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marzo, 1988:

El castillo roquero de Zafra en Molina (II)

 

Veíamos la pasada semana en estas mismas páginas, la historia densa de aconteceres, dilatada en el tiempo y atrayente con fuerza, del castillo o fortaleza roquera de Zafra, situado en el término municipal de Campillo de Dueñas, en el Señorío de Molina. Terminábamos lamentándonos de su progresivo deterioro y pérdida de su primitiva estampa, rescatada en gran modo por su actual propietario, el Sr. Sanz Polo, en el transcurso de los últimos años.

Sin embargo, hoy todavía tiene Zafra una estampa singu­lar y espléndida, merecedora de una visita pausada, seguros de adquirir para la memoria y el gusto una imagen de verdadera evocación guerrera y medieval, como si el sonido todavía vigoroso de las armas y los gritos de guerra llegara tamizado por la limpia atmósfera de aquella altura. Puede llegarse hasta el castillo, en época seca, a través de caminos en regular estado, desde Hombrados, Campillo de Dueñas o Castellar de la Muela. A 1400 metros de altitud, en la caída meridional de la sierra de Caldereros, sobre una amplia sucesión de praderas de suave decli­ve se alzan impresionantes lastras de roca arenisca, muy erosio­nadas, que corren paralelas de levante a poniente. Sobre una de las más altas, se levantan las ruinas del castillo de Zafra, reconstruido hoy sobre los restos que los siglos habían ido derruyendo y respetando.

La roca sobre la que asienta fue tallada de forma que aún acentuara su declive y su inexpugnabilidad. En la pradera que la circunda solamente quedan mínimos restos de construcciones, que posiblemente pertenecieran a muralla de un recinto exterior utilizable como caballeriza, patio de armas o mero almacén de suministros. En lo alto del peñón vemos el castillo. Debe subirse a él por una escalera de madera que el actual propietario ha puesto para su uso. Hace unos años, la única forma de acceder al castro era a base de escalar la roca con verdadero riesgo.

Sabemos que en tiempos primitivos, cuando los condes de Lara lo construyeron y ocuparon, Zafra tenía un acceso al que se calificó por algunos cronistas como «de gran ingenio y traza». Ningún resto queda del mismo, pero es muy posible que estuviera en el extremo occidental de la roca, y que mediante la combina­ción de escaleras de fábrica, quizás protegidas por alguna torre, y peldaños tallados en la roca, pudiera accederse a la altura.

Una vez arriba, encontramos un espacio estrecho, alar­gado, bastante pendiente. Los restos que sobreviven nos dan idea de su distribución. Queda hoy parte de la torre derecha que custodiaba la entrada por este extremo. Fuertes muros de sillare­jo muy basto, con sillares en las esquinas, y los arranques de una bóveda de cañón. A mitad del espacio de la lastra, surgen los cimientos de lo que fue otra torre que abarcaba la roca de uno a otro lado, y que una vez atravesada, permite entrar en lo que fuera «patio de armas», desde el que se accede a la torre del homenaje, que, hoy reconstruida en su totalidad, y a través de una escalera de piedra adosada al muro de poniente, nos permite recorrerla en su interior, donde encontramos dos pisos unidos por escalera de caracol que se abre en el espesor del muro de la punta de esta torre, de planta hexagonal irregular. Aún nos permite la escalera subir hasta la terraza superior, almenada, desde la que el paisaje, a través de una atmósfera siempre limpia y transparente, se nos muestra inmenso, silencioso, evocador nuevamente de antiguos siglos y epopeyas.

Para quien se anime a visitar la fortaleza de Zafra, le recomendaría no intentar llegar en épocas de lluvias, ni cuando el terreno esté blando. El mejor camino es el que parte desde Hom­brados, y es preferible preguntar antes en el pueblo, recomendán­dose hacer el trayecto a pie (una jornada entera para la ida, la visita, y la vuelta), en vehículo «todo‑terreno» o en automóvil de turismo con las precauciones de rigor. La posibilidad de visitar el interior de la torre está en función del contacto previo con su propietario, D. Antonio Sanz Polo, miembro de la Asociación Española de Amigos de los Castillos, y siempre dispuesto amigablemente a mostrar «su castillo» a quien se lo solicita.

El castillo roquero de Zafra en Molina

 

Sobre el páramo de Molina existen un número abundante de fortalezas medievales. Puestas estratégicamente por sus primi­tivos señores, los condes de Lara, unas veces como defensa del territorio, en sus fronteras, y otras como lugares de habitación, de residencia habitual o de descanso. Una de estas fortalezas, antigua como la historia del hombre, pero reedificada y acondi­cionada por los señores de Molina, es la de Zafra.

Aunque a veces, en determinadas épocas húmedas del año, es difícil llegar hasta el pie de este castillo, quien consigue ponerse frente a él queda siempre sorprendido de lo bellísimo de su estampa, de la ferocidad que sus rocas y sus muros, sus alme­nas y especialmente su torreón valiente muestran ante el especta­dor atónito.

La antigüedad de Zafra es mucha. El actual poseedor del castillo, el culto Sr. Sanz Polo, enamorado de esas viejas pie­dras hasta el punto de haberse dejado en ellas y en su reconstrucción toda su fortuna, ha realizado a lo largo de los años una serie de interesantes descubrimientos, que vienen a mostrarnos la secuencia poblacional de este edificio, para el que no existe duda en achacarle la edad que tenga el hombre sobre estos altos términos molineses.

La cultura del bronce y la del hierro han dejado sus huellas en algunos elementos, como restos de cerámicas, hallados en algunas cavidades de la roca, y en las proximidades del cas­tro. Ello hace incuestionable la afirmación de que ya utilizaron esta atalaya rocosa los celtíberos que desde varios siglos antes de nuestra Era poblaron densamente las tierras de la orilla derecha del Ebro. Pero además es seguro que los romanos se sirvieron de este punto fuerte sobre la paramera molinesa, pues en el espacio central o patio de armas de la fortaleza, se han encontrado excavando algunos elementos constructivos que dicen sin duda que también los invasores latinos tuvieron aquí un punto fuerte.

De forma similar, y siempre por vestigios mínimos, inteligentemente interpretados por su excavador y propietario, podemos afirmar que los visigodos y los árabes ocuparon esta fortaleza. Los últimos fueron quienes elevaron parte de lo que sería luego un castillo auténtico. Y aquí sin duda residieron los moros molineses (con sus reyezuelos sufragáneos del monarca taifa de Toledo) en los últimos años de su dominio del territorio.

Una vez que esta comarca fue conquistada por los reinos cristianos del norte, en 1129, Zafra quedó primeramente en poder del rey de Aragón, quien puso a la fortaleza entre los términos del recién creado Común de Villa y Tierra de Daroca, establecien­do la torre de Zafra como uno de los puntales defensivos más efectivos de su territorio por el sur, frente al todavía concreto peligro de los moros conquenses. Pero el señor de Molina, el conde don Manrique de Lara, en pleno proceso de consolidación de su territorio, reclamó a Ramón Berenguer la fortaleza, que este le entregó sin problemas. Así, en la descripción del territorio de Molina que se hace en el Fuero promulgado por su señor en 1154, aparece el castillo de Zafra nombrado como el más importan­te y querido de todo el Señorío, después de la fortaleza de la capital.

La construcción del castillo, tal como hoy lo vemos y comprendemos, procede de la época de los primeros señores moli­neses, esto es, de la segunda mitad del siglo XII y primera del XIII. En esos momentos, los Lara de Molina se aprestan a consoli­dar su fuerza sobre uno de los territorios en los que su autori­dad es total e indiscutida. Levantan fortalezas por todas las fronteras de su señorío, con un plan premeditado y coherente. Es, sin embargo, la de Zafra, una de las más queridas, preciado bastión en el que se considera, desde el punto de vista de la época medieval en que se reconstruye, su inexpugnabilidad y su valor estratégico máximo.

