo más alto destaca la solemne iglesia parroquial, joya (apenas conocida y menos apreciada de lo que debiera) del románico rural de Guadalajara. Presenta este templo, que fue muy bien restaurado tras la Guerra Civil por el arquitecto Antonio Labrada‑, sobre su muro meridional un magnífico atrio o galería porticada de estilo románico, que consta de un arco central hecho en un resalte del muro, con piedra sillar, y otro ingreso en el extremo orienta] del pórtico, al que se accede por unas escalerillas. A cada lado del ingreso, y sobre alto antepecho o basamento, se presentan dos series de tres arcos semicirculares apoyando en columnas pareadas rematadas en buenos capiteles de fina decoración vegetal y de entrelazados; en el extremo occidental de la galería, que se cierra sobre violento terraplén, aparece una pequeña y aspillerada ventana con derrame interior y exterior, decorada con molduras y columnillas, todo del mismo estilo, lo que le confiere a este atrio (vuelvo a repetirlo, porque debe ser apreciado) una gran belleza e importancia en el contexto del arte románico rural alcarreño. Ahí se ve, en la fotografía que acompaña estas líneas, y que tuve la oportunidad de realizar hace escasas fechas, una mañana de limpios cielos y dura escarcha, mientras de las chimeneas del pueblo salían penachos de olorosa y densa especie humeante. ¿Olía a roble humillado, a lápiz infantil, a la dura nostalgia de un amor roto?

Alvar Fáñez, conquistador de la Alcarria

 

En la galería de los personajes de la Alcarria, de los que en carne y hueso la corrieron, la levantaron y la dieron color y horizontes, está de los primeros el corpachón bravo y guerrero de don Alvar Fáñez de Minaya, primo del Cid, capitán de sus huestes, generalito de Henares abajo y capataz de la grey -cristiana y fiel- que a finales del siglo XI se entretenía en correr y arrasar las tierras de los árabes, en el afán de una vez por todas coger el mando de ciudades y pueblos, cosa que hicieron y ya no dejaron.

La figura de Alvar Fáñez

Esta semana dedicaremos nuestro espacio a rememorar figura y fastos de Alvar Fáñez de Minaya. Y a echarle un vistazo, uno más, al torreón de la muralla que en Guadalajara aún llamamos con su nombre, en recuerdo y homenaje a su casi legendaria figura.

Dice la tradición que una noche estrellada y con luna, la del 24 de junio de 1085, el capitán Alvar Fáñez, seguido de una numerosa hueste de soldados castellanos, tomaba la antigua Wad‑al‑Hayara de los árabes y la entregaba, como un hermoso trofeo a su valentía, para engrosar las cuentas del collar de Castilla. En realidad, la Guadalajara árabe, una de las capitales de la Marca Media de Al‑Andalus y referencia militar y cultural de la frontera del Henares, se entregó sin lucha al rey Alfonso VI de Castilla cuando éste consiguió la capitulación de Toledo, de todo su reino, y de su monarca Al‑Mamun, en mayo de 1085.

Alvar Fáñez de Minaya era familiar directo del Cid Campeador, don Rodrigo Díaz de Vivar. Y, como él, burgalés de origen. Ahí está, junto a estas líneas, la estatua que la ciudad del Arlanzón le dedicó hace años, en gesto que la honraba y hacía más destacable la abulia que hacia la historia propia existe en nuestra Guadalajara de hoy.

Toda su vida la pasó Alvar Fáñez en lucha contra los árabes de Al‑Andalus, que le temían más que a nadie, según refiere la crónica de Kitab al‑Iktifá. Ya en los años previos a la reconquista de la zona, junto al Cid pasó Alvar Fáñez por el valle del Henares haciendo cabalgadas y ataques por sorpresa. En éllos conquistaron Castejón, el castillo que hoy corona el paisaje inmediato de Jadraque, y aún bajó por Hita, Guadalajara y Alcalá sembrando el pánico, hostigando y destruyendo cosechas. Quedan las leyendas en diversos pueblos de la Alcarria, de que fué Alvar Fáñez su conquistador: éso se dice en Horche, en Romanones, en Mondéjar y en Alcocer.

