Un ayuntamiento y un pueblo: Auñón

viernes, 16 noviembre 1984 1 Por Herrera Casado

 

Hemos llegado hasta Auñón en una tarde ventosa y alborotada, en un día que el otoño se anuncia con fuerza y terquedad. La primera parada, el anclaje que siempre se ha­ce en los pueblos, y que queda luego con fuerza retenido como un cromo seguro, la hemos hecho ante el edi­ficio del Ayuntamiento, en un espa­cio amplio, parecido a una plaza, pe­ro que no llega a serlo. Por un lado está el ábside, inmenso, con aspec­to gigantesco, de la iglesia parro­quial. Por otro, el Ayuntamiento y una serie de edificios de viviendas, en hilera. Aún más arriba, las calles estrechas que suben al corazón del pueblo se entreven, y la luz de una arboleda, ante la portada meridio­nal de la iglesia, brilla decadente. Pero al levante está el recinto abier­to, oreado con generosidad, ante los olivares montuosos.

El Ayuntamiento de Auñón es un edificio ejemplar: en la imagen que acompaña estas líneas es posible ad­mirarlo en todo su sabor. Fue remo­zado, consolidado, hace pocos años. Pero se le mantuvo su auténtico sa­bor, su estilo tradicional. Es toda una pieza de arquitectura típica de la Alcarria, todo un monumento, en suma. La parte baja, que por necesi­dades de uso, se cerró y tabicó tam­bién hace muchos años, estuvo en un principio abierta como en sopor­tal, que se sostenía por gruesos pi­lares pétreos, con capiteles muy sencillos, geométricos, sobre los que cargan zapatas de madera. Hoy han quedado estos pilares o columnas al descubierto en su cara frontal, con o que el aspecto genuino del anti­guo edificio ha quedado bien pa­tente.

La parte alta, se muestra en cam­bio plena de sabor auténtico. La balconada abierta, o galería, solo protegida por una reja de simple y delicioso dibujo, se sujeta por co­lumnillas de maderas que también rematan en zapatas. Sobre el tejado, el gran reloj, con su campanil, y la fecha de 1952 en que se debió de poner este añadido. La estampa ge­neral es rústica, tradicional, de las que da gusto mirar, porque se tiene la seguridad de estar viendo algo nuestro, algo muy de la tierra, y bien conservado.

El edificio del Ayuntamiento de Auñón es además generoso, y está compartido entre las funciones con­cejiles y la Farmacia. Si en una puerta dispensan oficios, en la otra dan aspirinas y antibióticos. En me­dio, un gran escudo de armas, de la época del Renacimiento, tallado completamente en piedra, con las clásicas figuras de águilas, castillos, cañones y bolas, rematado en un yelmo que mira a la derecha, señal de hidalguía y legitimidad, cayendo en su torno las verduras y los lam­brequines propios del caso. Proba­blemente perteneciera a los señores de Auñón, los Herrera, que fragua­ron su fortuna y posibles tras haber tenido a uno de sus miembros, don Melchor, de ministro de Hacienda con Felipe II.

Pero aún tiene más datos el ayun­tamiento de Auñón que le hacen paradigmático y cargado de abolengo hispánico sobre el balcón principal, una chapa de loza muestra a Jesu­cristo con el corazón en la mano, refulgente y tranquilo, y delante la bandera de España, la constitucio­nal, dando cabezadas al aire de la tarde. Sobre la zapata central, el nombre del recinto urbano: «Plaza de José Antonio Primo de Rivera», del que nada nuevo podemos añadir.

Los niños se han lanzado a beber el agua generosa y fresca de la fuen­te. En el correr de los caños, en el vibrar de las ondas, he leído la his­toria del pueblo, los siglos pasados de Auñón, que están como en un cofre oscuro y metálico allí dentro, esperando que un curioso los saque a la luz, los cuente a los demás, los medite un momento, hasta seguir el camino.

