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mayo, 1986:

Epidemias medievales en la Alcarria

Ruinas de la iglesia parroquial de La Golosa, un pueblo de la Alcarria que quedó sin habitantes tra sla peste negra del siglo XIV.

 

Lo que según todos los indicios historiográficos debió ser una región muy poco poblada, por no decir casi desierta, en la actual tierra y provincia de Guadalajara, sufrió un proceso de gigan­tesca repoblación durante la primera Edad Media gobernada de los castellanos. Aunque indudablemente no es genérica esta alusión, pues hubo espacios, como toda la vega del Henares, desde Alcalá a Sigüenza, que siempre tuvo población numerosa, o incluso las vegas bajas de los ríos alcarreños también la tuvieron. 

Como digo, en líneas generales puede considerarse que tras el año 1085, en que se completa la conquista a los árabes de la mayor parte del actual territorio de Guadalajara, este comenzó a recibir una población numerosa de gentes venidas del norte, que en el fenómeno de la denominada «repoblación» llenaron de vida y de dinamis­mo económico todos los rincones del territorio. Crecieron todos los pueblos y aparecieron otros nuevos. Surgieron iglesias, castillos, puentes en los caminos, campos labrados y bosques con dehesas llenas de ganado. 

Pero este movimiento de crecimiento lento y seguro, que lleno el territorio guadalajareño de centenares de pueblos y aldeas, se vio detenido bruscamente en la mitad del siglo XIV. Sabemos de algunos pueblos que a finales de ese siglo habían quedado totalmente vacíos, abandonados. La población de los grandes núcleos se estanco e incluso disminuyo. ¿Qué ocurrió en nuestra tierra para que tamaña des­gracia se abatiera sobre ella? ¿Qué fenómeno o accidente súbito detuvo la vida y su ritmo entre las pardas y rientes serranías de Guadalajara y de la Alcarria? La respuesta tiene un nombre: la «peste negra», que asoló Europa desde comienzos del siglo XIV, reduciendo la población del continente, en un solo siglo, a la tercera parte tan solo. 

Leemos a Juan de Aviñón, en su Sevillana Medicina, escrita en 1380, y encontramos algunas de las causas que él, como médico y contemporáneo de la masacre, ha visto segar tantas vidas humanas. Ha sido el cólera, la malencolia, las viruelas, el sarampión, los tabardetes, las pleuresias, muchas fiebres tercianas, cuartanas y pestilenciales, las cotidianas y descendimientos, los ahogamientos de la garganta, las esquinencias y vómitos, la tos, las flemas, los carbunclos, los dolores de costado, el mal de boca, la plenoresis, las rengas y las apostemas. En medio de ese fenomenal barullo de síntomas y enfermedades, se esconde la peste como negra mano que todo lo abar­ca. Entró en la Península en 1348, a través de los puertos de Levante y por Santiago de Compostela, entre los meses de marzo y mayo. En octubre, estaba ya afectada toda la Península al norte de una línea ideal que fuera desde Coimbra por Soria hasta Valencia. En la primave­ra de 1349, era ya toda la Península Ibérica la afectada por el terrible mal, más severo cuanto que era totalmente nuevo. 

Siguieron otras epidemias generales, más o menos loca­lizadas, pero también amplias y mortíferas, en los decenios 1361064, 1371‑74 y 1381‑84. Algunos estudios locales que se han hecho en pro­fundidad nos dan muestra de la magnitud de esta catástrofe. En la plana de Vich, hacia 1350 habían muerto las dos terceras partes de sus habitantes. En 1353, una quinta parte de los pueblos y aldeas de la diócesis de Palencia habían sido abandonados y despoblados. En la diócesis de Sigüenza, a falta todavía de un estudio detenido del tema, podemos asegurar que aproximadamente de un 10 a un 20 por ciento de sus aldeas quedaron vacías y despobladas entre 1350 y 1400. 

