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agosto, 1984:

Una Guadalajara nueva y cierta

 

Tras varios años de interrupción, y ahora con nuevos brillos y dimen­siones, nos vuelve el «Día de la Provincia», que es algo que había calado ya en los calendarios festivos de nuestras gentes, y que parece ser va a retornar por sus fueros, con un entusiasmo nuevo que le haría ser aún más popular y útil.

Ante este nuevo «Día de la Pro­vincia», que ha de celebrarse estos dos próximos sábado y domingo, 1 y 2 de septiembre respectivamente, en la ciudad de Molina de Aragón, conviene hacer algunas reflexiones que traten de presentarnos con ma­yor claridad su significado, su utili­dad, la importancia que tiene el he­cho de que, al menos una vez al año, seamos todos congregados en torno a esta cita que hace nuestra Diputación Provincial. En una so­ciedad como la española actual, cua­jada de mal entendidas autonomías y encastillamientos, el hecho de que una provincia como la nuestra, pe­queña pero viva, trate de reencon­trarse, de inquirir sobre su ser y su sentido, es algo que debe ponernos a todos en marcha, y con ganas de colaborar en esta tarea noble, y pienso que útil. Al menos que sea la presencia, la participación de to­dos, la que dé un inicial sentido a la jornada.

Porque ese otro camino de simb­olismos que trata de recorrer el hecho, nace precisamente de las int­erpretaciones que queramos darle. Cuando, de una forma sencilla, y sin pretensiones, alguien se plantea un momento la pregunta de «¿qué es Guadalajara?» surgen algunos in­convenientes que sería interesante tratar de resolver. En principio, ya es todo un éxito que unos, o muchos, se planteen tal interrogación. Señal de que la prisa y las querellas descansan por un momento, y una causa sencilla, pero hermosa, nos congrega y nos reposa.

Es de general aceptación que la división de España en provincias que el año 1833 hizo Javier de Burgos, siendo ministro de Fomento, fue artificial y casi de carácter pro­visional, aunque la misma se ha consagrado ya después de siglo y medio de andadura. De esa provisio­nalidad e imperfección han nacido ahora las autonomías que configu­ran el nuevo Estado, que no han si­do estructuradas previamente, con la opinión de todos, como hubiera sido lógico. Pero de aquella división surgieron tierras provinciales que, partiendo comarcas naturales en va­rios trozos, rompiendo territorios históricos en otros cuantos, hubie­ran prometido un porvenir inestable y artificial. Durante mucho tiempo, Guadalajara ha sido eso, un cúmulo de tierras, de pueblos, de referen­cias conjuntadas a las que faltaba el cemento de unión para hacer un edificio único.

Se invocaba Guadalajara y aparecían en torrentes los ríos, los paisajes, los pueblecillos serranos o es­condidos en los valles de la Alcarria. Se decía lentamente Guadala­jara, y acudía el tropel de los Mendozas, del arcipreste con los poetas de la Atenas alcarreña, los palacios ducales de la capital y Cogolludo, el Renacimiento plateresco de cruces y portadas. Se pronunciaba el nombre de nuestra provincia, y llegaban los mieleros, los arrieros, la economía de autoabastecimiento: pasto­res, hortelanos, viñedos, algunos al­fares… pero no existía la cohesión, la cifra exacta, el nombre único.

Hay algunas referencias que hoy, como ayer, pueden traer la evocación de la tierra toda al pronunciar­las. Parece que cuando se nombra al Doncel, y se explora con dolor el alabastro triste de su sueño, acu­den memorias de otros siglos, la polvorienta tierra de en torno al Henares se aviva, y el pendón men­docino junto a las trompetas epis­copales cabalgan el espacio. Incluso cuando los versos dulces, las serra­nillas medidas y montaraces del marqués de Santillana se desgranan desde las hojas de un viejo libro, los campos de la Alcarria verdean y se enternecen. Y si las coplas del arci­preste Juan Ruiz, el de Hita, se po­nen en la picota, una multitud aún se congrega, de pastores, caminantes y viejas a escucharlas.