Lo cierto es que Alvar Fáñez de Minaya aparece en los viejos documentos medievales junto al rey Alfonso VI, como uno de los jerarcas principales de su corte, y que en los años finales del siglo XI y primeros del XII, fué alcaide y jefe militar de Toledo, de Peñafiel y aún de Zorita, figurando como señor de este último fortísimo enclave. Conquistó también directamente la ciudad de Santaver, aguas arriba del Guadiela. Murió en una batalla, y al parecer a manos de gentes segovianas. Era el año 1114. Fué llevado a enterrar a su tierra burgalesa, al monasterio de San Pedro de Cardeña, donde aún puede verse su sepulcro.

El torreón

En la época en que Alvar Fáñez conquistó a los árabes la ciudad de Guadalajara, esta se hallaba rodeada y defendida por una muralla de no escasa consistencia, aun con ser de tapial y poca piedra. Tras el asentamiento cristiano, y especialmente a impulsos de las administraciones de Alfonso VIII y Alfonso X, la muralla ó «cerca» de la nueva y creciente Guadalajara se rehizo, con muros más altos, torreones esquineros y una buen acopio de puertas con arcos, torres albarranas protectoras y un largo etcétera de posibilidades defensivas que la transformaban en una de las ciudades más poderosas y mejor defendidas de Castilla.

La muralla arriacense, en la parte que daba vista al barranco del sur, o de San Antonio, pasaba ante la plaza del palacio del Infantado, y se abría en ella la puerta de Alvar Fáñez o del Cristo de la Feria, que aún se conserva, y es Monumento Nacional. Esta es la que hoy nos recuerda con más fuerza la figura del conquistador Alvar Fáñez. Ese sería, -bien adecentado, como al parecer se va a hacer en breve-, un lugar ideal para instalar un monumento a nuestra primera figura histórica.

Se trata de un torreón de planta pentagonal y tres pisos ocupados por sendas cámaras, todos su muros construidos con mampostería y sillar en las esquinas. La planta inferior, descubierta no hace muchos años gracias a las excavaciones arqueológicas y tareas de desescombro dirigidas por el arquitecto Torcal, tenía la puerta orientada al norte, bajo doble arco de piedra con dovelaje macizo. Sobre ella, otra cámara, y arriba, al nivel actual de la calle, lo que durante muchos años fue «capilla del Cristo de Feria», y que tiene una curiosa cubierta de bóveda de arista, toda ella de ladrillo, que según Pavón Maldonado constituye un ejemplo magnífico y completo de la «teoría de la bóveda» en el arte constructivo mudéjar.

Este torreón, hasta hace poco sumido en un ámbito de suciedad maloliente, ha ido poco a poco renovando su aspecto, con restauraciones progresivas. Nuestro Ayuntamiento, sensible siempre a la protección de los viejos monumentos ciudadanos, va a emprender en breve la restauración definitiva de este edificio venerable, limpiando del todo su interior, abriendo el entorno de forma que tenga aún mejor vista realzada desde fuera, iluminándole, y protegiéndole de futuras suciedades. Será, sin duda, una tarea que merecerá, -el día en que se concluya- nuestro mejor aplauso. De momento, invitamos hoy a nuestros lectores a visitar y apreciar un poco mejor este recio emblema de nuestra historia.

Casonas solariegas de Peralejos de las Truchas

 

Entre las múltiples maravillas y sorpresas que encierra el Señorío de Molina (allá van los paisajes serranos, prietos de roquedales y bosques por el Alto Tajo, serenos de trigos ondulantes por la Sesma del Campo), no se contabiliza como la menor el conjunto de casonas nobles, solariegas y blasonadas con que cada pueblo rememora la densa nómina de hidalgos que en los siglos de la Edad Moderna, ‑muchas venidos de las norteñas regiones de Navarra y Tierra Vasca‑ pusieron en lo céntrico de las plazas, o en el mejor ángulo visible de cada pueblo, su pétreo solar.

Hoy nos llegamos a la lejanía geográfica de Peralejos de las Truchas, con la recomendación a nuestros lectores de pasear sus calles y buscar las casonas (los restos, mejor dicho) de sus más nobles linajes medievales. No puedo dejar de evocar en estas líneas al mejor escritor que Peralejos ha dado, y a quien debo muchas de las noticias que en este artículo se expresan: José Sanz y Díaz, uno de los más prolíficos escritores, y sin duda el más voluntarioso y tenaz de los investigadores molineses, que en este Peralejos natal puso tanta emoción en recordar siempre.