Ahora nos entretendremos brevemente en contemplar este fenómeno histórico y social en una comarca de nuestra provincia, en la Alcarria Baja, tierras de Almoguera y Zorita. En su magnifico libro sobre «Aproximación histórica a la Alcarria Baja», publicado el año pasado por la Institución de Cultura «Marques de Santillana», abordaba este tema el investigador Ballesteros San José. Y exponía, tomados de las Relaciones de los pueblos de la zona en el siglo XVI, unas estadísticas curiosas, en las que se pone en evidencia que a finales de dicha centuria, el alfoz de Zorita tenia 18 pueblos habitados y 15 despoblados, mientras que la proporción en el alfoz de Almoguera era aun más sorprendente: frente a 7 pueblos vivos, había otros 8 ya muertos y vacíos. Ballesteros deduce un proceso lento en esta despo­blación. 

La verdad es que en algunos casos se conocen las fechas de los hechos: antes de finalizar el siglo XIV había 3 despoblados: Cabanillas, Conchuela y La Golosa, los tres muy probablemente victimas totales de la peste. En la primera mitad del siglo XV, se vació Villamayor. En la segunda mitad del siglo XV, se quedaron sin gente Anguix y Seber. A principios del siglo XVI se despobló Aldovera, y en la segunda parte de esa centuria, Valdolmeña. Pero de los otros 15 despoblados que quedan, solamente noticias legendarias o muy indirec­tas han llegado hasta nosotros. En las Relaciones se dice de ellos que estaban despoblados «de muy antiguo». Y en la tradición oral de estos lugares sobresalía la causa de la peste como motivo principal del despoblamiento. 

También las cabezas de alfoz y sus pueblos perdieron población desde el siglo XIV. La tradición en este caso aduce otra razón: fueron las guerras múltiples de los años de la decadencia del Medievo. Guerras civiles, guerras contra Portugal y contra Navarra, contra los moros de Granada, etc. Quizás era una forma «digna» de explicar algo que, en el fondo (si se trataba de la peste también) no les gustaba traer en protagonismo. 

En mi opinión, es indudable que la peste negra causo una gran mortandad en tierras de la Alcarria durante la segunda mitad del siglo XIV, en unas proporciones que, a falta de un estudio más detenido, podrían cifrarse en casi el 50 por ciento de la población. Uno de los ejemplos más llamativos es el de La Golosa, aldea de la encomienda calatrava de El Collado, junto a Berninches, que en 1391 contaba solamente con cuatro vecinos, que decidieron agregarse como vecinos a los de Berninches, según un curiosísimo documento que ana­licé el año pasado en el Archivo Municipal de Berninches y que motivo un «Glosario» al que me remito para más  detalles. 

En todo caso, estas líneas no vienen sino a plantear un interesante enigma histórico que, a nada que se trate de forma meticu­losa y monográfica puede aportarnos muy interesantes conclusiones, y pintar con viveza uno de los momentos más angustiosos y terribles vividos por nuestros antepasados: el de la llegada y señorío de la «peste bubónica» o «peste negra europea». Como se ve, no todo lo que viene de más arriba de los Pirineos lo hace con pasaporte de Jauja. 

BIBLIOGRAFÍA

BALLESTEROS SANJOSÉ, P., y MURILLO MURILLO, R.: Aproximación histórica a la Alcarria Baja, Guadalajara, 1985, pp. 120‑126 

LADERO QUESADA, M. A.: Población, economía y Sociedad, en «Historia General de España y América», tomo V, Edit. Rialp, pp. 3‑5 

MITRE FERNÁNDEZ, E.: Algunas cuestiones demográficas en la Castilla de fines del siglo XIV, en «Anuario de Estudios Medievales», VII (1970‑ 71) 

UBIETO ARTETA, A.: Cronología del desarrollo de la peste negra en la Península Ibérica, en «Cuadernos de Historia», V (1975) 

HERRERA CASADO, A.: Un testimonio de la peste negra en Berninches, en «Nueva Alcarria» de 5 de julio de 1985

El teatro en el siglo XVI en Guadalajara

La fiesta del Corpus Christi centraba la actividad teatral de la Guadalajara del siglo XVI. Aquí vemos la procesión de Guadalajara con su cofradía de los Apóstoles.