También en la geografía de Gua­dalajara parece haber palabras que son advocaciones, que en su sonido congregan la memoria de toda una tierra. Y así decir Tajuña es pensar en una cinta fina de agua que se pierde entre los juncos y los cantos de las ranas, dibujando con chopos la columna vertebral de la provin­cia. Desde Maranchón donde se re­cibe entre rocas y pedregal escueto, el río canta por Ciruelos y Luzón su primer aria de robledales y torreo­nes vigías Anguita y el recuerdo del Cid entre la voz profunda de su lastra. Y después Luzaga, Cortes y Abánades, niño todavía que jugue­tea por praderas, y es amigo de las estrellas, tan cercanas. Después se pone la faja y las alforjas, y se hace alcarreño. Si en Masegoso y Valde­rrebollo tiene ecos sin retorno, des­de Cívica hasta Brihuega se ahoga de verdor y cerros, dando luego la estampa más bella y auténtica de su curso, hasta salir de la provincia: Valfermoso, como un preludio a su carrera madura, vigila Armuña, y aun Aranzueque, antes de que en Loranca se pierda hacia las alcarrias madrileñas.

La historia se cimenta de asona­das, de luchas de moros y cristianos, de repoblación continua enmarca­da por una cenefa jaquelada romá­nica. Se nutre luego de castilleras andanzas, y en fin, aparece la som­bra de unas manos únicas, todopo­derosas, a ratos nobles y profusas, a ratos codiciosas: los Mendozas. Ellos -Iñigos, Diegos y Pedros- encontraron desde aquí seguras las más altas sillas del reino: el almirantazgo, la primacía, la cancillería o la embajada. Si desde Guadalaja­ra salieron con rumbos guerreros, aquí volvían a pensar, a procerar, a escribir. La añoranza de esta tierra estuvo siempre en sus corazones: desde Flandes, a las Indias, los Mendozas pusieron en Guadalajara sus sueños. Y su reliquia es hoy nuestra tierra.

Incluso no podemos olvidar las referencias a la economía de autoabastecimiento a que se vio sometida, durante siglos, esta tierra. Recuerdos quedan hoy solamente de lo que fueron sus ganados, sus lanas, sus paños. De lo que sus campos de cereal producían, en cantidades ingentes, incluso para exportar. ­De sus vinos ‑los de Illana, Mondéjar, Sayatón- o incluso de su miel, que hoy ni siquiera se sabe aprovechar en la medida que su fa­ma internacional ha ganado. En una época en que las grandes fuentes de energía dan la clave del desarrollo. Guadalajara se transforma en una de las primeras productoras de energía nuclear en España. Ya sólo nos falta una bolsa de petróleo de­bajo de la árida faz de las parameras molinesas…

Y tanto dato, tanta cifra, tanto recuerdo estaba falto de una cone­xión lógica. Han sido, sin duda, los escritores, los cronistas, los poetas que se han dedicado a indagar y nombrar a Guadalajara, quienes han hecho realmente el milagro ­de definir, de acaudalar conceptos y razones para tener de nuestra tierra un nombre cierto Layna Serrano con José Antonio Ochaíta; Juan Ca­talina García con José de Juan; Suá­rez de Puga con Sanz y Díaz… y un largo etcétera de nombres que han dispuesto, en su afán, dar vida real, concreta, certera a Guadalajara.

Incluso hechos como los que mañana y pasado se celebrarán en Molina, Días de la Provincia en los que el espíritu y los cuerpos de la tierra se aúnan en un grito, vienen a levantar la estatua, a clarificar sus perfiles, a entregarnos a todos la concreta imagen de Guadalajara. Es por ello que mañana, en Molina de Aragón, nuestra tierra será to­davía un poco mejor, más bella, más fuerte, más próspera y más que­rida por todos.

El monasterio jerónimo de Lupiana

 

En el término de Lupiana, asoma­do al borde de la meseta alcarreña entre una variada espesura y en un lugar pintoresco como pocos, Se le­vantan los restos del que fue Real Monasterio de San Bartolomé, pri­mero de los que la Orden de San Je­rónimo tuvo en España, y casa ma­dre de la misma durante varios si­glos.