El principal suceso histórico acaecido en Zafra tiene mucho que ver con el destino de la dinastía de los Lara moline­ses. El tercer señor del territorio, Gonzalo Pérez de Lara, cometió una serie de desmanes en zonas próximas a su señorío: concretamente entró en tierras de Medinaceli, devastando algunos pueblos. Otros señores de Castilla, coaligados con él, comenzaron a castigar territorios reales, con el objeto, al parecer, de levantar rebelión contra el monarca legítimo, y a favor de Alfon­so IX de León.

Fuera por ello, fuera también porque al Rey castellano Fernando III le pareciera demasiada la autonomía de que gozaban los Lara en Molina, el caso es que desde Andalucía donde se hallaba movió su ejército hacia la altura castellana, y en pocas jornadas entró en Molina y puso finalmente cerco a la fortaleza de Zafra, donde al ver lo que se avecinaba se refugió el conde molinés acompañado de su familia, su reducida corte y sus domés­ticos ejércitos. Ocurría esto en 1222, y durante unas semanas el Rey castellano presentó la batalla sin que el molinés pudiera hacer otra cosa que resistir en lo alto de su inexpugnable bas­tión.

Cuando el cerco, en el que Fernando III empleó su paciencia a fondo, hizo mella en las reservas del molinés, éste finalmente se rindió, y mediante los buenos oficios de doña Berenguela, madre del monarca, ambas partes acordaron una salida al conflicto, conocida en los anales históricos como la «concor­dia de Zafra». En ella se establecía que el heredero del señorío, el primogénito de don Gonzalo, quedaba desheredado (y así le llamaría luego la historia a Pedro González de Lara), siendo proclamada heredera la hija del molinés, doña Mafalda, quien se casaría con el hermano del Rey, el infante don Alonso, y de este modo la intervención de la Corona de Castilla se hacía un tanto más efectiva sobre los asuntos del rebelde señorío de Molina.

Aun se dieron algunas otras batallas y escaramuzas guerreras a la sombra de la fortaleza de Zafra. En el siglo XIV, con ocasión del alzamiento de todo el señorío molinés contra Enrique II de Castilla, tras haberlo entregado éste en «merced» a su capitán mercenario Beltrán Duguesclin, los molineses se entre­garon al rey de Aragón Pedro IV, y éste, después de combatirlo, lo arregló y puso por alcaide a Ximeno Pérez de Vera.

También en las guerras civiles del siglo XV, la forta­leza enriscada de Zafra siguió teniendo una importancia capital en la estrategia del control de aquellos territorios cercanos a Molina, siempre importantes por ser los caminos naturales de paso entre Castilla y Aragón. Enrique IV entregó Molina en señorío a su valido Beltrán de la Cueva, lo cual provocó nuevamente una guerra de rebeldía de las gentes de la comarca contra el señor impuesto. Lo mismo ocurrió cuando Castilla se enredó en luchas intestinas al compás de la cuestión de la Beltraneja y el intento de conquistar el reino por parte de Alfonso V de Portugal. En la fortaleza de Zafra, su mítico alcaide don Juan de Hombrados Malo defendió contra unos y otros el castillo a favor del monarca legal, hasta que en 1479 lo entregó a los Reyes Católicos, quienes en premio otorgaron la alcaidía de Zafra, durante largas generaciones, a esta misma familia.

Todavía en el siglo XVI se tenía a Zafra como un casti­llo de los más fuertes del reino. Si no de los grandes, al menos contaba entre los más fuertes, y asombraba a todos por lo difícil de su acceso, lo ingenioso de su entrada, y la capacidad que en determinado lugar (hoy desconocido para nosotros, pero quizás en el interior de la roca) tenía para albergar a más de 500 hombres. Poco a poco fueron cayendo sus piedras, desmoronándose sus mura­llas, desmochándose sus torreones, y borrándose los límites de sus cercas exteriores. En la próxima semana, analizaremos con el detalle que merece la descripción de este interesante castillo molinés.