 

La festividad del Corpus Christi o jornada dedicada al Santísimo Sa­cramento ha tenido, desde hace mu­chos siglos, una entidad muy carac­terizada en Guadalajara. Además del significado puramente religioso, que es lo que hoy prima, en ocasiones anteriores fue lo que con toda jus­ticia podría denominarse una autén­tica «fiesta popular». Todo el mun­do se echaba a la calle, en una jor­nada que generalmente ya era de buena temperatura, y además de asistir a los oficios litúrgicos y contemplar el paso de la procesión, se divertían con las representaciones teatrales que el Ayuntamiento ofre­cía, así como con los desfiles de pan­tomimas, cabezudos, máscaras y ta­rascas. Por la tarde había corrida de toros, y alguna justa caballeres­ca como residuo medieval. La fiesta del Corpus Christie en Guadalajara podemos decir que alcanzó toda su plenitud en el siglo XVI, época de la que tenemos bastantes datos re­lativos a su celebración, y de la que hoy aportamos un documento curio­so, precisamente el de la celebración de esta fiesta en 1586, esto es, hace exactamente cuatro siglos.

Se ofrecían corridas de toros en este día, en la plaza que se formaba delante del palacio de los duques del Infantado. Se daban entre cuatro y ocho toros, y el espectáculo duraba largas horas. A los astados se les alanceaba a caballo y a pie, o se les echaba en otras ocasiones más sin­gulares a luchar contra osos o leo­nes, y finalmente se les mataba.

En la procesión del Santísimo Sa­cramento, solemnísima y multitudi­naria, que era presidida por el corregidor y acompañado de los car­gos municipales y representaciones de los gremios y la aristocracia de la ciudad, dio siempre carácter ‑al menos desde el siglo XV en que te­nemos noticia de que ya salían‑ los Apóstoles. Se formaba esta Cofra­día por diversos individuos que pa­ra la ocasión se vestían con los tra­jes de época de los discípulos de Cristo, poniendo sobre sus caras unas máscaras que así acentuaban el carácter sagrado de su represen­tación, siendo precedidos en el cor­tejo por niños que portaban carte­les con sus respectivos nombres. Estos apóstoles heredaban de sus padres o antecesores directos el de­recho a salir de tal modo en la pro­cesión del Corpus, y es verdadera­mente reconfortante el hecho de que hasta hoy mismo se haya man­tenido esta antiquísima costumbre.

En cuanto a lo que de fiesta real­mente popular encerraba la jorna­da, fue siempre llamativa, ruidosa y múltiple. Es indudable que, por lo menos a lo largo de los siglos XVI y XVII, el Corpus Christie fue la fies­ta más importante y esperada de la ciudad. Una costumbre muy bonita era que por la mañana del luminoso día, salían ricamente vestidos y montados en sus caballos, el Corre­gidor y los comisarios de fiestas del Ayuntamiento, recorriendo las ca­lles por donde habría de pasar la procesión. Reglamentada por unas normas muy estrictas y tradiciona­les, en ella se representaban todos los elementos significativos de la vi­da de la ciudad. Acudían cofradías y representaciones a la iglesia de San­ta María de la Fuente, la Mayor donde se ponía el Santísimo sobre unas ricas andas, y así salía a la ca­lle acompañado de autoridades y gremios. Cada grupo hacía algo con­creto y preestablecido de tiempo in­memorial: los escribanos llevaban hachas de cera encendidas; los procuradores una imagen de la Virgen, etc. Todos los estamentos ciudada­nos competían ‑en esta sociedad más litúrgica que teocéntrica‑ en aparecer con mayor pompa y llama­tividad sobre los demás.