La raíz de esta españolísima or­den monástica estuvo, pues, en tierra de Guadalajara, y fue plantada por hombres de esta ciudad. Un no­ble arriacense, don Diego Martínez de la Cámara, había erigido una er­mita en los cerros que rodean a Lu­piana, allá por los comienzos del si­glo XIV, y en su capilla mayor se había enterrado al morir en 1338. Los patronos de la ermita, que pa­saron a ser los alcaldes y concejo de Lupiana, recibieron la petición de un sobrino del fundador, un joven de Guadalajara, de conocida familia de ella, don Pedro Fernández Pecha, de colocar en su espacio lugar de recogimiento de eremitas. Solicitado al arzobispo toledano, don Gómez Manrique, accedió y en aquella altura se instalaron varios ermita­ños que, junto a Pedro Fernández Pecha, se dedicaron a la vida comu­nitaria y de oración, Dispuestos a fundar nueva orden bajo las normas y patrocinio de San Jerónimo, se trasladaron a Avignón, Pedro Fernández Pecha y Pedro Román, y después de varios ruegos recibieron de Gregorio XI la Bula de fundación con fecha del día de San Lucas de 1373, recibiendo de manos del Pon­tífice el hábito, que consistía en «túnica de encima blanca, cerrada hasta los pies: escapulario pardo; capilla no muy grande, manto de lo mismo», y cambiando de nombre en el sentido de adoptar en religión el apellido de la ciudad de que eran naturales, costumbre que hasta hoy han conservado los jerónimos. El fundador de la Orden, pues, fue fray Pedro de Guadalajara, quien al lle­gar a Lupiana, y ayudado de otros animosos compañeros, entre ellos don Fernando Yáñez de Figueroa y su hermano fray Alonso Pecha, se dedicó a levantar el primer gran monasterio de la Orden, lanzándose después por toda Castilla a fundar otras casas, y surgiendo en años y siglos posteriores grandes monaste­rios de la orden jerónima, como los de Guadalupe, la Sisla de Toledo, la Mejorada de Olmedo, San Jerónimo de Madrid, el Parral de Segovia, Fresdelval en Burgos, Yuste en Extremadura, Belem en Portugal y El Escorial, además de otro centenar de casas. La Orden fue muy podero­sa y jugó su papel en la política im­perial con Felipe II, quien siempre cuidó mucho de consultar a las altas jerarquías jerónimas algunas de sus decisiones, y en Lupiana se entrevis­tó con el general de la Orden en varias ocasiones. La Orden se disolvió­ tras la Desamortización, en 1836, pero en este siglo XX ha vuelto a renacer, contando con varios conventos en España, y teniendo ahora su casa madre en el Parral de Se­govia.

Al monasterio de Lupiana le col­maron de donaciones y favores los señores de la casa Mendoza. Mu­chos de ellos hicieron entregas de tierras y solares, de beneficios abultados, y de magníficas obras de arte. Incluso algunos, como doña Al­donza de Mendoza, hermana del primer marqués de Santillana, eligió la iglesia monasterial para su ente­rramiento. Los condes de Coruña y vizcondes de Torija quedaron con el patronato de su capilla mayor, que en el siglo XVI abandonaron para trasladar sus enterramientos a la parroquia de Torija. Fue ofrecido entonces el patronato del monaste­rio al rey Felipe II, quien lo aceptó en 1569, y correspondió dando al monasterio la jurisdicción completa de la villa de Lupiana, y todo su tér­mino. También los arzobispos tole­danos favorecieron mucho a San Bartolomé de Lupiana, entre ellos don Alfonso Carrillo, quien en 1472 ordenó levantar un claustro de pesado estilo gótico.

Grandes figuras intelectuales de la Orden ocuparon el priorato de Lupiana en el siglo XV: fray Luís de Orche, en 1453; fray Alonso de Oropesa, en 1456; y fray Pedro de Córdoba, en 1468. Cada tres años Se reunía el Capítulo general, jun­tándose los priores de todos los monasterios de España en la Sala Capitular del cenobio alcarreño En el siglo XIX, al ser vendido en pú­blica subasta, lo adquirió la familia Páez Xaramillo, de Guadalajara, de la que pasó a los marqueses de Bar­zanallana, sus actuales propietarios.

Para el visitante es de destacar, no sólo el lugar bellísimo, muy fron­doso, en que se encuentra. Puede admirar aún su patio de entrada, galerías y salones con buenos artesonados, una pequeña capilla, el claustro antiguo, obra en ladrillo, y el claustro grande más los restos de la iglesia.

