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marzo, 1985:

La muralla de Guadalajara

 

La ciudad de Guadalajara fue en tiempos antiguos una ciudad totalmente amurallada, rodeada en todo su perímetro de una monumental cerca de piedra, abierta en algunos puntos por puertas escoltadas de torreones. Ello la debió conferir un aspecto de fuerza y seguridad, similar al que hoy vemos en Ávila, o más cerca de nosotros, en la villa de Palazuelos junto a Sigüenza. Es indudable, de todos modos, que en la época de la Reconquista, el año 1085 más concretamente, Guadalajara estaba rodeada de un círculo pétreo que constituía su muralla, y que le daba ese rango de importancia que a lo largo de la Baja Edad Media fue consolidando.

La primera fortificación arriacense la pusieron los árabes, Guadalajara fue cabeza y centro defensivo de una amplia zona de la parte oriental de la Marca Media o frontera de Al‑Andalus con Castilla. Exactamente dominaba desde el bajo Henares, por Torrejón y Alcalá, hasta lo más alto del mismo, por Sigüenza y Horna. El «valle de los castillos» que probablemente dio nombre a nuestra ciudad obligaba a poner un punto muy fuerte en su comedio para real vigilancia de todos.

Ya en la época califal, a partir siglo IX, y tras su fundación el berber Al Faray Ibn Masarra Ibn Salim, se inició la construcción del castillo‑alcázar y posteriormente de la, muralla, que en principio fue de endeble consistencia, pero que progresivamente fue siendo mejorada. Una vez en poder de los cristianos, y tras el interregno de la amenaza almorávide, es a partir del segundo tercio del siglo XII cuando, por decisión del rey Alfonso VII, se reconstruye o al menos se restaura en toda su dimensión el cercamiento murado arriacense. Incluso poco más tarde, en el activo reinado de Alfonso VIII, con la colaboración real y el entusiasmo de la población, tanto de la villa como de todo su extenso alfoz, la muralla de Guadalajara alcanza su rango definitivo, su prestancia mayor. Ocurre esto en un momento en el que se ha alejado completamente el peligro andalusí, pero contribuye a la adquisición de un prestigio y de una fuerza, que transforma a Guadalajara en ciudad capital de tierras y gentes. El Concejo y el Común se preocuparon activamente, entre los siglos XII al XV, de mantener siempre la muralla en perfectas condiciones, y ésta era una de las más queridas y mimadas manifestaciones comunitarias del burgo.

También durante el siglo XVI se mantuvo la cerca bien, tratada. El crecimiento demográfico rapidísimo de la ciudad, no conllevó la necesidad de derribar parte alguna de la misma. Es más, existen testimonios documentales de cómo el Concejo se interesaba por mantener en todo momento a la muralla bien cimentada, con sus muros, almenas y puertas en perfecto estado. Para muchas cosas era referencia la muralla: para las entradas triunfales de los Mendozas y los monarcas, que aquí acudían con frecuencia; o para la celebración de fiestas y mercados: el alarde de San Miguel, en el que todos los caballeros de la ciudad lucían sus mejores galas y trapíos, se hacía a la sombra de la ciudad, en la «carrera» de San Francisco, ante los muros que ocupaban lo que hoy es la línea de viviendas frente al parque de la Concordia; y el mercado semanal de los martes tenía lugar, con su colorista bullanga, ante la puerta de Santo Domingo, en el gran espacio abierto que hoy ocupa la plaza de tal nombre.

El abandono progresivo, por su inutilidad defensiva, y el nulo aprecio monumental, llevó a la aberración del siglo XIX, en que por un mal entendido sentido del progreso, se derribó la muralla arriacense en su inmensa mayor parte. En unas ocasiones para construir nuevos edificios donde antes asentaba. Y en otras tan sólo por el prurito de derribar lo viejo, lo demasiado antañón. Los ayun­tamientos arriacenses de la segunda mitad del siglo XIX fueron los responsables de esta agresión, que fue, además de sañuda, indiscrimi­nada, contra la venerable muralla de tan antigua raigambre y tan densa historia. Hoy tan sólo que­ dan restos, mínimos, de ella. Co­mo por casualidad, se salvaron algunos cortos fragmentos de muro en la zona que bordea el «jardín» del palacio del Infantado y el ba­rranco de San Antonio por la zona que hoy se usa todavía para huer­tas; y otro pequeño resto queda en la calle de la Ronda, en el barrio de Budierca. Quedaron tam­bién, aunque en deplorable estado de conservación, los torreones de Alvar Fáñez y del Alamín Y, por supuesto, muy modificados y en verdadero estado de vergüenza in­calificable, los restos del antiguo alcázar o castillo, sobre el que estuvo el cuartel de Globos.

Para que el guadalajareño de hoy se haga una idea del trazado de la antigua muralla de su ciudad, y pueda rememorar el espacio en el que la villa arriacense se desarrolló durante muchos siglos, vamos a hacer Un rápido repaso en torno a esta antigua cerca, hoy casi fantasmal y ya perdida.