Las fiestas consistían en danzas representaciones teatrales, y desfi­les de gigantes, cabezudos y tarascas. Estas cosas las pagaba el Ayun­tamiento, por contrato previo con particulares o compañías de cómi­cos y profesionales. En cuanto al sentido de las representaciones teatrales, y según hemos podido cole­gir de los títulos que en documentos se dan a las mismas, todos ellos estaban relacionados con historias bíblicas o del «Flos Sanctorum», que quizás muy en su origen habían si­do «autos sacramentales» en los que­ la dualidad Bien‑Mal luchaba y se manifestaba ante los fieles. Las dan­zas estaban normalmente protago­nizadas por demonios, soldados, gi­tanos y moriscos, pero en todo caso para esta época, la ciudadanía había olvidado el sentido primitivo (quizás heredado de épocas prehis­tóricas, ibéricas) y el Corpus queda­ba como una fiesta pura, colorista y abigarrada, popular y espontánea en modo tal que ya para hoy la qui­siéramos.

Solían salir músicos, timbales y trompetas contratados por el Ayuntamiento. También los referidos gigantes y cabezudos y una enorme representación de San Cristóbal con       el Niño en brazos. Y vayamos ahora con la noticia y comentario de lo que, exactamente hace ahora cuatro siglos, se preparó como fiesta popular en Guadalajara por parte de su Ayuntamiento. Ha quedado memoria de ello en las Actas Concejiles de los días 31 de enero y 16 de mayo de 1586, en que, muy previsoramente, se habían puesto ya a tratar sobre la fiesta de verano.

Eran comisarios concejiles para la celebración Juan de Zúñiga, Antonio de Obeso y Cristóbal Osorio. Ellos deberían mantener conversaciones con unos y otros, contratar y perfilar lo que sería la fiesta. En enero se habló con un famoso comediante del siglo XVI, Osorio, quien quedó en representar el Día del Corpus dos autos sacramentales por precio de 140 ducados, y si la ciudad quedaba contenta, aún se le habrían de dar otros 20 ducados más, añadiendo 800 reales de señal a la firma del contrato. Pareció muy bien el Ayuntamiento, pues Osorio era hombre muy popular en la Castilla y los madriles de la época. Pero finalmente se deshizo lo hablado. Se ve que a Osorio, quizás en Toledo, en Granada o en el mismo Madrid le pagaron mejor, y dejó a los de Guadalajara con un palmo de narices.

Enseguida empezaron las búsquedas, y se halló a un tal Andrés de Angulo, autor de comedias, dispuesto a «que él y su gente vendrían a representar el día del Corpus deste año en la forma en que antes tenía hecha obligación Osorio». Pero Angulo ofreció más. Por el precio presupuestado él daría no dos, sino una verdadera catarata de autos, de entremeses, de mascaradas y fiestas que inundarían la ciudad durante varios días con su arte su alegría. Pareció muy bien a los ediles esta oferta, y se apalabró con él a pagarle, el día de después Corpus, los 140 ducados previstos, aunque le pidieron dejara una cadena de oro en prenda de su compromiso…

Y esto es lo que hizo Andrés de Angulo con su grupo de cómicos en la Guadalajara de 1586: como presentación, vino un día de la Pascua del Espíritu Santo a representar una obra en el salón del Ayuntamiento. El día de la víspera del corpus por la tarde representó otra comedia en el mismo salón mayor de la Casa Concejo. Y ya el día de la fiesta realizó lo siguiente: a la salida de la procesión en la plaza de Santa María, un auto sacramental. Otro poco después, cuando la procesión pasaba junto a la casa del duque (el palacio del Infantado), seguido de dos entremeses y una danza de máscaras. Más otro auto de devoción y dos entremeses en la plaza del Concejo (la plaza mayor). Y por la tarde de ese día, haría otro auto con dos entremeses y una danza de máscaras «en el tablado que se haze en Santiago» y ya de noche concluiría con «otro auto e dos entremeses en el tablado que se hace en la plaza del concejo desta ciudad delante del corredor del ayuntamiento». Debió ser algo soberbio, impresionante, una compañía de cómicos durante un día entero cambiar incesantemente de vestimentas, de papeles, de tonos y de misiones. Un espectáculo único y fascinante, que hoy no nos queda sino rememorar con las alas de una imaginación que, a buen seguro se nos queda chica.

