La figura de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, ya tantas veces traída a estas páginas para rememorar lo interesante de su vida y sus aportaciones a la cultura de nuestra tierra y de Castilla entera, se instala hoy nuevamente entre nosotros para recordar una de sus facetas más características, como hombre que fue, además de armas, de sutiles y cimentadas letras. Si el marqués fue galante escritor, en el verso pulido e imaginativo, en la prosa hondo y sabio, lo debió no sólo al ambiente familiar en que creció, ‑que por femenino (vivió su infancia y juventud junto a su madre y abuela, en Carrión) no fue excesivamente intelectual‑ sino a la gran cantidad y cuidada selección de sus lecturas. Por sus manos pasó lo que por entonces, comienzos del siglo XV, podía considerarse clave de la cultura occidental: desde las obras clásicas de San Agustín y San Isidoro, a los comentarios patrísticos y desde las obras filosóficas y científicos de Platón y Aristóteles, a las nuevas modas poéticas de Petrarca, Dante y Bocaccio.
Desde los remotos días de la Baja Edad Media, en que el marqués reunía en su palacio de Guadalajara ‑ya por entonces viejo y semiruinoso‑ a los intelectuales de la corte de Juan II, y enseñaba a sus propios hijos las exquisiteces de la nueva cultura que estaba viniendo de Italia, fue famosa su Biblioteca. Aunque parezca asombroso, pero hacia el año 1410 aproximadamente, las únicas bibliotecas serias, importantes, cuajadas de obras clásicas, de manuscritos valiosos, que había en España, eran las de los monasterios y los cabildos catedralicios. La cultura era tamizada y dirigida por los eclesiásticos, cosa que, por otra parte, caracterizó a toda la Edad Media europea. Fue uno de los primeros caballeros españoles, el marqués de Santillana, en ocuparse, de la literatura, de la ciencia, del pensamiento. El mismo llegaría a decir, en frase que luego se hizo famosa, que «la ciencia no embota el fierro de la lanza, nin face floxa la espada en la mano del caballero». Esa idea, que en López de Mendoza era firme y meditada, tuvo que ser trabajosamente proclamada por él mismo allá donde iba: la idea de que un caballero solo debía ocuparse en asuntos guerreros y políticos, dejando a los frailes y eclesiásticos el leer y el pensar, fue combatida tenazmente por nuestro marqués. El fruto se vio luego: a los Mendoza, la estirpe numerosa que salió de su tronco, puede considerarse como los introductores del Renacimiento literario, artístico y espiritual en España. Un ejemplo bien cercano lo tenemos en el Doncel de Sigüenza: educado en el caserón mendocino de Guadalajara, hijo espiritual de los versos y las sentencias de don Iñigo, cuajó en la estampa alabastrina que todos conocemos: el joven guerrero que, tras la batalla, y aún vestido con los arreos militares reposa con la lectura y la meditación de un libro de horas, de unas líneas que llaman a la inteligencia, al pensamiento.
Don Iñigo López de Mendoza fue creando una gran biblioteca en su palacio de Guadalajara. Tenía contactos, emisarios, en todas partes de España, y sobre todo en la península itálica, que le buscaban libros antiguos, se los traducían al castellano (él reconocía ser mal latino, capaz de leer el idioma del Lacio, pero no de degustarlo en toda su dimensión) e incluso se los escribían y «pasaban a limpio». El mismo, ya en su palacio arriacense, montó una especie de «scriptorium» o taller de «ediciones a mano», en el que escribanos y miniaturistas elaboraban reposadamente, escribiendo, dibujando y encuadernado lujosamente, las obras que más gustaban al marqués. Así, parece incluso que fue el propio Jorge Inglés, el gran pintor que trazo el retablo para el hospital de Buitrago, en el que ha quedado inmortalizado el gesto sereno de don Iñigo, quien dirigió este taller de escribanos y miniaturistas, decorando personalmente muchas portadas y otras, en las que, entre angelotes de anchas vestimentas, adornos y animales fantásticos, las armas mendocinas lucían su tricolor (verde, rojo y oro) destello.