Partiendo del alcázar, la muralla formaba junto a él una primera puerta de acceso a la ciudad, abierta sobre el camino que ascendía desde el río: > era la puerta que se llamó de  Bradamarte, y luego de Madrid, por llegar hasta ella el camino que venía desde la capital de España. Seguía la muralla en dirección sureste, haciendo de remate al barranco de San Antonio. En su lugar se alzó, en el siglo XIX, la nueva Academia de Ingenieros, que remedó con su estructura a la antigua muralla.

Trescientos metros más arriba se abría la puerta‑postigo que llamaron del Cristo de la Feria, y luego de Alvar Fáñez, pues es tradición de la ciudad que por allí, en la noche de San Juan de 1085, penetró el capitán castellano con sus tropas para la reconquista de Guadalajara. El barranco hacía aquí un vado que permitía la entrada por dicha puerta hacia la ciudad. Hoy solamente queda de ella el torreón acompañante, el conocido popularmente como «torreón» de Alvar Fáñez, uno de los escasísimos restos de la muralla guadalajareña.

Seguía la cerca el borde derecho del barranco, rodeando el ábside de la antigua parroquia de Santo Tomé, que asentaba donde hoy el santuario de la Virgen de la Antigua, y continuaba el muro alejándose del barranco de San Antonio, pero siguiendo el llamado arroyo Cantarranas, por las actuales calles del Matadero y travesía de Santo Domingo, hasta alcanzar un espacio amplio, abierto, donde tradicionalmente se celebraba el mercado ciudadano. Allí se abría la puerta del Mercado, que daba entrada a los caminos que venían desde la Alcarria. Ese espacio mercadero es hoy en día la plaza de Santo Domingo.

La muralla seguía luego, todavía en dirección norte, hasta alcanzar el otro barranco, el del Alamín. Iba por lo que es hoy la calle de la Mina, que adoptó este nombre en recuerdo de algún posible subterráneo bajo la construcción defensiva, y dejaba en su frente, abierta a levante y sur, una vaguada y ancho camino que llamaron desde muy antiguo «la carrera de San Francisco», lugar donde habitualmente se celebraban fiestas, recibimientos a reyes y alardes de la caballería.

Al final de ese largo trazado, de unos 500 metros, se levantaba la puerta de Bejanque, en el lugar hoy todavía conocido con ese nombre, y que servía de entrada para el camino que llegaba desde, Zaragoza. La muralla daba un quiebro en ese lugar, y alcanzaba poco adelante el barranco del Alamín, surgiendo un fuerte torreón esquinero con flancos, justamente en el punto en que doblaba y emprendía la dirección noroeste, siguiendo el borde izquierdo del barranco, que en esa zona es muy pronunciado, con escarpadura difícil, lo que permitía que la cerca no fuera excesivamente fuerte en ese nivel. Unos 500 metros más abajo, surgía el puente que llaman de las Infantas, que cruzaba sobre el barranco, y que permitía el paso de los caminos de Aragón por una puerta que se protegía de un torreón, también hoy conservado, y conocido como «torreón del Alamín». Seguía luego la muralla aún sobre la escarpadura del progresivamente más hondo barranco, hasta enlazar con los muros del alcázar, completándose así el trayecto de la cerca medieval guadalajareña.

El Fuero Largo de Fernando III

 

Una vez en marcha el franco crecimiento de la Guadalajara medieval y cristiana, el primitivo Fuero concedido por Alfonso VII resultó insuficiente, por lo escueto, y posiblemente por el planteamiento de muchos problemas que surgían y que en él no tenían respuesta. Fue ello que al rey Fernando III «el Santo», le movió a decidir conceder un nuevo Fuero a Guadalajara. Y así, en documento extendido en Toledo, a 26 de mayo de 1219, su cancillería redactó un gran pergamino adornado del crismón real y rubricado por el monarca y todos sus cortesanos, en el que se tratan con gran amplitud los temas fundamentales del derecho y la convivencia en el burgo. En el mandato real, surgen solemnes las primeras palabras latinas: «Concedo et confirmo hanc cartam subscriptorum fororum concilio de godalfajara presenti et futuro perpetuo valituram».

Se conocen actualmente tres copias de este antiguo Fuero, también denominado «Fuero largo de Guadalajara», en contraposición al anterior de Alfonso VII que se conoce como «Fuero corto». Una de ellas estuvo, durante muchos siglos, en el archivo del Ayuntamiento de Guadalajara, pero a principios de este siglo, y sin saber de qué manera, desapareció del mismo, emergiendo a la superficie poco más tarde en una Universidad norteamericana, y siendo publicado por H. Keniston, en 1922, con texto y comentarios. Otra copia se conserva todavía inserta en un códice de la Biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Y una tercera se encuentra, más accesible, en la sección de Consejos del Archivo Histórico Nacional, de donde la copió Layna Serrano, y la insertó como primer apéndice documental para su magna obra de la «Historia de Guadalajara y sus Mendozas».

