En los pequeños pueblos de Guadalajara

viernes, 27 noviembre 1987 0 Por Herrera Casado

Ermita en Atanzón

 En el mundo artificial y consumista en el que sin saber cómo estamos metidos, hay algunas cosas que, por desusadas, han llegado a olvidarse, a parecer ridículas. Y estoy convencido de que son ésas cosas las más auténticamente humanas que pueden practicarse. Aparte del trabajo, que lleva al hombre por caminos prefijados, la mayor parte de las veces forzados, están los vericuetos de lo lúdico y lo ocioso. Generalmente también marca­dos con el dedo fuerte de la «moda» que, en definitiva, no es sino la voluntad, sibilinamente ofrecida, de otros, de unos pocos.

Entre esas cosas verdaderamente humanas que aun nos quedan por recuperar, está la de sentarse a la orilla de un camino, a la sombra de unos chopos, y ver caer la tarde, quizás húmeda, mientras a lo lejos las nubes pintan imaginarias escenas y los pájaros rumorean con trazos finos su olvido raudo. Mejor será que nos lo cuente Camilo José Cela, a quien probablemente, y tras su flamante Premio Cervantes, hagan los lectores más caso que a mí. Decía así el escritor gallego en su obra «Viaje a la Alcarria», con el valle del río Tajuña delante:

Por poniente cruzan, lentas, alargadas como culebri­llas, unas nubecitas rojas, de bordes precisos, bien dibujados. Dicen que las nubes de color de fuego, a la puesta del sol, presagian calor para el día siguiente. El río corre rumoroso, rápido, por la vega, y a su orilla silban los pajaritos de la tarde, croan las últimas ranas de la tarde. Se está fresco, sentado al borde de la carretera, a la sombra de un olmo, después de un día caluroso en el que se han caminado algunas leguas, y se ha pateado, de un lado para otro, un pueblo grande y recién descubierto. Cruza, con su vuelo cortado, un caballito del dia­blo.

Es una de las más reconfortantes actitudes que puede adoptar el hombre: la de viajar, la de moverse de un lado para otro, andando, en bici, en coche, o con la imaginación delante de un libro. Viajar y ver cosas nuevas. En este sentido, la provin­cia de Guadalajara tiene un racimo que se hace estruendoso en las manos. Hay cosas en ella para todos los gustos. Podríamos hacer servir para Guadalajara las palabras de Ortega y Gasset, cuando en sus «Notas del vago estío» decía a principios de siglo que El paisaje solitario, sin edificio alguno, es mera geología. El caserío de villa ó aldea es demasiado humano,…la catedral y el castillo, en cambio, son a la vez naturaleza e historia. Y ha­ciendo alusión a lo que el genial filósofo y profesor tenía por costumbre inveterada, el viaje que simulaba una «cacería» de imágenes y sensaciones, decía en el mismo texto: En esta caza de paisajes que es la excursión, las piezas mayores que cobramos son los castillos y las catedrales.

La tierra de Guadalajara es un hermoso campo abierto a la sorpresa continua. Para quien por primera vez la recorre, lo mismo que para aquel otro que de siempre viene caminando por sus trochas, los paisajes y los pueblos, los monumentos y las gentes están henchidos de la hermosura verdaderamente humana que ofrece lo auténtico, lo tradicional sin rebuscamientos. Bien saben de ese caminar por los pequeños pueblos de Guadalajara gentes como Serrano Belinchón, quien lleva en la mochila la imagen y la narración vívida de más de 400 pueblos de nuestra geografía. O Fermín Santos, el genial artista del pincel y el carboncillo, que él mismo «hombre‑paisaje», se adentra hasta la médula de las cosas sencillas, quizás en una cabriola fácil por llevar la música aldeana de Gualda entre los tuétanos, y nos ofrece a menudo imágenes como esta callejuela de Estriégana, captada en el momento único de una tarde irrepetible. O José Antonio Alonso, científico de lo popular y de la música ancestral alcarreña más que cantautor de personalidad y voz inconfundibles. O José‑Antonio López‑Palacios Villaverde, siempre a la busca de una nueva flor, de un lugar donde la Naturaleza afirme su cadencia real y pura. O Jesús Valiente Malla, escrutando los perfiles de las sierras, analizando paso a paso los derrumbes de los cerros en busca de la huella silenciosa de las remotas edades neolíticas. O Antonio Aragonés Subero, a la charla con los viejos de boina y pana que saben refranes, palabrarios y condumios mil. O tantos y tantos otros que hacen de ese poco practicado y euforizante deporte del caminar y ver su primera razón humana.

La provincia de Guadalajara ofrece todo lo que el viajero más exigente pueda pedir. Esos detalles que a Ortega le parecían a la vez humanidad y naturaleza, como las catedrales y los castillos: ahí está la iglesia mayor de Sigüenza, el palacio del Infantado de Guadalajara, o el alcázar de Molina de Aragón. Esos son los exponentes máximos de la galanura. Pero hay otros muchos rincones, repartidos por los centenares de pueblecitos de Guadalajara, donde el latido de la historia, de la tierra y del arte, siempre modulado por la mano humana, donde el viajero puede encontrar ese momento álgido de placer que describía Cela:

Por el valle del Arlés, desde Berninches, bajar hacia el Collado y encontrar el rodal de nogueras junto a la torre inclinada de la bailía calatrava. En Romanones acercarse a la serenata de orondas cuevas donde madura y se hace el vino picante y severo de la Alcarria. Entre las callejuelas de Pastrana, cruzar miradas entre aleros, portones y olor a brasero. Tortuera en Molina, con su aire limpio y frío, con su horizonte abierto al infinito, cuajadas las calles de casonas blasonadas. En Brihuega paladear el silencio que surge de su dorado fondón, la luz que vierte el agua en chorros y fuentes, la oleada de escalofrío que se viene al saber de sus leyendas. Almonacid aún, siempre labo­riosa, poblachón manchego donde la cal de los muros bate reverbe­ros frente a la frondosidad de la orilla del Tajo… cualquier rincón, cualquier lugar, por Guadalajara, para viajar siempre.