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noviembre, 1987:

En los pequeños pueblos de Guadalajara

Ermita en Atanzón

 En el mundo artificial y consumista en el que sin saber cómo estamos metidos, hay algunas cosas que, por desusadas, han llegado a olvidarse, a parecer ridículas. Y estoy convencido de que son ésas cosas las más auténticamente humanas que pueden practicarse. Aparte del trabajo, que lleva al hombre por caminos prefijados, la mayor parte de las veces forzados, están los vericuetos de lo lúdico y lo ocioso. Generalmente también marca­dos con el dedo fuerte de la «moda» que, en definitiva, no es sino la voluntad, sibilinamente ofrecida, de otros, de unos pocos.

Entre esas cosas verdaderamente humanas que aun nos quedan por recuperar, está la de sentarse a la orilla de un camino, a la sombra de unos chopos, y ver caer la tarde, quizás húmeda, mientras a lo lejos las nubes pintan imaginarias escenas y los pájaros rumorean con trazos finos su olvido raudo. Mejor será que nos lo cuente Camilo José Cela, a quien probablemente, y tras su flamante Premio Cervantes, hagan los lectores más caso que a mí. Decía así el escritor gallego en su obra «Viaje a la Alcarria», con el valle del río Tajuña delante:

Por poniente cruzan, lentas, alargadas como culebri­llas, unas nubecitas rojas, de bordes precisos, bien dibujados. Dicen que las nubes de color de fuego, a la puesta del sol, presagian calor para el día siguiente. El río corre rumoroso, rápido, por la vega, y a su orilla silban los pajaritos de la tarde, croan las últimas ranas de la tarde. Se está fresco, sentado al borde de la carretera, a la sombra de un olmo, después de un día caluroso en el que se han caminado algunas leguas, y se ha pateado, de un lado para otro, un pueblo grande y recién descubierto. Cruza, con su vuelo cortado, un caballito del dia­blo.

Es una de las más reconfortantes actitudes que puede adoptar el hombre: la de viajar, la de moverse de un lado para otro, andando, en bici, en coche, o con la imaginación delante de un libro. Viajar y ver cosas nuevas. En este sentido, la provin­cia de Guadalajara tiene un racimo que se hace estruendoso en las manos. Hay cosas en ella para todos los gustos. Podríamos hacer servir para Guadalajara las palabras de Ortega y Gasset, cuando en sus «Notas del vago estío» decía a principios de siglo que El paisaje solitario, sin edificio alguno, es mera geología. El caserío de villa ó aldea es demasiado humano,…la catedral y el castillo, en cambio, son a la vez naturaleza e historia. Y ha­ciendo alusión a lo que el genial filósofo y profesor tenía por costumbre inveterada, el viaje que simulaba una «cacería» de imágenes y sensaciones, decía en el mismo texto: En esta caza de paisajes que es la excursión, las piezas mayores que cobramos son los castillos y las catedrales.

La tierra de Guadalajara es un hermoso campo abierto a la sorpresa continua. Para quien por primera vez la recorre, lo mismo que para aquel otro que de siempre viene caminando por sus trochas, los paisajes y los pueblos, los monumentos y las gentes están henchidos de la hermosura verdaderamente humana que ofrece lo auténtico, lo tradicional sin rebuscamientos. Bien saben de ese caminar por los pequeños pueblos de Guadalajara gentes como Serrano Belinchón, quien lleva en la mochila la imagen y la narración vívida de más de 400 pueblos de nuestra geografía. O Fermín Santos, el genial artista del pincel y el carboncillo, que él mismo «hombre‑paisaje», se adentra hasta la médula de las cosas sencillas, quizás en una cabriola fácil por llevar la música aldeana de Gualda entre los tuétanos, y nos ofrece a menudo imágenes como esta callejuela de Estriégana, captada en el momento único de una tarde irrepetible. O José Antonio Alonso, científico de lo popular y de la música ancestral alcarreña más que cantautor de personalidad y voz inconfundibles. O José‑Antonio López‑Palacios Villaverde, siempre a la busca de una nueva flor, de un lugar donde la Naturaleza afirme su cadencia real y pura. O Jesús Valiente Malla, escrutando los perfiles de las sierras, analizando paso a paso los derrumbes de los cerros en busca de la huella silenciosa de las remotas edades neolíticas. O Antonio Aragonés Subero, a la charla con los viejos de boina y pana que saben refranes, palabrarios y condumios mil. O tantos y tantos otros que hacen de ese poco practicado y euforizante deporte del caminar y ver su primera razón humana.