Recuerdos de Guadalajara de anteayer

 

Estoy seguro que a muchos de mis paisanos lectores les gusta a veces identificar aquellos lugares por donde pasan habi­tualmente con los hechos ocurridos en tiempos pasados. Quizás sea ésa una forma de sentirse, aunque sea fugazmente, parte de la historia, y dar así una nueva dimensión, como más honda e impor­tante, a su vida. Lo intentaremos hoy haciendo un breve viaje por algunos lugares de la Guadalajara de anteayer, aquella que no llegó a conocer ninguno de los que hoy ocupa el mundo de los vivos, pero que todos hemos oído alguna vez hablar de estos lugares, a los que sin dificultad puede identificarse y evocarse.

Nos ayuda a esta empresa un libro magnífico que hace muy poco tiempo ha sido reeditado por la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, y que salió a luz por vez primera en 1845: se trata del Diccionario Geográfico‑Estadístico‑Histórico de España y sus posesiones de Ultramar, redactado en su conjunto por Pas­cual Madoz, referido a todos los pueblos y lugares de España. De esta magna obra, hemos leído las páginas referentes a Guadalaja­ra, a nuestra ciudad, y de ese modo hemos rememorado algunos lugares que estaban vivos en la primera mitad del siglo XIX, y que hoy, por la veleidad caprichosa de las circunstancias y los hombres, han devenido en recuerdos.

Cuenta Madoz, en lo referente al edificio del Ayunta­miento, que se encontraba como hoy presidiendo la Plaza Mayor de la ciudad, que hasta poco antes habían llamado cariñosamente «el corral de Santo Domingo» todos los arriacenses, que era un edifi­cio muy antiguo, que había sido edificado (quiere decir reedifi­cado) en 1585 por orden del corregidor Castillo de Bobadilla. Para el geógrafo estas «Casas Consistoriales» de Guadalajara llamaban más la atención que el Palacio del Infantado, que por entonces debía estar tan viejo y abandonado que daba pena verlo. Pero el Ayuntamiento, mimado por la Administración Central y con fondos públicos progresivamente abundantes, era un gran edificio que en su fachada presentaba dos gruesos torreones rematados en sendos chapiteles (al estilo del actual Ayuntamiento de Madrid) con una galería doble, corrida, entre ellos, con arcos y capite­les de orden jónico en sus dos pisos. Sin duda alguna, más bello que el actual, que es un pastel seudorrenacentista diseñado a fines del siglo XIX. El antiguo tenía una sala de sesiones de 47 pies de longitud y 17 de ancho, con un artesonado, y luego diver­sos salones y despachos para el alcalde, secretario, comisiones y porteros, «todo con bastante comodidad y desahogo», teniendo en la planta baja el Cuartel de la Guardia Civil, capaz para alber­gar 20‑30 de estos individuos más cuadras suficientes para las caballerías.

Otro de los edificios espléndidos de la Guadalajara de principios del siglo XIX era el «Teatro Principal», que se cons­truyó en el solar que había dejado libre la iglesia de San Nico­lás al ser derruida, y que hoy ocupa el Banco de España. Allí se alzaba, majestuoso, en el centro del burgo, el Teatro, que había sido terminado en 1842, y que ofrecía una fachada de cal y canto, guarnecida y pintada, con tres grandes puertas surmontadas de otras tantas ventanas cuadradas, más otro piso más alto con cinco ventanas, y rematando la fachada con un frontón en cuyo centro aparecía el Escudo de armas de la ciudad, rodeado de diversos «emblemas alusivos al arte declamatorio y a la música», acompaña­do todo de una inscripción en letras de bronce en la que se leía «Ayuntamiento Constitucional Año de 1842».

El interior de este Teatro Principal tenía forma de ancha herradura, con dos órdenes de palcos alrededor del patio de butacas, y una galería o tertulia. En el centro se encontraba el palco presidencial, lujosamente adornado y amueblado con cómodos sillones. La embocadura del escenario estaba formada por un arco sostenido de sendas columnas de orden corintio, y sobre el muro numerosas decoraciones pintadas originales del artista Benito Diana. De aquella sala donde tantas veces los dramones del roman­ticismo hispano de mediados del siglo XIX se representarían para emoción y delirio de los arriacenses, no queda hoy sino la sombra nostálgica y un patio de operaciones pecuniarias del Banco de España.

En esa Guadalajara de anteayer había menos plazas y menos parques que hoy, es indudable, pero los que había eran más recoletos e íntimos, más dedicados a que las gentes, a la sombra de sus arboledas, pasearan y se dijeran palabras como arrullos. Madoz nos dice que eran cuatro las plazas que Guadalajara tenía. La de la Fábrica estaba frente al palacio del Infantado y la Academia de Ingenieros, y había sido sufragada por la Diputación Provincial, en 1839, con objeto de que muchos parados que por efecto de la Guerra Civil (la primera carlista) habían debido salir de sus pueblos, encontraran medio de subsistencia adecuado. Estaba poblada de acacias, rosales y moscones, formando cinco calles con sus correspondientes bancos o asientos de piedra.

Las otras plazas eran las de San Nicolás, construida frente al Teatro Principal (lo que hoy denominamos «el Jardini­llo»), que en 1830 mandó construir el corregidor o intendente don Juan José de Orué, y que además de algunos pocos rosales mostraba acacias, álamos negros y otros árboles con un trazado irregular, teniendo una fuente en uno de sus extremos. Otra plaza llamaban del Jefe Político, y se encontraba en lo que tradicionalmente se llamó plaza de Beladíez, correspondiendo a la zona que hoy se halla entre el Colegio de las Francesas y la portada trasera de la Diputación Provincial. Esta plazuela, adornada con tres hile­ras de acacias, fué construida por el Jefe Político (así se denominaba entonces al Gobernador Civil) don Pedro Gómez de la Serna, en 1835, y sobresalía por la elegancia de sus bancos, que eran de asiento de piedra y respaldos de hierro forjado. Final­mente, la plaza de Santo Domingo, abierta delante de la iglesia de San Ginés (antiguo convento de dominicos), fue construida por el Ayuntamiento en 1822, siendo dotada de un amplio salón y 3 pequeños paseos bordeados de árboles y bancos de piedra, gozando en todas las estaciones de la visita nutrida de los arriacenses, que lo tenían por el más amplio paseo de la ciudad. Recuerdos todos de una Guadalajara que, inexorablemente, ha ido cambiando al ritmo de los tiempos.

El castillo de Guijosa

 

Son estas líneas un intento de información sobre un monumento, y al tiempo un ejercicio de memoria, que procura alimentar la nostalgia inacabable del autor. Porque a Guijosa llegó un día de invierno, el cielo y la tierra fundidos en un abrazo frío y húmedo, las calles del pueblo desiertas y cuajadas de copos cayendo locos y aterrados, sin música ni partitura siquiera, esperando todos que se produjera la declaración que bullía en sus órbitas, y que no llegó porque la soledad fría de los páramos seguntinos no es ámbito para el amor, sino para la muerte.

Esa muerte que se pinta, violenta y dura, en la silueta del castillo de Guijosa. Hasta él puede llegarse desde la capital de la comarca, desde la episcopal Sigüenza, por una carretera errabunda y solitaria que deja ver la distancia opaca del alto valle del Henares. En el pueblo, silencio total. Las puertas cerradas, los canalones de los tejados abiertos echando agua, y presidiéndolo todo con su sombría y parda coyuntura, el ruinoso castillo que  fue levantado, en el remoto siglo XIV, por don Iñigo López de Orozco, uno de los terratenientes más poderosos que ha tenido la tierra de Guadalajara a lo largo de las pasadas centurias.

