Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

enero, 1992:

Los Mendoza en la guerra de Granada

 

Este año se cumple, entre otros magnos acontecimientos, el quinto centenario de la conquista definitiva del reino de Granada por los castellanos. De ello no se ha establecido, por parte de los estamentos culturales oficiales (que hoy por hoy son los que parecen dar marchamo de autenticidad y legitimidad a cualquier acontecimiento) ninguna celebración que vaya más allá de la habitual conmemoración que anualmente, el dos de enero, hace el Ayuntamiento y ciudad de Granada.

En ese acontecer, largo y difícil, colaboraron los Mendoza y las gentes de Guadalajara, quedando algunos de ellos para siempre caídos en el campo de batalla. Merece la pena recordar, aunque sea con la brevedad casi telegráfica que el espacio del periódico nos impone, la participación de las gentes (nobles y plebeyos) de Guadalajara, en aquel señalado suceso de la historia.

Aunque el ataque al reino nazarita se inició en los años finales del siglo XIV, fue durante todo el XV, y muy especialmente entre los años 1482 al 1489 que la estrategia castellana y el ataque directo alcanzaron nombre de auténtica guerra. El 2 de enero de 1492, los Reyes Católicos Isabel y Fernando, junto a toda su Corte y Ejército, penetraban en Granada tras recibir de las manos del rey Boabdil las llaves de la ciudad. En ese momento, el Cardenal don Pedro González de Mendoza alzó el primero la cruz arzobispal sobre la más alta torre del palacio de la Alhambra.

Las noticias que tenemos sobre la participación mendocina en esta guerra nos llegan desde las variadas crónicas coetáneas; así las de Hernando del Pulgar, Fernández de Oviedo, Bernáldez, Pedro Mártir de Anglería, y más modernamente, en un perfecto y amplio resumen, de Layna Serrano.

Si el marqués de Santillana había acudido algunos veranos a los ataques hechos al reino granadino por Juan II y Enrique IV, así su hijo don Diego Hurtado le imitó, y muy especialmente su nieto, el segundo duque del Infantado, el opulento Iñigo López de Mendoza. Realmente la carga mendocina en esta guerra estuvo a cargo del Conde de Tendilla, también llamado Iñigo López de Mendoza, y del yerno del marqués, el Condestable de Castilla don Pedro Fernández de Velasco, casado con Mencía de Mendoza. El resto de los magnates alcarreños que acudieron, y que ahora se mencionarán, lo hicieron esporádicamente, en los períodos de guerra «oficial», en los alegres veranos del 1482 al 1487, en los que tantas victorias progresivas se sucedieron.

El Cardenal Pedro González de Mendoza, canciller del Reino, fue junto a doña Isabel la reina quien más empeño puso en la idea de reconquista. En algunos momentos tuvo el cargo de Capitán General del Ejército en Andalucía. Su hermano Pedro Hurtado de Mendoza fue titulado Adelantado de Cazorla, y era el encargado de llevar el ejército propio del arzobispado de Toledo. Como señor y obispo de Sigüenza, el Cardenal Mendoza mantuvo en este tiempo un ejército de gentes seguntinas, que en principio fue de 400 lanzas, y al final del conflicto alcanzó los mil hombres.

La conquista de Loja en 1482, con Velasco y Tendilla a la cabeza, fue el preludio de la famosa toma de Alhama en la primavera de ese mismo año. Las huestes de la ciudad de Guadalajara estuvieron allí comandadas por don Antonio de Mendoza, ocupadas en castigar las poblaciones de la vega granadina. Eran un total de 200 hombres, juntos con el resto del ejército. En ella estuvieron, junto al duque del Infantado, don Bernardino Suárez de Mendoza, vizconde de Torija, don Pedro Hurtado el Adelantado, y don Diego Hurtado, el hermano del Conde de Tendilla, a la sazón obispo de Palencia. El propio Cardenal entró en Alhama, y consagró como iglesias las tres mezquitas de la población. El Conde de Tendilla quedó como capitán de la plaza, debiendo sufrir al año siguiente el asedio de los moros, muy duro, en el que acudió a las famosas medidas de ir suplantando con trozos de cartón los rotos producidos en la muralla, y la de utilizar «papel moneda» por vez primera en la historia, al carecer por el asedio de dinero en metálico con que pagar a sus hombres.