La provincia de Guadalajara ofrece todo lo que el viajero más exigente pueda pedir. Esos detalles que a Ortega le parecían a la vez humanidad y naturaleza, como las catedrales y los castillos: ahí está la iglesia mayor de Sigüenza, el palacio del Infantado de Guadalajara, o el alcázar de Molina de Aragón. Esos son los exponentes máximos de la galanura. Pero hay otros muchos rincones, repartidos por los centenares de pueblecitos de Guadalajara, donde el latido de la historia, de la tierra y del arte, siempre modulado por la mano humana, donde el viajero puede encontrar ese momento álgido de placer que describía Cela:

Por el valle del Arlés, desde Berninches, bajar hacia el Collado y encontrar el rodal de nogueras junto a la torre inclinada de la bailía calatrava. En Romanones acercarse a la serenata de orondas cuevas donde madura y se hace el vino picante y severo de la Alcarria. Entre las callejuelas de Pastrana, cruzar miradas entre aleros, portones y olor a brasero. Tortuera en Molina, con su aire limpio y frío, con su horizonte abierto al infinito, cuajadas las calles de casonas blasonadas. En Brihuega paladear el silencio que surge de su dorado fondón, la luz que vierte el agua en chorros y fuentes, la oleada de escalofrío que se viene al saber de sus leyendas. Almonacid aún, siempre labo­riosa, poblachón manchego donde la cal de los muros bate reverbe­ros frente a la frondosidad de la orilla del Tajo… cualquier rincón, cualquier lugar, por Guadalajara, para viajar siempre.

Presencia de los Mendoza en Granada. El castillo-palacio de la Calahorra

Figura mitológico tallada en una puerta interior del castillo-palacio de La Calahorra en Granada.

 La familia de los Mendoza, que durante varios siglos marcó con su presencia y su quehacer político, militar y cultural la historia de Guadalajara y sus tierras, adquirió a finales del siglo XV y comienzos del siguiente un relieve tal en la parcela de poder del estado castellano, que su presencia se multiplicó por muchos otros lugares y secuencias. En Granada alcanzaron los Mendoza una parcela de su gloria más alta. Primero como Capitanes Generales de la Alhambra y de todo el nuevo reino, y después como constructores de edificios, de alentadores de una cultura nueva, renacentista, que allá dejó huellas indelebles.

En un reciente viaje a tierras andaluzas, nos hemos llegado hasta la capital del antiguo marquesado del Cenete, a las tierras polvorientas, a la llanada vigilada por la Sierra Nevada, que los árabes nazaritas denominaron el Sened, y que desde los momentos mismos de la reconquista del reino granadino pasaron a formar el marquesado cuyo primer titular fué don Rodrigo de Vivar y Mendoza, hijo primogénito del Cardenal don Pedro González de Mendoza, y uno de esos «bellos pecados del Cardenal» a quienes la reina Isabel la Católica colmó de favores y títulos. 

Tras haber viajado por diversos lugares de Europa, especialmente Italia, la Lombardía y la Toscana, y estar empapado de la cultura y el arte de aquellos territorios, don Rodrigo quiso dejar la huella de tales maravillas en una obra que pudiera considerar suya, y que al mismo tiempo marcara, no con fuego sino con piedra, el territorio del que era dueño y que quizás no iba a tener otra posibilidad de demostrarlo.

