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junio, 1981:

El conde de Romanones

 

No hace falta haber nacido en un territorio para poder ser tenido por hijo, y muy señalado, del mismo. Eso ha ocurrido, y ocurre aún hoy día, con diversos personajes, escritores, artistas, y destacados trabajadores que, sin haber tenido su origen directo en Guadalajara, pueden ser tenidos como ilustres alcarreños, por su dedicación y entrega a esta tierra. Esto es lo que ocurrió con el Conde de Romanones, de quien podemos decir que fue una de las personalidades singulares que, por haber descollado de modo singular en la vida política de España, fue su relación tan estrecha con la tierra de Guadalajara, que debe ser tenido como un alcarreño más. Y por eso le traemos a esta galería y glosa de lo nuestro.

Nació don Álvaro de Figueroa y Torres en Madrid, el ano 1863. Dentro de una familia entroncada con la más rancia nobleza de la Alcarria: los Figueroa eran ya ascendientes de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. Y la rama de los condes de Coruña y vizcondes de Torija dieron en siglos recientes, tras diversas uniones con otras herencias de la nobleza castellana, a los Figueroa y Torres, marqueses de Villamejor, que en Guadalajara poseían diversas casas (el palacio de la Cotilla, entre otras) y grandes extensiones de terreno por la Alcarria y Campiña.

Cursó estudios nuestro personaje en la Universidad de Bolonia, doctorándose en Derecho. Fue gran lector, aficionado a los estudios arqueológicos e históricos (publicó una obra sobre la ciudad arévaca de Termancia, en Soria), buen escritor con estilo sencillo pero ameno, y biógrafo de diversos personajes con los que tuvo trato directo, y de los que obtuvo datos abundantes: Amadeo de Saboya, Sagasta, Espartero y la reina María Cristina fueron por él estudiados y biografiados. Sus «Notas de una vida» refieren con gracia y desenvoltura su paso por la política, convirtiéndose a la vez en una valiosa fuente histórica de la época finisecular y de principios del siglo XX, cuando la alternancia en el poder de los conservadores y liberales. Entre sus cargos meramente culturales, don Álvaro de Figueroa y Torres fue académico de la de Ciencias Morales y Políticas, de la de Historia, director de la de Bellas Artes, y en repetidas ocasiones presidente del Ateneo de Madrid.

Su gran inteligencia y su dinamismo incansable cuajaron preferentemente en la parcela política. Su primer puesto parlamentario lo obtuvo como diputado por el distrito de Guadalajara en las primeras cortes de la Regencia, en 1889. Desde el primer momento se aplicó al partido liberal, que ya entonces capitaneaba Sagasta, a quien nuestro personaje guardó siempre fidelidad absoluta. «En política soy liberal sin exageraciones, pero también sin miedo ni tibiezas» se definiría Figueroa dando fe de su talante.

Entró pronto, en 1890, en las elecciones municipales, como concejal del Ayuntamiento de Madrid, provocando continuas polémicas, lances dialécticos y hasta algún que otro duelo. En 1894 fue nombrado alcalde de Madrid, dejando una tarea amplia realizada y proyectada; entre otras, la iniciación de la Gran Vía madrileña; urbanización de calles y barriadas enteras. Pero el conde de Romanones (título concedido por la reina regente en 1893) intentaba algo más. Los puestos ministeriales en las ocasiones en que los gabinetes fueron del partido liberal, fue ocupándolos con frecuencia y buen ánimo. En 1901 ocupó su primer puesto de gobierno: en el gabinete formado entonces por Sagasta, él obtuvo la cartera de Instrucción Pública.

Tan intensa y rápidamente trabajó en él, que el 26 de octubre de ese mismo año firmó el memorable decreto en el que se redimía a los maestros de escuela de su secular ostracismo, aumentando de forma notable sus sueldos y afirmando su seguridad. El Magisterio Español, agradecido, le erigió un monumento, con su busto y alegorías talladas en bronce por Blay, y colocado en Guadalajara, donde aun permanece. Figueroa siempre se rió de aquello, y decía que al pasar por delante de él sentía verdadero bochorno.

Siempre militando en el liberalismo, bajo el mando de Moret y de Canalejas ocupó diversos ministerios: en 1905, el de Fomento; al año siguiente, el de la Gobernación, y en ese mismo año, el de Gracia y Justicia en el gabinete de López Domínguez, en el que publicó un célebre decreto autorizando el matrimonio civil que originó graves protestas de la opinión católica. En 1909, con Canalejas volvió Romanones al Ministerio de Instrucción Pública. Y en 1912 alcanza la presidencia del Congreso de los Diputados. Tras el asesinato de Canalejas, el Rey encarga a Romanones la formación de Gobierno: el 15 de noviembre de 1912 alcanza, pues, el ansiado puesto de jefe de gobierno y cabeza de su partido. Hasta octubre de 1913 estuvo Álvaro de Figueroa en este puesto, en el que llevó con buen pulso las negociaciones con Francia sobre el protectorado de Marruecos En diciembre de 1915 volvió Romanones al Poder: se declaró aliadófilo en la contienda europea, y ante el miedo de ver a España mezclada en la Gran Guerra, numerosas opiniones neutralistas se alzaron en su contra y al final se vio obligado a dimitir, en 1917. En el Gobierno Nacional presidido por Maura (1918) Romanones ocupó la cartera de Gracia y Justicia, y poco después, al dimitir Alba, la de Instrucción Pública, siempre tan querida para él. Con García Prieto, el conde ocupó el ministerio de Estado, y al fin en diciembre de 1918, en medio de una situación social muy inestable, ocupó por tercera vez la presidencia del Gobierno, de la que hubo de dimitir en abril de 1919. Cuando en 1922 se constituyó el gobierno de concentración liberal bajo la presidencia de García Prieto, Romanones accedió nuevamente al ministerio de Justicia. En ese año fue elegido senador por Guadalajara, y automáticamente fue designado como Presidente del Senado. El golpe de Estado del general Primo de Rivera, en septiembre de 1923, redujo al ostracismo -como a otros muchos políticos- al conde de Romanones. Pasado el  trance, el gobierno Aznar designó a nuestro personaje ministro de Estado. Las elecciones de abril de 1931 que abrieron las puertas a la República, dieron finalmente al traste con la carrera política del conde de Romanones, que sobrevivió como pudo la guerra, y hasta 1950, en su ancianidad sabia, experimentada e irónica, pasó largas temporadas en la provincia de Guadalajara; en la capital también, donde gozaba general simpatía y entrañables amistades Pública.

Tras largos años de ejercicio político y parlamentario, Romanones llegó a ser el símbolo de la democracia de partidos en la España de los primeros años del siglo XX, y al mismo tiempo la genuina representación del caciquismo y las trampas electoralistas en los distritos rurales que, como los de Guadalajara, eran fácilmente manejados por dinero e influencias. En sus «Memorias» hace profesión de honradez en esto, de la lucha electoral, aunque también afirma: «muchas veces se necesita emplear el grito para dominar  el tumulto. En esto de gritar no he envidiado a nadie. Los ataques violentos al adversario, cuanto más de brocha gorda, serán más útiles». Fue Romanones un profundo luchador político. «Una elección supone siempre una lucha», decía. Se rodeó de caciquez, y de él han surgido anécdotas a cientos sobre sus artes para conseguir escaños. Pero al menos en sus escritos siempre se manifestó en contra de ello: «no pocos confunden el arte electoral con el empleo de las malas ‑ artes en las elecciones» y él confesaba no ser de éstos. Siempre que tuvo ocasión elogió y apoyó la libertad de prensa más absoluta. No le importaba que le atacaran, porque él aprovechaba cualquier resquicio para hacerlo a su contrincante. Dejó, en fin, la imagen del político profesional que sólo atendía al interés de su partido y de sus gentes, olvidando la tierra que le llevaba al puesto, a la altura, y a los intereses generales del país. En su juventud, y al inicio de su carrera (cuando tuvo la cartera de Instrucción en 1901) era un joven lleno de buenas intenciones; luego como suele ocurrir, se fue «maleando», Ahí sigue, sin embargo, su recuerdo, su estatua, y ese riachuelo tan gracioso y denso de anécdota que entre las gentes de la tierra alcarreña aún corre sobre los dicho y hechos de Romanones. Un personaje, en fin, para figurar en este gabinete de los recuerdos de los guadalajareños.