En la campaña de 1484 participó el jovencísimo Rodrigo de Mendoza, hijo mayor del Cardenal; en 1485 se conquistó Ronda, y en 1486 fueron las tomas de Loja, Illora, Moclín, Montefrío y Colomera. En este verano, un miércoles del mes de julio, fue la famosa rota de la «Acequia Gorda» en la que el ejército arriacense del duque del Infantado sufrió el ataque de los moros, que mataron entre otros a Martín Vázquez de Arce, el famoso «Doncel de Sigüenza», en la mismas puertas de Granada.

En esta ocasión, el duque don Iñigo había formado un ejército de lo más lucido. Formaba su hueste con 500 hombres de armas a caballo, todos gente de su casa, hidalgos y caballeros, que iban a la gineta e a la guisa, mas varios miles de gentes de a pie, vizcaínos, lacayos, gentes del norte de España. Cincuenta de todos ellos eran nobles con el caballo forrado de paramentos de brocado y oro, presididos del pendón mendocino y el de la ciudad de Guadalajara. Cuentan los cronistas que tal era el lujo del duque en esta campaña, que hasta la vajilla para que todos comieran la llevaron desde palacio, y era toda de plata maciza.

Todavía en 1487 se cobró Málaga y luego Vélez‑Málaga y muchos lugares de la costa. Al fin, en enero de 1492, la entrega de Granada y la victoria definitiva.

Los Mendoza, colaboradores constantes y esforzados en esta guerra, fueron largamente premiados por los Reyes. El Cardenal Mendoza recibió el grande marquesado de Zenete (en la diócesis de Guadix) y una magnífica casa de

La Serranía de Cuenca

 

Siempre habíamos oído decir que, lindando con los límites de nuestra provincia, existía un mundo de singularidad maravillosa, una especie de paraíso sin límites, verde siempre, húmedo, montuoso y bello en sus cuatro esquinas, que era la Serranía de Cuenca. Lo hemos querido comprobar y, recientemente, hemos realizado un viaje por esas latitudes, que están realmente próximas a nosotros, pues desde diversos lugares de Guadalajara puede accederse a ese entorno paisajístico y natural tan hermoso.

Bien desde las sierras del Alto Tajo, especialmente por Peñalén (a través de Cueva del Hierro) o por Peralejos de las Truchas (a través de la recién terminada carretera que le une con Tragacete), o bien desde la Alcarria a partir de Alcocer y Millana, entrando por Priego, e incluso directamente llegando (hoy se hace en menos de dos horas) a Cuenca capital. Todos los caminos de nuestra Región castellano‑manchega conducen hoy a la Serranía de Cuenca.

En ella no se sabe qué mejor ponderar. Saliendo de la capital, por una carretera magnífica, cómoda, y ya inmediatamente encajonada por los cantiles amarillentos y grises de la hoz del Júcar, se llega en pocos minutos al pueblo de Villalba, y desde él enseguida al Ventano del Diablo, un increíble paisaje en el que uno puede asomarse desde un auténtico balcón espacioso horadado por los siglos en la roca sobre las profundas, siempre verdes aguas del Júcar que cien metros más abajo corren silenciosas.

Más allá, subiendo la carretera siempre, se llega también enseguida al paraje más universalmente conocido de este entorno: la Ciudad Encantada de Cuenca, donde por el módico precio de 100 Pts. se puede entrar y gozar el día entero caminando por sus pinares y contemplado, arracimadas y como en un museo al aire libre, sus múltiples figuras: el «Tormo Alto», el «Perro», los «Barcos», el «Puente Romano», la «Cara del Hombre», el «Frutero» y tantas otras curiosas formaciones pétreas que le dan un aspecto único en el mundo. Siempre hay cientos de turistas y paseantes recorriendo sus caminos, olorosos a romero.