En todo caso, nos demuestra la vitalidad y las ganas de diversión que siempre tuvo el pueblo de Guadalajara. En eso, como en muchas otras cosas, seguimos siendo los mismos de siempre.

La calle del doctor Benito Hernando

 

Una de las más castizas, en el casco antiguo de la ciudad, y hoy prácticamente deshabitada, sin otra vida que el presuroso pasar de los automóviles. Tuvo sin embargo, en tiempos antiguos, vida propia singular, pues fue llamada durante siglos «calle de Caldereros», ya que a lo largo de ella tenían su vivienda y ta­lleres los numerosos artesanos del cobre y la calderería, de ellos muchos franceses, que en Gua­dalajara hubo. Durante la épo­ca de los árabes esta fue la calle principal de la Judería, y en uno de sus costados va a desem­bocar la actual calle de la Sinagoga­

Camina la calle del Dr. Benito Hernando, en llano pero describiendo una suave curva, desde Mayor hasta Ingeniero Mariño, por la Cotilla. Era calle, su trazado antiguo nos lo demuestra, que ponía en comunicación dos de las rúas capitales de la ciudad: la calle mayor central y la del Adarve o de Barrionuevo, que circundaba al burgo por su costado norte. En ella puso su asiento el palacio de don Antonio de Mendoza, convertido luego por su sobrina Brianda de Mendoza en beaterío y Convento de monjas franciscanas de La Piedad. A esta calle daba realmente la espalda convento. Y poco más que esto y algún que otro palacio, a medias ya desfigurado y con los tejados descosidos, tuvo esta calle.

Cuando en 1836 la Desamorti­zación de Mendizábal hizo sa­lir a las monjas del convento que ocupaban desde el siglo XVI, su convento fue utilizado para muy diversos menesteres, ciudadanos. En principio fue destinado para servir de sede al Instituto de En­señanza Media, así como a la Diputación Provincial y a la Cárcel de la ciudad. De entonces data su otro nombre con el que aún popularmente se la conoce de Calle del Museo, pues en la parte del antiguo convento que daba a ella se instaló, muy   precariamente, el Museo Provincial de Bellas Artes, en el que se acumuló la gran cantidad de telas pintadas, esculturas, etc., que procedentes de la Desamor­tización de toda la provincia, ha­bían pasado a formar dicho Mu­seo Provincial. Estuvo poco tiem­po la colección ahí. Pasó luego a guardarse en el nuevo Palacio de la. Diputación, de donde salió, un siglo después, para, dar vida al nuevo Museo Provincial de Bellas Artes que hoy existe en el Palacio del Infantado.

Fue en abril de 1917 que el Ayuntamiento de Guadalajara decidió dedicar esta calle tan céntrica a la memoria de un científico, natural de la provincia, que había dado un brillo singular a su tierra con su sabiduría y su bondad. En el primer aniversario de su muerte la ciudad le dedicó esta calle y una lápida. Recordaremos ahora brevemente la biografía de don Benito Hernando Espinosa, para que las actuales generaciones sepan quien, fue este hombre ejemplar.

Nació Hernando en el pueblo alcarreño de Cañizar, donde a la sazón vivía la familia. Era el año 1846. Su padre, don Juan de Dios Hernando, fue famoso médico-­cirujano que ejerció siempre en Guadalajara. Con una despierta vivacidad y clara inteligencia desde muy pequeño, estudió el bachillerato en Guadalajara, Ciencias Físicas y Químicas en Madrid, llegando a ser profesor ayudante de dichas materias, y finalmente estudió y se licenció en Medicina en la Facultad de San Carlos en Madrid. Se doctoró después, y se presentó a oposiciones para la cátedra de Terapéutica de la Universidad de Granada, que ganó en 1872. Allí vivió y trabajó en su parcela de enseñante muchos años. Actuó también como profesor libre de Dermatología. Escribió algunos libros como Ataxia locomotriz mecánica, y Metodología de las Ciencias Médicas, pero su obra magna fue La lepra en Granada (1881), un monumental estudio de investigación que, por tener que pagarse la edición de su bolsillo, impidió que pudiera ser editada en su totalidad, quedando inéditas las láminas y las estadísticas. Colaboró también de forma importante en la Dermatología General dirigida por Olavide.