Era este pueblo La Calahorra, capital del marquesado del Cenete, y que ya en tiempos árabes había tenido cierta impor­tancia y, por supuesto, en lo alto del cerro que domina al pue­blo, había ostentado una pequeña alcazaba de vigilancia sobre los amplios horizontes que desde ella se divisan. Allí localizó el marqués don Rodrigo su idea. Para llevarla a cabo, recurrió al artista preferido de los Mendoza: al arquitecto Lorenzo Vázquez [de Segovia], quien había construido en los finales del siglo XV y principios del XVI algunos majestuosos edificios para parientes suyos, como el convento de San Antonio en Mondéjar, el palacio de los Medinaceli en Cogolludo, o el palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara. Para el padre del marqués, Lorenzo Váz­quez había trabajado en Valladolid, construyendo el Colegio de la Santa Cruz, quizás la más antigua de todas las construcciones renacentistas en España.

Se ideó el palacio con la forma de un castillo externa­mente, al estilo de lo que el padre de don Rodrigo, el Cardenal, había hecho poco antes en Pioz o en Jadraque, también en tierras de Guadalajara. Cuatro torreones cilíndricos en las esquinas, unidos por fuertes muros que solo ofrecen vanos en las partes altas, recorridos de matacán, a todo lo cual se añade, sobre el costado de levante, un muro defensivo almenado independiente del castillo, sin otro objeto que el estético. La puerta de entrada, a oriente, es pequeña, semicircular, solo rematada de magnífico escudo del marqués (con los blasones de Mendoza y la Cerda).

Poco después de iniciado el palacio, que se construyó muy rápidamente, entre 1509 y 1512, el marqués prescindió de los servicios de Lorenzo Vázquez, a quien quizás solamente contrató para realizar la estructura, y llamó a un numeroso grupo de italianos, entre los que destaca Michele Carlone, quien actuó como director de la obra, teniendo a su mando un largo número de artesanos, escultores y ensambladores que primero actuaron en Italia, y finalmente vinieron a Granada, a La Calahorra, donde trabajaron y continuaron posteriormente sus tareas artísticas en Guadix y otros pueblos del nuevo reino granadino.

Las investigaciones de Carlo Justi en los archivos de Génova, nos han permitido conocer todos los pormenores de la construcción de este maravilloso palacio mendocino de La Calaho­rra. De la Lombardía vinieron Igidius de Grandia, Johannes de Grandia y Petrus Antonius de Curto, entre otros. Y de la Liguria, Pantaleoni Cachari, Pietro Bachoni, y Uberto Carampi. Vinieron con mármoles de Carrara ya tallados, y con otros en bruto que adecuaron a la consatrucción. Su obra no puede catalogarse sino con el apellido de magnífica. Tanto el director arquitecto, Carlone, que consiguió una estructura interna soberbia, muy geno­vesa, en un estilo plenamente renacentista italiano, como los tallistas y escultores, que pusieron lo mejor de un arte excelso, meticuloso, proporcionado y bello.

En el castillo/palacio de La Calahorra destacan, por tanto, la estructura del patio, cuadrado, con cinco arcadas perfectamente semicirculares por lado, apoyadas en columnas de mármol, rematadas en capiteles corintios y con hermosos escudos de Mendoza y La Cerda, y de Fonseca (su segunda mujer) en las enjutas. Quizás lo más hermoso del conjunto, y al mismo tiempo lo más original en el contexto del arte español de la época, es la escalera, en tres tramos, con tres arcos de inicio, que remata en lo alto en una plataforma amplia, de la que salen, así como de las galerías altas, bajas y del entresuelo, a través de portadas delicadamente talladas, salones de habitación.

El tema de las portadas a los salones es lo más llama­tivo de este palacio mendocino. En ellas descuellan figuras mitológicas, emblemas heráldicos, panoplias militares, frutas y grutescos, más frases latinas que exponen la cultura clásica del propietario. En fin, y por no hacer más larga esta relación de maravillas, solo nos queda recomendar, para aquellos que gustan de buscar y admirar las huellas del pasado mendocino, la visita a este auténtico santuario del arte renacentista, situado en lugar tan remoto e insospechado, como es el alto valle del Cenete, en la espalda norte de la Sierra Nevada.