Siguiendo el camino de esta incomparable Serranía de Cuenca se llega a Uña, rodeada de montañas, y a la orilla de una idílica laguna de azules y límpidas aguas. El camino prosigue, y a la vera del río Júcar, retenido luego en algunos pantanos, los buitres contemplan al viajero desde los bordes inaccesibles de sus roquedales enormes. Se pasa por el pueblo de Huélamo, blanco como andaluz estancia, y alto y encrespado en torno a su roca del castillo. Un perfecto lugar para retirarse, piensa en viajero mientras su automóvil le lleva, veloz por la bien plantada carretera serrana, hasta Tragacete, donde casi se roca el final del viaje. Allí, tras repostar el organismo con una suculenta comida en el Hostal del Gamo, nos dirigimos al «Nacimiento del Río Cuervo», tan hermoso que parece preparado para la foto, para el vídeo, para quedarse allí a vivir en la soledad de las verdes praderas y los bosques rumorosos. Inenarrable la belleza del lugar. ¡Y tan cerca de Guadalajara…! Pues sólo unos escasos kilómetros la separan a esta Serranía de nuestra provincia.

El regreso a Guadalajara puede hacerse bajando por Tejadillos (con el curioso Monumento a la Madera de Torner), y por Poyatos, entre los escarpados paredones de la Hoz del río Escabas, otro de los entornos más impresionantes y desconocidos de esta parte de España, hasta Priego, lugar al que se entra a través de otro desfiladero increíble, la «Hoz de Priego», tan estrecha, que no se permite el paso de camiones por ese lugar. No cabrían.

Una buena idea, como la que hemos tenido nosotros hace escasas fechas, para cualquiera de estos domingos de incipiente primavera: una vuelta completa a la Serranía de Cuenca, en la que, además de lo reseñado, hay muchas otras cosas que admirar. Las «torcas», los paisajes de Cañete, el Parque Zoológico del Hosquillo, poblado de especies animales en libertad, entre ellas los osos… y mil y un detalles de inolvidable hermosura.

La igleisa parroquial de Algora

 

Después de las obras faraónicas que han supuesto la creación sobre las parameras de la Alta Alcarria de una autovía hacia Aragón, la localidad de Algora (que antes sufría el calvario de verse traspasada en su mismo centro por la carretera nacional) ha quedado libre y señora de sí misma. Silenciosa y amable como nunca. Ello nos permite, quizás mejor ahora, volver a visitarla y recorrer con parsimonia sus monumentos: la picota del siglo XVIII, gorda y bien tallada sobre la piedra arenisca; la ermita del Cristo, con su escudo heráldico que muestra las cinco llagas del Señor chorreando; y, por supuesto, la iglesia parroquial, una de las mejores que gobiernan el horizonte de esta parte de la Alta Alcarria, fría y atenazante en invierno, amable y paradisíaca en verano.

El templo mayor de Algora es una obra colosal del siglo XVI. Está dedicado a San Vicente. Toda su estructura es en piedra, al menos en su fundamento exterior, y está rehecha sobre una antigua iglesia de corte románico, de la que únicamente se salvó el muro occidental, el que tenía la espadaña con dos vanos de campanas, y que fue utilizado para alzar sobre él la nueva torre de los comunitarios sones. Es, como digo, obra solemne y de envergadura, de grandes dimensiones, sus muros alzados con sillarejo que se convierte en fino sillar por las esquinas y cornisas.

La distribución es la clásica: sobre los muros se realzan contrafuertes que reflejan la disposición interior de tramos en la nave. En el muro de mediodía, y a la altura del primer tramo, se sitúa la puerta de entrada, que es un ejemplar sencillo pero muy equilibrado y hermoso del arte manierista, ese renacimiento ya caduco que sólo ofrece de las primeras galas la pureza de las líneas y una aventura de falsas fuerzas entre columnas y entablamentos. El arco de acceso es semicircular, y se escolta de pilares adosados y remates adintelados, todo pulcro y elegante.