Las casonas

Son cinco ó seis las nobles casonas solariegas que Peralejos tuvo, y aún en cierto modo conserva y ofrece a la visión del visitante. Algunas de éllas, incluso, las pongo en dibujo para dar mejor idea de lo que son, ó fueron. Hay una de éllas, sencilla en extremo, y ya sumamente alterada al haberse transformado el antiguo portón románico en inexpresiva ventana, que está en la Plaza de la Taberna, y que habiendo pertenecido al linaje de los Jiménez Hermosilla, tenía un arco semicircular adovelado, con tres estrías por simple adorno. Severa y antiquísima, evocaba la época en que los hombres de Peralejos, casi recién asentados en el lugar, tras la reconquista, iniciaban sus labores de ganadería y trashumancia.

El linaje de los Sanz es de los más antiguos de Peralejos y de todo el Señorío. Asentaron estos valientes hidalgos en este rincón de la serranía molinesa, y fue quizás el primero en llegar un tal Fortún Sanz de Vera, procedente de las montañas navarras, en el siglo XIV. Aquí edificaron su casa‑fortaleza, que fue luego reformada por sus descendientes, en 1592, y poco más tarde añadida de una preciosa capilla, llamada «el Oratorio» de estilo imitación al gótico, en 1670, por don Mateo Sanz Caja, canónigo inquisidor y abogado de los Reales Consejos. En esta casa (figura 1) llama la atención la perfetca disposición de los sillares que componen su puerta, sobre todo el gran dintel de piedra sobre el que apoya el escudo de armas de la familia Sanz.

Otro linajudo grupo de Peralejos fue el de los Díaz. Tuvieron su casona, construida al estilo tradicional de estas tierras, con un portón principal de medio punto, adovelada y en la clave un escudo con las armas talladas de la familia: una cruz florenzada escoltada de cinco estrellas y en la punta un cordero recostado. La fecha de 1630 se ve inscrita debajo, señal del año en que fue construido este caserón. Sus propietarios han sido, durante generaciones, los Díaz y Jiménez. La vemos en la figura 2. Aquí vivió el mencionado historiador, escritor y novelista José Sanz y Díaz, y en ella vivió también, en el siglo XIX, el boticario Jiménez Ramos, aunque los constructores iniciales, en el siglo XVII, fueron los Díaz, agricultores y ganaderos de la zona.

También de la familia Jiménez es la casona que allí llaman del Inquisidor. Posiblemente residiera en ella, en algún momento de su existencia, algún temido «familiar del Santo Oficio» tallando en el dintel la cruz que así lo indicaba. Sus líneas severas y rectas indican la sobriedad constructiva de estas tierras, en las que la sensación de fuerza y poderío de las portadas hace parejas con la grandiosidad interna de estos palacetes, hoy muy transformados (figura 3).

La Casa Grande de los Arauz

Finalmente, vemos una de las mejores casonas de Peralejos, la «Casa Grande» de los Arauz, que se construyó sobre la solariega del Tío Anochea, a finales del siglo XVIII. La llegada de vizcaínos a las tierras de Molina fue un hecho contrastado desde el siglo XVI. Llegaban como especialistas de la minería del hierro y capaces de poner en marcha fundiciones. Dieron muchos problemas de orden público, y la mayoría se marcharon a sus tierras. Pero algunos quedaron, y de ellos surgieron familias respetabilísimas que hoy son esencia del Señorío. A la herrería que en el siglo XVIII se construyó en el estrecho valle del río Hoceseca, uno de los más espléndidos parajes de toda la provincia, llegaron los Arauz, que casaron con las dos únicas hijas de otro vasco, riquísimo, llegado años antes, al que llamaban «el tío Anochea». Esta casona tan hermosa y solemne en la distribución de vanos, con su puerta principal y de servicio, sus balconadas de los salones y los respiraderos del tinado, la construyeron ya los Arauz. Precisamente de esta familia, que hoy tiene su solar principal en la Vega de Arias, junto a Tierzo, han salido también eminentes escritores, de los que no pueden olvidarse aquí al novelista don Enrique Arauz Estremera, y al agudo ensayista, todavía vivo, don Santiago Arauz de Robles. Este caserón (figura 4) es, realmente, y aunque moderno, el paradigma de las casonas solariegas de Peralejos de las Truchas, y sin olvidar otros venerables edificios, todos del siglo XVII, cono las casas de «doña Jacoba» y «doña Ramona», merece por sí mismo una atenta visita.

