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mayo, 1980:

Romería al Collado

 

La jornada se espera desde hace meses. Los preparativos se han sucedido acelerados, y la ilusión que se guarda en cada pecho es la más alta del año. Van a celebrar en Berninches la romería del año: la bajada comunitaria a la ermita del Collado, por entre los robles y las nogueras, los huertos y los sotos del Arlés. Va a protagonizar un pueblo su ejercicio familiar, de ser uno, de hacer canto íntimo de igualdad.

Para este domingo pasado estaba prevista la romería a la Virgen del Collado, en la que gentes de Berninches y de Alhóndiga se darían cita, con procesión, misa, cantos y comida, en las praderas cercanas y en los suaves paisajes en que asienta la ermita que este año ya ha recobrado su techumbre, y ha sido limpiada y adecentada como no lo había estado desde hacía un siglo. Pero el tiempo ‑el meteorológico‑ ese que en esta época es imprevisible y alevoso, amaneció con cara llorona: llovió durante todo el día, a ratos con fuerza siempre con fresco airecillo que subía desde el fondo del valle, y las calles, los caminos, los sotos de Berninches se hicieron arroyos y esponjas. No hubo modo de hacer la romería.

Pero no por eso decayó la alegría del pueblo. Era día importante, y venían alcarreños de todas partes hijos emigrados, gente principal. Se celebró la misa en el templo parroquial. A tope. Ya entre los bancos se produjeron los encuentros, las lágrimas, las añoranzas y el fervor religioso se hizo notar. Algunos niños se fueron turnando en la escolta del gran cirio que el señor obispo había regalado para este día. Tres sacerdotes concelebraban el sacrificio. Y la Virgen, en sus andas, presidiendo el rito. Ella es pequeña ‑una talla en madera del siglo XVIII‑ morena, revestida completamente y más en esta ocasión, con ropas bordadas en seda y oro, hechas hace un siglo. Una corona de plata encrespa lo alto de la imagen como ola brillante. Se reza y se canta. Afuera, sigue lloviendo.

Pero las almonedas de la Virgen se celebran: pollos, rosquillas, una tarta, algún pan: todo se subasta. Será el producto para seguir las obras de la ermita, para dar cada año mayor esplendor a esta fiesta. De un lado para otro, Félix Picazo corre, prepara, recomienda, pide, se sube aun banco, ayuda a misa, transporta cajas, con ánimo indeclinable. El es, en gran modo, el alma de esta fiesta, su mantenedor perpetuo.

La animación sigue en la plaza, y en los bares y en las casas. A mediodía, cada cual a su casa, a degustar las tortillas y el cordero que se había preparado para el campo. Corre el vino, las nueces, las rosquillas de anís: sin que nadie se lo proponga, la gastronomía festiva en Berninches es típica como salida de un libro, como calcada de un recetario de viandas alcarreñas. En el Ayuntamiento, el alcalde y sus concejales se juntan con los de la Hermandad de la Virgen, con los clérigos celebrantes, con las fuerzas vivas del pueblo, y hasta con alguna autoridad venida de la capital (el delegado provincial de Cultura, Suárez de Puga, fue uno de ellos) que se han reunido amigablemente en torno a la mesa.

El lamento por lo desafortunado del tiempo, continúa. A los postres, alguien se brinda a bajar en un «todo­ terreno» hasta el Collado, a ver qué pasa. Unos cuantos se animan. El camino está embarrado, removido, deslizante. El automóvil a veces se zarandea ingobernable. Y al fin aparece, rodeada de espléndidos verdes, la ermita. Que no es tal; pues supera con creces el calificativo humilde, y alcanza el de iglesia sin regateos. Un templo de la encomienda calatrava del Collado. Aquí asentaron en el siglo XII los caballeros de la orden militar de Calatrava, vigilante del paso del río Arlés, que desde el Tajo, por Pastrana, sube hacia la meseta alcarreña y a las sierras celtíberas. Se trata de un edificio de estilo románico, con portadas de arcos ya apuntados, ábside semicircular, modillones en el alero, de una sola nave, rematado en presbiterio escoltado por columnas y capiteles del estilo. La obra que, en los últimos meses ha hecho allí la Hermandad, es increíble han cubierto los desmochados muros y puesto a la ermita un tejado completo. Se ha limpiado meticulosarnente el interior, desescombrando y dejando los muros presentables. Se han limpiado los alrededores, y en ellos se ha hecho una fuente de abundante chorro, y allá lejos unos servicios. Aquello se ha transformado, en escasas fechas, y ha pasado a ser, de un montón casi irreconocible de ruinas, en un edificio restaurado ‑bien restaurado, como deben hacerse estas cosas‑ limpio y admirable.