La torre es muy elevada, y en lo alto, a los cuatro puntos cardinales, se abren los vanos por donde sale el sonido de las campanas, que fueron fabricadas (las que hoy funcionan) en el siglo pasado. Sobre el muro, y curiosamente dispersas las sílabas, con elegante letra romana, aparece tallado el siguiente nombre: LO / PEZ / DE / AL / BA / RADO, uno de los maestros de obras o diseñadores que planeó y dirigió la reforma de la iglesia en los últimos años del siglo XVI.

En esta torre merece admirarse su caja de escalera, tallada en sillar con perfecta estructura de caracol y eje central, y un remate superior en forma de bóveda piramidal con cupulilla nervada y pequeños capiteles. Se parece mucho a la que hay en Imón.

El interior del templo es de una sola nave, dividida en tres tramos, con un espacio a los pies, muy estrecho, sobre el que se alza el coro, y otro a la cabecera, también estrecho y sin ensanchamiento de tipo crucero, para el presbiterio. Es de un corte bastante primitivo este espacio sacro, similar a las primeras iglesias del plateresco (Recordar San Juan de los Reyes, la capilla Real de Granada, etc.) pero de mucha más sencilla apariencia. Las bóvedas son de crucería, nervadas, formando diversos dibujos con cruces cubiertos por medallones en los que se pintaron estrellas, y elementos geométricos varios.

Este templo sufrió un incendio y destrozo sistemático durante la Guerra Civil española en 1936, de tal modo que luego hubo de ser restaurado con el esfuerzo y dineros de todos los vecinos, cubriendo sus hundidas bóvedas y arreglando lo poco que quedó de bienes muebles. El retablo, que era de tipo barroco, con columnas salomónicas, no dejó ni la memoria gráfica.

En una capilla lateral, adosada en tiempos más recientes sobre el muro norte del templo, queda una mesa de altar en la que se ve un escudo de armas, al estilo italiano, sostenido por dos angelillos y ofreciendo como símbolo un brazo armado que sostiene un látigo.

Aunque damos adjunto el esquema de la planta de este templo, y una vista del mismo, recomendamos a nuestros lectores que vayan a verlo, pues es sin duda hermoso y digno, especialmente por su situación en lo alto del pueblo, rodeado de un amplio atrio descubierto y bordeado de barbacana, al que se entra a través de un portón de semicircular vano. En ese espacio estuvo el cementerio hasta el siglo pasado en que se trasladó como tantos otros al camposanto fuera de poblado.

En cuanto a los autores de esta maravilla arquitectónica, podemos colegir que fueron los maestros de obra Juan Carrera «el Viejo» y Lope Sanz de Alvarado. Eran montañeses de Haza (Santander) que, como tantos otros paisanos, recorrían Castilla construyendo templos. Levantaron esta iglesia en la segunda mitad del siglo XVI, y todavía en 1603 el Concejo de Algora debía dinero a sus herederos. De Carrera sabemos que trabajó desbastando piedra en El Escorial, y también participó en la iglesia de San Gil de Molina y en algún otro templo de Medinaceli. De Alvarado, solo el nombre nos queda puesto en la torre y en los documentos que prueban haber sido esta pareja los constructores de tan hermoso templo, que ahora te invito, amigo lector, a visitar cuanto antes.

Ojalá puedas hacerlo antes de que una parte del mismo se venga abajo, pues en el costado meridional de la torre han aparecido amplias y peligrosas grietas que están posibilitando, en estos últimos inviernos, el que entre agua por ellas y se vaya resintiendo la estructura y muros de esa zona. Una pena, porque merecería estar siempre lustroso y bien trabado. Es posible que dentro de poco, y gracias a los esfuerzos que los vecinos y simpatizantes de Algora están haciendo, se remedie con las necesarias obras este inicial mal, y su templo mayor quede, como durante siglos ha sido, brillante y altivo sobre los limpios campos de la Alta Alcarria.