Tradiciones del Corpus Christi

 

La festividad del Corpus Christi ha tenido desde hace largos siglos muy cumplida manifestación en nuestra ciudad. Además del significado puramente religioso, que hoy prima, en épocas anteriores fue lo que con toda justicia puede denominarse una auténtica «fiesta popular». Todo el mundo se echaba a la calle, en una jornada que generalmente ya era de buena temperatura, y además de asistir a los oficios litúrgicos y contemplar el paso venerado de la procesión, se divertían con las representaciones teatrales que el Ayuntamiento ofrecía, así como con los desfiles de pantomimas, gigantes, cabezudos y tarascas. Por la tarde, corrida de toros y alguna justa caballeresca como residuo del predominio caballeresco de la Edad Media. La fiesta del Corpus Christi en Guadalajara podemos decir que alcanzó toda su plenitud en el siglo XVI, época de la que tenemos bastantes datos relativos a su celebración, y de la que hoy aportamos un documento inédito.

Las corridas de toros en el Corpus arriacense datan, por lo menos, del XV. Se ofrecía al gentío, en la plaza que se formaba delante del palacio del Infantado, entre cuatro y ocho toros, en espectáculos que duraban varias horas. A los bichos se les alanceaba a caballo y a pie, se les echaba a luchar contra osos o leones y finalmente se les mataba.

En la procesión, solemnísima y multitudinaria, presidida por el Corregidor acompañado de los cargos municipales y representaciones gremiales, dio siempre carácter-al me nos desde el siglo XV en que tenemos noticia que ya salían-la Cofradía de los Apóstoles. Formada por diversos individuos, éstos se vestían en tal ocasión con los atavíos de los apóstoles de Cristo, poniendo sobre sus caras unas máscaras que acentúan el carácter sagrado de su representación, y siendo precedidos por niños portando carteles con sus respectivos nombres. Estos «apóstoles» heredaban de sus padres o antecesores más directos el derecho a salir de tal modo en la procesión del Corpus, y es verdaderamente reconfortante el hecho deque hasta hoy mismo se haya mantenido esta antiquísima costumbre.

En cuanto a las fiestas realmente populares celebradas en esta fecha en la ciudad, fueron siempre numerosas y muy apreciadas. Indudablemente, durante los siglos XVI y XVII, fue la fiesta cumbre de la ciudad. Una costumbre muy bonita era que por la mañana del luminoso día, salían ricamente vestidos, y montando en sus caballos, el Corregidor y los comisarios de fiestas del Ayuntamiento, recorriendo las calles por donde había de pasar la procesión. Esta procesión, reglamentada en su orden por unas normas estrictas, presentaba a todos los elementos representativos de la ciudad. Acudían cofradías y representaciones a la iglesia de Santa María de la Fuente la Mayor, donde se ponía el Santísimo sobre unas ricas andas, y salía a la calle acompañado de autoridades y gremios. Era tradicional: los escribanos llevaran hachas de cera, los procuradores una imagen de la Virgen, etc. Todos los estamentos ciudadanos competían-en esta sociedad netamente religiosa- en aparecer con mayor pompa y llamatividad sobre los demás.

Las fiestas consistían en danzas, representaciones teatrales, y desfiles de gigantes, cabezudos y tarascas. Estas cosas las pagaba el ayuntamiento, por contrato previo con particulares o compañías de cómicos y profesionales. En cuanto al sentido de las representaciones teatrales, y según hemos podido colegir de los títulos que en documentos se dan a las mismas, todos ellos relacionados con historias bíblicas o del «Flos sanctorum» debían haber sido muy en su origen «autos sacramentales» en los que la dualidad Bien‑Mal luchaba y se manifestaba ante los fieles. De este modo, puro y enraizado, ha quedado en algunos pueblos de nuestro territorio (recuérdese Valverde de los Arroyos, Molina de Aragón, etc.). En el siglo XVI, este carácter ya había sido superado en Guadalajara por el sentido popular de la fiesta. Las danzas estaban normalmente protagonizadas por demonios, soldados, gitanos y moriscos, quizás también como herencia de un origen ritual, guerrero y religioso, de ancestrales tradiciones celtíberas. En esta época, repito, Guadalajara había olvidado ya la primitiva raíz, aunque su fiesta del Corpus era tan colorista y abigarrada, tan popular y espontánea, que ya la quisiéramos hoy para nosotros.

Solían salir músicos, timbales y trompetas contratados por el Ayuntamiento. También gigantes y cabezudos, y una enorme representación de San Cristóbal con el Niño en brazos era tradicional. Sabemos, por ejemplo, de un documento del archivo municipal de 1586, que el Concejo había contratado ese año con un tal Angulo todo el conjunto de actos profanos a realizar ese día: dos representaciones teatrales, una en forma de auto sacramental, y otra de simple devoción; tres entremeses cortos en las calles de la ciudad; una danza de más caras; y otras cosas. Esos tres entremeses se realizarían, al paso de la procesión, en estos lugares: frente a la iglesia de Santa María, nada más salir la procesión, ante el palacio del duque del Infantado, y finalmente en la plaza del Ayuntamiento. Se puede suponer que, con tales entretenimientos, la procesión duraría largas horas. Por todo ello, el Ayuntamiento le pagó al tal Angulo, «maestro de hacer comedias», 150 ducados.

Para terminar, pondré aquí el texto de un documento hallado en el Archivo Provincial (1) que nos ilustra sobre el tipo de actos a celebrar en ese día, y como eran contratados por el Concejo. Los vecinos de la ciudad Miguel Zapata, y Pedro Palacios (este último tejedor) contrataban la realización por su cuenta de una obra teatral con la «Historia del Martirio de San Mauricio y el Emperador Maximiano», que llevaría además ocho tarascas para amenizarla, en forma de danza. Se refieren a que en ese día serían otras varias danzas y representaciones las que por las calles de la ciudad tendrían lugar. Dejemos que sea el lenguaje antiguo el que se exprese:

«Sepan quantos esta carta de  obligación vieren como nos miguel de zapata e pedro palacios texedor de lienzos vz.° de la ciudad de gua.ª nos amos a dos juntamente rrenunciamos por esta presente carta las leyes de la mancumunydad e otorgamos e conoscemos por esta presente que nos obligamos de hazer e que haremos el día de Corpus Xpi próximo venidero en la procesión del dcho día una danza de representación de la historia del martirio de Sant Mauricio y emperador Maximyano con ocho tarascas todo a contento e satisfación de esta ciudad e de los señores diputados della, en que a de intervenyr el señor Corregidor en quanto a la dicha satisfación por lo que se nos ha dado del presente quatro ducados por la dicha obra y siendo tal que satisfaga se nos a de pagar la mysma cantidad que se da por una de las demás danças que por esta ciudad se an de hazer el dcho día del Corpus Xpi e si no se contentaran de la dicha dança no se nos a de dar más de los dchos quatro ducados que avemos recivido lo qual ansi cumpliremos sin hazer falta, a nuestra costa la dicha dança.

Don Francisco Layna Serrano: Su obra

 

La obra que dejó don Francisco Layna Serrano fue ingente, de gran volumen y, por supuesto, de gran valor en punto a aportaciones de noticias y temas inéditos. Si las líneas maestras de la historia provincial ya estaban dadas de antes, especialmente por el también cronista provincial don Juan‑Catalina García, Layna fue enriqueciendo en contenido y matizaciones muchos aspectos de la vida de la ciudad de Guadalajara y de otras villas importantes, poniendo su sentido de crítica histórica muy rigurosa y ponderado, basado en un conocimiento total, cabal y bien maduro de toda la historia hispana. En otro aspecto, su obra de investigación en torno al patrimonio artístico provincial es totalmente nueva, pionera, pues apenas nadie antes que él se había ocupado en profundidad de ese tema. Pero, aun con la conciencia de que no el abarcable en escasas páginas el estudio de la obra de Layna, intentaremos aquí resumirla, proponiendo las diferentes vertientes de su trabajo, las fuentes fundamentales que utiliza, las novedades que aporta. Los estudios claves en que radica su dimensión gigantesca.