En Granada fue compañero de claustro del Dr. Creus, y juntos evocaban su tierra natal. Se aplicó Hernando también a estudios humanísticos, y en todo actuaba como un médico del Renacimiento (yo diría que actuaba, como un médico universal y de cualquier época), pues no sólo le interesaba la Medicina, sino todas las demás ramas del saber. Así se aplicó al estudio de la historia y del arte, y llegó a ser tan reputado en esas materias que el pintor Pradilla, cuando preparaba el cuadro famoso de «La Toma de Granada», le pidió consejos y sugerencias. Incluso luego fue retratado, en dicha obra, con figura de paje.

En 1887 pasó a regir la cátedra de Terapéutica en la Universidad de Madrid, y allí murió justo en el momento de ser llamado a la jubilación, en 1916. Perteneció también cómo miembro de número a la Real Academia de Medicina de Madrid. Benito Hernando destacó, asimismo, como un investigador y estudioso de la cultura provincial de Guadalajara, y en esa parcela, todavía poco conocida de su personalidad, debería ser estudiado con más detenimiento. Preparó y llegó a ver publicada una «Biografía del Padre Flores», interesante figura del siglo XIX que se dedicó al canto, y que era alcarreño también. Hernando realizó un importante estudio sobre la vida y la obra del Cardenal Mendoza, y fruto de sus muchos viajes por la Alcarria y de su curiosidad sempiterna fueron cantidad de artículos publicados en “Flores. Abejas” en torno a la historia las historias de los pueblos de Guadalajara. De su capacidad de investigador histórico podemos recordar como personalmente, en una perdida biblioteca de Toledo, Hernando encontró, en 1897, las perdidas «Constituciones del Arzobispado de Toledo», originales del Cardenal Cisneros.

Y estas son las pinceladas breves con las que se nos ha mostrado uno de esos hombres que, perviviendo su nombre en el lenguaje diario de una, ciudad, apenas nadie sabe quien fue ni, qué hizo por su tierra. Como hemos visto, Benito Hernando fue lo suficientemente trabajador y sabio, amante de su tierra y buena persona, como para que su nombre haya quedado perpetuado en la lápida de una calle y en la memoria de todos nosotros.

La Plaza Mayor de Guadalajara

 

El origen de nuestra Plaza Mayor se pierde en la nebulosa de los siglos. Es tan vieja que nadie sabrá decir cuándo nació. Y al mismo tiempo tan joven y tan nueva que aún se habla, en los corrillos, sobre ella y su aspecto, y se comenta el último traje que trae puesto, o los pavoneos que se da delante de todos.

La verdad es que ya cuando los árabes hicieron una ciudad donde hoy vivimos, la Wad‑al‑Hayara que planeó Al‑Faray allá por el siglo octavo, le puso una plaza en medio, a pesar de lo poco aficionados que los árabes eran a esta ocasión de higiene ciudadana que es la plaza. El hecho es que cuando la ciudad medieval cristiana creció, con sus tres calles recorriendo la loma, la principal que subía el espinazo de la ciudad tenía en su comedio una apertura más o menos amplia, que llamaron plaza.

Si su existencia es seguro tiene vetustez de peso, no ocurre igual con su nombre. Hacia el siglo XIV o XV le llamaban a aquel espacio el corral de Santo Domingo, luego diré porqué, y más adelante fue denominado como plaza del Concejo, y en esto no hace falta dar explicaciones. Lo de Plaza Mayor es más moderno, probablemente del siglo pasado.