La iglesia parroquial de Tierzo

Interior de la iglesia parroquial de Tierzo

 

En el día frío de otoño, que por las alturas molinesas es soleado pero lleva cuchillos en las esquinas, nos hemos acercado hasta el enclave de TIERZO, medio perdido entre los cerros en que la Paramera se funde con la Sierra. Y allí hemos podido admirar, en compañía de sus gentes amables y hospitalarias, la maravilla de su iglesia parroquial dedicada a la Asunción de María, una auténtica maravilla que aún está por descubrir para tantos y tantos de nuestros paisanos que gustan de viajar por la provincia y encontrar edificios singulares y obras de arte si par.

En Tierzo están todos estos condimentos juntos, y así ocurre: que sale un guiso único, espléndido. Lástima que reste aún por hacer algunas obras de afianzamiento que indudablemente necesita el templo, pues no hace mucho se le retejó entero, salvando su progresiva ruina, pero ahora ofrece una serie de grietas en el muro meridional que requerirá un arreglo, siquiera sea mínimo.

Pero vayamos al grano. Lo que trae al visitante hasta Tierzo, aparte de contemplar, ya de paso, la casona de la Vega de Arias y el conjunto de edificios de las Salinas de Almallá, en el mismo término, es contemplar, por dentro y por fuera, esta iglesia de la Asunción, con mucho la mejor de todos los alrededores.

Es obra del siglo XVI, sin duda. Posiblemente tuvo templo románico, como en el cercano lugar de Teroleja. Pero en época de mejores posibles, se rehizo por completo. Así ocurre que se encuentra el templo totalmente orientado, con el ábside hacia levante y la espadaña a poniente. En el primero está la cabecera y en la segunda los pies del templo. La portada y acceso, por supuesto, hacia mediodía abiertos. Y el muro norte, totalmente cerrado, protegido de los vientos fríos.

La espadaña es muy alta y arriba ofrece dos huecos para las campanas. Delante de la puerta hay un pequeño atrio descubierto, en cuesta. Y el portón de acceso consiste en un vano de arco semicircular con sencillas molduras. Ningún otro detalle aparece al exterior que haga suponer la riqueza que hay dentro.

Es de nave única, alargada, dividida en cuatro tramos por arcos formeros que apoyan sobre pilares adosados a los muros. La bóveda que los cubre es de medio cañón, no muy acentuada, excepto en el tramo primero, el que cae delante del presbiterio, que es un ámbito cuadrado cubierto de gran cúpula semiesférica apoyada sobre pechinas. El presbiterio, en fin, o ábside, al modo de los románicos es un espacio muy pequeño y estrecho, cubierto de simple bóveda de crucería, que da cabida exclusivamente al altar mayor.

En la nave, son de destacar las barrocas molduras que corren por el arranque de la bóveda, sobre las que bajo cada arco formero aparece la cabeza de un angelote. En el centro de cada tramo de bóveda, y entre molduras barrocas, surge una tabla con una pintura de apóstol, en trazos populares y vivos colores, muy curiosas. Son concretamente San Bartolomé, San Juan y San Pedro con sus respectivos atributos los que aparecen. En la bóveda semiesférica del primer tramo, además de múltiples adornos también barrocos, aparecen los cuatro evangelistas en las pechinas.

Los muros del templo de Tierzo están completamente llenos de altares. El mayor es especialmente singular. Es obra del siglo XVII, y ofrece un buen repertorio de tallas de la época. En la calle central, lo mejor es sin duda la escena de la Natividad de María, en altorrelieve sobredorado. Encima hay una pintura, no mala, representando la entrega por la Virgen de la Casulla a San Ildefonso. Y por las calles laterales aparecen San Juan Bautista, San Roque, San Antón y San Pedro. En la alto, dos imágenes muy antiguas de San Juan Evangelista y la Virgen María.

