El castillo de Guijosa

viernes, 4 marzo 1988 0 Por Herrera Casado

 

Son estas líneas un intento de información sobre un monumento, y al tiempo un ejercicio de memoria, que procura alimentar la nostalgia inacabable del autor. Porque a Guijosa llegó un día de invierno, el cielo y la tierra fundidos en un abrazo frío y húmedo, las calles del pueblo desiertas y cuajadas de copos cayendo locos y aterrados, sin música ni partitura siquiera, esperando todos que se produjera la declaración que bullía en sus órbitas, y que no llegó porque la soledad fría de los páramos seguntinos no es ámbito para el amor, sino para la muerte.

Esa muerte que se pinta, violenta y dura, en la silueta del castillo de Guijosa. Hasta él puede llegarse desde la capital de la comarca, desde la episcopal Sigüenza, por una carretera errabunda y solitaria que deja ver la distancia opaca del alto valle del Henares. En el pueblo, silencio total. Las puertas cerradas, los canalones de los tejados abiertos echando agua, y presidiéndolo todo con su sombría y parda coyuntura, el ruinoso castillo que  fue levantado, en el remoto siglo XIV, por don Iñigo López de Orozco, uno de los terratenientes más poderosos que ha tenido la tierra de Guadalajara a lo largo de las pasadas centurias.

Si al parecer fué dueña de Guijosa doña Beatriz, reina de Portugal e hija de doña Mayor de Guillén, la amada de Alfonso X el Sabio; o lo fue el infante don Juan Manuel, escritor y guerrero, español por los cuatro costados, hoy no queda constancia documental de ello. La pertenencia a los Orozco queda probada por el escudo en piedra tallado sobre lo que fuera portalón de entrada al castillo. Muy desgastado por tantos inviernos cernidos sobre el cascote de arenisca, aún se ve el campo español centrado de una cruz floreteada escoltada de cuatro lobos colmados de asombro, con la bordura repleta de las cruces de San Andrés que prueban la participación de su propietario en la conquista de Baeza. Es la enseña heráldica de los Orozco, constructores de aquella monumental «casa».

Fueron luego los marqueses y duques de Medinaceli, terratenientes de aquellos fríos páramos que cubren entrambas Castillas, quienes se instalaron señores de Guijosa, de su castillo que siempre tuvieron por «casa fuerte» y al que nunca dieron otro cometido que albergar servidores, alcaides cómodos y algún que otro caballo restableciéndose de alguna herida. Lejos de sus palacios de Sevilla o de Cogolludo, los Medinaceli no supieron de aquella posesión sino por los recados de sus propios, que les pedían dineros para arreglarlo. Sería en alguna de esas guerras terribles y reincidentes que, con diversos nombres, han enfrentado entre sí a los españoles, la que acabaría con su silueta valiente, y le dejara en la triste figura en que hoy, desde la distancia, se ofrece a los viajeros.

Para García Marquina, escritor de versos, de viajes y de epopeyas castilleras, sería este de Guijosa el castillo que escogiera para cultivarlo en una repisa de su biblioteca, como si fuera un «bonsái». A mí me pareció un catafalco enorme, húmedo, lleno de grietas y de almenas valientes. Sin música pero con sonidos múltiples. Ahogado pero con voz propia. En perenne paradoja Guijosa se arrepiente de existir, y el alcázar que nunca fué, según los papeles, otra cosa que una «casa», ofrece hoy a los viajeros que hasta él llegan la planta cuadrada, los torreones semicirculares adosados a las esquinas, las voladas cornisas y las almenas puntiagudas. Murallones herméticamente cerrados, y en el interior una torre también cuadrada, con entrada a la altura del primer piso. Tendría estancias, chimeneas y escaleras interiores, pero todo se hundió con el paso de los siglos, y ha quedado solo el cascarón exterior, que no es poco.

No tuvo Guijosa recinto exterior, y en torno a la fortaleza actual hubo un pequeño foso ya relleno. Dentro de él se dieron las escenas más simples de la vida rural. Nunca batalla, ni torneo, ni rapto vio el almenar de este elemento. Solamente la luz rabiosa del páramo, cuando cae justiciera, iluminando los muros, acentuando las sombras crudas de su silueta valiente. Es, sin embargo, un emblema más de esta tierra que tiene el pendón de Castilla por emblema, que sabe de cantos mozárabes, de romances merinos, de filigranas mudéjares, y que en definitiva tiene en los castillos como este de Guijosa su más viejo y cierto papel de identidad.

El ejercicio de la memoria se ha completado. Tras alto esfuerzo, solo queda la sensación de frío, de nieve ilustre, de aire cortante, de soledad mundana. Una sombra que huye al llamarla, una gotera en el tejaroz del atrio de la iglesia, un escudo de piedra que se resiste a ser interpretado, y una mirada de mujer que alimenta el dulce agobio de la nostalgia. Al corazón del viajero, tras recordar su paso por Guijosa, solo le queda compararse con las ruinas del castillo, y decir de ambos, con el poeta, que «su cuerpo dejarán, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado».