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noviembre, 1984:

La biblioteca del marqués de Santillana

 

La figura de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santilla­na, ya tantas veces traída a estas pá­ginas para rememorar lo interesante de su vida y sus aportaciones a la cul­tura de nuestra tierra y de Castilla entera, se instala hoy nuevamente entre nosotros para recordar una de sus facetas más características, como hombre que fue, además de armas, de sutiles y cimentadas letras. Si el marqués fue galante escritor, en el verso pulido e imaginativo, en la pro­sa hondo y sabio, lo debió no sólo al ambiente familiar en que creció, ‑que por femenino (vivió su infancia y juventud junto a su madre y abue­la, en Carrión) no fue excesivamente intelectual‑ sino a la gran cantidad y cuidada selección de sus lecturas. Por sus manos pasó lo que por en­tonces, comienzos del siglo XV, podía considerarse clave de la cultura occi­dental: desde las obras clásicas de San Agustín y San Isidoro, a los co­mentarios patrísticos y desde las obras filosóficas y científicos de Pla­tón y Aristóteles, a las nuevas modas poéticas de Petrarca, Dante y Bocaccio.

Desde los remotos días de la Baja Edad Media, en que el marqués reu­nía en su palacio de Guadalajara ‑ya por entonces viejo y semiruino­so‑ a los intelectuales de la corte de Juan II, y enseñaba a sus propios hi­jos las exquisiteces de la nueva cul­tura que estaba viniendo de Italia, fue famosa su Biblioteca. Aunque parez­ca asombroso, pero hacia el año 1410 aproximadamente, las únicas bibliotecas serias, importantes, cuajadas de obras clásicas, de manuscritos va­liosos, que había en España, eran las de los monasterios y los cabildos ca­tedralicios. La cultura era tamizada y dirigida por los eclesiásticos, cosa que, por otra parte, caracterizó a to­da la Edad Media europea. Fue uno de los primeros caballeros españoles, el marqués de Santillana, en ocupar­se, de la literatura, de la ciencia, del pensamiento. El mismo llegaría a decir, en frase que luego se hizo famo­sa, que «la ciencia no embota el fie­rro de la lanza, nin face floxa la es­pada en la mano del caballero». Esa idea, que en López de Mendoza era firme y meditada, tuvo que ser trabajosamente proclamada por él mismo allá donde iba: la idea de que un caballero solo debía ocuparse en asuntos guerreros y políticos, dejando a los frailes y eclesiásticos el leer y el pensar, fue combatida tenazmente por nuestro marqués. El fruto se vio luego: a los Mendoza, la estirpe numerosa que salió de su tronco, puede considerarse como los introductores del Renacimiento literario, artístico y espiritual en España. Un ejemplo bien cercano lo tenemos en el Doncel de Sigüenza: educado en el caserón mendocino de Guadalajara, hijo es­piritual de los versos y las sentencias de don Iñigo, cuajó en la estampa alabastrina que todos conocemos: el joven guerrero que, tras la batalla, y aún vestido con los arreos militares reposa con la lectura y la meditación de un libro de horas, de unas líneas que llaman a la inteligencia, al pensamiento.

Don Iñigo López de Mendoza fue creando una gran biblioteca en su pa­lacio de Guadalajara. Tenía contac­tos, emisarios, en todas partes de Es­paña, y sobre todo en la península itálica, que le buscaban libros anti­guos, se los traducían al castellano (él reconocía ser mal latino, capaz de leer el idioma del Lacio, pero no de degustarlo en toda su dimensión) e incluso se los escribían y «pasaban a limpio». El mismo, ya en su palacio arriacense, montó una especie de «scriptorium» o taller de «ediciones a mano», en el que escribanos y minia­turistas elaboraban reposadamente,  escribiendo, dibujando y encuadernado lujosamente, las obras que  más gustaban al marqués. Así, parece incluso que fue el propio Jorge Inglés, el gran pintor que trazo el retablo para el hospital de Buitrago, en el que ha quedado inmortalizado el gesto sereno de don Iñigo, quien dirigió este taller de escribanos y minia­turistas, decorando personalmente muchas portadas y otras, en las que, entre angelotes de anchas vestimen­tas, adornos y animales fantásticos, las armas mendocinas lucían su trico­lor (verde, rojo y oro) destello.