Además hay otros cuatro interesantes altares barrocos distribuidos por la nave única, cargados de adornos, de tallas antiguas, de un amplio repertorio, en suma, que hacen de este templo un auténtico museo, especialmente llamativo si se observa desde la altura del coro, puesto a los pies de la nave.

Tiene además otros elementos que la hacen visitable a esta iglesia. Uno de ellos es el curioso cuadro representando a los «capirotes de Tierzo» que, a modo de ex‑voto o popular estampa sobre lienzo, existe en la sacristía. Es una representación ingenua pero vívida de la romería que antiguamente, y en ofrenda por haber salvado de una peste maligna, hacían todos los de Tierzo hasta el barranco y ermita de la Hoz, en el río Gallo, vestidos con largas túnicas blancas, capirotes sobre la cabeza, descalzos la mayoría y con una vela en la mano, allá por el mes de Junio, hasta la ermita de la patrona del Señorío. Ya no se hace, porque quedan pocos vecinos, y porque los aires que ahora corren no animan a tamañas manifestaciones. Pero el recuerdo ahí queda, vivo y palpitante.

Es, pues, este de Tierzo, un monumento que aún está por descubrir. Para quienes no temen los kilómetros ni el frío de las alturas, pueda ser ésta una buena excursión en este próximo fin de semana. Para cuantos, de una manera u otra, apuntan las cosas que tiene nuestra provincia, haciendo de ella un verdadero relicario del arte, es este otro elemento a tener muy en cuenta. Para el que, incluso, no sería excesivo su declaración como edificio singular, monumento de interés cultural o alguno de esos calificativos administrativos que ahora se le ponen a los edificios que, como el templo mayor de Tierzo, tienen solera, calidad y detalles.

En el cuarto centenario de la muerte de la Princesa de Éboli

 

Este año que ahora comienza tiene, entre otros varios, un interesante motivo de aniversario por parte de cuantos aprecian el rico acervo cultural de Guadalajara: se cumplirá, exactamente el día de la Candelaria de este año, el cuatrocientos aniversario de la muerte de la Princesa de Éboli, ocurrida entre los muros de su palacio mayor de Pastrana.

Después de una vida plena de emociones, de amores intensos, de multitud de partos, de viajes e intrigas, el rencor del Rey Felipe II encerró a esta bella mujer entre las cuatro paredes de su propia casona, situada en la plaza mayor de Pastrana (que hoy ha recogido el tradicional nombre de «Plaza de la Hora» en recuerdo de la que la princesa pasó, cada día, asomada a su ventana más alta) y allí murió, triste y abatida, acompañada exclusivamente de su hija Anichu y algunos carceleros.

De doña Ana de Mendoza y de la Cerda, que era su nombre completo y real, se ha escrito muchísimo. Todos han querido expresar su admiración por esta figura tan singular de nuestra historia, que, sin intervenir directamente en ninguna acción del agitado siglo XVI español, y con la sutileza y silencio propio de las mujeres, tuvo mucho que ver en los rumbos de la alta política. Gregorio Marañón, al escribir su Antonio Pérez hizo un análisis magistral de doña Ana. G. Muro escribió una biografía muy completa aunque falta de análisis psicológico, de esta figura. Y la irlandesa Kate O’Brien finalmente ha realizado un análisis, novelado, en su libro Esa Dama, que no sólo entretiene, sino que emociona, pues con toda la profundidad que el análisis de un personaje histórico requiere, pero también con la elegancia y el ritmo de una gran escritora, ha sabido darle la verdadera dimensión a esta mujer que figura, por derecho propio, en las páginas más principales de la historia de Pastrana y de la Alcarria toda.