De Bocaccio se hizo escribir la Fiammeta y el Filostrato. De Leonardo Bruni el Tratado de Caballería. De Cicerón, varios tratados como el De Officiis De Amicitia, De Paradoxis y De Senéctute. De Homero, La Iliada, traducida al castellano por su hijo el futuro Cardenal Mendoza. De San Juan Crisóstomo, el Discurso contra Anomios, y de San Agustín, las Confesiones y el De Vita Christiana. También las Décadas de Tito Livio, las Sátiras de Juvenal, las Epístolas de Séneca, la gran Crónica General de Alfonso el Sabio los Remedios de varia fortuna y el De viris illustribus de Petrarca o el Libro della vita civile de Matteo Palmieri.
Podríamos seguir largo trecho Don Iñigo López de Mendoza que en política, fue intrigante y veleta o en batallas valiente y estratega no cabe duda que en la cultura de su tiempo fue cabeza y principio de muchas cosas. Entre otras de lo que podría llamarse «bibliofilia» pero a lo grande. «Ese libro me interesa, pues que lo copien, lo traduzcan, lo escriban de nuevo con limpieza le ponga en cada página mis armas y emblemas». Así cada día cuando tras la campaña granadina o la junta de Cortes, el marqués se retiraba a su viejo y oloroso palacio de Guadalajara.
De aquella gran Biblioteca, a su muerte quedó mínima parte. De forma inexplicable (yo al menos no alcanzo la razón de decisión tamaña) en su testamento decide que, para poder cumplir sus cláusulas devotas, sus ayudas a monasterios, a iglesias y menesterosos, se ponga a la venta entre otras cosas su Biblioteca, excepto cien libros que deberían quedar en poder de su primogénito Diego Hurtado, futuro primer Duque del Infantado. Se ignora si éste llegó a vender libros, joyas de tal magnitud, que tan queridas habían sido para el marqués. Parece poco probable que el heredero cometiera tal mezquindad. Pero hubiera podido ocurrir.
Sin embargo aquel gesto inexplicable del marqués de Santillana, lo enmendó su hijo, el primer duque, cuando al redactar su testamento escribió: «Otrosí, allende de lo suso escripto, mando al Conde mi fijo y quiero que haya por mayorasgo las mis casas de Guadalfajara e ansimesmo los libros que en mi librería y cámara se fallaren; los quales es mi voluntad que non sean nin puedan ser enajenados por él nin por sus sucesores, más que siempre anden e sean acesorios a los otros bienes del mayorasgo, e de aquella mesma natura e calidad. E esto porque yo deseo mucho que él e sus descendientes se den al estudio de las letras commo el Marqués mi señor padre (Se refiere al marqués de Santillana), que santa gloria aya, e yo e muchos antecesores lo fesimos creyendo por ello ser mucho crecidas e alçadas nuestras personas e casas».
Ello significaba que los libros de los Mendoza habrían de quedar ya para siempre en poder del mayorazgo esto es, del heredero del título sin poder desmembrar tal monumento de la cultura hispana. Así ocurrió y en el siglo XIX, cuando la fortuna de los Mendoza y Osuna caía al suelo, vendiendo aquí y allí palacios castillos y territorios la Biblioteca qué había nacido en el siglo XV del amor de Santillana por la cultura clásica estaba en gran parte intacta y fue adquirida, en 800.000 pesetas, por el Estado Español, que la puso en la Biblioteca Nacional donde hoy se conserva dignísimamente guardada y ya en dos ocasiones (1958 y 1977) ha sido expuesta al público en sus salas de Exposiciones. Es ella, la Biblioteca de los Mendoza del Infantado, uno de los más señalados monumentos de la cultura española, que nació, como tantas otras cosas capitales, en este solar nuestro de Guadalajara.
Bibliografía:
AMADOR de los RÍOS J. Vida del Marqués de Santillana, Buenos Aires 1947.
SCHIFF, M.: La bibliothéque du marquis de Santillana, París, 1905.
PENNA M.: La Biblioteca de los Mendoza del Infantado, en el siglo XV Madrid, 1958 (en el Catálogo de la Exposición de dicha Biblioteca en la Nacional de Madrid).
CALVO ALONSO‑CORTES, B. et al.: Los libros del Marqués de Santillana, Madrid 1977 (en el Catálogo de la Exposición de dicha Biblioteca en la Nacional de Madrid).