Brihuega: por el dédalo de sus calles

 

En estos fines de semana que, preludios ya del invierno, al mediodía caldea el sol las solanas y los árboles ya mudos transparentan el paisaje y las cosas que en él puso el hombre, acercarse a Brihuega y contemplar paso a paso sus calles, sus edificios y el sabor inconfundible de su historia, es un regalo que el lector se merece. Por éso le invitamos a que realice ese viaje, a que se empape en él de tantas maravillas íntimas como aparecen por el dédalo de sus calles.

Brihuega se tiende en la ladera sur del páramo que baja desde la llanada alcarreña hasta el valle del Tajuña. Para quien llega desde Torija, Brihuega se muestra hundida y  abrigada al fondo del valle. Pero cuando se viene por el Tajuña, la villa se alza sobre la roca bermeja, en alto y victoriosa.

Comienza nuestro paseo en torno a los más añejos vestigios monumentales. La presencia árabe en Brihuega quedó sellada con la rúbrica contundente de murallas y castillo, a los que luego pondría su impronta la dominación cristiana. Lo que en su origen fue obra de los moros de Toledo sería más tarde renovado por los castellanos. La villa estuvo murada totalmente, y en su extremo sur, en la parte más baja del pueblo, se colocó el castillo que siempre hizo de finca de recreo y residencia, más que de un auténtico baluarte guerrero. De la antigua muralla quedan importantes vestigios: la puerta de Cozagón, hacia occidente, de esbelto arco apuntado, y la puerta de la Cadena, en el extremo opuesto de la población. Entre ambas se extiende un largo y bien plantado lienzo de muralla, en algunos tramos todavía cargado de almenas.

El castillo, que andando el tiempo se dio en llamar de la Peña Bermeja, por asentar en su parte meridional sobre enriscado y rojizo saliente rocoso, estaba separado en su límite norte del resto de la población por un hondo foso. Se conserva casi íntegro su recinto murado, constituyendo el antiguo patio exterior lo que hoy es el Prado de Santa María, al cual se entra por la puerta de Santa María o del «juego de pelota» y posteriormente se perforó, hacia saliente, con la que hoy se conoce como puerta de la Guía, por la que se accede desde la villa hasta este lugar de extraordinaria belleza que constituye uno de los rincones más apacibles y evocadores de toda la provincia.

Aunque habitualmente está cerrado, desde aquí se puede pasar al castillo propiamente dicho, que hoy está convertido en cementerio. Un amplio albácar o patio de armas, tapizado ya de blancos mausoleos, y de tristes cipreses, se extendía al pie del edificio en que, en torno a un pequeño «patio de honor» se levantaban las dependencias del palacio‑fortaleza. Estas habitaciones, cubiertas de cúpulas nervadas, son hoy capillas mortuorias. En su banda norte, el castillo poseía una gran sala abovedada, en la que hoy se encuentra la capilla de la Vera Cruz, y la parte más interesante de todo el edificio, la capilla del castillo, construida en un sencillo y elegante estilo gótico en la primera mitad del siglo XIII, a instancias del arzobispo toledano don Rodrigo Ximénez de Rada, dueño y señor de la villa. Es de una sola nave, con tramo anterior cuadrado, breve presbiterio y semicircular ábside. La bóveda es de medio punto, recorrida por nervaturas que arrancan de los capiteles, finamente labrados con motivos vegetales, en que terminan las columnas adosadas. Tres ventanales semicirculares se abren dando luz al recinto. Y plenamente mudéjar, meridional por tanto, es la decoración pictórica de sus muros, que aún en parte se conserva, consistente en una complicada tracería de polígonos estrellados, de color vinoso sobre el fondo claro, entre la que aún se encuentran algunas figuras zoomórficas. Esta conjunción de arte gótico y mudéjar hace muy interesante la capilla del castillo briocense, que al exterior se marca en cilíndrico torreón, horadado por las ventanas semicirculares y que es de los aspectos más característicos de la villa.