Con la pena de no haber tenido un día, un sol y una temperatura que hubieran permitido levantar una romería como cumple al templo y al lugar, nos volvemos a Berninches. Allí quedan con la esperanza abierta para el año próximo, una tarea hecha y un camino largo aún por recorrer. Y queda, por supuesto, la carga palpable y densa de historia que nos dice cómo durante muchos siglos aquel enclave fue sede de la caballería calatrava, que allí dejó su misticismo guerrero, su sobria firma pétrea, y pálpito de empresas reconquistadoras.

Cuando al comenzar la jornada, teníamos el presentimiento de haber destrozado un día, el espíritu estaba, al final del mismo, recuperado y a tono. Habíamos compartido la jornada de fiesta en Berninches, con esas gentes honradas y espléndidas de la Alcarria, y no nos habíamos quedado, ni tan siquiera, sin ver el Collado, esta vez bajo el baño húmedo de la tarde tormentosa y verde. Fue una jornada bien ganada. Y que el año próximo, todos lo deseamos, sea de sol y andaduras.

Costumbres de nuestra tierra

 

Comienza ahora una temporada -la del fin, culminación, de la primavera-en la que se suceden las más interesantes manifestaciones costumbristas, y folclóricas de nuestra tierra, de la provincia de Guadalajara. Vibrantes expresiones de nuestros pueblos, de nuestras gentes. Mañana mismo, pascua de Pentecostés, la villa de Atienza celebrará sus ocho veces centenaria fiesta de La Caballada. Poco después, en junio, será Valverde de los Arroyos el lugar donde explosione un año más la vena secular de un folclore sin mancha, genuino. Y así pueden desgranarse muchos otros festejos, como la próxima celebración, el primer domingo de junio, de la fiesta de La Loa en el Santuario molinés de, la Hoz, o la romería que, mañana mismo, congregará también a miles de alcarreños sobre el valle tranquilo del Arlés, en torno a la ermita de la Virgen del Collado, patrona de Berninches.

Todas las fiestas le nuestros pueblos guadalajareños, por pequeños que éstos sean, o por insignificantes que aquellas puedan parecer, deben ser protegidas y estimuladas. Es cierto que para algunas ya se ha obtenido una declaración (fiesta de «interés turístico») que les permite aparecer en guías oficiales de folclore, o incluso recibir alguna ayuda económica: éste es el caso de las que ilustran estas líneas, la Caballada y los danzantes valverdeños, pero hay muchísimas otras que sólo se mantienen por el entusiasmo de los vecinos, y nada más. Esto es peligroso, y deberían tomarse algunas medidas, especialmente la lucha atenta, por parte de la administración, que posibilitara tomar una conciencia realista de los auténticos problemas en este sentido.

Para la salvaguardia del folclore, como para la de todo aquello que podemos incluir en el llamado «Patrimonio Histórico, Cultural y Artístico» de España, debe llevarse una sistemática objetiva y sin desmayos. Y ello pasa por una primera etapa de estudio, de clasificación, de valoración meditada. Solamente tras ella se pueden establecer prioridades, urgencias y, en definitiva, decisiones respecto a la protección de unas y otras cosas, fiestas, etc. Es, pues, necesario, que se emprenda con urgencia un inventario de todas las fiestas y hechos costumbristas de nuestra provincia, con su descripción, fotografías, dibujos complementarios, bibliografía, documentos sonoros, materiales, etc. Realización de un catálogo meticuloso, y posteriormente, una campaña amplia de divulgación que haga posible que esto sea, de verdad, un patrimonio común, no sólo existente, sino conocido y con la voluntad de su mantenimiento por parte de la comunidad toda.