El claustro grande es una hermo­sísima muestra de la arquitectura renacentista española. Fue diseña­do, en su disposición y detalles or­namentales, por el arquitecto Alon­so de Covarrubias, en 1535. Y cons­truido por el maestro cantero Her­nando de la Sierra. Presenta un cuerpo inferior de arquerías semi­circulares, con capiteles de exube­rante decoración a base de anima­les, carátulas, ángeles y trofeos, y en las enjutas algunos medallones con el escudo (un león) de la Orden de San Jerónimo, y grandes rosetas talladas. Un nivel de incisuras y cinta de ovas recorre los arcos. La par­te inferior de este cuerpo tiene un pasamanos de balaustres. El segundo cuerpo de este claustro consta de arquería mixtilínea, con capite­les también muy ricamente decora­dos y los arcos cuajados de peque­ñas rosáceas, viéndose tallas mayo­res en las enjutas. Su antepecho, magnífico, en piedra tallada, ofrece juegos decorativos de sabor gótico. En uno de los laterales se añadió un tercer cuerpo, que, si rompe en parte la armonía del conjunto, añade por otra una nueva riqueza, pies figuran columnas con capitales del mismo estilo, antepecho de balaustres, y zapatas ricamente talladas con arquitrabe presentando escudos. Los techos de los corredores se cubren con sencillos artesonados, y en las enjutas del interior de la galería baja aparecen grandes meda­llones con figuras de la orden. En frases de Camón Aznar, máximo co­nocedor de la arquitectura plateres­ca española, refiriéndose al claustro de Lupiana, dice que «el conjunto produce la más aérea y opulenta impresión, con rica plástica y ale­gres y enjoyados adornos emergien­do de la arquitectura», es «obra ex­celsa de nuestro plateresco».

De lo que fue gran iglesia parro­quial sólo quedan los muros y la portada. Fue construido el conjun­to a partir de que en 1569 se hicie­ra cargo del patronato de la capilla mayor el rey Felipe II, mandando a sus arquitectos y artistas mejores, que entonces tenía empleados en las obras de El Escorial, a que dieran trazas y pusieran adornos en este templo. La traza, lo mismo que la Sala Capitular, es obra de Francisco de Mora. En la fachada se advierte una portada dórica, de severas líneas, rematada con hornacina que contiene estatua de San Bartolomé. En lo alto, gran frontón triangular con las armas ricamente talladas de Felipe II. El interior, de una sola nave, culmina en elevado y estrecho presbiterio. La bóveda, que era de medio cañón con lunetos, se hundió hacia 1928. Lo mismo que el coro alto, a los pies del templo, enorme y amplio; el templo se decoraba, en bóvedas del coro, del templo y del presbiterio, con profusa cantidad de pinturas al fresco, obra de los ita­lianos que decoraron El Escorial. Nada ha quedado, ni siquiera una sucinta descripción de ellas.

Bibliografía:

CAMÓN AZNAR, J.: La arqui­tectura y la orfebrería españolas del siglo XVI, Summa Artis, to­mo XVII, Madrid, 1970, pp. 247, 248 y 387.

QUILEZ, J.: Documentos de inte­rés para la Historia del Arte, en «Revista Investigación», núm. 3, 1969, p. 70‑74.

HERRERA CASADO, A.: «No­tas del plateresco: El claustro de Lupiana». «Revista Minutos Me­narini», núm. 67, octubre 1973.

HERRERA CASADO, A.: Mo­nasterios y conventos en la pro­vincia de Guadalajara. Guadalaja­ra, 1975, pp. 249‑263.

Los «diablos» de Luzón

 

Hace pocas jornadas, tuve la sa­tisfacción de acudir al hermoso pueblecito de Luzón, ubicado sobre el valle alto del Tajuña, en plena se­rranía del Ducado, donde el aire es, incluso en el mes de agosto, limpio y cristalino como un arroyo vaporo­so. La amabilidad de sus gentes es proverbial, y a todas ellas relaté co­mo mejor pude los aconteceres varios que nuestra tierra de Guadala­jara une en su geografía, su historia, su arte y su folclore.

Tras la charla, en nutrida afluen­cia y ambiente que tenía mucho de familiar, de familia grande y bien avenida, surgieron las anécdotas, los recuerdos, las evocaciones del pasado más o menos lejano. Siempre aparecen «los más ancianos del lu­gar» que tienen aún fresca, aunque sus huesos se apoyen en una garro­ta, la memoria de las cosas queridas.