Perteneciente a la linajuda familia de los Mendoza de Guadalajara, doña ana de Mendoza y de la Cerda nació en Cifuentes el año 1540. Era su padre don Diego de Mendoza, príncipe de Mélito y duque de Francavilla, descendiente directo del segundo de los hijos del gran Cardenal Mendoza. Educada en un ambiente de piedad cerrada por su madre, doña Catalina de Silva, hermana del conde de Cifuentes, fue casada muy joven, a los doce años, con Ruy Gómez de Silva, personaje de origen portugués que alcanzó enseguida el grado de secretario real con Felipe II.

Por adquisición del señorío de Pastrana y su tierra, en 1569, fue distinguida, junto a su marido, con el título de duquesa de Pastrana, lo que la introducía en el estrecho círculo de la grandeza de España. También tuvo (y por él es más conocida) el título de princesa de Éboli, que lo usó en calidad de consorte, pues era don Ruy quien lo había recibido. La ciudad de Éboli se encuentra en el sur de Italia.

Doña Ana de Mendoza consumó su matrimonio con Ruy Gómez en 1559, teniendo 10 hijos de su marido. De entre ellos, destaca el primogénito don Rodrigo, pendenciero y buen soldado en Flandes y Portugal. Otro fue don Pedro González de Mendoza, que hizo la carrera eclesiástica, escalando notables puestos. Su hija más querida, doña Ana, ingresaría monja carmelita en el convento de esta Orden en Pastrana, que fundaron sus padres junto a Santa Teresa.

La princesa de Éboli, junto a su marido, protegió notablemente la Reforma carmelitana que estaba llevando a cabo la madre Teresa de Jesús. Hasta tal punto, que la facilitaron terrenos y ayudas para fundar y levantar en Pastrana dos conventos, uno de monjas (la Concepción) y otro de frailes (San Pedro), trayendo a la famosa monja abulense a participar en la ceremonia de la fundación. Esto ocurría en 1569, y poco después, al morir don Ruy en 1573, doña Ana decidía meterse monja en la Concepción, provocando desde entonces tales problemas y escándalos que la madre Teresa decidió sacar a sus monjas de aquel escenario y abandonar la población.

Aunque ha sido muy modificada por la leyenda, tuvo la vida de doña Ana un denso, y triste, destino aventurero. Su arrebatadora belleza (a pesar de llevar el ojo derecho cubierto por un parche según dice la leyenda) y su indudable encanto, consiguieron enamorar tanto al secretario real Antonio Pérez como al mismísimo rey Felipe II. Mezclada en las intrigas que llevaron a enemistar mortalmente a estos dos hombres, ó quizás por su negativa a cumplir cualquier deseo del rey, el caso es que fué perseguida y encarcelada por la justicia real: primero en Santorcaz, luego en Pinto, y finalmente en Pastrana, donde vivió sus últimos años encerrada en unas habitaciones de la torre oriental de su palacio, y muriendo allá en 1592, a los 52 años de edad.

En esta ocasión centenarial, sería lógico y deseable que se hiciera alguna conmemoración sonada de esta figura. Es esa la mejor forma de hacer revivir los recuerdos, de dar a conocer a los personajes, de hacerlos actuales y revitalizados entre todos. Por parte del Ayuntamiento de Pastrana, siempre atento a los estímulos culturales que lógicamente surgen a raudales de su intensa historia, es lógico que se haga algún acto, semana conmemorativa, etc., quizás para el próximo verano. Por parte de la Diputación Provincial y su Institución «Marqués de Santillana» también sería deseable que se organizaran actos o se materializara en un recuerdo literario, representaciones teatrales, publicaciones, etc. E incluso por el lado que a la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha le toca, en esos macro‑programas culturales que prepara por temporadas, no estaría de más que se le dedicara un recuerdo a esta mujer tan singular y representativa de nuestra tierra.

Esperaremos y, en nuestra humilde parcela de voceros de la historia, la recordaremos en alguna otra ocasión. Hoy ha quedado reseñado su recuerdo, y el aviso concreto de que ya, dentro de un mes (la Candelaria es el 2 de febrero, para los que no lo supieran) se cumplirá este entrañable centenario alcarreñista.