En este Fuero largo, el rey Fernando no hace sino ampliar y detallar finamente cuanto ya se contemplaba en el anterior. La Carta Magna del Común de Villa y Tierra de Guadalajara constituía así una norma de convivencia, un código general de comportamiento, que trataba de conseguir una sociedad más armónica y pacífica. En ella se tratan, con cierta prolijidad, los asuntos referentes a los tipos de agresiones y pendencias entre habitantes y bandos, las regulaciones del comercio, la agricultura y la ganadería en el Común, las funciones de las autoridades, las multas a pagar por transgresiones al Fuero, las herencias y los impuestos y multas. Podría decirse que son más unas minuciosas «ordenanzas municipales» que un Fuero, aunque en realidad los alientos de este código van más allá, constituyéndose en un auténtico código le­gal, jurídico y social, con visos de plenitud para la convivencia de la villa, y que probablemente conti­nuó teniendo vigencia durante va­rios siglos, hasta la unificación legislativa de los Reyes Católicos.

Resumimos aquí algunos de los temas más curiosos que presenta y trata este Fuero. En el aspecto social, sigue apareciendo una división en clases muy simple: los caballeros, y los peones. No se ve ninguna otra categoría de gentes, aparte del señor, qué en el caso de Guadalajara es el Rey. También se menciona en esta carta a los moros que, indudablemente, todavía poblaban en buen número la villa. Hay además una cláusula que prohíbe vender o donar heredades en el Común a las órdenes militares o sus miembros, estando ello penado.

En cuanto a las jerarquías y autoridades, se ve que continúan denominándose «aportellados» o «estar en portillo» a aquellos que representan, por elección y durante un periodo concreto, generalmente breve, al pueblo arriacense y al de su Común de Villa y Tierra. Aparecen entre ellos el juez, los alcaldes y jurados, y como oficiales el almotacen y el andador. Sigue existiendo el merino o representante del Rey, un equivalente previo del Corregidor. Se establece que nunca pueda ser merino real en Guadalajara nadie que previamente sea vecino de la villa o su alfoz.

Los temas comerciales que entresacamos del Fuero largo son escasos, pero no hablan de los principales sistemas de vida de los habitantes de la Guadalajara del siglo XIII. Mucho terreno se dedicaba al viñedo, habida cuenta de la cantidad de normas que se establecen para regular su cuidado. También había gran cantidad de ganado, y se regula lo referente a su trato. Se prohíbe tajantemente entrar al alfoz de Guadalajara ganados de fuera a pastar en él. Si esto ocurriera, los caballeros arriacenses tienen facultad para matar diez carneros de cada rebaño lanar, y una vaca del vacuno. Debía existir costumbre de pescar en el río y cazar conejos, pues se dice en el Fuero que estaba prohibido vender pescados o conejos en las casas particulares.

Respecto a los impuestos, el ganado de Guadalajara quedaba totalmente exento de pagar el montazgo por cualquier parte de Castilla donde fuera llevado. Los caballeros «que tuvieran caballo, y armas de madera o hierro, y tuvieran casa poblada en la villa”, estarían escusados o exentos totalmente de pagar impuestos. Su colaboración a la defensa del burgo y del reino les eximía de esa carga. También dispone el fuero real de Guadalajara, que durante un año quedarían exentos de impuestos aquellos que vinieran a poblar desde otras partes, aquellos que casaran por primera vez, y aquellos que ocuparan nueva vivienda por primera vez. Ello suponía un claro estímulo a la repoblación y aumento de la demografía.

Finalmente, el aspecto más am­pliamente tratado en el Fuero de Guadalajara es el judicial. Se expresan con pormenor todos los modos en que los habitantes se herían, se insultaban o, atentaban unos contra otros y contra sus haciendas. Se acompaña de la especificación de las penas que correspondían. En general, las multas o «caloñas» impuestas, se pagaban en tres partes: una para el demandante, otra para los alcaldes que juzgaban el hecho, y otra para el Concejo. Es curioso el modo en que se castiga la simonía, y ello hace pensar que ésta existía: al que diera dinero por conseguir ser alcalde, le derribarían la casa, y, quedaría invalidado para en adelante poder ser elegido aportellado.

Son curiosas las cláusulas que especifican las multas por causar heridas y lesiones. Quien «quebrare ojo, o cortare nariz, o mano, o pie», pache 100 maravedís. Si «cortare oreja, o echare dos dientes de suso, o dos de ayuso, o cortare pulgar de la mano», pache 50 maravedís. Las multas en estos casos se distribuían así: dos terceras partes al lesionado, y una tercera parte a los alcaldes.

En la Guadalajara del siglo XIII, existía la pena de muerte. Con ella se castigaba a quienes mataban a otro vecino de una forma voluntaria, o después de haberle saludado. La pena por este tipo de homicidio era la muerte. Pero si el homicidio se producía de forma accidental o involuntaria, se debería pagar una multa de 300 maravedís, y en caso de no poder pagar tal cantidad, se le cortaría la mano derecha y se le desp6seería de cuanto tuviera. Si alguien encontraba a otra persona robándole el huerto o la viña, y lo mataba en ese momento, no recibiría ninguna pena. De hecho, siempre que se cometía un homicidio, el Concejo formaba una comisión o jurado compuesto por 6 alcaldes y 4 jurados para investigar el hecho y adecuar la pena. Para el homicida no existía iglesia ni palacio de asilo. También estaba castigado con la pena de muerte el forzar o violar a una mujer.