a) Temas médicos: si bien fuera del contexto que como historiador y cronista provincial tuvo Layna -y por ello le estudiamos aquí- fue nuestro autor en su vida profesional un universitario de talla, doctor en Medicina, especializado en los predios de la Otorrinolaringología, y autor de algunos trabajos publicados en revistas médicas, que forman también parte de su obra, por lo que conviene reseñarlos. En 1929 apareció una obra, breve pero enjundiosa, sobre la «Reflexoterapia endonasal», tema candente en la época, que alcanzó al traducción al inglés y su divulgación en Estados Unidos. Antes, en 1921, había publicado unos «Ensayos sobre Otorrinolaringología» en los que ponía diversos casos de su consulta y manera en que los había resuelto, todo ello desarrollado con un idioma que él se empeña en hacer atractivo y superando la ortodoxia y sequedad habituales de los textos médicos. En el Congreso Hispanoamericano de Otorrinolaringología celebrado en Zaragoza en 1925, Layna presentó diversas comunicaciones que luego fueron publicadas en forma de folletos: «La aspiración de las aletas nasales»; «Historia clínica de un quiste paradentario»; «La resección submucosa de los cornetes» y «Tratamientos de elección en los vaciamientos mastoideos».

b) Temas de Historia: en ellos fue en los que Layna Serrano descolló y trabajó ampliamente. Además de una amplísima bibliografía de fuentes documentales utilizadas impresas, él rastreó numerosos archivos y se dedicó con perseverancia al estudio de gran cantidad de material hasta entonces inédito. Durante los años de la guerra, que él pasó en Madrid, acudió puntualmente al Archivo Histórico Nacional, donde trabajó sobre los fondos de Conventos suprimidos y el legado Osuna, obteniendo material principalísimo para sus obras capitales. Luego visitó la biblioteca de la Real Academia de la Historia, donde la colección Salazar y otras similares le aportaron abundante documentación. Por supuesto que el estudio «in situ» de los archivos municipales de Guadalajara, Atienza y Cifuentes le permitieron ampliar sus datos de una manera exhaustiva sobre estos lugares.

De estos estudios archivísticos, y de su erudición amplísima, fueron saliendo las obras históricas que le consagraron como gran conocedor del pretérito provincial: en 1932 publicó su primer obra: El Monasterio de Ovila» escrita a raíz de iniciarse el traslado de este antiguo cenobio cisterciense a Estados Unidos. Al año siguiente apareció la primera edición de «Castillos de Guadalajara», obra en la que volcó Layna su ya inmenso caudal de conocimientos históricos, describiendo, tras haberlos visitado y estudiado sobre el terreno, las viejas fortalezas alcarreñas y molinesas. Este libro alcanzó en total tres ediciones, todas ellas agotadas en escaso tiempo. De una conferencia suya titulada «El Cardenal Mendoza como político y consejero de los Reyes Católicos» apareció en 1935 un folleto interesante, dando a la imprenta por fin, en 1942, su grande y definitiva obra: la «Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI» en cuatro gruesos tomos, con la que en 1945 obtuvo el Premio Fastenrath de la Real academia Española. En esa obra desborda el conocimiento que Layna alcanzó sobre la familia prócer que dio vida durante varios siglos a Guadalajara. Llegó a conocerla, como dijo alguien, como si de su propia familia se tratase. También hoy es libro buscadísimo, por lo raro y útil. En 1945, y como fruto de sus investigaciones en el Archivo Histórico Nacional, dio a luz su obra «Los Conventos antiguos de Guadalajara», con documentación prolija. Y en ese mismo año, la «Historia de la villa de Atienza», en un volumen de más de 600 páginas donde plasmó la historia de Castilla, de la reconquista, del territorio serrano y alcarreño, y por supuesto de Atienza, describiendo además su arte y sus costumbres. Todavía en este ámbito de la historia, Layna trabajó duro en el archivo municipal y en el parroquial de Cifuentes, saliendo tras largas horas de dedicación una magnífica «Historia de la villa de Cifuentes» en 1955 que ha sido reeditada hace poco.