De Bocaccio se hizo escribir la Fiammeta y el Filostrato. De Leonar­do Bruni el Tratado de Caballería. De Cicerón, varios tratados como el De Officiis De Amicitia, De Paradoxis y De Senéctute. De Homero, La Iliada, traducida al castellano por su hijo el futuro Cardenal Mendoza. De San Juan Crisóstomo, el Discurso con­tra Anomios, y de San Agustín, las Confesiones y el De Vita Christiana. También las Décadas de Tito Livio, las Sátiras de Juvenal, las Epístolas de Séneca, la gran Crónica General de Alfonso el Sabio los Remedios de va­ria fortuna y el De viris illustribus de Petrarca o el Libro della vita civile de Matteo Palmieri.

Podríamos seguir largo trecho Don Iñigo López de Mendoza que en política, fue intrigante y veleta o en ba­tallas valiente y estratega no cabe duda que en la cultura de su tiempo fue cabeza y principio de muchas co­sas. Entre otras de lo que podría lla­marse «bibliofilia» pero a lo grande. «Ese libro me interesa, pues que lo copien, lo traduzcan, lo escriban de nuevo con limpieza le ponga en cada página mis armas y emblemas». Así cada día cuando tras la campaña gra­nadina o la junta de Cortes, el mar­qués se retiraba a su viejo y oloroso palacio de Guadalajara.

De aquella gran Biblioteca, a su muerte quedó mínima parte. De forma inexplicable (yo al menos no al­canzo la razón de decisión tamaña) en su testamento decide que, para poder cumplir sus cláusulas devotas, sus ayudas a monasterios, a iglesias y menesterosos, se ponga a la venta entre otras cosas su Biblioteca, excepto cien libros que deberían quedar en poder de su primogénito Diego Hurtado, futuro primer Duque del Infantado. Se ignora si éste llegó a vender libros, joyas de tal magnitud, que tan queridas habían sido para el mar­qués. Parece poco probable que el heredero cometiera tal mezquindad. Pero hubiera podido ocurrir.

Sin embargo aquel gesto inexplica­ble del marqués de Santillana, lo enmendó su hijo, el primer duque, cuan­do al redactar su testamento escribió: «Otrosí, allende de lo suso escripto, mando al Conde mi fijo y quiero que haya por mayorasgo las mis casas de Guadalfajara e ansimesmo los libros que en mi librería y cámara se falla­ren; los quales es mi voluntad que non sean nin puedan ser enajenados por él nin por sus sucesores, más que siempre anden e sean acesorios a los otros bienes del mayorasgo, e de aquella mesma natura e calidad. E es­to porque yo deseo mucho que él e sus descendientes se den al estudio de las letras commo el Marqués mi se­ñor padre (Se refiere al marqués de Santillana), que santa gloria aya, e yo e muchos antecesores lo fesimos creyendo por ello ser mucho crecidas e alçadas nuestras personas e casas».

Ello significaba que los libros de los Mendoza habrían de quedar ya para siempre en poder del mayoraz­go esto es, del heredero del título sin poder desmembrar tal monumen­to de la cultura hispana. Así ocurrió y en el siglo XIX, cuando la fortuna de los Mendoza y Osuna caía al sue­lo, vendiendo aquí y allí palacios cas­tillos y territorios la Biblioteca qué ha­bía nacido en el siglo XV del amor de Santillana por la cultura clásica estaba en gran parte intacta y fue ad­quirida, en 800.000 pesetas, por el Es­tado Español, que la puso en la Bi­blioteca Nacional donde hoy se conserva dignísimamente guardada y ya en dos ocasiones (1958 y 1977) ha sido expuesta al público en sus salas de Exposiciones. Es ella, la Biblioteca de los Mendoza del Infantado, uno de los más señalados monumentos de la cultura española, que nació, como tantas otras cosas capitales, en este solar nuestro de Guadalajara.

Bibliografía:

AMADOR de los RÍOS J. Vida del Marqués de Santillana, Buenos Aires 1947.