Si al parecer fué dueña de Guijosa doña Beatriz, reina de Portugal e hija de doña Mayor de Guillén, la amada de Alfonso X el Sabio; o lo fue el infante don Juan Manuel, escritor y guerrero, español por los cuatro costados, hoy no queda constancia documental de ello. La pertenencia a los Orozco queda probada por el escudo en piedra tallado sobre lo que fuera portalón de entrada al castillo. Muy desgastado por tantos inviernos cernidos sobre el cascote de arenisca, aún se ve el campo español centrado de una cruz floreteada escoltada de cuatro lobos colmados de asombro, con la bordura repleta de las cruces de San Andrés que prueban la participación de su propietario en la conquista de Baeza. Es la enseña heráldica de los Orozco, constructores de aquella monumental «casa».

Fueron luego los marqueses y duques de Medinaceli, terratenientes de aquellos fríos páramos que cubren entrambas Castillas, quienes se instalaron señores de Guijosa, de su castillo que siempre tuvieron por «casa fuerte» y al que nunca dieron otro cometido que albergar servidores, alcaides cómodos y algún que otro caballo restableciéndose de alguna herida. Lejos de sus palacios de Sevilla o de Cogolludo, los Medinaceli no supieron de aquella posesión sino por los recados de sus propios, que les pedían dineros para arreglarlo. Sería en alguna de esas guerras terribles y reincidentes que, con diversos nombres, han enfrentado entre sí a los españoles, la que acabaría con su silueta valiente, y le dejara en la triste figura en que hoy, desde la distancia, se ofrece a los viajeros.

Para García Marquina, escritor de versos, de viajes y de epopeyas castilleras, sería este de Guijosa el castillo que escogiera para cultivarlo en una repisa de su biblioteca, como si fuera un «bonsái». A mí me pareció un catafalco enorme, húmedo, lleno de grietas y de almenas valientes. Sin música pero con sonidos múltiples. Ahogado pero con voz propia. En perenne paradoja Guijosa se arrepiente de existir, y el alcázar que nunca fué, según los papeles, otra cosa que una «casa», ofrece hoy a los viajeros que hasta él llegan la planta cuadrada, los torreones semicirculares adosados a las esquinas, las voladas cornisas y las almenas puntiagudas. Murallones herméticamente cerrados, y en el interior una torre también cuadrada, con entrada a la altura del primer piso. Tendría estancias, chimeneas y escaleras interiores, pero todo se hundió con el paso de los siglos, y ha quedado solo el cascarón exterior, que no es poco.

No tuvo Guijosa recinto exterior, y en torno a la fortaleza actual hubo un pequeño foso ya relleno. Dentro de él se dieron las escenas más simples de la vida rural. Nunca batalla, ni torneo, ni rapto vio el almenar de este elemento. Solamente la luz rabiosa del páramo, cuando cae justiciera, iluminando los muros, acentuando las sombras crudas de su silueta valiente. Es, sin embargo, un emblema más de esta tierra que tiene el pendón de Castilla por emblema, que sabe de cantos mozárabes, de romances merinos, de filigranas mudéjares, y que en definitiva tiene en los castillos como este de Guijosa su más viejo y cierto papel de identidad.

El ejercicio de la memoria se ha completado. Tras alto esfuerzo, solo queda la sensación de frío, de nieve ilustre, de aire cortante, de soledad mundana. Una sombra que huye al llamarla, una gotera en el tejaroz del atrio de la iglesia, un escudo de piedra que se resiste a ser interpretado, y una mirada de mujer que alimenta el dulce agobio de la nostalgia. Al corazón del viajero, tras recordar su paso por Guijosa, solo le queda compararse con las ruinas del castillo, y decir de ambos, con el poeta, que «su cuerpo dejarán, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado».