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enero, 1981:

La fiesta del Niño Perdido, en Valdenuño Fernández

 

Según es tradición, celebrada con bullicio y alegría desde hace siglos, el pasado domingo día 11 de enero (o sea, el siguiente a la Fiesta de los Reyes Magos) tuvo lugar en el pueblo campiñero de Vadenuño Fernández la Fiesta del Niño Perdido a la que acudió un numeroso público que contempló el espectáculo y participó en los ritos seculares que tal día se celebran. Un frío intenso dio carácter aún más acusado a la fiesta, en la que pudimos saludar a los conocidos etnólogos Santiago Luxán, José Ramón López de los Mozos y Paulino de Andrés, entre otros estudiosos de los temas folclóricos de Guadalajara.

Aunque la fiesta de Valdenuño Fernández, por su indudable interés etnográfico, ya ha sido estudiada en sus diversos aspectos (1) sí consideramos conveniente resumir aquí en bosquejo, de una manera sistematizada, y con metodología propia, los caracteres que la hacen peculiar, e invitar a cuantos se interesan en el tema del costumbrismo castellano, a acudir en ocasión próxima-que ya será al año que viene-el domingo 10 de enero de 1982.

1 _ Personajes

1. personajes ancestrales

1.1.a.-La botarga, un joven de a localidad, que antiguamente ejercía el cargo «por promesa o voto», y que se reviste de un traje consistente en chaquetilla y pantalones hechos de múltiples y pequeños retales de diversos y llamativos colores, sobre los que se colocan recortes en tela de astros (luna, sol) animalillos (culebras, ranas, pollos) y dibujos geométricos. A la cabeza lleva un largo gorro terminado en punta, colgante y movible, y en el cinto se coloca colgando tres cencerros de tonalidad aguda. En los pies, abarcas. Sobre la cara, una máscara, muy moderna, de goma plástica, blanca, con gesto de terror. En las manos unas «castañuelas» huecas y grandes de madera pintada en rojo.

1.1.b-Los danzantes, que hoy llaman «paloteistas», y que son ocho muchachos jóvenes, vestidos en esta ocasión con trajes sencillos de castellanos, con pantalón y media alta de lana, refajo de color, camisa blanca y chaquetilla de lana, oscura. En las manos llevan cada uno dos palos de madera, rojos. Su indumentaria antigua es desconocida. Uno de los que hace ya más de veinte años actuaron en la fiesta, nos refirió que se usaba un traje similar, prestado. No recuerdan otro tipo especial de indumentaria. Antiguamente les llamaban «los moros».

1.1.c.-Los mozos del pueblo, que forman un clan que participa más activamente de la fiesta que el resto del público. Suelen formar este grupo los jóvenes solteros de la localidad.

1.1.d.-El público, formado por los naturales y vecinos del pueblo que participan activamente de todos los rituales, así como los de pueblos vecinos, que en ocasiones plantean situaciones de rivalidad y enfrentamientos, especialmente entre los jóvenes. También, cada año más, forasteros curiosos, fotógrafos periodistas y estudiosos etnólogos.

1.2- El sacerdote católico o cura párroco del pueblo, que preside ciertas ceremonias y realiza otras, que le confiere una categoría religiosa cristiana a la fiesta.

1.2.b.-El alcalde del pueblo, que preside actos en el ayuntamiento en honor de los personajes ancestrales. Al igual que el sacerdote, son personajes adquiridos con el tiempo, añadidos por la civilización moderna.

2 _ Ritos

2.1.-Ritos ancestrales

2.1.a.-Las correrías de la botarga. Desde primeras horas de la mañana, la botarga recorre las calles del pueblo y pasa a las casas que encuentra abiertas. A cuantos vecinos o forasteros ve, golpea en los hombros o espalda con sus castañuelas, pidiéndoles dinero con gestos. Hasta que no le entreguen algunas monedas, no cesa de golpearlos. En ocasiones se arroja al suelo en medio de un corrillo, asustando fingidamente a todos. Persigue muy especialmente a las chicas. Asusta a los niños. Hace sonar con insistencia los cencerros de su cinturón. Por la tarde y después de la misa se dedica a arrojar harinas por el suelo de la plaza. Cuando penetra en las casas, bebe el vino y los licores que le ofrecen. Lo normal es que acabe el día con una notable «borrachera», hasta el punto de que en ocasiones ha habido que sustituir la botarga a media tarde por otro individuo más sereno. Es, sin duda, la atracción principal de la fiesta, la figura hacia la que convergen todas las miradas, que siguen sus colores y sus  saltos, sus ruidos y su alegría extraña y mágica.

2.1.b. ‑ La danza, se lleva a cabo ante la iglesia, después de la misa. Los ocho danzantes (hoy «ploteistas») forman dos grupos de cuatro, y realizan diversas figuras, con pasos lentos de danza, sin saltos, entrechocando sus palos que suenan fuerte. Hay varios tipos o pasos de danza, que en esta ocasión no paramos a analizar, y en una de ellas participan los ocho juntos, formando dos líneas de cuatro que ejecutan figuras. Junto a los danzantes, actúa un «tamborilero» que hace sonar su instrumento de forma rítmica y monótona, y también la botarga se pasea alrededor del grupo de danza, pero sin realizar ningún gesto que pueda suponer dirección u orden en la misma. La danza se repite, en grupos de cuatro danzantes, en las casas de aquellos vecinos que lo solicitan y pagan alguna cantidad de dinero o especies para la merienda que por la tarde se dan los mozos y danzantes.

2.1.c.-La comida de los mozos, que consiste en un cordero asado, acompañado de pan y vino.

2.1.d.-La almoneda de un cordero vivo y una gran rosca de mazapán, por la tarde, para con el dinero obtenido en ese acto, y sumado al que la botarga obtuvo por su cuenta, y los danzantes por la suya bailando en las casas, darse todos los mozos una gran merienda.

2.1.e.-La merienda de los mozos, en la que se comen suculentos manjares cárnicos y se bebe el vino en abundancia.

2.2. _ Ritos adquiridos

2.2.a.-La misa, se celebra a las doce del mediodía, en la iglesia parroquial del pueblo, celebrada por el cura párroco. A ella asisten los ocho danzantes ataviados, que se sientan en el primer banco; la botarga; las autoridades del pueblo y fuerzas vivas del mismo; autoridades invitadas (este año estuvo el señor Suárez de Puga Sánchez, delegado provincial del Ministerio de Cultura), y todo el vecindario y forasteros. Este año se hizo insuficiente el templo para albergar los varios centenares de personas que a él acudieron. Antes de la misa, la botarga se coloca a la puerta que pone entornada, y pide dinero a los que entran, no dejando pasar al que no paga. Tras la misa, en la que el sacerdote dedica la homilía a la festividad del día, los danzantes puestos en grupos de cuatro, y luego juntos, ejecutan diversos pasos de danza en el presbiterio. Durante el rito religioso, un danzante pide limosna con un cestillo para la parroquia. La botarga sigue haciendo sus correrías dentro del templo, tirándole las monedas que recoge el danzante, asustando a las chicas, subiendo al coro, etc.

2.2.b.-El ágape en el Ayuntamiento, consistente en «pastas» y «vino» que el concejo ofrece a los, vecinos y forasteros. Lo ofrece el alcalde.