Esta defensa de nuestras costumbres, no sólo debe limitarse a las fiestas en sí, como acto completo, sino a todas las expresiones, por mínimas que parezcan, que forman parte de ellas: de las fiestas o de la forma de ser y de vivir de las gentes de la provincia. Ello quiere decir que es necesario realizar meticulosas prospecciones y estudios sobre el tema del habla popular en nuestro entorno, de su paremiología (refranes y dichos), de sus actitudes físicas; de sus relaciones interhumanas y sociales; de su artesanía, etc. También de esas otras parcelas de su diversión  como son las músicas y los bailes, expresión a veces de ritos precristianos de surgimiento mágico, totémico. La entraña remota, hoy arcana de nuestro pueblo, está en su folclore. Es, pues, necesario más que nunca salvarlo a toda costa.

Pero este camino, teórico, no difícil de conseguir, se ve a veces truncado por razones misteriosas, incomprensibles. Cuando de todos costumbrismo autóctono es necesario protegerlo, estimularlo, rescatarlo, y así se está haciendo en todas las regiones de España, surge la anécdota que extraña y asombra a toda una provincia. Un festival de música y folclore castellano -o sea, el nuestro propio‑ se iba a celebrar esta tarde en Atienza, como añadido a la festividad de la Caballada que ha de ponerse en marcha mañana. Estaba previsto que la dulzaina y el tamboril, los instrumentos antiguos y entrañables de nuestra tierra secular, alzaran su voz delgada y hermosa. Estaba previsto, también, que la jota fuerte y decidida que desde hace siglos bailan las gentes de la Celtiberia, pusiera su silueta entre las arcadas pétreas de la plaza del Trigo de Atienza. Era el folclore de Castilla, nuestra expresión más genuina y popular, la que los atencinos, y cuantos hubieran querido sumarse, habrían degustado una vez más, como tantas otras veces se ha hecho. Pero ahora no ha sido posible. Las sospechas -respetables, pero no compartidas- de nuestras autoridades en el sentido de que un festival folclórico castellano, pudieran ocasionar alteraciones del orden público, han hecho que esta expresión de nuestro corazón que es el folclore y el costumbrismo haya quedado suspendida. Muda la dulzaina, acallado el tamboril, rota la cinta de la jota.

Precisamente por nuestro ya antiguo y siempre decidido empeño de defender, a toda costa, el patrimonio cultural y auténtico de Guadalajara, es por lo que, en esta ocasión, quedamos sorprendidos de tal medida. Estamos seguros que tantas otras personas y grupos que en los últimos tiempos se han destacado también en el estudio, la valoración y la defensa de maestro folclore, alzarán su voz en protesta de este paso atrás.

Una vez más, y aunque parezca machaconería inútil, volvemos a recomendar que prosiga el estudio del costumbrismo alcarreño, molinés, serrano. Que se sigan dando, incluso ampliadas, ayudas a los grupos que lo mantienen adelante. Que se editen libros, que se recuperen cánticos, que se recojan leyendas, que se construya el necesario Museo Etnográfico de Guadalajara. Lo único que, en último término y como medida lógica, venimos a pedir, es que no nos hagan tomar como folclore propio algo que siempre fue ajeno a nuestra tierra: concretamente, la caza de brujas.

Antonio Pareja Serrada

 

Un alcarreño ilustre por muchos conceptos, pero fundamentalmente por el amor a su tierra, que le llevó a estudiarla con ahínco, e incluso a publicar el fruto de muchas de sus investigaciones, ha sido don Antonio Pareja Serrada, segundo en la serie de los cronistas provinciales de Guadalajara. Fue su vida un denso llamear de colaboraciones periodísticas, de presentarse de continuo ante la opinión pública con el fruto de sus estudios y sus opiniones.

Nació Pareja en la villa de Brihuega, corazón verdeante de la comarca alcarreña, a mediados del siglo XIX. Cursó estudios universitarios en Madrid, y en la capital de la nación residió Siempre, aunque a su villa natal se acercaba siempre que podía, y por supuesto, los veranos los pasaba enteros en ella. Dedicado por una parte a la enseñanza,-era profesor de Historia y Sociología en varios centros madrileños-gran parte de su actividad la rindió en el batallar periodístico, siendo colaborador asiduo de numerosísimos periódicos de la capital, dirigiendo otros, y aún fundando algunos, como «El Briocense» que aparecía cada quince días en la villa alcarreña, cuajado de los artículos y apreciaciones de hondo sentido alcarreñista de Antonio Pareja. En Madrid fue redactor‑jefe de «El Debate», en 1880, y anteriormente, había pasado, en sus primeros pasos tipográficos, por «Los Sucesos» (1865) y «La Soberanía Nacional» (1867‑70). Otros muchos periódicos, desde «El Guerrillero agrícola» a «El Boletín de Faros» vieron cuajada la inquieta pluma de Pareja en temas diversos, amenos, enjundiosos y valientes. Era hombre que andaba siempre con la verdad por delante, y eso le costó no pocos disgustos, que él contabilizaba entre sus triunfos más queridos.

La intensísima labor literaria,-en gran parte dedicada a su tierra alcarreña-que había realizado anteriormente, hizo que la Diputación Provincial de Guadalajara, a la muerte de don Juan‑Catalina García, le nombrara en 1911 cronista provincial, cargo que ostentó hasta su muerte en 1925, y que le animó a dedicarse, ya en esos años últimos de su trabajadora existencia, a investigar y escribir solamente en derredor de su provincia. No son abundantes sus libros en torno a Guadalajara, pero lo que hizo Pareja Serrada en su puesto de cronista provincial supone una aportación muy útil para el progresivo conocimiento de Guadalajara: fueron piedras, materiales, vigas maestras en la construcción de este edificio que aún hoy seguimos levantando, y que quisiéramos magno y útil: el conocimiento, aprecio y defensa de nuestra tierra.

En 1911 publicó Pareja su librito en octavo «La razón de un centenario», que vino a ser la publicación oficial del 200 aniversario de la memorable batalla de Villaviciosa, en la que el Borbón Felipe V asentó su trono frente a las aspiraciones del archiduque Carlos. Describe el autor, con gran pormenor, los orígenes y desarrollo de la batalla, que así es muestra de gran interés no sólo en lo referente a la historia local alcarreña, sino pieza clave en el desarrollo del arte militar. Se completa el libro  con los discursos de la ocasión, fotografías de medallas, monumentos y documentos de la efemérides.

Enseguida Se pone don Antonio Pareja con lo que fue su gran proyecto ilusionado: hacer una amplia guía de la provincia, con descripción detallada en sus más variados aspectos, de todos y cada uno de sus pueblos. Pero la empresa, a cargo de la Diputación, se emprendería de forma que se editara un libro por cada partido judicial. Y así en 1915 apareció el primer volumen, «Guadalajara y su partido», escueto pero enjundioso, en el que se exponía la historia y el arte de la ciudad, con sabrosísimas notas de la actualidad de aquellos días y luego una relación de pueblos, con capítulos excesivamente escuetos a cada uno de ellos dedicado. En 1916 aparecía el segundo libro de esta serie, «Brihuega y su partido», mucho más voluminoso y trabajado, quizás por ser la tierra natal y queridísima del autor. Con detalladas descripciones de la villa cabeza del partido, con análisis minucioso de su historia, sus industrias, sus tradiciones y anécdotas, seguido de relación completa de los pueblos y aldeas de su demarcación, poniendo en algunos, copia de documentos importantes relativos a su historia. Así, destacamos por su amplitud el capítulo dedicado a Villaviciosa de Tajuña, a Budia, Hita, Trijueque, y otros varios.

Inexplicablemente cortada esta serie de monografías que prometía un fruto copioso, Pareja puso su atención en otro tema no menos interesante, tendente a promover el conocimiento histórico de Guadalajara, y ello fue la recopilación de documentos dispersos en archivos o publicaciones, relativos a temas capitales de nuestro devenir. Surgió así el tomo primero de la «Diplomática arriacense» que, a pesar de su título, lleva documentos no solamente de la ciudad de Guadalajara, sino de toda la provincia, muy especialmente de Sigüenza y Molina. Con breves explicaciones de cada pergamino, y con la traducción de todos los que se redactaron en latín o en castellano muy primitivo, no llega a conducir un hilo de homogénea investigación, sino que se limita a un acopio indiscriminado de materiales, pero con la esperanza y el humilde empeño de que sean otros investigadores los que con su tarea vean allanado el camino. En ese primer tomo puso Pareja los documentos provinciales fechados en los siglos XI y XIII. Enseguida reunió documentación de posteriores centurias, y se dispuso a publicar el segundo tomo de su «Diplomática Arriacense», que hubiera salido con la fecha de 1925 en su portada, de no haber muerto el autor en ese año, cuando se encontraba ya corrigiendo las pruebas de ese libro, que por lo tanto quedó inédito.

Una vida sencilla la de Antonio Pareja Serrada, dedicada al trabajo y a laborar por su provincia. Un nombre que los alcarreños debemos pronunciar con admiración y cariño, pues a ello se hizo acreedor con su probada hombría de bien, y con su honesto y fructífero trabajo.

El Palacio de Antonio de Mendoza y el convento de la Piedad

 

Entre las diversas obras de restauración recientemente iniciadas en nuestra ciudad por parte de la Dirección General del Patrimonio Artístico, y que vienen puntualmente a salvar algunos de nuestros más preciados monumentos del pasado, destacan las que se llevan a cabo en el antiguo Instituto de Enseñanza Media, cuya no utilización desde hace algún tiempo, hace que su deterioro sea acelerado y peligroso. Es por ello que, como primer punto, se ha comenzado limpiando la fachada de la iglesia de la Piedad, y es posible que luego continúe con la del palacio propiamente dicho. Las obras de restauración total, costosas y complicadas, no se sabe cuando llegarán; quizás el día en que se ponga en su seno la anunciada escuela de Artes y Oficios.

En comentarios recientes, he podido observar el gran despiste que existe en cuanto a la denominación de este edificio. Hasta hace unos años, todos le llamaban «Instituto de Enseñanza Media Brianda de Mendoza», y hasta en esa forma figura en el nomenclátor oficial de monumentos nacionales así como en muchas guías. Al perder esa función, y apuntando mas datos recogidos de terceros, en prensa y conversaciones, en informes y comentarios se le llama «palacio de los Mendoza» y otras cosas aún más extrañas. Para centrar su nombre, su historia y su valor artístico, doy aquí una referencia escueta de esta joya del renacimiento alcarreño, que debe seguir recuperándose para la ciudad.

En el centro de la ciudad, en la antigua colación de San Andrés, donde habitaba a finales del siglo XV nutrida colonia hebrea, puso don Antonio de Mendoza su gran palacio renacentista una de las primeras muestras que del estilo recién importado de Italia se elaboraron en Castilla era este señor hijo del primer duque del Infantado don Diego Hurtado de Mendoza, y junto a él y sus numerosos hermanos y familiares, que constituían la lucida corte mendocina de Guadalajara, intervino en la guerra de Granada, mostrándose valeroso. Permaneció siempre soltero, y al retirarse de la guerra decidió construirse casa propia, elevando este palacio con la colaboración de artistas que ya su tío el gran Cardenal Mendoza había tomado a su servicio, y que fueron los introductores en Castilla del modo renacentista de construir, decorar y concebir el arte.

Muerto este señor en 1510, con el palacio ya concluido, lo heredó su sobrina, también soltera, doña Brianda de Mendoza y Luna, hija del segundo duque del Infantado, don Iñigo López de Mendoza. Piadosa mujer que decidió ocupar el gran caserón para alojar una comunidad religiosa, que en 1524 fue autorizada por Bula de Clemente VII fundando beaterío de la Orden Tercera de San Francisco y añadido un Colegio de Doncellas. Para esta institución habilitó doña Brianda el palacio de su tío y le añadió una gran iglesia, en la que colaboraron los mejores artistas castellanos del primer tercio del siglo XVI. A la muerte de la fundadora, en 1534 ya estaba definitivamente acabado el edificio. A raíz del Concilio de Trento, el beaterío se convirtió en convento de monjas franciscanas, que albergó a gran número de doncellas y viudas de la aristocracia alcarreña. En 1835 fue disuelta su comunidad y el edificio utilizado para Museo Provincial, Diputación Provincial Cárcel pública e Instituto de Enseñanza Media.

El conjunto de las fachadas del palacio e iglesia es uno de los rincones de Castilla donde más rico y elocuente se muestra el albor renacentista. La portada del palacio se constituye por un arco semicircular, finamente decorado, apoyado en sendas pilastras; toco ello enmarcado a su vez por otras pilastras de profusa decoración a base de cartelas, armaduras, trofeos militares y frutos, rematadas por capiteles de complicada representación vegetal; se cubre por diversos frisos y molduras de cargada decoración de roleos y cuernos de la abundancia; el conjunto aún remataba un frontón triangular con densa ornamentación, incluyendo en su centro el escudo heráldico del fundador (tal como vemos en la fotografía adjunta, tomada a comienzos del siglo XX) pero fue retirado hace muchos años, colocando en su lugar un balcón, privando a la portada de su auténtico carácter toscano. A través de pequeño zaguán se sube hasta el patio del palacio, obra magistral de la arquitectura civil del Renacimiento: de planta cuadrada, en cada lado aparecen seis columnas cilíndricas de liso fuste que sostienen capiteles de clara raigambre alcarreña, consistentes en una corona de hojas ciñendo el arranque del capitel, cuyo cuerpo se adorna de poco profundas estrías, y la moldura superior se adorna de ovas. Cargan sobre estos capiteles magníficas y anchas zapatas de labrada madera, y corre sobre todas ellas una doble cornisa prolijamente adornada. El segundo piso del patio consta del mismo número de columnas, capiteles bellísimos, similares zapatas y  más pronunciado alero. Entre una y otra columna corre un antepecho calado, con la piedra tallada en dibujo que semeja panal. En el centro existió un pozo con brocal de tallados grutescos; hoy suple su presencia la ya clásica palmera. Sobre el muro norte de este claustro luce un gran escudo imperial tallado en piedra de Tamajón, que estuvo situado sobre la puerta del Mercado, y que fue traído aquí al ser derribada. En el ala de levante se abre el gran hueco de la escalera de honor, de tres tramos, con pasamanos de bien tallada piedra, calada en forma de panal su barandilla, con gran escudo de Mendoza y Luna sobre fondo avenerado, en su tramo central. La parte de galería alta que queda sin muro en la parte en que se abre la escalera, se apoya en tres columnas con capiteles de rica decoración a base de copas y delfines. El hueco de la escalera se cubre por gran alfarje renacentista a base de una combinación de tradición mudéjar en la que se conjuntan irregulares hexágonos cubiertos de rica decoración plateresca. La parte baja de los muros del patio y escalera se cubren de una buena colección de azulejos sevillanos del siglo XIX. En este edificio, ahora vacío, se guarda el museo de Ciencias Naturales que fue de la Universidad de Sigüenza, aquí trasladado en la pasada centuria, lo mismo que una rica biblioteca y una serie de grandes lienzos con retratos de obispos y colegiales ilustres del de San Antonio de Portaceli de Sigüenza, todo lo cual ha sido trasladado al nuevo edificio del Instituto de Enseñanza Media. Se desconoce el autor o autores de este palacio, aunque muy bien pudiera haber intervenido en su traza y dirección el maestro Lorenzo Vázquez, introductor del Renacimiento arquitectónico en los estados mendocinos.