De todos modos, es curioso constatar como la fuerza de la costumbre y la tradición seguían sentando ley, al decir este Fuero largo de Guadalajara en una cláusula, que ¿’lo que no es en esta carta sea ea albedrío de buenos homes». Los buenos hombres de la Guadalajara medieval tuvieron en estas leyes su Constitución urbana. Sirvan estas líneas para recordarla y conocerla mejor.

 

El Fuero de Guadalajara de 1133

 

Una de las características más notables del nuevo régimen político impuesto por Castilla a los territorios reconquistados a los árabes, que conformaban el antiguo territorio o reino toledano, fue la concesión de Fueros o códigos de comportamiento y relaciones entre los habitantes, y entre ellos y su señor o el Rey. El derecho árabe desaparece, y se impone un nuevo sistema, muy útil, en el que establece para cada territorio, perfectamente demarcado, un sistema de relaciones que trate de clarificar aquellos problemas de más frecuente aparición en las relaciones interpersonales. Así, el Rey legisla, y luego son los habitantes de las villas y aldeas quienes aplican esos Fueros.

Pasado el turbión almorávide, que desde 1086 hasta el primer tercio del siglo XII sacudió a Castilla, el Rey Alfonso VII decide poner en orden las cosas en Guadalajara y, por supuesto, en el nuevo reino de Toledo. Así, el año 1133 concede un Fuero a la villa de Guadalajara y a todo el Común o territorio que la rodea y que demarca. Este Fuero es bastante parecido al que dio a Toledo, y nos ha llegado muy deteriorado e incompleto en sus normativas.

El original fue escrito en latín, y entregado por el Emperador Alfonso al Concejo de la villa, el año 1133. El texto que conocemos procede de una copia romanceada (escrita ya en castellano) con letra del siglo XIV, sobre pergamino, que se conservaba en el archivo del Cabildo de Clérigos de Guadalajara, y que fue destruido en julio de 1936. Antes de esa fecha, lo publicó Muñoz Romero en su «Colección de Fueros y Cartas Pueblas de España», y Antonio Pareja Serrada en su «Diplomática Arriacense», aunque ambos con notables errores en la trascripción, añadiéndose la falta de algunas frases, con lo que en ocasiones el texto de este Fuero se hace a veces ininteligible.

Así y todo, de su atento examen podemos extraer interesantísimas sugerencias referentes al modo de vida de la ciudad de Guadalajara y sus gentes, en la remota Edad Media, desde los años inmediatos a su reconquista por Castilla. En principio, queda bien definido el carácter y título de villa con que cuenta Guadalajara, y su condición de realenga, esto es, que el señorío lo ostentaba el rey de Castilla. El Emperador, junto a su esposa doña Berenguela, dice al comienzo del texto que «a vos los homes de Guadalfayara damos y otorgamos y confirmamos por este escrito…» un Fuero para gobernarse.

En cuanto a la estructura de la población y sociedad, encontramos escasos datos. Pero en ellos se nos revela que hay bastantes mozárabes, e incluso que muchas costumbres o «albedríos» de los buenos hombres mozárabes de Guadalajara servirán para dirimir diferencias judiciales. Es curioso que ese «derecho mozárabe», meramente consuetudinario, quede explícitamente reconocido en el antiguo Fuero de Guadalajara, pues viene a demostrar la carga de germanismo que por él fluiría, y al mismo tiempo el importante porcentaje de población que los mozárabes representaban. También había gente venida de Castilla, de León, de Galicia, y «de otras partes». Eran los auténticos repobladores, aquellos que habían decidido venir a poblar, desde el norte, esta ciudad reconquistada. Son mencionados también, como habitantes habituales de Guadalajara, los moros y los judíos.

Respecto a la estructura social, también es difícil establecer conclusiones por los datos tan escasos que nos ofrece el Fuero. Es claro que existía un nivel de jerarquías administrativas judiciales. Estas autoridades iban desde el mermo real, representante de la confianza del monarca y señor, que venía a ser el equivalente del futuro corregidor y más reciente gobernador, hasta las jerarquías del Común y el Municipio, que comprendían al juez, personaje en la pirámide de los representantes populares, elegido por sufragio general; y sus colaboradores los alcaldes y otros «aportellados» del Común, que ejercían la autoridad en representación de los barrios de la villa y de las aldeas o sesmas del Común. En el nivel más bajo de las autoridades, estaban los «oficiales del Común y Concejo, que eran muy variables. En el Fuero sólo se mencionan a los «porteros» de la muralla, encargados de la cobranza de los impuestos en dichas puertas, pero seguro que también se incluían «guardas de campo», “guardas jurados», «almotacenes”, “escribanos” etc.

También existía el estamento de los «caballeros», que formaba la nobleza o caballería urbana, muy abundante y firme auxiliar de la monarquía castellana. En esa clase entraba todo el que tenía caballo, lo mantenía, y guardaba en su casa armas para la guerra. Los que tal no tenían eran denominados “peones», y ellos formaban el más abundante núcleo de la sociedad. En otro extremo de ella se encontraban los clérigos, que sólo reconocían la autoridad directa del Rey y de su Obispo. En la época de concesión de este Fuero. Cobraron una fuerza inmensa, pues Alfonso VII fundó el Cabildo de Clérigos de Guadalajara, organización que siempre ejerció una fuerza notable en los asuntos de la ciudad.