2.2.c.-La procesión por la tarde, después de la almoneda, que sale de la iglesia y recorre el pueblo, siendo acompañada por los vecinos, danzantes Y botarga.

Como se ve, y a tenor de esta sistemática personal que con rapidez y de una forma simplificada puede describir una fiesta, y hacer resaltar en ella los elementos más característicos de la misma, la Fiesta del Niño Perdido de Valdenuño Fernández es una más de las fiestas del «ciclo de invierno» las fiestas del «ciclo de invierno» en que diversos ritos paganos, prehistóricos, posiblemente celtibéricos, se suceden en invocación de una cosecha abundante. La botarga es el genio mágico que con sus saltos y ejercicios propicia por simpatía el crecimiento de las plantas.

Los danzantes, con sus pasos de tipo guerrero, parecen recordar el preparativo de una batalla o el entrenamiento para la actividad agrícola posterior. Los ritos que incluyen en comunidad a botarga, danzantes y mozos, pueden ser originados en primitivos ritos de iniciación típicos de sociedades naturales. La llegada del cristianismo y la romanización le añadieron una carga religiosa, en forma de misa, procesión y advocación a ese Niño Perdido que es indudablemente «moderna», así como la participación de la jerarquía social (el alcalde y ayuntamiento) en la misma.

(1) FUENTE CAMINALS, J. de la, La Botarga de la fiesta del Niño Perdido en Valdenuño Fernández (Guadalajara), en «RDTP», VII (1951) pp. 352‑3; GARCIA SANZ, S.: Botargas y enmascarados alcarreños, en «RDTP», IX (1953), pp. 471‑6‑ LOPEZ de los MOZOS, J.R.: Miscelánea del folklore provincial de Guadalajara, Guadalajara, 1976, págs. 89‑96.

Las Sibilas en el arte alcarreño (Aportación de un texto)

La Sibila Itálica, en la bóveda de la Capilla de Luis de Lucena en Guadalajara.

 

 Hace unos años, en el estudio iconográfico que realicé de los techos y pinturas manieristas de la capilla de Luís de Lucena en Guadalajara (1) vimos cómo en su contexto apologético de un cristianismo de tendencia erasmista aparecían las doce clásicas Sibilas, la mayor parte de las cuales fueron identificadas e ilustradas con frases. Dicho estudio tuvo la fortuna de ser considerado muy favorablemente por autores de prestigio (2) y fue puesto como ejemplo significativo de «programas de Sibilas en el Arte español», que de este tema anda muy escaso. Posteriormente he descubierto otros dos programas interesantes con cita y representación de las Sibilas en el arte de nuestra provincia, concretamente en la catedral de Sigüenza: en la «sacristía de las cabezas», varias de éstas son Sibilas (3), y en la sala capitular de invierno he estudiado su magnífica colección de oleos, obra barroca ya, representando una colección completa de Sibilas (4). 

Quiero con este comentario de hoy, presentar un texto que en cierto modo ha podido influir en estas representaciones artísticas, muy particularmente en la serie sibilina de la capilla de Luís de Lucena. Se trata de un par de páginas de la obra que a mediados del siglo XVI escribiera el duque del Infantado, cuarto de su título, don Iñigo López de Mendoza, titulado «Memorial de Cosas Notables» (5), y en el cual hace alarde el duque humanista de su gran sabiduría y de su erudición en todas las materias del espíritu. Las relaciones que este duque y muy especialmente su heredero directo y nieto también llamado Iñigo López de Mendoza, quinto duque, con el pintor florentino Rómulo Cincinato, pudieron en algún modo influir para que dicho pintor introdujera el tema de las sibilas en el techo de la capilla alcarreña, aunque es casi seguro que fuera el propio Dr. Lucena quien dejara dictado el programa a pintar en su capilla. Pienso de todos modos que este texto puede ser interesante como aportación al conocimiento de los «programas de sibilas en el arte español», y es por eso que aquí lo transcribo íntegro, con sus correspondientes notas al texto. Dice así: 

Las Sybillas fueron diez (A), según escrive Marco Varron. La primera fue de PERSIA, de quien haze mención Nicanor, el qual escrivió los hechos de Alexandre rey de Macedonia. La segunda de LYBIA, de quien se acordó Eurípides en el prólogo de la Larmia. La tercera de DELPHOS, de la qual habla Chrysppo en el libro q compuso de divinación. La quarta fue CUMEA en Ytalia, a quien nombran Nevio en los libros, de la guerra Africana, y Piso en los Auales (B). La quinta ERITHREA, la qual Apol lodoro Erithreo affirma que fue de su ciudad: y que esta prophetizó a los Griegos el suceso de Troya: y que Homero avía de escrivir memtiras. La sexta de SAMOS, de quien escrivió Eratosthenes en los Annales antiguos: y dize que lo avía hallado escripto de los Samios. La séptima CUMANA, que algunos Amalthea, otros Demophile, otros Erophile suelen llamar. Y esta fue la q truxo 106 nueve libros al rey Tarquino Prisco, por los quales le pidió trezientos Philippeos. La octava del HELESPONTO, nacida en el campo Troyano, en la alquería de Marpeso, cerca del lugar Gengilio, la qual escrivió Heraclides Pontico, q fue en tiempo de Solon y de Cyro. La nona de FRIGIA La décima TYBURTINA, q se llamó Albunea, que en Tyburi, es tenida por diosa. De todas estas Sybillas se saben versos, sino es de la Cumea: los libros de al qual tienen los Romanos tan encerrados que a ninguno los dexan ver, sino es a quinze varones, q para ello están señalados. De la Frithrea dize Lactancio en la obrezilla q hizo de la yra o saña de Dios, en el capitulo veynte y dos, estas palabras (C). De las Sybillas muchos, y grandes auctores hazen mención. Entre los griegos Foto: Guadalajara: Capilla de Luís de Lucena. Vista parcial de la pinturas manieristas de su techumbre) 

Aritson Chío, y Apolodoro Erithreo: de los nuestros Marco Varron y Fenestola. Todos estos por la más excelente tienen a la Erithrea. Apolodoro por ser de la ciudad de donde él era la alaba y se glorifica della. 

NOTAS: (A) Solino capítulo octavo – Clemente Alexandrino libro primero de los Stromas – Estrabón libro catorze y diez y siete – Marciano Capella libro senudo no pone mas de dos Sybillas – Plinio de natural historia, libro treynta y quatro, capítulo quinto, dize q a una Sybilla pusieron en Romas tres estatuas – Eliano de varia hystoria, libro doze, pone quatro – Aquila volante libro segundo, capítulo veynte y tres – Marco Antonio Sabelico Eneada segunda, libro tercero  – Naucleto parte primera, generacióm veynte y nueve – Philippo Verganate libro septimo – Ivan Testor . Promptuario de las medallas, parte primera ‑ Ascensio en el Commento sobre Mantuano, parte primera – Sant Ysidro en sus Ethimologías, libro octavo – El Arçobispo de Florencia, parte primera, título tercero, capítulo nueve, parrápho catorze – Ceciio Rodigino, libro veynte y uno, cuenta lo de las Sybillas, aunque algo diferente. (B) Sant Agustim de la Ciudad de Dios, libro diez y ocho, capítulo veynte y tres, dize que esta Eritrea prophetizó de Iesu Christo – Adon Vienense, edad quarta, haze mencion de la Ertrea y de la Samia. (C) Celio Rodigino, libro catorze, dize que las Sybillas tomaron el nombre de una hija de Dardano, q prophetizava, llamada Sybilla: Hieronimo Hiebuylero en su Epithome regio, libbro primero, dize que los Scitas a la muger que prophetizava llamavan Alruna. 

Aunque López de Mendoza no lo confiesa abiertamente, y a pesar de toda su carga bibliográfica y erudita fruto de su abundantísima biblioteca del palacio de Guadalajara, tomó lo fundamental de sus datos de las «Institutione divinae» de Lactancio, apologista cristiano del Siglo VI que da por primera vez su numero de doce. Otros autores posteriores añadieron dos más, y en la época del Renacimiento se hacen doce a las Sibilas, estableciendo parangón con el número de profetas y aun el de apóstoles, utilizándolas como prefiguración de la profetización al mundo de los gentiles. Solamente algunas de las mencionadas por López de Mendoza coinciden con las del techo de la capilla de Luís de Lucena. Concretamente, las sibilas Pérsica, Cumea, Eritrea, Samia, Helespóntica, Frigia, y Tiburtina o Albunea. Añade en la capilla la Itálica, y no se identifican las Lybia, Delfica y Cumana en dicho techo, aunque pueden ser algunas de las de cartela ilegible. En definitiva, un nuevo texto a aportar en el tema de las «Sibilas en el arte español» que, concretamente en la provincia de Guadalajara, y de manera lógica teniendo en cuenta la cultura desarrollada en el Renacimiento humanista en nuestra tierra, son bastante numerosas. 

(1) Herrera Casado, A.: La capilla de Luís de Lucena en Guadalajara. (Revisión y estudio iconográfico), en Revista «Wad‑al‑hayara», 2 (1975), páginas 5‑25. 

(2) Sebastián López S.: Arte y Humanismo. Edic. Cátedra, 1978, páginas 272‑275. 

(3) Herrera Casado, A.: Sigüenza y su tierra, tomo 11 de la obra «Glosario Alcarreño» Guadalajara, 1976, págs. 84‑90. 

(4) En preparación para su publicación en revista especializada 

(5) López de Mendoza, I.: Memorial de cosas notables. Guadalajara, 1564, págs. 86‑87.

El Cardenal Mendoza(I)

 

Se han vertido ríos de tinta en torno a la figura de Pedro González de Mendoza, y muy especialmente han sido autores alcarreños quienes han hecho tal. Siempre desgranando, tras la relación de su vida y hechos, el elogio y la admiración sin límites. Pasa hasta ahora, pues, poco menos que por santo y padre de la patria. Realmente es muy difícil de juzgar rectamente la figura ingente de este hombre, pues brilla en su biografía el carácter de energía y la ternura; la generosidad del grande y la ambición personalista y de clan; el amor auténtico a la cultura y las artes junto al maquiavelismo político y el pluriempleo más escandaloso en cuestiones religiosas. Todo ello se explica conociendo la fecha de su vida y hechos: es la segunda mitad del siglo XV, y él es, por tanto, el producto paradigmático de una época, el hombre del Renacimiento en Castilla. Su padre don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, había sido pionero en la introducción de este movimiento en Castilla, y otros Mendozas se distinguieron en aspectos diversos de esta venida. El Cardenal va a tener sobre sí todos los rasgos: político de altura, eclesiástico, literato e introductor de artes y artistas en su tierra. Sin profundidad en los detalles, pero con la intención de clarificar la ambigua y ejemplarizante postura renaciente del Mendoza más grande, damos ahora su biografía con los datos esenciales que nos le sitúen, esperemos que definitivamente, en el lugar que le corresponde. No fue un santo, ni tampoco un demonio. Tuvo inteligencia a raudales, y la usó. Pero también tenía, y dio muestras de ella, una soberbia insufrible. Ambicioso para sí y los suyos de prebendas, riquezas y poder. Pero generoso a la hora de conceder puestos, de levantar monasterios y crear obras de arte. Quedó su carrera ceñida a Castilla, porque aquí quiso él llegar hasta lo más alto. Podría, sin duda, haber llegado a ser Papa, pero prefirió manejar los asuntos de la Iglesia a la sombra de los Católicos Reyes. Y al fin, como cada cual, y en ambiente milagrero y profético, murió y se quedó prendido en las crónicas y en las interpretaciones de la historia.

Nació Pedro González de Mendoza en Guadalajara, el 3 de mayo de 1428. Y murió en la misma ciudad, sesenta y seis años después, el 11 de enero de 1495. Era hijo del entonces gran magnate castellano don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, prepotente y acaudalado noble, señor de vastas extensiones, político influyente y notable poeta. Otros cuatro hijos habían venido al mundo antes que él, dedicados todos a la administración de los estados que heredarían y a las armas. Pedro, Ya desde niño, fue destinado a la Iglesia. Más que nada, para que en ella tuviera su voz y su voto la familia Mendoza. Era lo normal en la época: todas las grandes familias colocaban sus segundones en la carrera eclesiástica, en la que subían como espuma y luego conjuntaban, unas y otras ramas, sus esfuerzo por dar lustre al apellido.

La carrera eclesiástica de Pedro González de Mendoza fue brillante como pocas. A los ocho años de edad se le adjudicó el curato de Santa María de Hita, rica población y parroquia, con un buen sueldo para el titular. Su padre era señor de la villa, y su tío, don Gutierre Alvarez, arzobispo de Toledo, en cuyo territorio se enclavaba Hita. Poco después marchó a Toledo, a la casa de su tío el Primado, para allí estudiar, formarse y esperar el inicio en firme de su carrera. Muy aplicado Pedro, le encantaba leer los clásicos poetas latinos, y traducirlos: la Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio, otras cosas de Ovidio, y la Historia de Salustio, eran su entretenimiento. Terminado el primer ciclo de sus saberes, le fue concedida una magnífica canonjía de la catedral de Toledo: el «arcedianato de Guadalajara». Tenía entonces 13 ó 14 años, y ya era uno de los más brillantes individuos de la casa arzobispal de don Gutierre Alvarez. Pero en 1445 muere éste y accede al Primado don Alonso Carrillo. Su padre le retira de Toledo y le envía a seguir estudios, de Leyes y Cánones, en la Universidad de Salamanca. Al terminar, y hecho ya un humanista de relieve pasó a la corte de Juan II, entrando al servicio de su real Capilla. En 1454, a los 26 años de edad, el Rey propone a Mendoza para cubrir el puesto a Obispo de Calahorra, recientemente vacante. Y así es nombrado por el también humanista Nicolás V, sumo Pontífice de Roma. Junto al episcopado de Calahorra, le fue asignado el de Santo Domingo de la Calzada, y las Colegiatas de Oñate, Cenarruza Vitoria y Logroño. En todos estos lugares residió por temporadas, aunque ya sin perder de vista a la corte, donde empezará muy pronto a intervenir.

Siguiendo con su carrera eclesiástica, y todavía joven, pero ya con un enorme prestigio en Castilla y en todo el orbe católico, Mendoza puesto al frente de su casa y hermanos, es designado por Paulo II, el 30 de octubre de 1467, Obispo de Sigüenza, una de las más ricas diócesis españolas. A partir de entonces, Pedro recibirá numerosas prebendas, cargos importantes, que no harán sino enriquecerle y ofrecerle el uso de un poder ingente. En 1469, por gracia del mismo Papa, recibe la importante abadía benedictina de San Zoilo, en Carrión de los Condes. En 1473 es nombrado Cardenal de Santa María in Dominica-«Cardenal de España» por ruegos de Enrique IV-. Cambiará luego su título cardenalicio por el más querido de «Cardenal de la Santa Cruz». Sus relaciones con el Pontificado fueron buenas, aunque siempre fue Mendoza el brazo diplomático de la Corte castellana en el Vaticano. Con Sixto IV (el savonés humanista Francisco de la Róvera) tuvo profunda amistad. De él recibió el arzobispado de Sevilla, en 1473, y luego el arzobispado de Toledo, en 1482, así como prebendas tan notables como la abadía de Valladolid, en 1475, y la abadía de Fecamp, en Normandía, más la administración del Obispado de Osma, en 1478, y la abadía de Moreruela, pero con ese Papa tuvo que discutir respecto al modo de proveer las sedes episcopales españolas, que los Reyes Católicos pedían en derecho de presentación. Ello fue a raíz de un acto más de nepotismo del italiano, que había dado la sede de Cuenca a su sobrino el cardenal de San Giorgio. Las dotes diplomáticas de Mendoza zanjaron el asunto favorablemente a Castilla. Ese mismo Papa dio el Placet para la creación en España del Santo Oficio de la Inquisición: el Cardenal Mendoza fue, sino el primer inquisidor hispano sí el cerebro organizador de tan drástica «defensa fidei». Todavía recibió unos años adelante el Patriarcado de Alejandría, y, aunque esto no está escrito en parte alguna, en el cónclave de 1492, en que salió Papa Rodrigo de Borja (como Alejandro VI), -porque tenía que salir un español-, Mendoza jugó la bazas de prestigio, cultura y poder más fuertes, sólo vencidas frente a la juventud y peores artes del valenciano. Viejo ya, y achacoso, el Cardenal de Guadalajara empezó a soltar algunas de sus prebendas: el «arcedianato» de su ciudad natal lo pasó a su sobrino don Bernardino de Mendoza, y el arzobispado de Sevilla a su también sobrino Diego Hurtado de Mendoza. Días antes de morir, ya en agonía, soltó lastre y renunció voluntariamente a sus cargos, prebendas y dignidades, quedándose  sólo con la abadía de Valladolid y  los obispados de Toledo y Sigüenza, con cuyos títulos suponemos entraría en el Cielo.

El Cardenal Mendoza (y II)

 

La carrera política de don Pedro González de Mendoza fue también sonada y típica de su época: en el valimiento de los Reyes, gracias no sólo al lustre de su apellido, sino de la energía del carácter y de su inteligencia para mantenerse en situaciones adversas, logró que su familia ensanchara notablemente sus posesiones y que todos sus miembros adquirieran firmes Posiciones y altos títulos. El Cardenal heredó las dotes políticas de su padre, el marqués de Santillana, que las había ejercido con éxito en el reinado de Juan II. Hasta el punto de que Pedro González, aun siendo el quinto de los hijos varones de aquél, muy pronto se alzó en el liderazgo de la familia Mendoza, no sólo de sus hermanos, sino del resto de las ramas segundonas de la misma. Tiene a su favor, desde un principio, a todos los cronistas oficiales de la época (Enríquez del Castillo, Hernando del Pulgar, Bernáldez y Medina de Mendoza) y entre 1454 y 1465 se desenvuelve de continuo en la corte de Enrique IV, pues aunque ya por entonces era obispo de Calahorra, apenas si visitaba su comarca. En la corte obtuvo algunas prebendas, y enseguida se hizo con enemigos políticos (como el marqués de Villena) al que debió un descalabro sonoro, siendo expulsado él y su familia de Guadalajara. Consiguió pronto que Enrique IV deshiciera el entuerto, nombrando «señor de Guadalajara» a su hermano primogénito don Diego Hurtado, pero éste no quiso nunca aceptar tal distinción y a lo más que consistió fue a que una hija suya casara con el favorito del rey don Beltrán de la Cueva. Con motivo de aquella boda, el Cardenal Mendoza consiguió del Rey que Guadalajara cambiara su título de villa por el de Ciudad.

Mendoza actúa de lleno en el reinado de Enrique IV: los deseos de la reina Juana, el nacimiento y consiguientes problemas de Juana «la Beltraneja», y las guerras desafortunadas con Aragón y Navarra. La nobleza se rebela, en un momento determinado, contra la inconstancia e ineptitud del Rey. Mientras el valido Beltrán de la Cueva coquetea con la reina, la nobleza (el marqués de Villena, el maestre calatravo Pedro Girón, el arzobispo de Toledo Alonso Carrillo, los condes de Benavente, Alba y Paredes) se va a la ciudad de Ávila y allí (el 5 de julio de 1465) quema en efigie a Enrique IV al que destronan figuradamente, proclamando monarca a su hermano Alfonso. En circunstancias tan difíciles, Mendoza apoya al rey y negocia con nobles y ciudades para ganarlos a su causa. La guerra civil se inicia, y frente a los rebeldes acuden junto a los Mendoza el Conde de Haro, los de Medinaceli y Almazán, el obispo de Sevilla Fonseca, y algunas ciudades, más Beltrán de la Cueva. La batalla de Olmedo, en 1467, es favorable al rey; Madrid y Toledo se le entregan. Al año siguiente muere el joven infante Alfonso. La causa medocina parece estar ganada.

La ineptitud para gobernar de Enrique IV «el Impotente» es bien clara. Quizá Por ello Pedro González de Mendoza se afilia a su partido a pesar de todo. Es el único modo de, amparado en el factor «legalidad», seguir dictando su palabra en Castilla. Llega un momento en que el rey sólo tiene favorable a los Mendozas. El resto de la nobleza se alza en contra: y eleva como sucesora a la hermana del rey, a Isabel. En los «toros de Guisando» (1468) Enrique la reconoce Por heredera, pero los Mendoza ven en este gesto una cesión inadmisible del monarca, y nO lo apoyan. Incluso consta que el Cardenal hizo un «acta de protestación» contra este pacto, que el mismo conde de Tendilla, su hermano, se encargó de clavar en la puerta de la iglesia de Colmenar, y luego en Ocaña, donde estaba Isabel. Hasta tal punto los Mendoza se encastillaron frente al resto de la nobleza del país, que pidieron la boda de Isabel con el rey de Portugal, como salida apta a la crisis y entreviendo la posibilidad de un acrecentamiento del reino de Castilla con dicha boda. Entretanto, el arzobispo Carrillo, -político, también de gran envergadura- consigue la boda de Isabel con Fernando, heredero del trono de Aragón. El rey Enrique se revuelve indignado frente a éste -quizás movido por Mendoza- y revoca el tratado de los «toros de Guisando», volviendo a proclamar por heredera a doña Juana «la Beltraneja». Pero los Mendoza, poco antes, ya habían dado su placet a la declaración de sucesora hacia Isabel ¿Cómo era posible que el sesudo e inteligentísimo Cardenal Mendoza se dejara arrastrar por un enfermo mental de la categoría de Enrique IV? Ante la historia, todo este ir y venir, firmar y revocar, no deja sino en el más espantoso de los ridículos a los Mendoza a los que se ve claramente que lo único que intentan es, con tal de seguir en la legalidad de un rey inepto, y a pesar de tener a todo el País en contra, apuntarse al siguiente monarca legítimo. La lucha entre los partidarios de Isabel y de Juana la Beltraneja estalla de nuevo. Los Mendoza, cautamente, no se pronuncian, aunque velan en su castillo de Buitrago la seguridad personal de esta última, con lo cual ya están tomando partido por ella. Los historiadores que solo vuelcan alabanzas hacia Mendoza, dicen de su actitud que es «neutral», incluso «prudente y retraída». Aceptan que la Beltraneja case con el duque de Guisema, según los deseos de Enrique IV, y con este motivo, el rey consigue el Cardenalato para Pedro González, y el señorío de las villas del Infantado, rico enclave alcarreño, para su hermano mayor Diego Hurtado. En la carrera ciega de las inconsecuencias, los Mendoza siguen sacando tajada. ¿Y esto era neutralidad y prudencia? Pero su juego sigue siendo peligroso: realmente no se pronuncian contra Isabel ni desautorizan las locuras de Enrique.

Quizás la fecha clave del cambio de actitud del Cardenal Mendoza es cuando la visita de Rodrigo de Borja (luego Papa Alejandro VI) en 1472, como legado pontificio: Mendoza le recibe y colma de atenciones. Con él visita a Fernando de Aragón, y en la ocasión se compromete a prestarle ayuda cuando se produzca la muerte del rey de Castilla. Mendoza escala más en la corte: tras ser nombrado por Enrique Cardenal de España, presentado para arzobispo de Sevilla, y elevado a la dignidad de canciller mayor de Castilla, en 1474 se produce la muerte brusca, violenta, misteriosa, de Enrique IV La tensión y ambivalencia en que vivían los Mendoza, se rompe con ello. Les falta tiempo para dar vivas a la reina Isabel. Ella les admite (es generosa e inteligente) sin reprocharles nada. Los Mendoza («a rey muerto, rey puesto») se erigen otra vez en brazo fuerte de la monarquía: guerrean contra Alfonso V de Portugal, que quiere quedarse con Castilla, y apoyan a los Reyes Católicos en todos sus actos: don Pedro González sigue siendo Canciller Mayor, y luego en 1482 sube a la silla del arzobispado de Toledo. La guerra de Granada, la Inquisición, el descubrimiento de América son temas elaborados entre él y los reyes. Pero éstos han comenzado a poner las bases de la monarquía absoluta, en la que nobles, magnates e intrigantes van a tener ya muy poco que hacer frente a la voluntad real. Los Mendozas van a pasar de ser árbitros, a figurar como acompañantes en guerras y cortejos. Al Cardenal se le respeta, se le piden consejos, pero finalmente se le retira, discretamente, a su palacio de Guadalajara, donde a poco, el 11 de enero de 1495, muere de una afección renal.

La gloria que el Cardenal Mendoza alcanza en sus vertientes de político y eclesiástico, quizás hayan quedado apagadas, tras cinco siglos, ante lo que más de perdurable tienen las acciones humanas: los edificios por él levantados, la piedra dura, tallada y deslumbrante, que pervive al latido de la carne, y dice el nombre y las ansias de quien ideara su construcción. Las obras de arte y arquitectura que han quedado de Mendoza, son hoy su mejor reliquia, el dato más claro del ya justificado «ánimo renacentista» de este hombre. Se supo rodear de artistas, humanistas y pensadores que pusieron en todo lo suyo el sello de lo nuevo venido de Italia. El Renacimiento literario entra en Castilla de la mano del marqués de Santillana, y el artístico lo hace de la de su hijo el Cardenal, y otros hermanos y sobrinos suyos, como el segundo conde de Tendilla. Con él, -que se había empapado del nuevo arte toscano y romano, comienza a levantar edificios: el castillo palacio de La Calahorra, el Colegio de Santa Cruz en Valladolid, el con vento de San Antonio en Mondéjar, el palacio ducal de Medinaceli en Cogolludo, el palacio de AntoniO de Mendoza en Guadalajara son obras todas en las que puso mano e ingenio el arquitecto Lorenzo Vázquez, formado en Italia y traído a Castilla por el Cardenal Mendoza.

El mismo enterramiento de éste, en la catedral toledana, fue trazado en sus líneas generales por el mismo purpurado, y luego realizado, tras su muerte, por diversos artistas toscanos, quizás Fancelli o Sansovino. La actividad constructora del más grande de los Mendoza no para ahí: es en Toledo, con su hospital de la Santa Cruz, en Sevilla, con diversas obras en la catedral, en San Francisco y en la iglesia de la Cruz en Sopetrán donde levanta la iglesia, en Alcalá de Henares, donde reforma el palacio; en Guadalajara, donde aún renueva la iglesia del monasterio de San Francisco, panteón familiar de los Mendoza; en Roma, reedificando la iglesia de Santa Cruz, y aún en Jerusalén, donde intervino para la consolidación de la iglesia del Santo Sepulcro. Mendoza es uno de los más altos protectores del arte de todos los tiempos, comparable incluso a los famosos Médicis florentinos que un siglo antes habían demostrado y allanado el camino de la renovación artística como una de las metas del humanismo.

Bibliografía

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El historiador D. Francisco de Medina y Mendoza (1516-1577)

Han sido múltiples, aunque no numerosos, los autores que a lo largo de los cinco últimos siglos se han dedicado a realizar crónicas e historias de la ciudad de Guadalajara. Unos bebiendo en fuentes directas, documentales; otros copiando lo que habían hecho antes sus compañeros. Aquéllos dedicán­dose a narrar vidas y hechos de determinadas familias todopoderosas; éstos anotando detalles de la vida común del burgo. Muy pocos consiguiendo ver editadas sus obras y trabajos; los más fiando a manos familiares o amigas los manuscritos que, cargados de noticias, al fin se pierden. Este es el caso del primero de los historiadores conocidos de la ciudad de Guadalajara, de don Francisco de Medina y Mendoza, que escribió unos Anales de su ciudad natal en los que bebieron autores posteriores, pero que al fin quedaron sin publicar y perdidos para siempre. De su vida y trabajos daremos aquí una breve visión recopiladora, con noticias inéditas hasta ahora, tomadas de fuen­tes documentales exploradas por nosotros.