SCHIFF, M.: La bibliothéque du marquis de Santillana, París, 1905.

PENNA M.: La Biblioteca de los Mendoza del Infantado, en el si­glo XV Madrid, 1958 (en el Catálogo de la Exposición de dicha Biblioteca en la Nacional de Madrid).

CALVO ALONSO‑CORTES, B. et al.: Los libros del Marqués de Santi­llana, Madrid 1977 (en el Catálogo de la Exposición de dicha Biblioteca en la Nacional de Madrid).

Un ayuntamiento y un pueblo: Auñón

 

Hemos llegado hasta Auñón en una tarde ventosa y alborotada, en un día que el otoño se anuncia con fuerza y terquedad. La primera parada, el anclaje que siempre se ha­ce en los pueblos, y que queda luego con fuerza retenido como un cromo seguro, la hemos hecho ante el edi­ficio del Ayuntamiento, en un espa­cio amplio, parecido a una plaza, pe­ro que no llega a serlo. Por un lado está el ábside, inmenso, con aspec­to gigantesco, de la iglesia parro­quial. Por otro, el Ayuntamiento y una serie de edificios de viviendas, en hilera. Aún más arriba, las calles estrechas que suben al corazón del pueblo se entreven, y la luz de una arboleda, ante la portada meridio­nal de la iglesia, brilla decadente. Pero al levante está el recinto abier­to, oreado con generosidad, ante los olivares montuosos.

El Ayuntamiento de Auñón es un edificio ejemplar: en la imagen que acompaña estas líneas es posible ad­mirarlo en todo su sabor. Fue remo­zado, consolidado, hace pocos años. Pero se le mantuvo su auténtico sa­bor, su estilo tradicional. Es toda una pieza de arquitectura típica de la Alcarria, todo un monumento, en suma. La parte baja, que por necesi­dades de uso, se cerró y tabicó tam­bién hace muchos años, estuvo en un principio abierta como en sopor­tal, que se sostenía por gruesos pi­lares pétreos, con capiteles muy sencillos, geométricos, sobre los que cargan zapatas de madera. Hoy han quedado estos pilares o columnas al descubierto en su cara frontal, con o que el aspecto genuino del anti­guo edificio ha quedado bien pa­tente.

La parte alta, se muestra en cam­bio plena de sabor auténtico. La balconada abierta, o galería, solo protegida por una reja de simple y delicioso dibujo, se sujeta por co­lumnillas de maderas que también rematan en zapatas. Sobre el tejado, el gran reloj, con su campanil, y la fecha de 1952 en que se debió de poner este añadido. La estampa ge­neral es rústica, tradicional, de las que da gusto mirar, porque se tiene la seguridad de estar viendo algo nuestro, algo muy de la tierra, y bien conservado.

El edificio del Ayuntamiento de Auñón es además generoso, y está compartido entre las funciones con­cejiles y la Farmacia. Si en una puerta dispensan oficios, en la otra dan aspirinas y antibióticos. En me­dio, un gran escudo de armas, de la época del Renacimiento, tallado completamente en piedra, con las clásicas figuras de águilas, castillos, cañones y bolas, rematado en un yelmo que mira a la derecha, señal de hidalguía y legitimidad, cayendo en su torno las verduras y los lam­brequines propios del caso. Proba­blemente perteneciera a los señores de Auñón, los Herrera, que fragua­ron su fortuna y posibles tras haber tenido a uno de sus miembros, don Melchor, de ministro de Hacienda con Felipe II.

Pero aún tiene más datos el ayun­tamiento de Auñón que le hacen paradigmático y cargado de abolengo hispánico sobre el balcón principal, una chapa de loza muestra a Jesu­cristo con el corazón en la mano, refulgente y tranquilo, y delante la bandera de España, la constitucio­nal, dando cabezadas al aire de la tarde. Sobre la zapata central, el nombre del recinto urbano: «Plaza de José Antonio Primo de Rivera», del que nada nuevo podemos añadir.