La estructura judicial se constituía de forma muy simple. Los juicios en los que se dirimían cantidades menores de 10 sueldos, se realizaban en la propia villa por el juez del Común. Cuando la cantidad en liza era mayor, había que acudir al juicio real, y por lo tanto esperar a que el monarca castellano viniera a Guadalajara, y se le pusieran ante él los juicios importantes pendientes. De la lectura atenta del Fuero, parece colegirse una cláusula que viene a decir que lo mejor y primario era el acuerdo voluntario entre partes, pagándose mutuamente los daños causados. Pero que siempre que lo descaran podrían llevar su contienda ante el juez, o el merino. Las multas o l4calofias» impuestas se distribuirían dando la séptima parte a la hacienda real, y el resto al agraviado. En los casos de «hurto y traición» el Fuero impone que toda la multa sea para el Rey.

También se contemplan las relaciones interpersonales y las herencias. Dice el Fuero, que cuando un hombre haga testamento, las cuatro quintas partes de sus bienes las distribuya como quiera, pero la quinta parte la dé siempre «por su alma» (se supone que la debía entregar a la Iglesia). En los casos en que algún vecino muriera sin testar todo sería para la Iglesia, distribuido «según alvedrío de buenos homes mozárabes».

Las obligaciones para con el Rey y el Estado también son concretas: los caballeros deben ir en «cabalgada», «hueste» o «apellido» al llamado del rey, una vez al año, cada año. De todos los caballeros de la villa, en cada ocasión de empresa guerrera o leva, irían las dos terceras partes, quedando la otra tercera parte en la ciudad. Si alguno, cuando le tocara, no quería ir, lo solucionaba pagando 10 sueldos al rey. Los clérigos estaban exentos de servir al Rey como caballeros. Si poseían caballos, era por su voluntad, pero no tenían obligación de mantenerlos.

La libertad para poblar en Guadalajara era total. Podían comprarse casas, y venderse. Podían venir e irse a cualquier otro lugar de Castilla o de las extremaduras. Sólo se ponía una condición, en orden a mantener un buen nivel defensivo: que si un caballero se iba de la villa, en las sucesivas guerras o levas serviría otro por él. Y si fuere peón en las batallas, igual. El monarca Alfonso VII, sin embargo, da en este Fuero una serie de normas que estimulan a los castellanos a poblar en Guadalajara. Por ejemplo, estipula que si alguien, de otro lugar, agrede a uno de Guadalajara, peche una multa de 500 sueldos. Los impuestos los rebaja notablemente: exime de pagar fonsadera a los peones, y para los comerciantes de Guadalajara, quita totalmente los impuestos de portazgo y montazgo en todos aquellos lugares del reino donde Alfonso sea señor. Esto hace muy interesante para quienes vivían del comercio, el establecerse a vivir en la ciudad del Henares. En cuanto a otras cuestiones hacendísticas, se estipula que sólo se declaren las ganancias que sean en oro o plata, pero que de cualquier otro tipo de ganancia, no se dé cuenta a la Hacienda real. En puntos a ayudas comerciales, impone el monarca una multa de 60 sueldos a todo aquél que moleste en su trajinar por Castilla a los comerciantes de Guadalajara.

Otros temas que apunta este Fuero son los relativos a la ganadería en la villa y su alfoz. Permite que cualquier habitante del Común pueda llevar sus ganados a pastar libremente dentro de él. Pero que sí de otros lugares del reino, concretamente de los alfoces sorianos o segovianos, traían aquí sus ganados, que pagaran el impuesto de montazgo estipulado (que no cita) y la mitad fuera para el Rey. También concede Alfonso VII ayudas para reconstruir la muralla de Guadalajara. Expresamente declara que los «porteros» de las puertas de la muralla recogerían los impuestos correspondientes, de los que una parte se entregaría al juez.

También podemos colegir, de algunos datos del Fuero, la amplitud que el Común de Villa y Tierra de Guadalajara tuvo en sus primeros momentos. Por el poniente llegaba hasta limitar con el Común de Talamanca, y por el Norte con los de San Esteban y Berlanga. El alfoz de Guadalajara tenía entre sus límites (aparte de otros muchos lugares de toponimia hoy arcana), las aldeas de Daganzo, Alcolea de Torote, Galápagos, y Archilla, Irueste, Hueva, Hontova, Escariche, en un amplio círculo que comprendía dos sesmos: el del Campo (Campiña del Henares) y la Alcarria.

Aunque muy sencillas, breves y escuetas, estas normas que emanaban del Fuero real concedido por Alfonso VII a la villa de Guadalajara, sentaron en gran modo las bases de su crecimiento, y la fuerza con la que fueron impuestas, o quizás la seriedad con que querían ser interpretadas, se tradujeron en estas sentenciosas frases del final de su texto: «Si alguien por aventura quisiere menospreciar aquesto que nos creemos y aqueste mio testamento quisiere quebrantar, o de romper quiera, de la ira de Dios poderoso sea encorrido, y del Santo Cuerpo y Sangre del Nuestro Señor sea mal dicho, y enegado y con Datan y Abiron, y con judas, que traió al nostro señor, con el diablo que las penas infernales dentro del infierno sostenga».