Su vida

Nació don Francisco de Medina y Mendoza en Guadalajara el año 1516 (1). Perteneció a una ilustre y renombrada familia arriacense. Su abuelo fue don Pedro de Medina, secretario real a fines del siglo XV, natural de Guadala­jara, en cuya ciudad, en la parroquia de San Gil, fundó una capilla en honor de Santa Ana. Su padre fue don Francisco de Medina, nacido también en esta ciudad en 1482, donde siempre brilló como notable jurista y hombre de acre­cida popularidad entre sus paisanos, de los que se constituyó, en 1520, como cabeza ideológica de la revolución de la Comunidad (2). Se puso desde joven en el servicio de los duques del Infantado, y en 1537 pasó a formar parte del Consejo de justicia que fundara y pusiera en las salas bajas de su palacio don Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque, en 1503. Casó este caballero con doña María de Mendoza, de la familia prócer, en 1507. Aunque no es de este lugar la reseña histórica y biográfica de este interesante personaje, si conviene recordar que él fue el principal cabecilla de la revolución comunera en Guadalajara; él también quien arengó a la multitud, en la plaza de San Gil, al alzamiento contra el emperador, y él, finalmente, quien convenció al conde de Saldaña, hijo primogénito del duque dominante, para que se uniera a los insurgentes. Esto hizo que el joven aristócrata (luego cuarto duque, el más intelectual e instruido de todo su linaje) fuera deportado por su padre a Alcocer y que posteriormente, y una vez perdonados los cabecillas «teóri­cos» de la sublevación, Francisco de Medina pasara al servicio del nuevo du­que en calidad de jurista, consejero y hombre de gran saber y erudición. La gran biblioteca que había ido formando pasó íntegra a su hijo Francisco. Sobre ella había dispuesto, en testamento redactado en 1538, que a su muer­te quedara en poder de aquel hijo que tuviera estudios, y si ninguno los alcanzase, que fuera para el monasterio jerónimo de Lupiana, y si esta ins­titución no la quisiera, que fuera a parar a la Universidad de Alcalá de He­nares, donde constituiría un legado independiente de la biblioteca general del Estudio. Mandó también el ilustre comunero ser enterrado en la capilla de San Gil, de Guadalajara, y que en ella se pintasen las historias de «la distin­ción de la Cruz», con la Virgen María, San Juan y las Santas Mujeres, así como la escena de la aparición de Cristo a Santa Isabel de Hungría (3).

De este hombre y de su mujer, la ya mencionada doña María de Mendoza, nació en Guadalajara, el año de 1516, Francisco de Medina y de Mendoza, notable historiador de la ciudad y el más antiguo conocido de todos ellos. Muy poco sabemos de su biografía, si no es que toda su vida residió en Guadalajara, en el servicio fiel de los duques del Infantado. Que fue gran erudito, investigador y conocedor de las antigüedades de su ciudad natal, y de otros personajes, especialmente de los cardenales don Pedro González de Mendoza y fray Francisco Ximénez de Cisneros, así como del rey de Cas­tilla, Enrique IV. Que fue muy apreciado en los medios humanistas del si­glo XVI alcarreño, y que finalmente quedó ciego, muriendo, también en Gua­dalajara, a principios del año 1577.

De sus relaciones familiares conocemos ahora algunos nuevos detalles que añadir a los hasta ahora recopilados (4). Fueron sus hermanos Bernardino de Medina, jerónimo de Medina y Luís de Orejón, al cual mataron los indios en el Cuzco peruano. Estuvo casado en primeras nupcias con doña Isabel Ca­rrillo (5), de quien tuvo a Pedro de Medina y de Mendoza, su heredero legí­timo; Hernando Carrillo, muerto joven en la guerra de Flandes; Leonor de Mendoza, que fue monja en el convento de La Piedad, de Guadalajara; Fran­cisca Carrillo, Diego de Orejón, Ana Carrillo y María, que ingresó también en el convento de franciscanas de La Piedad, donde murió a poco. Gozó de numerosos bienes en la aldea de Bujes, pequeño núcleo rural situado en la campiña del Henares, entre Azuqueca y Meco, hoy completamente desapare­cido, y entonces perteneciente a la sesma del Campo de la Comunidad de Villa y Tierra de Guadalajara.

Su hijo y heredero, don Pedro de Medina y de Mendoza, casó en 1574, en Guadalajara, con doña Constanza Ponce de León, hija de don Juan Yáñez del Castillo (contador mayor del duque del Infantado) y de su mujer, doña Isabel Montalvo Ponce de León. A ellos pasaría la biblioteca y escritos iné­ditos del historiador.

Rastreando en documentos judiciales de la época hemos hallado leves rastros de su vida, que sin importancia relevante en cuanto hace a su bio­grafía, sí supone un refuerzo de su perfil vital, un acercamiento, hasta noso­tros de su figura. Así vemos que en 1570, don Francisco de Medina y Men­doza, junto a sus hermanos Bernardino y jerónimo, vecinos todos de la ciu­dad de Guadalajara, dan poder a Alonso de Meco para que pueda cobrar del tesorero general de Su Majestad, o de los contadores reales de la Casa de Contratación de las Indias, en Sevilla, las doce barras de plata que para ellos vinieron registradas desde los reinos del Perú por orden y comisión del capi­tán Antonio de Avalos, como único bien que dejó su hermano Luís de Ore­jón, «que mataron en la ciudad de Cuzco que es en las Yndias en los reinos del Peru» (6). En ese mismo año, don Francisco de Medina y de Mendoza extiende un documento en que se da por pagado de ciertos bienes que le de­bía la señora doña María Ana de Campuzano, viuda de Gaspar Vázquez de Peñaranda, y muy posiblemente cuñada suya (7). Un año después vemos al historiador Medina poniendo en arriendo unas tierras y un herreñal de su propiedad a Alonso de Aparicio, vecino de Bujes (S). En 1572, a 12 de enero, don Francisco de Medina de Mendoza extiende carta de poder a su hija Leonor de Mendoza, y a su hermano Bernardino de Medina, y afirma en ella que «atento que desta ciudad hago ausençia forzosa durante el tiempo della y otras que yo hiziere alimenteis my casa muger y familia y tengais y guardeis mys casas y hazienda y los beneficios y rrecabdos del y pidais y tengais los criados que quisiéredes y viérades que a my onor conviene» (9). También en ese año hemos hallado el testamento que extendió doña Leonor de Mendoza, hija de don Francisco de Medina y de Mendoza y de doña Isabel Carrillo, su mujer primera, ya difunta. Manda, entre otras curiosas disposiciones, ser enterrada en la capilla de la iglesia de San Gil «de que el Sr my padre es patrono», cerca del cuerpo de su madre (10). En 1574 se realizó el contrato de matrimonio entre Pedro de Medina de Mendoza, hijo mayor, a la sazón, de don Francisco de Medina de Mendoza, y Constanza Ponce de León, hija de los señores Juan Yáñez del Castillo (contador mayor del duque del In­fantado) y doña Isabel Montalvo Ponce de León (11). Todavía en ese mismo año encontramos a nuestro personaje pagando 6.000 maravedís a jerónimo de Borja en precio de un caballo que le compró (12). Como documento de interés aún podemos anotar el que nos dice que en 1579 ya se titulaba a doña Isabel Campuzano viuda de Francisco de Medina y de Mendoza (13) ‘ Se conocía hasta ahora la existencia de un testamento suyo, otorgado en 1576 ante el escribano de Guadalajara Pedro de Medinilla (14), pero no su contenido ni cláusulas. He tenido la fortuna de hallarlo en el Archivo de Protocolos de la ciudad de Guadalajara (15), así como otro anterior, más breve, del año 1570, ante el escribano Gaspar Hurtado (16), pero ambos en un tan mal estado de conservación que solamente breves fragmentos de lo que fue ‑especialmente el definitivo‑, una magnífica pieza literaria, pue­den ya ser leídos.

