Don Francisco Layna Serrano: Su vida

sábado, 6 junio 1981 0 Por Herrera Casado

 

En el estudio de los personajes que entre nosotros han ocupado el puesto de Cronista Provincial, es obligada la referencia al que quizá con mayores méritos, y desde luego con más encendido afán lo ocupó: Francisco Layna Serrano. Su figura es, sin dudas, la más grande de cuantas, a lo largo de los siglos, han ocupado un lugar en la actividad historiográfica de la provincia de Guadalajara. La valoración de su obra, que haremos más adelante, le coloca en esa indiscutible cima máxime en la que supo colocarse tras una vida entera de trabajo y dedicación: No de sacrificios, porque, él era un auténtico enamorado de la provincia y de sus temas histórico-artísticos, por lo que pasó la vida haciendo lo que le gustaba: investigando, escribiendo y sacando a luz múltiples historias que sin él habrían quedado en el olvido sepultadas.

Para Layna Serrano, como es justo, han quedado en Guadalajara los recuerdos más cumplidos: ya tiene una calle, larga y poblada, en la zona nueva de la ciudad; un busto de bronce, severo y recoleto, ante el palacio de la Diputación; y su nombre puesto a un colegio donde los niños crecen y aprenden historias. Su memoria es general en amplios grupos de población, y para todo aquel que sepa algo, por escaso y superficial que sea, sobre los Mendozas, el románico o los castillos de nuestra tierra, el nombre y la figura de Layna serán familiares. Y eso, tratándose de materias históricas y lecturas sin fotos, no es poco.

Su vida

 La vida de Francisco Layna Serrano fue sencilla, sin páginas notables de heroísmos, con capítulos de éxito y rincones de tristeza. Como la de cualquiera que se haya puesto, en cada instante de su existencia, el esfuerzo de ir adelante y trabajar en serio. Nació en el corazón de la Celtiberia, en el pueblecito de Luzón, donde su padre ejercía la profesión médica. Fue el 27 de julio de 1893. Allí residió la primera infancia. Luego pasó a residir en Ruguilla, de donde era natural la madre, y ya en la adolescencia se trasladó a Guadalajara para cursar en su Instituto de Enseñanza Media «Brianda de Mendoza» el bachillerato, comenzando allí a aspirar los ecos de la historia y el arte de los Mendozas. De 1910 a 1916 realizó en Madrid, en el Hospital de San Carlos, los estudios de la licenciatura de medicina, pasando luego a formarse como especialista otorrinolaringólogo (garganta, nariz y oídos) en el Instituto Rubio, siendo médico en el Hospital del Niño Jesús de Madrid, junto al prestigioso doctor Hinojar, hasta 1930. En ese espacio de tiempo completó su formación en la especialidad y correspondiente parcela quirúrgica. Viajó por Europa a diversos congresos y cursos; se dedicó a la por entonces de moda «reflexoterapia nasal» sobre la que llegó a publicar un libro que fue traducido al inglés en 1929, y además del ejercicio público y privado de su profesión, fue fundador en 1922 de la Asociación Médico-quirúrgica de Correos y Telégrafos, por cuyo motivo le fue concedida años después la gran Cruz de Beneficencia de primera clase.

A poco de terminar su carrera, en plena juventud, contrajo matrimonio con una mujer encantadora, bellísima y compañera inapreciable en cuantas tareas Layna acometía, Carmen Bueno Paz. Fue la boda el 19 de enero de 1818. No nacieron hijos de la unión, pero pocos matrimonios darían muestra de una comprensión y felicidad como éste la daba. Al regreso de una excursión por la Alcarria, preparando el cronista una de sus obras históricas, un desgraciado accidente le costó la vida a la mujer. Era el 12 de octubre de 1933. El doctor se sumió en una depresión de la que no saldría sino a duras penas, tras largos meses en los que se fraguó con vigor su decisión de dedicarse por entero al estudio, divulgación y defensa del pasado de Guadalajara. Luego vinieron los libros, los honores, la nombradía que cada año fue en aumento. También es preciso reseñar que algunos años después contrajo nuevamente matrimonio con Teresa Gregori, valenciana que llenó su vida de comprensión y colaboración sin límites.