El palacio de Antonio de Mendoza o «Todo tiene un límite»

 

En nuestro deseo de dar a conocer, semana tras semana, los elementos más significativos que conforman el patrimonio histórico‑artístico de Guadalajara, hemos ido mostrando, poco a poco, aquellos monumentos, biografías o hechos históricos que han ido conformando el ser de nuestra tierra, y ofreciendo a cuantos han querido dedicar unos minutos a la lectura de estas páginas, la posibilidad de acercarse a las raíces de nuestra esencia.

Uno de los monumentos que, en varias ocasiones, ha acudido a este Glosario, porque su importancia le ha hecho acree­dor a una atención más digna, ha sido el Palacio de Don Antonio de Mendoza, situado en pleno corazón del casco antiguo de la ciudad de Guadalajara, utilizado durante más de un siglo como Instituto Nacional de Enseñanza Media «Brianda de Mendoza», y declarado Monumento Histórico‑Artístico de categoría Nacional en el año 1931. El hecho de haber sido construido a principios del siglo XVI, por encargo del ilustre militar y humanista don Anto­nio de Mendoza, y dirigido en su estructura y detalles por el arquitecto mendocino Lorenzo Vázquez, a lo que suma el mérito de habérsele añadido, unos años después, hacia 1530, el templo dedicado a la Piedad, trazado por Alonso de Covarrubias y tallado personalmente por el genial artista toledano en su portada de increíble belleza, suponen para este edificio la categoría máxi­ma, después de la primacía ostentada por el Palacio del Infanta­do, entre todos los monumentos de nuestra ciudad.

El traslado del Instituto a otro local más moderno, hace ya bastantes años, y su posterior abandono, que fué seguido del inicio de unas obras de restauración que ya van durando más de lo que, hace casi cinco siglos, supuso su construcción, es el motivo que nos ha mantenido preocupados a muchos alcarreños, que hemos venido viendo cómo el cierre a las visitas, las obras parsimoniosas, y sobre todo el deterioro alarmante de las porta­das principales del Palacio y la iglesia conventual, iban cam­biando el tono de este edificio, quitándole la pátina de lo monumental y tornándosela en la de una ruina.

Otra vez recordaremos, para quienes no llegaron nunca a ver esta maravilla del arte renacentista alcarreño, en qué con­siste el Palacio de D. Antonio de Mendoza y su aneja iglesia de la Piedad. Brevemente recordaré que lo más interesante del pala­cio es su fachada de entrada, de arco semicircular, apoyado en pilastras y escoltado de jambas que lucen una profusa decoración a base de cartelas, armaduras, trofeos militares y frutas, rema­tadas por capiteles de complicada labor vegetal. El resto de la portada se llena con molduras y frisos llenos de roleos, grutes­cos, cuernos de la abundancia, etc., todo ello dentro de la mejor tradición florentina y tallado por experta mano. En el interior, sobresale el magnifico patio, de planta cuadrada, con seis colum­nas por lado, que sostienen un entablamento a través de capiteles de tradición renacentista alcarreña, y grandes zapatas de madera decoradas con florones. El segundo nivel o piso de esta galería, presenta el mismo número de columnas, con capiteles también bellísimos, algunos de los cuales lucen figuras de delfines, y se cierra por un antepecho calado. La escalera está dentro de la línea de los palacios lombardos, con tres tramos, calado barandal en el que luce el escudo de doña Brianda, y se cubre por un alfarje renacentista de tradición mudéjar, espectacular. Un gran escudo del Emperador Carlos luce en una de las paredes de este patio, que durante el último siglo tuvo una palmera que hoy ya ha desaparecido.

La iglesia, de la que apenas si queda la portada como más interesante, ofrece una auténtica filigrana de piedra tallada entre dos contrafuertes, que sujetan en lo alto un arcosolio de intradós ocupado por casetones con rosetas, y rematado por calada crestería o escocia con tejadillo. La puerta consta de un arco semicircular cubierto de fina decoración, sobre pilastras; a sus lados surgen dos bellísimos balaustres sobre pedestales, todo forrado de decoración tallada con gran finura y capiteles que rematan en cabezas de carneros. Varias molduras y frisos ofrecen al centro un escudo del apellido Mendoza y arriba un grupo escul­tórico auténticamente capital: una imagen de la Virgen con Cristo en el regazo, en figura de Piedad clásica. El interior, de gran aspecto renacentista, fué desmantelado a finales del siglo XIX, cortándolo en dos partes, dejando la superior para salón de actos del Instituto, y la inferior para capilla. Hoy es un almacén informe. En alguna parte, supongo, estará todavía lo que fue enterramiento de doña Brianda de Mendoza, diseñado y tallado también por Alonso de Covarrubias.