Los niños se han lanzado a beber el agua generosa y fresca de la fuen­te. En el correr de los caños, en el vibrar de las ondas, he leído la his­toria del pueblo, los siglos pasados de Auñón, que están como en un cofre oscuro y metálico allí dentro, esperando que un curioso los saque a la luz, los cuente a los demás, los medite un momento, hasta seguir el camino.

Cualquiera que conozca o haya visitado aunque sea de paso el lugar de Auñón, ha podido darse cuenta de la estratégica situación, que con vistas a los intereses militares y de defensa de la Edad Media, tiene el pueblo. Está, como Cuenca y otras ciudades de fuerte presencia, cons­truido sobre un espinazo rocoso es­coltado a ambos lados por barran­cos no muy profundos. De poniente se abre en cantiles rectos sobre la vega de levante, más suavemente, pero también va dejando caer su es­tampa hacia otro vallejo, ambos buscadores del cercano Tajo. Esa posi­ción de fortaleza, dominante de va­llejos que escoltan el paso del «pa­dre río», hizo de Auñón desde un primer momento, un lugar codiciado.

Y decimos desde un primer mo­mento, porque parece que aquí echamos siempre las cuentas desde el momento de la Reconquista. Lo que pudieran haber hecho con esas peñas los íberos, los romanos o los árabes no nos preocupa demasiado. Es como si no fuera con nosotros, aunque es también nuestra tierra y son también nuestros antepasados. La historia empieza de verdad con el idioma, con las creencias cuando Castilla pone su pendón carmesí y su emblema dorado sobre la más an­tigua casa del lugar. Esa reconquis­ta que, como toda la Alcarria baja, que se consumó hasta los inicios del siglo XII. De entonces conocemos las páginas de Auñón.

Fueron sus primeros dueños unos señores terratenientes castellanos, que tenían su lugar fuerte en Illana. Se llamaban los Ordóñez, y habían controlado desde muy pronto la orilla derecha del río Tajo, por los re­yes de Castilla. El lugar fuerte, sin embargo, se encontraba justo a la orilla del río: en lo que aún hoy per­manece como fuerte torreón vigía que llaman del Cuadrón. Allí hubo poblado, castillo y control de cami­nos. Auñón era tan solo un lugare­jo en la montaña. Pero enseguida to­mó importancia, especialmente cuando en 1178 lo adquirió la Or­den de Calatrava (era maestre de la misma Don Martín Pérez de Siones, enterrado en el cercano monasterio cisterciense de Monsalud, junto a Córcoles). A partir de entonces cre­ció rápidamente, obteniendo privile­gios y exenciones de parte de los maestres y de los reyes castellanos. Fue hecho cabeza de Encomienda, y así allí residió, durante siglos, el «comendador de Auñón», en una casona que aún hoy se puede contemplar, muy bien cuidada, un poco más abajo de la iglesia, prácticamen­te en la misma plaza del Ayunta­miento.

Acogió pronto Auñón a los luga­res cercanos, como el Collado y Berninches, también de propiedad de la Orden de Calatrava. La fuerte posi­ción de este último pueblo, y el priorato y templo románico del primero de los lugares referidos, refor­zaron la importancia de Auñón, que quedó paralela en dominios y rique­za a la encomienda de Zorita.

Ya en el siglo XVI, cuando el Em­perador Carlos se hizo con el dominio de todas las Ordenes militares y se proclamó maestre de todas ellas decidió vender la villa de Auñón para sacar más dinero con que ha­cer frente a sus múltiples peripecias guerreras por Europa. Los vecinos de Auñón quisieron liberarse de cualquier señorío, comprándose a sí mismos. No pudieron. Don Melchor Herrera, ministro de Hacienda (teso­rero real se llamaba entonces) de Felipe II, y alférez mayor de Ma­drid, riquísimo y omnipotente, com­pró Auñón y Berninches al Rey, en la cantidad fabulosa para entonces de 204.000 ducados. Desde enton­ces, el pueblo quedó bajo el señorío de esta familia. En el siglo XIX, un poeta romántico, Ángel de Saavedra y Herrera, duque de Rivas, era to­davía marqués de Auñón y herede­ro de aquel magnate del Renaci­miento.