El 14 de abril de 1570, y en ocasión de hallarse bastante enfermo, con­tando con cincuenta y cuatro años de edad, extendió un primer testamento,, en cuatro folios, del que destacamos algunos detalles interesantes: se declara primero don Francisco de Medina de Mendoza como vecino de Guadalajara y patrono de la capilla de San Ana en la iglesia de San Gil de dicha ciudad, y dice hacerlo «estando enfermo del cuerpo e sano de my entendimiento e juiçio natural». Manda ser sepultado en dicha capilla, «en la sepultura que se suelen enterrar los patrones della ques delante del altar mayor de la dicha capilla, donde está ysabel carrillo mi muger». Declara los nombres de sus hermanos y de sus hijos, habidos en su primera mujer y que eran por este or­den: Pedro de Medina, primogénito y heredero principal; Hernando Carrillo (que murió poco después peleando en Flandes); Francisca Carrillo; Diego de Orejón, y Leonor de Mendoza; y señala también como posibles herederos «a los hijos póstumos que en el vientre de mi mujer Isabel de Campuzano de Herrera pudieran haber». Manda diversas misas por su alma en la parro­quia de San Gil, y declara ser su confesor el bachiller Benito Sanz, clérigo de Bujes. Nombra por sus albaceas a don Marcos de Valdés, rector del Colegio de la Compañía de Jesús en Cuenca; a Bernardino de Medina de Orozco’ su hermano; a Pedro de Medina de Mendoza, su hijo mayor, y a Isabel de Campuzano, su mujer. Firman como testigos don Francisco Páez de Soto­mayor, don Lorenzo de Figueroa, Bartolomé Ortiz y Juan Rubio, su criado, natural y vecino de Peralejos en tierras de Molina de Aragón.

Pero aquella apretura pasó, y el historiador Medina se recuperó para volver a recaer unos años después. Así, en 31 de diciembre de 1576 redacta y presenta ante el escribano Pedro Medinilla su definitivo testamento, en el que parece haber puesto una atención especial, pues es largo, contiene nu­merosas y detalladas cláusulas y está escrito con cierta galanura de estilo. Es verdaderamente lamentable que este único resto autógrafo que de Fran­cisco de Medina y Mendoza nos quedaba haya sufrido las inclemencias de un abandono secular, y hoy está en tan mal estado de conservación que sola­mente retazos del mismo pueden interpretarse ‑que no leerse‑, sin posi­bilidad de restauración alguna. El preámbulo del testamento es el clásico de este tipo de documentos, aunque con ciertas licencias poéticas y literarias. Dice al comienzo: «Quiero que mi cuerpo sea enterrado en la yglesia de se­ñor sant gil de guadalajara my parroquia en la capilla de santana donde están enterrados mis padres y aguelos en la sepoltura misma donde está enterrada doña ysabel carrillo my muger en el abito de San Francisco cuyo hermano yo soy de la Horden.»

Y añade: «Ytem mando y pido que el día de mí enterramiento me lle­ben de cera y ofrenda lo que les pareziere a mis albazeas y con la pompa mas moderada pudieren yendo inys cabildos de escuderos y cavalleros de la cari­dad y animas de purgatorio y la cruz con lo que más a mis alvazcas les pareziere.» Hace algunas alusiones interesantes a los dineros que aportaron en dote sus mujeres. En la boda de la primera, doña Isabel Carrillo, ésta recibió una dote de 341.000 maravedís de parte de la duquesa del Infantado, y otra de 300.000 maravedís por cédula de la condesa de Tendilla. Ello quiere decir que esta mujer no procedía de familia hidalga ni adinerada: tuvieron que aportar los dineros para casarla las altas señoras de la casa ducal de Guadala­jara, de lo que se deduce que era criada en ella. De esa cantidad total se usaron años después 100.000 maravedís para dotar la entrada de su hija doña Leonor en el monasterio de la Piedad. De su segunda mujer, doña Isa­bel Campuzano, afirma Medina que recibió el matrimonio una dote de 70.000 maravedís en alhajas y dineros, colocados en un censo, y ordena que dicha dote le sea devuelta a su mujer y que no se la embarguen. También hace en este testamento algunas alusiones a las pertenencias que tenía en la aldea de Bujes, consistentes en varias casas, viñas y una bodega que él mandó construir; da dinero para arreglar a su costa la ermita de San Sebastián de dicho pueblo, y pide perdón a todos sus vecinos si en algo les ha ofendido.

En lo que respecta a la biblioteca, y escritos propios de Francisco de Me­dina, con dificultad pueden leerse algunas cláusulas de su testamento en que alude a ellos, y es lástima que otros fragmentos y párrafos del mismo hayan perecido con el tiempo. De lo legible entresacamos esta alusión a sus libros: «Otrosí mando y quiero que mis libros con mis cajones queden en mi casa sin que se puedan prestar y que si el subzesor los prestare los pierda y que se queden por vínculo ynbentariado también en la dicha recompensa que desde agora en vida ago para dellos y questé en los mismos cajones un ynventario y otro en la yglesia ecepto los ensaios glosados del tostado que los aya el Señor don alonso de mendoça cura de tórtola por sus días bibiendo en guadalajara aunque haga seguridad de bolbellos allí.» Y aún en otro pá­rrafo en que hace alusión a la mala situación económica en que quedaba su familia, se mencionan sus libros y escritos, y se declara expresamente que quedan a disposición de la casa ducal del Infantado, a la que siempre sirvió: «Ytem suplico al duque my señor atento lo mucho que e deseado y procu­rado servir a su Señoría favorezca y ampare a doña ana mi hija y porque es pobre y enferma la favorezca con alguna ayuda de alimentos y declaro y quiero que siempre que su señoría o señores de su casa tuvieren neçesidad de algun libro o papel mío se lo den e suban llanamente por el tiempo de la neçesidad atento que mi animo a sido leer y escrivir para su señoría.»

Su obra

La obra de don Francisco de Medina de Mendoza fue importante. Hasta que él, mediado el siglo XVI, se pone a recoger datos históricos sobre la ciudad de Guadalajara, y sobre la familia Mendoza, a ordenarlos y a escri­birlos, nadie había acometido tal empresa. La existencia en esta ciudad de algunos historiadores en época árabe (17), y posteriormente entre los mudéjares (18) y cristianos medievales (19), no significa que ellos se dedicasen a historiar las cosas de la misma. Es Medina quien puede considerarse el pri­mer historiador de Guadalajara. Su obra mayor se tituló Anales de la Ciudad de Guadalajara; nunca fue impresa, y su único original manuscrito con posi­bles copias se han perdido para siempre. Pero sus noticias nos han llegado en gran abundancia. Pues posteriores historiadores de nuestra ciudad y de la familia Mendoza confiesan haber utilizado la obra de Medina como fuente principalísima de sus investigaciones. Así, el padre Hernando Pecha, en su Historia de Guadalaxara, y como la Religión de S. Gerónimo en España fue fundada y restaurada por sus ciudadanos (20) afirma en varias ocasiones ha­ber tenido delante los Anales de Medina, y haberlos utilizado como fuente de datos, especialmente al referir la vida del primer marqués de Santillana, o en el relato de los inicios del tribunal de la Inquisición española, que según datos de Medina y Mendoza, se instaló en las casas principales del caballero calatravo don Pedro de Alarcón, que las tenía en la parroquia de Santo Tomé de nuestra ciudad (21). También el historiador don Alonso Núñez de Castro, en su Historia eclesiástica y seglar de la muy noble y muy leal ciudad de Guadalaxara, confiesa haber tenido delante los manuscritos de Medina refe­rentes a la historia de la ciudad. Tal y como él dice en su testamento, los Anales y otros escritos debieron pasar pronto al archivo de la casa ducal de Mendoza, donde pudo usarlos el padre Pecha, que en ese archivo bebió a fondo. Es extraño que, aún habiéndose conservado bastante bien la biblio­teca y archivos mendocinos, los Anales de Medina se hayan perdido. Pero, por el momento, solamente así podemos considerarlos.