Guadalajara medieval y cristiana

 

La reconquista de Guadalajara, que tuvo lugar exactamente en junio de 1085, hace ahora novecientos años, no supuso sin embargo un inmediato alineamiento con las formas de vivir en la Castilla norteña. Quiere ello decir que durante todo el reinado de Alfonso VI, y durante por lo menos los 25 años que duraron los enfrentamientos con los invasores almorávides, Guadalajara quedó paralizada y no consiguió arrancar en un crecimiento que sólo a partir del reinado de Alfonso VII, sería ya constatable y auténtico.

Aunque no se conocen las condiciones de la rendición de Guadalajara por parte de los árabes, es de suponer que Alfonso les impusiera unas cláusulas tan favorables como a los toledanos, si no las mismas. Esto es: el derecho a permanecer en sus lugares de residencia, y el respeto a su lengua, su religión y sus costumbres, a todos los árabes que entonces poblaran la ciudad del Henares. Sabemos que en Toledo, a pesar de esta bonanza, muchos islamitas abandonaron la capital y se fueron rumbo al sur. En Guadalajara parece ser que no ocurrió tal, y quedó en ella la mayor parte de la población, que desde el momento de la reconquista y posterior repoblación por los castellanos, tuvo un contingente muy importante de mudéjares.

Se sabe que Alfonso VI ordenó la transformación de las dos principales mezquitas en templos para el culto cristiano. Eran éstas las que llegaron luego a ser iglesias de Santa María de la Fuente, y Santiago, construidas según dice la tradición como mezquitas árabes, pero indudablemente restauradas siglos después por mudéjares. La prueba del respeto hacia la creencia y religión de los habitantes islámicos, se pone de manifiesto al saber que durante los siglos de la Baja Edad Media, éstos tuvieron su culto en la mezquita del barrio del Almajil, que estaba en lo que también se llamaba Calderería, junto a las Carmelitas de Abajo.

La gran cantidad de árabes que quedaron en Guadalajara a raíz de su reconquista por los castellanos, fue clave para el mantenimiento de la vida y la actividad en la ciudad. Durante mucho tiempo, ellos se encargaron de algunos oficios capitales en el desarrollo de la sociedad. Así,’tradicionalmente los mudéjares se dedicaron a ser carniceros, curtidores, alfareros y albañiles o alarifes, y prueba de que en el siglo XVI todavía existían muchos elementos de la raza islamita, era la profusión con que aparecen en los contratos de obras y de documentos jurídicos durante ese tiempo, o la prueba fehaciente de su modo de hacer en edificios tales como Ja capilla de Luís de Lucena.

Pero la repoblación con cristianos fue muy lenta. Hasta el año de 1110, Guadalajara sufrió varios ataques por parte del ejército almorávide, aunque no llegaron a tomar el burgo. En el asedio que ese año realizaron de la ciudad estos invasores, se declaró la peste entre sus filas, por lo que levantaron el cerco para ya no volver. A partir de entonces, especialmente bajo el reinado de Alfonso VII, se tomó con gran interés por parte del monarca la recuperación de nuestra ciudad. Y así fue que se dictaron muchas normas para hacerlo pronto y bien.

En principio, Guadalajara fue declarada ciudad realenga, esto es, que sólo estaba bajo el señorío y tutela directa del rey de Castilla. Así como muchos otros lugares de su entorno, y probablemente de su tradicional territorio de influencia capitana, como Brihuega, Alcalá y Talamanca, habían sido entregadas en señorío a los arzobispos de Toledo, y otros lugares, como Hita o Beleña, a señores particulares, la ciudad de Guadalajara quedó realenga.

Alfonso VII concede también un Fuero a Guadalajara. Era el año 1133, y ello suponía que le reconocía de hecho como ciudad notable y cabeza de un territorio. Aunque más adelante analizaremos con más detalle los fueros concedidos a nuestra ciudad por los monarcas castellanos, justo es decir ahora que ellos fueron la clave del sucesivo crecimiento y prosperidad del burgo. Porque en estos Fueros, al menos en el de Alfonso VII, se reconocía a la ciudad como cabeza de un importante Común, un territorio ancho con dos sesmas: la del Campo, lo que hoy es Campiña del Henares, y la de Alcarria, llegando su territorio hasta el Tajuña y aún al arroyo de San Andrés.

Esta categoría de cabeza de Común supuso, por una parte, el radicar en ella una serie de órganos políticos que ya la conferían su inicial importancia rectora. El juez del Común, personaje elegido por sufragio popular, y autoridad máxima de la comunidad, residía y presidía los concejos. Alcaldes, jurados y otros elementos jerárquicos también, lo mismo que el merino o delegado regio. Aquí asentaron entonces, y en su tomo, escribanos, juristas, etc. Nacía así la calidad de «ciudad burocrática» medieval que sería la base para su posterior crecimiento.