No es este el momento de entrar en consideraciones sobre lo acertado de su posible destino como tercer Instituto de Enseñanza Media de la ciudad. El tema candente es otro. Es el de ver a qué niveles de deterioro, (no por abandono, sino por medi­tado mal uso) está llegando una parte importantísima de este edificio. Concretamente las portadas de palacio e iglesia, las que dan a ese otrora romántico patio cercado de rejas, que da a Santa Clara. A través de unas escalinatas, de unos jardincillos en los que alguna palmera daba su tono exótico, se paraba el visitante a admirar las afiligranadas tallas de impostas, de pilares y arcadas en las que escudos mendocinos, estatuas sacras y victorias militares evocaban mudas las glorias pretéritas.

Desde hace años, la maleza descuidada lo ha invadido todo. Las palomas anidaron sobre la escocia de la portada ecle­sial, destrozando con sus excrementos la piedra caliza que Cova­rrubias tallara con mimo. Y por si eso fuera poco, desde hace meses se ha destinado el majestuoso entorno para servir de alma­cén de bancos rotos de escuelas, de vigas, de hierros y trastos viejos que no han encontrado mejor recaudo que el de ese genial bloque del arte plateresco. Hace unos días, el montón de trastos llegaba en altura a la mitad de la fachada de la Piedad.

Durante años, muchos alcarreños hemos pasado por delan­te de este lugar, preocupados al ver el progresivo deterioro al que se estaba sometiendo. Hemos esperado pensando que sería momentáneo, que pronto vendría el arreglo, la limpieza, la digni­ficación. Palabras de unos y otros, con responsabilidad en el tema, así nos lo hacían creer. Pero todo tiene un límite. Se hace preciso que todos tomemos conciencia del significado que este edificio tiene, para la historia, para el turismo, para el ser auténtico de Guadalajara. Y que cuantos sientan algo noble por este tipo de cosas, alcen también su voz pidiendo, como desde aquí lo hacemos, que de una vez por todas se acabe con este estado de cosas. En la situación actual, cada día que discurre es un paso atrás en las posibilidades de recuperar con dignidad este monumento. Lo que por un lado se puede estar restaurando, aunque a velocidad de tortuga, por otro se está deteriorando. En defini­tiva, y procurando contener la emoción que este problema me produce, como sé que se la produce a muchos otros alcarreños que tienen parte de su corazón y su cabeza en aquel lugar puestos, lo único que se me ocurre es pedir, a quien corresponda, que ponga todos los medios a su alcance para que lo antes posible el Pala­cio de don Antonio de Mendoza y la Iglesia de la Piedad vuelvan a darnos su imagen digna y hermosa. Y que a ambos monumentos los dejen, por lo menos, como estaban.

El maravilloso y minúsculo mundo de Max

 

Entre los innumerables atractivos que ofrece la Costa Blanca alicantina al visitante que desde cualquier rincón del mundo se acerca a ella, no es el menor, aunque esté hecho de cosas muy pequeñas, el Mundo de Max, un pequeño museo en el que se recogen portentosas hazañas de la paciencia y la destreza humanas, consiguiendo asombrar, todavía más, al visitante que quizás desde Altea, quizás desde Benidorm, se ha animado a subir la montaña y viajar hasta Guadalest, el empinado pueblecito en el que este museo de las sorpresas tiene su sede.