Estos son fundamentalmente los libros dedicados enteramente a temas históricos de la provincia, pero es de señalar que Layna Serrano puso en toda su obra (tanto en los libros de arte, que ahora veremos, como en los de costumbrismo así como en sus múltiples artículos y conferencias) el preámbulo histórico conveniente, muchas veces con datos inéditos.

c) Temas de Arte: aquí destacó Layna por la abundancia de temas tratados, y el descubrimiento de documentos, artistas y noticias de gran interés. Su tarea en esta área la desarrolló en algunos libros, y sobre todo, en numerosos artículos publicados en revistas especializadas. Sus primeras obras «El monasterio de Ovila» y «Castillos de Guadalajara», aunque de base histórica, traen muchas descripciones artísticas del cenobio y de las fortalezas estudiadas. Será en 1935 que aparece su obra «La Arquitectura románica en la provincia de Guadalajara», fruto especialmente de viajes y recogida «in situ» de datos. Fue reeditada hace algunos años, habiéndose agotado nuevamente. Y como libro aceptado unánimemente es de recordar el que apareció en 1948 titulado «La provincia de Guadalajara» en el que, a gran tamaño, se reproducían más de 700 fotografías de nuestra tierra, con texto del cronista.

En revistas especializadas como «Arte Español» y «Boletín de la Sociedad Española de Excursiones» publicó Layna lo más útil de su aportación en historia del arte. Solamente cabe aquí recordar algunos de los temas de mayor interés: la iglesia mudéjar de Santa Clara (hoy Santiago) en Guadalajara; el palacio del Infantado; la parroquia del Salvador, en Cifuentes; la capilla del Cristo en Atienza; la iglesia parroquial del Alcocer; los retablos de la parroquia de Mondéjar; las tablas de San Ginés, en Guadalajara que él describió y procuró su restauración; la cruz parroquial de La Puerta; la parroquia de Alustante; las obras de Alonso de Covarrubias en el monasterio e iglesia de La Piedad en Guadalajara; la cruz del perro en Albalate; la custodia de la Trinidad, en Atienza; el sepulcro de Jirueque: el cuadro de Ribera en Cogolludo; las tablas de Santa María del Rey en Atienza, y un amplio estudio del arte en nuestra provincia sobre las épocas del Renacimiento y el barroco. La aportación de Layna al estudio de los temas artísticos de la tierra de Guadalajara fue fundamental, siempre en forma monográfica, pero con una ponderación de criterios y una base documental suficientes.

d) Temas de Costumbrismo: en este campo no fue muy amplia la actividad de Layna. Al estudiar pueblos y ciudades en un afán de totalidad, tocó aspectos costumbristas con el mismo rigor que los históricos y artísticos. En otros casos, se enfrentó a estos temas de una manera exclusiva, y así es memorable su estudio de la «Caballada de Atienza» publicado en la revista «Hispania» en 1942, o sus «Tradiciones alcarreñas: el Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla» que dio en 1944.

e) Guías provinciales: un último aspecto de la prolífica actividad del cronista Layna fueron las múltiples. -aunque breves- guías provinciales, encargadas generalmente por el Ministerio de Información y Turismo o por Asociaciones turísticas independientes. Así, aunque raras de encontrar, son de reseñar las guías de Cogolludo, Atienza, Brihuega, Cifuentes y Guadalajara, en pequeños folletos; Atienza, su castillo y la Caballada aparecidas en 1958, y el castillo de Sigüenza, en 1959, con datos para su reconstrucción. En cada página escrita por Layna, en cualquiera de sus obras, aflora siempre el mismo amor encendido por su tierra, que sin embargo nunca le hace perder ni un ápice la serenidad crítica y el rigor estudioso de la materia histórica que trata. Una obra (en la que no hemos incluido lo referente a otras provincias españolas, que fue abundante y bueno) que consagró a nuestro personaje como un auténtico historiador y conocedor de la tierra alcarreña. Un cronista provincial, el más prolífico de la serie, que elevó a límites de auténtico prestigio la institución que encarnaba. Su recuerdo seguirá siempre vivo -en su obra buscada continuamente -en esta tierra de Guadalajara.

Don Francisco Layna Serrano: Su vida

 

En el estudio de los personajes que entre nosotros han ocupado el puesto de Cronista Provincial, es obligada la referencia al que quizá con mayores méritos, y desde luego con más encendido afán lo ocupó: Francisco Layna Serrano. Su figura es, sin dudas, la más grande de cuantas, a lo largo de los siglos, han ocupado un lugar en la actividad historiográfica de la provincia de Guadalajara. La valoración de su obra, que haremos más adelante, le coloca en esa indiscutible cima máxime en la que supo colocarse tras una vida entera de trabajo y dedicación: No de sacrificios, porque, él era un auténtico enamorado de la provincia y de sus temas histórico-artísticos, por lo que pasó la vida haciendo lo que le gustaba: investigando, escribiendo y sacando a luz múltiples historias que sin él habrían quedado en el olvido sepultadas.

Para Layna Serrano, como es justo, han quedado en Guadalajara los recuerdos más cumplidos: ya tiene una calle, larga y poblada, en la zona nueva de la ciudad; un busto de bronce, severo y recoleto, ante el palacio de la Diputación; y su nombre puesto a un colegio donde los niños crecen y aprenden historias. Su memoria es general en amplios grupos de población, y para todo aquel que sepa algo, por escaso y superficial que sea, sobre los Mendozas, el románico o los castillos de nuestra tierra, el nombre y la figura de Layna serán familiares. Y eso, tratándose de materias históricas y lecturas sin fotos, no es poco.

Su vida

 La vida de Francisco Layna Serrano fue sencilla, sin páginas notables de heroísmos, con capítulos de éxito y rincones de tristeza. Como la de cualquiera que se haya puesto, en cada instante de su existencia, el esfuerzo de ir adelante y trabajar en serio. Nació en el corazón de la Celtiberia, en el pueblecito de Luzón, donde su padre ejercía la profesión médica. Fue el 27 de julio de 1893. Allí residió la primera infancia. Luego pasó a residir en Ruguilla, de donde era natural la madre, y ya en la adolescencia se trasladó a Guadalajara para cursar en su Instituto de Enseñanza Media «Brianda de Mendoza» el bachillerato, comenzando allí a aspirar los ecos de la historia y el arte de los Mendozas. De 1910 a 1916 realizó en Madrid, en el Hospital de San Carlos, los estudios de la licenciatura de medicina, pasando luego a formarse como especialista otorrinolaringólogo (garganta, nariz y oídos) en el Instituto Rubio, siendo médico en el Hospital del Niño Jesús de Madrid, junto al prestigioso doctor Hinojar, hasta 1930. En ese espacio de tiempo completó su formación en la especialidad y correspondiente parcela quirúrgica. Viajó por Europa a diversos congresos y cursos; se dedicó a la por entonces de moda «reflexoterapia nasal» sobre la que llegó a publicar un libro que fue traducido al inglés en 1929, y además del ejercicio público y privado de su profesión, fue fundador en 1922 de la Asociación Médico-quirúrgica de Correos y Telégrafos, por cuyo motivo le fue concedida años después la gran Cruz de Beneficencia de primera clase.

A poco de terminar su carrera, en plena juventud, contrajo matrimonio con una mujer encantadora, bellísima y compañera inapreciable en cuantas tareas Layna acometía, Carmen Bueno Paz. Fue la boda el 19 de enero de 1818. No nacieron hijos de la unión, pero pocos matrimonios darían muestra de una comprensión y felicidad como éste la daba. Al regreso de una excursión por la Alcarria, preparando el cronista una de sus obras históricas, un desgraciado accidente le costó la vida a la mujer. Era el 12 de octubre de 1933. El doctor se sumió en una depresión de la que no saldría sino a duras penas, tras largos meses en los que se fraguó con vigor su decisión de dedicarse por entero al estudio, divulgación y defensa del pasado de Guadalajara. Luego vinieron los libros, los honores, la nombradía que cada año fue en aumento. También es preciso reseñar que algunos años después contrajo nuevamente matrimonio con Teresa Gregori, valenciana que llenó su vida de comprensión y colaboración sin límites.