En este prado de Santa María no podemos dejar de contemplar la iglesia parroquial de Santa María de la Peña, uno de los cuatro templos cristianos que tuvo Brihuega y que fue construido, también en la primera mitad del siglo XIII, a instancias del arzobispo Ximénez de Rada.

Su puerta principal está orientada al norte, cobijada por atrio porticado. Se trata de un gran portón gótico, escoltado por columnillas adosadas, que rematan en capiteles ornados con hojas de acanto y alguna escena mariana, como es una ruda Anunciación. De ellos parten arquivoltas apuntadas recorridas por puntas de diamante y decoración vegetal. El tímpano se forma con dos arcos también góticos que cargan sobre un parteluz imaginario y entre ellos un rosetón en el que se inscriben cuatro círculos. La puerta occidental, a los pies del templo, fue restaurada en el siglo XVI por el cardenal Tavera, cuyo escudo la remata.

El interior es de gran belleza y puro sabor medieval. Los muros de piedra descubierta de sus tres naves comportan una tenue luminosidad grisácea que transportan a la edad en que fue construido el templo. El tramo central es más alto que los laterales, estando separados unos de otros por robustas pilastras que se coronan con varios conjuntos de capiteles en los que sorprenden sus motivos iconográficos, plenos de escenas medievales, religiosas y mitológicas. Las techumbres se adornan con nervaturas góticas. Sobre la entrada a la primera capilla lateral de la nave del Evangelio, una gran ventana gótica se muestra. En el siglo XVI, el cardenal Tavera modificó el templo colocando a sus pies un coro alto, que se sostiene sobre valiente arco escarzano, en el que medallones, escudo y balaustrada pregonan lo radicalmente distinto del arte plateresco con respecto al románico. Hoy ha sido restaurada plenamente, con gran acierto, y luce con fuerza entre los mejores edificios monumentales de Guadalajara toda.

Siguiendo nuestro camino por el dédalo briocense, vamos a ver las otras iglesias, construidas todas ellas en la misma época, es decir, primera mitad del siglo XIII, a instancias del mismo arzobispo Ximénez de Rada. La de San Juan ya desapareció. Quedan las de San Felipe y San Miguel. De esta última, situada en la parte baja de la villa, camino ya de Cifuentes, sólo quedan la torre cuadrada y los cuatro muros, en los que, no obstante, luce en un extremo la gran portada románica de transición, de sencillos capiteles y arquivoltas apuntadas y en el otro el ábside poligonal mudéjar, de ladrillo descubierto, que ni las guerras ni el tiempo han logrado todavía derruir. En su interior, ahoa restaurado, quedan las columnas y capiteles de entrada al presbiterio y un enterramiento gótico de don Juan Muñoz.

La iglesia de San Felipe es, sin duda, la más bella de Brihuega. Construida en la misma época que las anteriores, presenta la portada principal orientada al oeste, alzándose las apuntadas arcadas que nacen de los capiteles vegetales y culminado el muro con rosetón calado y alero sostenido por canecillos zoomórficos. Al sur existe otra puerta, más sencilla, pero también de estilo tradicional. El interior, que sufrió grandes desperfectos en un incendio, allá por el año 1904, fue restaurado con acierto hace años, y ofrece un aspecto de autenticidad y galanura gótica como es muy difícil encontrar en otros sitios. Tres naves esbeltas, la central más alta que las laterales, se dividen por pilares con decoración vegetal y se recubren con artesonado de madera. Al fondo, la capilla absidial, de muros lisos y cúpula nervada, completa el conjunto que sorprende por su aspecto netamente gótico y medieval.

En definitiva, y tras patear callejas retorcidas y cuestudas, asomarnos a plazas recoletas y admirar, doblando el cuello, aleros, cornisas y capiteles, nos queda la seguridad y el placer de haber pasado nuestro tiempo en el ejercicio saludable de la evocación. Añade Brihuega la gran Plaza del Coso, con sus «cuevas», su Ayuntamiento, sus fuentes y su Cárcel barroca. Y la calle de las Armas, y el paseo de María Cristina… y tantas otras cosas en las que no sólo un día, sino una temporada pasarían completa en su empinada geografía. Por ahora conténtese el lector con saber de estos detalles, y búsquelos él mismo, en viaje inmediato.