Solamente los paisajes que sobre Callosa de Ensarriá y Polop de la Marina van completando la sombra pinariega y las forzadas siluetas de los montes de la Sierra de Aitana, son ya suficiente motivo de un viaje a la altura de la cimbreante pro­vincia interna de Alicante. La llegada a Guadalest es inolvida­ble. Bien desde la carretera alta que bordea el hondo valle, o desde la baja que asciende desde Callosa, la montaña de Xortá es como un receptáculo idóneo para albergar al pueblo.

Una roca enhiesta, cortante, cobija la población de origen árabe. Blanca de cal la casa y la ermita, mientras las palmeras y los chumberales dan con la pineda sombras de verdor al conjunto, lo llamativo del lugar es cómo el único acceso al pueblo debe hacerse a través de la roca, vigilada de fina torreta donde a veces las campanas, movidas desde abajo, voltean alegres. La plaza alta es de íntimo sosiego, y la vista que desde ella hay sobre el embalse del Guadalest y la sierra frontera, es inolvida­ble. Aun puede el viajero admirar la antigua cárcel, en los bajos del Concejo, o subir hasta el castillo de San José, hoy utilizado para cementerio. Todo es fruto de un sueño, emergiendo sin haber­lo pedido de una película donde lo irreal tiene su fundamento único.

Pero en este lugar de Guadalest nos espera todavía otra sorpresa. La del Mundo de Max, el mundo de lo infinitamente pequeño, que se adelanta hacia el turista, que hasta allí llega a veces sin otro objetivo que matar la tarde vacía del veraneo o la vacación invernal. Ese mundo de Max es un museo, que saluda al recién llegado en el mismo aparcamiento de los coches, con su encalada fachada y su enorme repostero en el que una espiral multicolor anuncia vértigos y asombros.

Esta colección de pequeñeces, iniciada hace muchos años por el briocense Elegido, y agrandada por él mismo, en sus viajes como ilusionista a través del mundo, y luego continuada por sus herederos, ofrece en Guadalest la variedad más insospechada de sorpresas. En un repaso breve por sus vitrinas, saltan tras los gruesos cristales de las lupas y los microscopios las frases escritas en bordes de tarjetas de visita, la Sagrada Cena de Leonardo de Vinci pintada en un grano de arroz, la escena suprema de una corrida de toros tallada en el palo de una cerilla, las pulgas disecadas y vestidas, los trece padrenuestros, uno detrás de otro, escritos al dorso de un pequeño sello de correos, las colecciones ínfimas de tamaño de zapatos, de perritos, de cacha­rros peruanos… al fin, la joya del conjunto: el retrato del venezolano Andrés Bello sobre la cabeza de un alfiler, obra de Muñoz Willy, el mejor miniaturista del mundo en todas las épocas.

Para el alcarreño que viaja a Guadalest, este Mundo de Max ofrece aún alguna otra sorpresa, añadida a la de haber sido briocense el coleccionista que inició este desfile de maravillas por el mundo: son los tres pequeños, mínimos cuadritos pintados al óleo por  María Rosa Elegido, hermana de Max, y que en su diminuta superficie ofrecen, perfectamente legibles en forma y color, el Arco de Cozagón, la puerta de la Cadena, y la fuente del jardincillo de Santa María…

Esta obra sorprendente, agradable y hermosa, tuvo su primera sede en el «Carromato de Max», puesto en la plaza de Mijas, en la provincia de Málaga. Recibió, en 1968, la Placa al Mérito Turístico, y después de un incendio lamentable hace unos años, se reestructuró, y abrió sus puertas un nuevo aspecto de esta colección, aquí en Guadalest, en uno de esos pueblos de nuestra España que, desconocido para muchos, dejan con la boca abierta y el corazón suspenso a quien allí llega sin ideas pre­concebidas. En ese lugar paradisíaco, que dejará recuerdo perma­nente en quien lo visite, está un pedazo, ya lo hemos visto, de Guadalajara, un latido de sus gentes y de sus paisajes. Aunque solo sea por eso, bien merece ascender la montaña alicantina y gozar de la cósmica grandiosidad de Aitana, de la humana dimen­sión de Guadalest, de la increíble y miniaturizada pasión de un briocense, el profesor Max, por las cosas microscópicamente be­llas.