Son historias que se mueven en el agua. Las risas de los niños y sus juegos han enturbiado otra vez el estanque. Del chorro salen borboto­nes sonoros. Ahora se refleja, tem­blando, la imagen del Ayuntamien­to sobre el pilón. El viento arrecia y las nubes plomizas van ganando la carrera a la tarde. Un pueblo, Auñón, y su historia, han quedado un momento prendidos de la aten­ción de los viajeros. Dan las campa­nadas relucientes y metálicas en el reloj de la plaza, y el silencio y el cabeceo lento de las ramas de la ol­ma quedan otra vez señores de la tarde, sumidos en la paz del pueblo, de los olivares, de las pardas cues­tas pedregosas.

Artesanía provincial de Guadalajara

 

Una de las más recientes realiza­ciones de la Diputación Provincial de Guadalajara, ha sido la puesta en marcha de una «Tienda ‑ Exposición de la Artesanía Provincial», que ha sido ubicada en el inicio de la Travesía de Santo Domingo, jus­tamente en la esquina con la plazue­la del Carmen, de tan entrañable sabor arriacense. En aquel punto, de tránsito alegre y denso, de tradición ciudadana antigua nuestra primera Institución provincial ha querido entregarse, y entregarnos, una muestra amplia, generosa, de lo que hoy se está haciendo, entre muchas manos por todo el territorio de Guadalaja­ra en el campo de la artesanía y las artes populares. En este otoño del 84, una nueva pica se ha puesto en lo que es continuado quehacer de la Diputación por salvar, poco a po­co, y en muchas parcelas diversas, la cultura autóctona de nuestra tie­rra.

En las dos plantas de que consta este centro, que más que tienda es gran sala de exposiciones, se puede admirar, en gran abanico de formas y colores, lo que hoy hacen nuestros artesanos. Algunas de sus muestras son ya clásicas, antiguas realizacio­nes conocidas de hace tiempo. Otros acaban de llegar, se han sumado con espíritu nuevo y emprendedor al quehacer antiguo. Sin mencionar nombres propios, pues todos son igualmente merecedores de ser co­nocidos, y la forma más directa de serlo es obteniendo la visita del pú­blico a este Centro, recordamos aquí las múltiples vías en las que la artesanía de Guadalajara se ha manifes­tado y progresa.

Quizás una de las facetas que más abundan en la exposición es la talla en madera. Tierra ésta nuestra de bosques, de antiguo fue tradicional que las gentes se ocuparan -cuan­do la tarea agrícola era mínima y el invierno silbaba por los campos- en hacer dibujos, tallas y expresio­nes personales sobre ella. Hoy se ven grupos de muebles, comedores y alacenas, arcones y escritorios, en una tradición secular pero con la técnica actual rematados. Esa talla de madera se ofrece también por los marcos de espejos, en estatuas y re­lieves tallados, en lámparas, y múl­tiples detalles. En la artesanía del mueble hay también buenos ejem­plos con cordobanes y alabastros.

Otro aspecto de la artesanía pro­vincial que tiene abultada represen­tación en la Tienda de la Diputa­ción, es la cerámica. La obra con el barro, con la arcilla, con la tierra generosa, fue siempre abundante por nuestros pueblos. Muchos ámbi­tos de Guadalajara tuvieron desde hace siglos, fama por sus tareas de alfarería y cerámica, y así desde la misma capital (en su barrio de la alcallería o cacharrerías, todavía existente) hasta lugares como Co­golludo, Anguita, Cifuentes, Lupia­na o Almonacid, tuvieron fama por su fabricación de hermosos Objetos, además útiles, de barro. El más conocido de todos fue, sin embargo, el pueblecillo serrano de Zarzuela de Jadraque, o Zarzuela de las Ollas, donde la totalidad del vecindario se dedicó, desde tiempo inmemorial, a la fabricación de cacharros y ele­mentos de barro, a los que ponían una decoración muy peculiar y úni­ca. Pues todavía como herencia de aquellas ancestrales artesanías, son hoy varios los alfares que continúan trabajando, poniendo inspiración y gracia en sus obras, si no tan útiles para la vida diaria como las que antaño se fabricaban, sí de buen gusto y muy decorativas: Pozancos, Hita, Tamajón y otros lugares, son hoy centro de esa nueva andadura de la cerámica alcarreña, que recobrará su antiguo prestigio con estos nue­vos artesanos.