Pero esto también condicionó el desarrollo físico de Guadalajara. Pues al ser cabeza de un extenso territorio, debía jugar un papel defensivo del mismo. Así, se reconstruyó y perfeccionó la muralla que la rodeaba, y que ya los árabes habían levantado. En tiempos de Alfonso VII recibió un remozamiento total, así como el puente sobre el Henares. Para todo ello, se establecían impuestos en el resto del Común de Villa y Tierra: los pueblos del territorio aforado debían contribuir al mantenimiento del puente y murallas de Guadalajara. También el castillo, antiguo alcázar árabe, fue restaurado y puesto en uso como residencia del merino real y lugar donde, andando los siglos, vivieron infantes, princesas y aun reyes, celebrándose en él, a lo largo de los siglos XIV y XV, Cortes generales del reino.

También en tiempos de Alfonso VII se creó un órgano de relieve constante en la vida social de los siglos siguientes: fue el Cabildo de Curas o clérigos, que alcanzó pronto una gran importancia, adquiriendo un poder indudable, que durante la Edad Media especialmente, y también en la Moderna, actuó de contrapeso respecto al poder civil del Concejo.

Con todos estos elementos de crecimiento social, y con esta dinámica observada en los primeros años del siglo XII, Guadalajara cobra su sentido definitivo. La reconquista la hace cambiar, entre otras cosas, de función y valor. Pasa a ser, de punto estratégico y defensivo militar, a burgo administrativo y comercial. Pienso que ello fue clave para su posterior desarrollo y para la importancia que, en el devenir de la historia de España, protagonizó nuestra Guadalajara.

Durante los siglos XII al XV, la ciudad continuó creciendo ininterrumpidamente. Fernando II le concedió un nuevo Fuero, ampliado, en 1219, haciendo en él múltiples concesiones y exenciones de impuestos, que estimularon el asentamiento de población y crearon un dinamismo económico, agrícola y ganadero de importancia. Ya por entonces, suena Guadalajara como punto de importancia en la historia de la Mesta. Más tarde, Alfonso X el Sabio crea dos grandes ferias: la de Pascua y la de San Lucas, que imprimen un nuevo aliento de desarrollo al comercio arriacense. Finalmente, en 1460, el rey Enrique IV entrega a Guadalajara el título de ciudad, confirmando, al final de la Edad Media, la gran importancia que el burgo había tenido, y el papel que comenzaba a jugar en el equilibrio político de fuerzas cara a la época moderna.

Historia y Leyenda en la Reconquista de Guadalajara

El torreón de Alvar Fáñez custodiaba la puerta de Feria de la muralla de Guadalajara

Este año se conmemora el noveno centenario de la reconquista de Guadalajara a los árabes por parte del reino de Castilla. El hecho histórico en sí, que ya hemos visto en ocasión anterior bajo el frío prisma de las crónicas históricas, no revestiría más importancia que el moro traspaso del poder político. Un día llegó un mensajero oficial desde Toledo, diciendo simplemente que la ciudad de Guadalajara, como el resto del reino, pasaba al dominio de Castilla, con lo que la jerarquía árabe quedaba definitivamente depuesta. Las condiciones de la rendición irían en pergamino aparte, y la gente del burgo, al parecer, se lo debió de tomar con mucha filosofía (el fatalismo árabe en este caso debió funcionar correctamente) y en su mayor parte se quedaron a vivir en el mismo lugar donde lo habían hecho sus antepasados durante muchas generaciones. Progresivas repoblaciones con cristianos norteños, y el aflujo constante de judíos, completaron el espectro de la población guadalajareña para el resto de la Edad Media.

Pero la tradición de nueve siglos en nuestro medio fue transformando aquel hecho anodino, confiriéndole un tinte de leyenda que progresó y se afianzó hasta dar cuerpo a lo que podríamos denominar la leyenda de la reconquista en Guadalajara, y. que aparte de su sentido narrativo con pizcas de maravilla, ha sufrido en ocasiones el análisis con intención cientificista. Veamos esta increíble historia, que muy bien pudo ser verdad y no haber ocurrido.

En su avance hacia el sur, las tropas cristianas de Alfonso VI iban conquistando ciudades y pueblos, en lucha permanente y en asedios continuos, con la visión final puesta en Toledo, la capital del reino. Avanzando por el ancho valle del Henares, y después de haber tomado las fortalezas de Castejón (la actual de Jadraque), de Hita y otros pueblos como Horche, y Uceda, las mesnadas castellanas se situaron frente a las murallas de la ciudad de Wad‑al‑Hayara, poniéndole sitio. Los árabes guadalajareños ofrecieron intensa resistencia, de modo que se veía difícil, por parte del ejército que comandaba Alvar Fáñez de Minaya, tomar el burgo en un período más o menos corto de tiempo.