Los muchos títulos y distinciones alcanzados a lo largo de su ejemplar trayectoria, prueban lo amplio de su actividad y lo profundo y sabio de su quehacer, junta a la generosidad sin límites de su entrega. Fue su más preciado título el de Cronista Provincial de Guadalajara, recibido en 1934, y ya avalorado por sus anteriores poseedores: don Juan‑Catalina García López, don Antonio Pareja Serrada y don Manuel Serrano Sanz. Tuvo también el cargo de Cronista de la Ciudad de Guadalajara, y Presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, así como el de Comisario de Excavaciones Arqueológicas en la provincia de Guadalajara, cargo desde el que, a pesar de no ser un especialista en la materia, marcó con su perspicacia el rumbo de lo que hoy son las dos grandes fuentes de la atracción arqueológica en nuestra tierra: la Cueva de «los Casares» en Riba de Saelices, y «Recópolis» en Zorita de los Canes. Tuvo también el nombramiento de Académico correspondiente de la de Historia, y de Bellas Artes de San Fernando, así como de la Hispanic Society of America. Recibió el prestigioso premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua, y tuvo como preciados títulos los de Hijo Predilecto del pueblo de Luzón y de la provincia de Guadalajara, recibiendo finalmente la Medalla de Oro de la Provincia, concedida después de su muerte, acaecida en Madrid, en mayo de 1971.

Durante sus últimos treinta y cinco años de vida, el doctor Layna distribuyó su tiempo en cortos viajes por la provincia de Guadalajara, y una vida bastante recoleta en Madrid, donde aparte de la hora de consulta en un ambulatorio de la Seguridad Social, y otro rato diario que pasaba en algún café donde se juntaban paisanos ilustres, o en la Casa de Guadalajara, el resto del tiempo quedaba transido en la venerable solemnidad de su mansión de la calle Hortaleza, donde nadie que fuera a visitarle, especialmente en sus últimos años, podrá olvidar el gran repostero del vestíbulo, o los muebles de castellano perfil, cuajados de tallas renacentistas de su despacho, en el que copias velazqueñas de gran tamaño alternaban con libros, manuscritos y títulos de todos los colores. La lección de historia que manaba de la conversación de Layna fue permanente y se prendió en su obra vasta, generosa, irrepetible.

Otra parcela que del doctor Layna quizás solamente conocen sus más allegados, fue la de tenaz luchador por los monumentos y las esencias de su tierra. La reconstrucción del Palacio del Infantado, venido al suelo tras la triste Guerra Civil de 1936 al 1939, fue conseguida gracias a su machaconería, argumentos y aún «pesadeces» en forma de cartas, de informes y aun de directas y personales visitas a las autoridades ministeriales. El marqués de Lozoya, que fue Director General de Bellas Artes en la posguerra, profesaba una gran admiración por Layna, no sólo por su trabajo como historiador y su gran conocimiento del arte hispano, sino porque a tal punto llegaba su lucha en la defensa del patrimonio artístico de la provincia «que ha llegado a vislumbrar o sospechar-declararía el político segoviano en un escrito de homenaje a nuestro cronista– que en la conciencia del sabio doctor duerme el secreto anhelo de que toda la provincia de Guadalajara sea declarada monumento nacional y de que se invierta en ella la totalidad del presupuesto de Bellas Artes». Con voz airada a veces, razonada siempre, mantenida y rigurosa, defendió iglesias tambaleantes, castillos agrietados, paisajes amenazados y entornos típicos sometidos a la especulación. En sus últimos años -y quizás acelerando su muerte- la ruina del antiguo convento de Santa Clara y la creación en su solar de un edificio bancario de horroroso mármol negro, vino a vigorizar su protesta. Sabemos que en la hora de su agonía, la preocupación que tras la boca aparecía era el atrio románico de Pinilla de Jadraque, apuntalado (hoy todavía) y amenazando caerse. Todo por la Alcarria, todas las horas de su vida en el estudio y la lucha por el mantenimiento de un acervo cultural, monumental, irrenunciable. Ese fue Francisco Layna Serrano, de vida escueta y simple; de pasión vigorosa; de esforzado ánimo.