También la industria de la piel ha seguido viva: algún que otro botero, y artesanos que fabrican bolsos y otros utensilios perviven la tradi­ción de trabajar la piel de los ani­males. Lo mismo que los paños y tejidos: en esto fue siempre nuestra tierra pionera. Y desde las industrias que menciona el Fuero de Bri­huega, que ya en el siglo XII tenían su sede en la capital de la Alcarria, hasta las industrias de bayetas y te­jidos de Sigüenza en el siglo XVII, o las sedas y tapices de Pastrana, en esa misma época, e incluso las más conocidas, con repercusión interna­cional, de Brihuega y Guadalajara desde el siglo XVIII, nuestra pro­vincia ocupó durante centurias una gran cantidad de artesanos y obre­ros en estas tareas de trabajar la materia vegetal. Ahora son algunos talleres los que confeccionan pren­das, de gran calidad y gusto, o al­fombras, los que mantienen este fuego secular.

Otras artesanías modernas han venido a añadirse a tan densa relación y muestra. Del mimbre y la anea, que en épocas antiguas tam­bién tuvo su cultivo, especialmente a niveles familiares, existen en la Tienda de la Diputación bellas ma­nifestaciones. Y luego son los más recientes ensayos con «papier ma­ché», o con estaño sobre arcilla, o miga de pan finamente trabajada Y coloreada, obteniendo piezas, broches y cuadros de rara perfección y gusto.

Únicamente echamos de menos algunas de las más características artesanías que hubo en nuestra tie­rra, como por ejemplo la del vidrio: las famosas fábricas de El Recuenco, La Solana y Tamajón, que produje­ron vidrios solicitados hasta en Pa­lacio, fueron desmanteladas y abandonadas hace mucho tiempo. Nadie ha vuelto a revitalizar tan hermosa tradición. Quizás lo costoso de su puesta en marcha lo impida. Y tam­bién falta en esta Exposición ancha y solemne algunas cosas que pueden considerarse como de la más genuina popularidad y surgida de las ma­nos sencillas de la gente de pueblo, como las labores de ganchillo, de bordados, etc., o las máscaras de botargas, o incluso los propios trajes regionales, que tanta aceptación tendrían para la proyección costum­brista y la progresiva costumbre de utilizarlos en las fiestas señaladas.

De todos modos, no cabe ninguna duda que esta iniciativa de la Dipu­tación Provincial, de poner al servi­cio de los artesanos de Guadalajara y por lo tanto de la provincia entera, este local céntrico, tan bien acondicionado y atendido, ha sido un acierto y un paso más que la pri­mera institución de Guadalajara ha dado en favor de su cultura y de la recuperación de sus raíces más genuinas.

Buscando Setas

 

El día invitaba a lanzarse al cam­po. Después de las primeras lluvias empapadoras, cuando las nubes den­sas y rápidas han dejado la tierra calada hasta los huesos, y luego el sol retorna a su cuidado de calentar el horizonte, levantando vahos, ne­blinas escurridizas, el campo cobra un tono de hermosa limpieza, de diafanidad inmaculada. En las ori­llas de los ríos, las choperas y las secuencias de los álamos van toman­do un color que media entre el ver­de triste y el amarillo rabioso. Par­dos tonos, sutiles graduaciones por las alturas de las plantas, retratan al paisaje de la Alcarria, de la Campi­ña, de la Serranía áspera del Oce­jón, y en la mañana calma se acude con ganas a la caminata.