Para conseguirlo fraguaron un plan: uno de los cristianos, disfra­zado de bereber, se introdujo dentro de la ciudad, y la noche (que era precisamente la de San Juan, del 1085) abrió las puertas para que entraran su capitán Alvar Fáñez con su ejército. Antes de ello, pusieron las herraduras de sus caballos al re­vés, para dejar las huellas en sentido contrario al que realmente ha­bían llevado, y así a la mañana si­guiente, los árabes arriacenses pen­saron que aquellas huellas eran de otros paisanos que habían salido de madrugada al campo. Cuando real­mente muchos de ellos habían sali­do de la ciudad, a trabajar en los campos cercanos, los hombres de Alvar Fáñez salieron de sus escon­drijos y se apoderaron de la ciudad. Por supuesto que la entrada la hi­cieron, cubiertos con las sombras de la noche, por la puerta que vigilaba el torreón del Cristo de Feria, luego llamado de Alvar Fáñez hasta hoy mismo.

Hasta aquí la pura leyenda. Ahora, las interpretaciones. De muy distinta manera trataron los antiguos cronistas este tema de la reconquista. El historiador Núñez de Castro dice que ocurriría el año 1081, cuando en el primero de los cercos que Alfonso VI hizo a Toledo, consiguió la entrega por el rey árabe Al‑Qadír de diversos castillos y lugares estratégicos. Fueron muy escasos, aunque bien situados, estos lugares entregados: Canales, Zorita y Canturias, en tierras toledanas. Ya Francisco de Torres nos da la, fecha de 1085 como cierta, y explica que la ciudad fue tomada en la misma campaña de Toledo.

Quién fue el reconquistador de Guadalajara exactamente, es algo que también entra en el ámbito legendario. La tradición quiere que fuese Alvar Fáñez de Minaya, y el mismo historiador Layna Serrano se inclina claramente por esta posibilidad. Se apoya en varias razones: por una parte, en que por el prestigio conquistado desde varios años antes en la corte castellana, él sería designado para capitanear tan honrosa empresa. Por otra parte, el hecho de conocerse bien el territorio, desde que unos años antes, cuando estuvo con su primo el Cid Campeador en la toma de Castejón y su castillo, había hecho una razzia o cabalgada Henares abajo, dando sustos y tomando propiedades a las gentes de Hita, Guadalajara y Alcalá. Incluso avalora Layna esta opinión por el hecho de existir tradiciones, en diversos pueblos de la comarca alcarreña, de haber sido Alvar Fáñez su conquistador (Horche, Romanones, Alcocer, etc.) e incluso de haber tomado la puerta del Cristo de Feria, poco tiempo después de la reconquista, el nombre de Alvar Fáñez, posiblemente en memoria de su conquistador que por allí entraría.

No deja de ser todo ello mera suposición y fantasía. Se desconoce, de entrada, la forma exacta en que se hizo el traspaso del poder político en Guadalajara. Debe cuestionarse incluso el hecho mismo de la conquista militar. Y por ello nunca podrá ser definitivo cuanto se diga en torno al nombre y la personalidad de quien dirigiera la operación. La tradición está ahí, y hay que tomarla exclusivamente en lo que vale.

Sobre la forma de la conquista también hay mucho que hablar. 0 ha habido. Porque los historiadores no se han puesto nunca de acuerdo acerca del modo en que esta conquista se realizó. Aparte de cuestionar totalmente, como hacemos nosotros, el hecho de una toma militar, pues creemos que ésta no existió, limitándose al simple envío de mensajeros o representantes que hicieron ver a los jefes árabes guadalajareños la caída de Toledo, y el paso a Castilla de la soberanía de la ciudad, también está el elemento contrarío, absolutamente fabuloso, que más arriba contábamos, en el que la leyenda de una entrada sigilosa nocturna nos transporta al mundo de las Mil y Una Noches.

Alonso Núñez de Castro, historiador del siglo XVII, opina que ocurrió del siguiente modo: estando el asedio implantado desde hacía muchos días ya, los moros decidieron hacer una salida al campo y procurar diezmar y dañar a los sitiadores. Pero éstos, más fuertes, les atacaron y persiguieron, entrando tras ellos hasta el interior de la ciudad, haciendo en ella y sus soldados tanto daño, que pocos días después se rindieron. Por el contrario, Francisco de Torres, a quien vemos en todo mucho más razonable y menos fabulador, piensa que la toma de Guadalajara se hizo sin violencia alguna, por rendición ante hechos políticos consumados.

Layna Serrano, sin embargo, va más allá, y trata de razonar científicamente el modo de la conquista, consiguiendo solamente fabular por su cuenta. Dice que la rendición fue pactada entre Alvar Fáñez y los jerarcas de la ciudad, y que al entrar a tomar posesión del burgo, la población se amotinaría y protestaría, poco menos que estableciéndose un régimen de guerrilla urbana. También propone Layna la versión de que una vez pactada entre los jefes árabes y el capitán cristiano la entrega de la ciudad, con objeto de evitar alborotos de la población, la entrada se hiciera por la noche, y se ocupara de inicio todo el barrio en torno a la iglesia de Santo Tomé, donde residía la colonia mozárabe y los simpatizantes de la causa castellana, siendo al día siguiente un hecho consumado.

Como se ve, de una y otra parte se esgrimen posibilidades, versiones, fábulas y tradiciones, sobre las que cae, como una losa, la fría y rígida sentencia de la verdadera historia que, al carecer de fuentes documentales, dice escuetamente: hay muchas leyendas en tomo al tema de la conquista de Guadalajara, pero