La llamaban corral de Santo Domingo porque en su costado norte, donde hoy anda la cerería, había una ermita que llamaban de Santo Domingo el Viejo. La tradición dice que después de la Reconquista, vino el propio Santo Domingo de Guzmán, en su afán fundador, a poner un convento junto a aquella ermita. Parece ser que no es tan antigua la tal ermita, sino que fue en 1407 que la mandaron levantar Gómez Suárez de Écija y Constanza Dávila su mujer. Por entonces la plaza era mucho más estrecha, rodeada de casas bajas y viejas. En fin, que a la pobre plaza mayor de Guadalajara apenas si la llegaba el sol a los adoquines, cosa que en siglos futuros se remedió, y con creces.

Cuando a finales del siglo XV el Cardenal Mendoza anduvo haciendo plazas y levantando templos por sus territorios, parece ser que se fijó en ésta que ya hacía funciones de plaza mayor en Guadalajara. Aunque, re­pito, los Mendoza nunca tuvieron el señorío de la Ciudad, sí ejercieron su poder de forma muy notable. Si bien el Mendoza no tenía posibili­dad de ordenar, en el sentido pleno de la palabra, una mudanza urba­nística, sí pudo aconsejar y ayudar. El hecho es que tradicionalmente se ha considerado que fueron las instancias del Cardenal Mendoza las que propusieron y llevaron adelante la reforma más importante de cuantas ha tenido la Plaza mayor de Guadalajara. Derribó la ermita de Santo Domingo, derribó casas por todos los cuatro costados, y levantó otras nuevas, poniendo soportales en sus laderas.

Vino a hacer, en pequeño, lo que en Sigüenza le había salido monumental y fastuoso. Pero el caso es que la Plaza Mayor, que pasaron a llamar del Concejo porque entonces se aprovechó a levantar casa nueva de Ayuntamiento (ya se sabe que en la Edad Media el Concejo se reunía en el atrio de la iglesia de San Gil), quedó singular y hermosa, grande para lo que se acostumbraba a ver en otros sitios. Cardenalicia casi. Las calles que le llegaban, como era la cuesta del Reloj, la Mayor en su parte alta y baja, y el callejón del Arco, accedían a la plaza a través de arcos enormes de ladrillo que cruzaban de casa a casa. Esta estructura se echó abajo en la reforma de la plaza que hizo el alcalde Fluiters. Otras reformas ha sufrido nuestra Plaza Mayor en este siglo, quizás el más insistente en maquillajes. La última, polémica en su momento, le ha entregado una dimensión nueva. Y aparte de su ondulante suelo, ha ganado en majestuosidad y prestancia, aunque ha perdido intimidad y dulzura. Pero en fin, nunca llueve a gusto de todos.

El edificio del Concejo o Ayuntamiento ha sido también de los que más reformas ha sufrido. Surgió en el siglo XV como un caserón prestado para que en su cámara principal se reunieran los ediles. Perdió con ello viveza y populismo el trató de los negocios públicos de la ciudad. Guadalajara se hacía cada vez más grande, y no era prudente hacer concejos abiertos con cientos o miles de personas. Tampoco era operativo. Los cargos municipales, electos siempre, decidirían. Y lo harían más tranquilamente en un salón cerrado. La reforma del edificio concejil se acometió también cuando las obras del Cardenal. Se hizo, un bonito Ayuntamiento con dos torres laterales y unas arcadas centrales, un tanto renacentista. Pronto hubo que arreglarle y mejorarle. Finalmente, en el siglo XIX, a partir de 1882, se echó al suelo totalmente y se levantó el actual, dirigido por el arquitecto Antonio Vázquez Figueroa, quien nos dio un edificio de estilo neorrenacentista, en la tendencia eclecticista que entonces estaba a la moda. Reformas internas y lavados de cara progresivos nos le han dejado, un siglo después, hecho un sol. Es un Ayuntamiento francamente bonito, sin ostentaciones y en su sitio.

Y poco más se puede decir, en punto a historias, de esta plaza mayor de Guadalajara, que durante muchos siglos ha marcado las horas de la ciudad y ha visto pasar por ella las cabalgatas de Ferias y los desfiles militares, comitivas de Reyes y peñas colocadas, y ahí está, más política que nadie, poniendo buena cara a todos, tratando honradamente de ser, siempre, la plaza más querida, más recordada, más humana de Guadalajara.