Los muchos títulos y distinciones alcanzados a lo largo de su ejemplar trayectoria, prueban lo amplio de su actividad y lo profundo y sabio de su quehacer, junta a la generosidad sin límites de su entrega. Fue su más preciado título el de Cronista Provincial de Guadalajara, recibido en 1934, y ya avalorado por sus anteriores poseedores: don Juan‑Catalina García López, don Antonio Pareja Serrada y don Manuel Serrano Sanz. Tuvo también el cargo de Cronista de la Ciudad de Guadalajara, y Presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, así como el de Comisario de Excavaciones Arqueológicas en la provincia de Guadalajara, cargo desde el que, a pesar de no ser un especialista en la materia, marcó con su perspicacia el rumbo de lo que hoy son las dos grandes fuentes de la atracción arqueológica en nuestra tierra: la Cueva de «los Casares» en Riba de Saelices, y «Recópolis» en Zorita de los Canes. Tuvo también el nombramiento de Académico correspondiente de la de Historia, y de Bellas Artes de San Fernando, así como de la Hispanic Society of America. Recibió el prestigioso premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua, y tuvo como preciados títulos los de Hijo Predilecto del pueblo de Luzón y de la provincia de Guadalajara, recibiendo finalmente la Medalla de Oro de la Provincia, concedida después de su muerte, acaecida en Madrid, en mayo de 1971.

Durante sus últimos treinta y cinco años de vida, el doctor Layna distribuyó su tiempo en cortos viajes por la provincia de Guadalajara, y una vida bastante recoleta en Madrid, donde aparte de la hora de consulta en un ambulatorio de la Seguridad Social, y otro rato diario que pasaba en algún café donde se juntaban paisanos ilustres, o en la Casa de Guadalajara, el resto del tiempo quedaba transido en la venerable solemnidad de su mansión de la calle Hortaleza, donde nadie que fuera a visitarle, especialmente en sus últimos años, podrá olvidar el gran repostero del vestíbulo, o los muebles de castellano perfil, cuajados de tallas renacentistas de su despacho, en el que copias velazqueñas de gran tamaño alternaban con libros, manuscritos y títulos de todos los colores. La lección de historia que manaba de la conversación de Layna fue permanente y se prendió en su obra vasta, generosa, irrepetible.

Otra parcela que del doctor Layna quizás solamente conocen sus más allegados, fue la de tenaz luchador por los monumentos y las esencias de su tierra. La reconstrucción del Palacio del Infantado, venido al suelo tras la triste Guerra Civil de 1936 al 1939, fue conseguida gracias a su machaconería, argumentos y aún «pesadeces» en forma de cartas, de informes y aun de directas y personales visitas a las autoridades ministeriales. El marqués de Lozoya, que fue Director General de Bellas Artes en la posguerra, profesaba una gran admiración por Layna, no sólo por su trabajo como historiador y su gran conocimiento del arte hispano, sino porque a tal punto llegaba su lucha en la defensa del patrimonio artístico de la provincia «que ha llegado a vislumbrar o sospechar-declararía el político segoviano en un escrito de homenaje a nuestro cronista– que en la conciencia del sabio doctor duerme el secreto anhelo de que toda la provincia de Guadalajara sea declarada monumento nacional y de que se invierta en ella la totalidad del presupuesto de Bellas Artes». Con voz airada a veces, razonada siempre, mantenida y rigurosa, defendió iglesias tambaleantes, castillos agrietados, paisajes amenazados y entornos típicos sometidos a la especulación. En sus últimos años -y quizás acelerando su muerte- la ruina del antiguo convento de Santa Clara y la creación en su solar de un edificio bancario de horroroso mármol negro, vino a vigorizar su protesta. Sabemos que en la hora de su agonía, la preocupación que tras la boca aparecía era el atrio románico de Pinilla de Jadraque, apuntalado (hoy todavía) y amenazando caerse. Todo por la Alcarria, todas las horas de su vida en el estudio y la lucha por el mantenimiento de un acervo cultural, monumental, irrenunciable. Ese fue Francisco Layna Serrano, de vida escueta y simple; de pasión vigorosa; de esforzado ánimo.