Cualquiera que conozca o haya visitado aunque sea de paso el lugar de Auñón, ha podido darse cuenta de la estratégica situación, que con vistas a los intereses militares y de defensa de la Edad Media, tiene el pueblo. Está, como Cuenca y otras ciudades de fuerte presencia, cons­truido sobre un espinazo rocoso es­coltado a ambos lados por barran­cos no muy profundos. De poniente se abre en cantiles rectos sobre la vega de levante, más suavemente, pero también va dejando caer su es­tampa hacia otro vallejo, ambos buscadores del cercano Tajo. Esa posi­ción de fortaleza, dominante de va­llejos que escoltan el paso del «pa­dre río», hizo de Auñón desde un primer momento, un lugar codiciado.

Y decimos desde un primer mo­mento, porque parece que aquí echamos siempre las cuentas desde el momento de la Reconquista. Lo que pudieran haber hecho con esas peñas los íberos, los romanos o los árabes no nos preocupa demasiado. Es como si no fuera con nosotros, aunque es también nuestra tierra y son también nuestros antepasados. La historia empieza de verdad con el idioma, con las creencias cuando Castilla pone su pendón carmesí y su emblema dorado sobre la más an­tigua casa del lugar. Esa reconquis­ta que, como toda la Alcarria baja, que se consumó hasta los inicios del siglo XII. De entonces conocemos las páginas de Auñón.

Fueron sus primeros dueños unos señores terratenientes castellanos, que tenían su lugar fuerte en Illana. Se llamaban los Ordóñez, y habían controlado desde muy pronto la orilla derecha del río Tajo, por los re­yes de Castilla. El lugar fuerte, sin embargo, se encontraba justo a la orilla del río: en lo que aún hoy per­manece como fuerte torreón vigía que llaman del Cuadrón. Allí hubo poblado, castillo y control de cami­nos. Auñón era tan solo un lugare­jo en la montaña. Pero enseguida to­mó importancia, especialmente cuando en 1178 lo adquirió la Or­den de Calatrava (era maestre de la misma Don Martín Pérez de Siones, enterrado en el cercano monasterio cisterciense de Monsalud, junto a Córcoles). A partir de entonces cre­ció rápidamente, obteniendo privile­gios y exenciones de parte de los maestres y de los reyes castellanos. Fue hecho cabeza de Encomienda, y así allí residió, durante siglos, el «comendador de Auñón», en una casona que aún hoy se puede contemplar, muy bien cuidada, un poco más abajo de la iglesia, prácticamen­te en la misma plaza del Ayunta­miento.

Acogió pronto Auñón a los luga­res cercanos, como el Collado y Berninches, también de propiedad de la Orden de Calatrava. La fuerte posi­ción de este último pueblo, y el priorato y templo románico del primero de los lugares referidos, refor­zaron la importancia de Auñón, que quedó paralela en dominios y rique­za a la encomienda de Zorita.

Ya en el siglo XVI, cuando el Em­perador Carlos se hizo con el dominio de todas las Ordenes militares y se proclamó maestre de todas ellas decidió vender la villa de Auñón para sacar más dinero con que ha­cer frente a sus múltiples peripecias guerreras por Europa. Los vecinos de Auñón quisieron liberarse de cualquier señorío, comprándose a sí mismos. No pudieron. Don Melchor Herrera, ministro de Hacienda (teso­rero real se llamaba entonces) de Felipe II, y alférez mayor de Ma­drid, riquísimo y omnipotente, com­pró Auñón y Berninches al Rey, en la cantidad fabulosa para entonces de 204.000 ducados. Desde enton­ces, el pueblo quedó bajo el señorío de esta familia. En el siglo XIX, un poeta romántico, Ángel de Saavedra y Herrera, duque de Rivas, era to­davía marqués de Auñón y herede­ro de aquel magnate del Renaci­miento.

Son historias que se mueven en el agua. Las risas de los niños y sus juegos han enturbiado otra vez el estanque. Del chorro salen borboto­nes sonoros. Ahora se refleja, tem­blando, la imagen del Ayuntamien­to sobre el pilón. El viento arrecia y las nubes plomizas van ganando la carrera a la tarde. Un pueblo, Auñón, y su historia, han quedado un momento prendidos de la aten­ción de los viajeros. Dan las campa­nadas relucientes y metálicas en el reloj de la plaza, y el silencio y el cabeceo lento de las ramas de la ol­ma quedan otra vez señores de la tarde, sumidos en la paz del pueblo, de los olivares, de las pardas cues­tas pedregosas.