Surgió la conversación en torno a las antiguas celebraciones, hoy día ya perdidas. Y aunque unos y otros, amantes hasta la médula de lo au­tóctono, están dispuestos a resucitar lo que sea. Las costumbres populares van quedando progresivamente relegadas al olvido, mientras nuevos modos se van imponiendo, un tanto artificiales y apoyados a veces en la falta de imaginación de los propios pueblos, Un abuelete me contaba el tema que hoy quiero reflejar en esta glosa, como elemento inédito del costumbrismo provincial. Me habla­ba de los «diablos» de Luzón, algo que en su recuerdo, y en el de mu­chos del pueblo, brillaba todavía con los tonos de lo mágico, de lo terrible, de lo añorado nostálgica­mente en todo caso.

Consistía a fiesta en el disfraz de varios jóvenes del pueblo, con una indumentaria peculiar y, al parecer de todos los relatantes, aterradora: Se vestían con largas sayas y zama­rras, cubriéndose las partes libres del cuerpo, como eran brazos y ca­ra, con una mezcla de ceniza y acei­te, que les tiznaba de negro, pero de un negro brillante. Los dientes se los restregaban con patata, lo que les confería un aspecto intensamen­te blanco. En lo alto de la cabeza, unos cuernos de vaca, los más lar­gos que encontraban, y colgando al cinto se ponían cencerros o sonajas, para armar mucha bulla. Con esas pintas, recorrían las calles del pue­blo, intentando entrar en las casas, e incluso a veces, y dado que el pue­blo está situado en fuerte cuesta, trataban de penetrar a las casas donde había mozas por las venta­nas, para asustarlas El recuerdo de todos era que un escalofrío recorría sus espaldas cada vez que se les po­nía un «diablo» delante.

La fiesta se celebraba el domingo de Carnaval, por la noche, y a pesar del frío intenso de la época, todo el pueblo se volcaba a la calle para verlo. Hace algunos años, y como «traca final» del hecho, se reunie­ron casi una treintena de jóvenes así ataviados. Por lo visto no ha queda­do ni una sola fotografía de la fies­ta, pero sí algunos trajes, cornamentas y ganas de volverlo a poner en marcha, por lo que sería un es­pectáculo que el próximo domingo de carnaval Luzón pudiera expresar­se como un nuevo lugar donde se recupera el folclore autóctono con éstos sus diablos.

Indudablemente esta fiesta no es Un elemento aislado ni extraño en el contexto del costumbrismo festi­vo de Guadalajara. Las sierras ibé­ricas han poseído desde hace largos siglos las costumbres de sacar en el paso del invierno a la primavera, hombres transformados, exótica­mente ataviados, creadores de pavor y sorpresa En Atienza fueron muy llamativas sus vaquillas y en otros lugares serranos esta costumbre de cambiar por un día el aspecto de pastor por el de ganado era muy ha­bitual. Se ha perdido casi por com­pleto, pero no sería anodino recu­perar, aunque sólo fuera por un día al año, estas tradiciones. A los del propio pueblo les haría reencontrar­se con su pasado, ser un poco más «ellos mismos», Y a los foráneos nos alegraría anotar, con todo rigor, una tradición más en el acervo que fue tan rico del folclore provincial.

Para el estudioso y el curioso, el dato está ahí: los «diablos» de Lu­zón, que salían horriblemente trans­formados el domingo de carnaval. Para los hijos del pueblo, para su dinámica «Asociación de Amigos de Luzón» la idea está lanzada. Si se recoge demostrará, como ya lo ha hecho otras veces, que su espíritu está en la línea del tiempo nuevo, de ser mejores por ser más activos, y de ser más auténticos y así más felices.

Para cuantos quieran encontrar un lugar aislado, sencillo, donde el paisaje es variado en conjunción el valle con las montañas boscosas, y la temperatura en verano nunca su­be de los 25 grados, Luzón es ese lugar buscado, soñado, donde será bien recibido el viajero que hasta allí quiera desplazarse y disfrutar de un día inolvidable a las orillas del Tajuña, entre bosquedales de robles y chaparros.