Pasada ya la puerta de la Sierra, dejando atrás las casas, los palacios, los monasterios ruinosos, la grande­za antigua de Tamajón, entramos por carriles húmedos y zigzagueantes en el corazón de la tierra abrup­ta, donde el enebro, la sabina, la en­cina y la estepa imponen su reinado. El campo se muestra a cada paso sorprendente. El olor del espliego húmedo se confunde con el rumor de las hierbas secas de las praderas. Una brisa muy leve ondula las ramas altas de los sabinares, dóciles y tristes. Las encinas, algunas muy grandes, orondas, felices en su an­cianidad secular, escoltan el camino hacia Almiruete. A un lado y otro surgen las formaciones rocosas del Cretáceo, alborotadas ristras de cantules modestos, pequeñas navatas cuajadas en su fondo de fresca hierba, alguna cueva donde se refu­gian animales en el invierno. Por to­das partes, mirando atentos, se per­cibe la vida plena del campo, y la naturaleza ofrece un infinito reper­torio de colores, de movimientos, de formas de olores, de aspectos en la distancia lejana, en los intermina­bles horizontes, en los cercanos montes grises de pizarra, o en el inmediato suelo donde aún algunas flores quieren dar su agónico cantu­rreo. El otoño, en esta tierra nues­tra de Guadalajara, se carga de glorioso aspecto, de impresionante per­fil, de asombro sin fin, en una dádi­va continua de sensaciones agrada­bles.

Nuestro objetivo, esta vez, era buscar setas. El ser viviente que sur­ge, en eclosión rápida y sorpresiva, tras la lluvia, al calor suave del sol recuperado. En estas praderas de altura, por las vertientes meridiona­les del Ocejón, entre las piedras, junto a las secas matas, en los abiertos rodales, surgen las setas de cardo, especie comestible y muy sa­brosa. En nuestra tierra hay muchas formas de preparar estas setas. En su obra, magnífica y bien trabajada, Antonio Aragonés pone entre las páginas de su «Gastronomía de Guadalajara» algunas recetas para con­dimentar las setas alcarreñas y de­jarlas en perfecto uso de paladares, por exigentes que sean. Recordamos algunas de las formas en que este autor nos las recomienda: las setas sendileras, que en el Señorío de Mo­lina preparan, como en las celtibé­ricas tierras de Soria y Navarra, fri­tas con grasa de chorizo, en rodajas muy finas. Los níscalos los preparan también muy pulidamente en tie­rras molinesas, revueltos con ajos, sobre un previo sofrito de pimentón y pimienta, y otras veces con asadu­ras de cordero. En las serranías atencinas, la seta de cardo la prepa­ran frita con ajos, o bien asada so­bre las brasas directamente, o sobre unas parrillas, con una gota de manteca, o con aceite y sal, sin más. Ya en tierras de Alcarria, se cogen para comer los bonetillos que llaman, pequeños hongos que se guisan fri­tos con ajos, o mezclados con pata­tas aliñadas con pimentón. Así es como preparan las setillas de cardo en Horche, donde personalmente las hemos degustado con auténtico pla­cer: cortadas en rodajas grandes, densas, sabrosas guisadas con agua y muchas patatas, y aliñadas con orégano, hierbas finas y pimentón. En Torija se comen las setas al pereajo, fritas con sal, ajo rallado y pe­rejil, echando un chorrito de vina­gre o limón, en clásica y exquisita presentación de estos vegetales. Fi­nalmente pueden prepararse fritas, muy bien escurridas y con algo de sal, sobre la grasa que previamente haya dejado el tocino magro o entreverado que se ha puesto al fuego.

La caminata, larga y bienhechora, relajante, pródiga en encuentros con cosas, con animales, con plan­tas, con historias, con paisajes, fue escasa de setas. La lluvia resultó ­corta para llamar del subsuelo a las esporas vitalizadas. Pequeñas, aisla­das, unas cuantas setas sirvieron pa­ra hacer un frito escaso, pero, eso sí, sabroso. El día, sin embargo, no fue perdido. Una larga conversación con las encinas de un alto ro­dal desde donde el gris de los ro­quedos tenía destellos de la paleta de Cézanne, nos confirmó el anti­guo, el ancestral dicho de que los árboles hablan. Y no sólo que ha­blan, sino que cuentan apasionantes historias remotas. En Tamajón, finalmente, una visita al templo parroquial, al caserón de los Montú­far, al restaurado palacio de los Mendozas, nos permite completar el día. Una jornada corta, plena de sensaciones, de encuentros con la naturaleza silenciosa, con la tierra que habla con pulsos de silencio. Una forma más de conocer Guada­lajara, envuelta en la luz dorada del otoño.