Otras obras nos dejó el historiador arriacense Medina y Mendoza. Se citan como obras independientes suyas una Historia del rey D. Enrique IV, una Genealogía de la Casa de Mendoza y una Nobleza y títulos de la Casa de Mendoza (22), que posiblemente no serían sino capítulos de su historia de Guadalajara, pues de este modo divide la suya su primero y principal segui­dor, el padre Pecha. La que sí parece que escribió como obra independiente fue una Vida del cardenal D. Fray Francisco Ximénez de Cisneros, que sir­vió para que el humanista Alvar Gómez de Castro la tradujera a latín, aña­diendo algunos datos durante el verano de 1550 o 1551, que pasó en Guada­lajara en las casas de Francisco de Medina (23). Esto lo declara nuestro histo­riador en las informaciones de nobleza de don Bernardino de Mendoza (24) y así resulta que la conocida obra del toledano Gómez de Castro no es sino una traducción y refundición de lo que antes había hecho Medina.

Finalmente, señalaremos la única obra de este autor que ha llegado a nuestros días y que ha visto la consagración de la letra impresa. Se trata de la Vida del Cardenal D. Pedro González de Mendoza, la figura del político y eclesiástico más señalado y brillante del Renacimiento español (25). La escri­bió por encargo de la condesa de Saldaña (esposa del heredero del ducado del Infantado) a mediados del siglo XVI. Utilizó para ello los archivos y rela­ciones genealógicas que obraban en la biblioteca palaciega de los Mendoza de Guadalajara, y consiguió una obra en la que anotó las biografías, hechos notables y apuntes para la personalidad del gran cardenal Mendoza. También añadió muchas noticias sobre su familia. El manuscrito de esta obra, y cuatro copias del mismo, han aparecido por diversos archivos y bibliotecas (Biblio­teca Nacional de Madrid, sección manuscritos; biblioteca del Palacio Real; copia en el tomo H 50 de la colección «Salazar», de la Real Academia de la Historia) y sirvió en gran manera para que Salazar de Mendoza «cribiera en el siglo siguiente su magna biografía de don Pedro González (26). Fue nuestro autor un hombre trabajador y erudito, un gran amante de su tierra y de su historia, y de él hicieron alabanza varios historiadores contemporáneos suyos (27) que le visitaron en sus casas de Guadalajara, especialmente en sus últimos años, cuando ya cansado, y ciego, rodeado de sus hijos, del apoyo de sus señores, los Mendoza, y del cariño de toda la ciudad, esperaba la muerte, que llegó en los comienzos del año 1577.

La figura de don Francisco de Medina de Mendoza queda así, con estas líneas, un poco más dibujada, aunque siempre a la espera del hallazgo de nue­vos datos, e incluso de la aparición de otras obras suyas, que nos le sitúan definitivamente en la nómina de grandes figuras de nuestra tierra.

NOTAS

(1) Archivo Histórico Nacional, sección Consejo de Ordenes. Pruebas de Nobleza de !os caballeros de Santiago don Enrique y don Alonso de Mendoza y don Alonso Suárez de Mendoza. En ellas testifica don Francisco de Medina y de Mendoza, en 1576, diciendo ser de edad de sesenta años.

(2) PÉREZ, J.: La revolución de las Comunidades de Castilla (1520‑21), Madrid, 1977, p. 168.

(3) GARCÍA LÓPEZ, J. C.: Biblioteca de Escritores de la provincia de Guadalajara y bibliografía de la misma hasta el siglo XIX, Madrid, 1899, pp. 319‑322.

(4) GARCÍA LÓPEZ, J. C.: Op. Cit.

(5) Según GARCÍA LÓPEZ, J. C.: Op. cit., p. 321, su mujer se llamaba doña Isabel de Clavijo. La comprobación por nuestra parte de numerosos documentos relativos a esta familia no deja lugar a dudas que su auténtico nombre era el de Isabel Carrillo.

(6) Archivo Histórico Provincial de Guadalajara (A.H.P.G.), protocolo 133, escrivano Pedro Medinilla, fols. 184/185 v., con la firma de don Francisco de Medina y Mendoza.

(7) A.H.P.G., prot. 133, escriv. Pedro Medinilla, fol. 252.

(8) A.H.P.G., prot. 134, escriv. Pedro Medinilla.

(9) A.H.P.G., prot. 135, escriv. Pedro Medinilla.

(10) A.H.P.G., prot. 136, escriv. Pedro Medínilla, fechado a 21 de abril de 1572.

(11) A.H.P.G., prot. 137, escriv. Pedro Medinilla.

(12) A.H.P.G., prot. 137, escriv. Pedro Medinilla.

(13) A.H.P.G., prot. 165, escriv. Gaspar Hurtado.

(14) GARCÍA LÓPEZ, J. C.: Op. cit., p. 321.

(15) A.H.P.G., prot. 138, escriv. Pedro Medinilla, fols. 187‑191.

(16) A.H.P.G., prot. 145, escriv. Gaspar Hurtado

(17) HERRERA CASADO, A.: La cultura islámica en Guadalajara (I y II), en «Nueva Alcarria», de 12‑XII‑1970 y 19‑XII‑1970.

(18) GARCÍA LÓPEZ, J. C.: Rasgo histórico acerca de Nuestra Señora de la Antigua de Guadalajara, Guadalajara, 1884, p. 23.

(19) DIGES ANTÓN, J., y SAGREDO MARTÍN, M.: Biografías de hijos ilustres de la provincia de Guadalajara, Guadalajara, 1889, p. 125.

(20) HERNANDO PECHA: Historia de Guadalaxara, edición de la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», Guadalajara, 1977.

(21) HERNANDO PECHA: Historia de Guadalaxara, edic. cit,, p. 43.

(22) DIGES ANTÓN, J., y SAGREDO MARTÍN, M.: Op. cit., p. 125.

(23) GUEZ DE CASTRO, Alvar: De rebus gestis a Francisco Ximenio Cisnerio Archie­piscopo Toletano libri octo, Alcalá (Andrés de Angulo), 1569.

(24) Hecha en 1576

(25) MEDINA Y MENDOZA, F. de: Suma de la vida del Reverendísimo Cardenal Don Pedro Gonçalez de Mendoza, Arzobispo de Toledo y Patriarca de Alexandría, en el «Memorial Histórico Español», t. VI, pp. 153‑311, publicado por la Real Academia de la Historia.

(26) SALAZAR Y MENDOZA, P.: Crónica de el Gran Cardenal de España, don Pedro Gonçalez de Mendoça, Arçobispo de la muy Santa Iglesia Primada de las Españas: Pa­triarcha de Alexandría: Canciller Mayor de los Reinos de Castilla, y de Toledo, Toledo (María Ortiz de Saravia), 1625.

(27) MORALES, Ambrosio de: Antigüedades de España, Madrid, 1792, p. 82.