La iglesia del convento de la Piedad fue construida hacia 1530, participando el maestro Alonso de Covarrubias en su traza y en la talla de la portada, una de las joyas del arte plateresco castellano. Se presenta ésta entre dos salientes contrafuertes, entre los que salta un arcosolio con el intradós cuajado de casetones con rosetas, y rematado en calada crestería y tejadillo que cubre el conjunto. La puerta propiamente dicha se compone de un alto arco semicircular cubierto de fina decoración, sobre pilastras; a los lados, bellísimos balaustres sobre pedestales, todo tapizado de profusa y delicadísima decoración plateresca, con magníficos capiteles rematados en cabezas de carneros; encima, varias molduras y un ancho friso de grutescos con escudo central; sus extremos rematan en flameros, mientras en el centro surge una hornacina avenerada flanqueada de pilastrillas y roleos, con un extraordinario grupo de La Piedad, de aire en cierto sentido gotizante, en que se ve a Cristo tendido en los brazos de María, acompañada de San Juan y la Magdalena. Un par de escudos de Mendoza y Luna completan el conjunto. El interior era magnífico templo de altas cúpulas de nervatura y frisos con frases alusivas; retablos de talla y pintura; rejas, enterramientos, etc. Nada quedó de ello: el presbiterio se derribó para ensanchar la calle que corre detrás; su altura se dividió en dos para crear en la parte baja capilla de Instituto, y en la alta salón de actos, en el cual aún se observan los arranques de las bóvedas, y escudos esculpidos en las ménsulas. Sólo quedó el sepulcro de la fundadora, doña Brianda de Mendoza, en cuya urna de tallado alabastro blanquecino se aprecian, algo des gastados después de haber permanecido largos años bajo escombros, los escudos de armas de la familia Mendoza y Luna, y una agradable serie de pilastras y grutescos. Se cubre el enterramiento con una gran pieza variamente moldurada de jaspe rosáceo. Este enterramiento fue también trazado y tallado por Alonso de Covarrubias.

Esta es, en breve síntesis, la historia y descripción de un palacio renacentista que sobresale entre todos los de Castilla, coma uno de los primeros construidos en su estilo, y también en su calidad de modelo y referencia que otros arquitectos y magnates seguirán en sus obras. Ojala que pronto lo volvamos a ver vivo útil y espléndido como lo fue en su primer día.

Un poeta alcarreño: Luís Gálvez de Montalvo

 

Fue lucido ingenio, como lo demuestra aquel libro celebrado que hizo del Pastor de Filida, a donde debajo de la corteza de rústicos pastores, disfraza grandes señores, hijos de Guadalajara, dice de él Francisco de Torres, en su inédita «Historia de Guadalajara». Porque poeta, y muy renombrado, fue Luís Gálvez de Montalvo, habiendo llegado memoria de él en amplios círculos y aún muchos años después de su muerte, entrando en la nómina del Parnaso hispano hasta la fecha.

Luís Gálvez de Montalvo nació en Guadalajara, en el año de 1549, cuando sobre medio mundo lucía la imperial corona de Carlos V. Muy poco se sabe de su vida, y ello gracias a don Juan Antonio Mayans y Siscar, valenciano, quien en el siglo XVIII se propuso descifrar las alegrías contenidas en el libro escrito por Gálvez de Montalvo, dando así, en el prólogo a la sexta edición de la pastoril novela escrita por nuestro compatriota, una larga de serie de interesantes datos sobre el poeta y la vida cortesana de Guadalajara en la segunda mitad del siglo XVI. Así sabemos que fue gentil hombre cortesano de don Enrique de Mendoza y Aragón, nieto que fue de los duques del Infantado. De la estirpe mendocina surgió, pues el palmetazo que empujó a Gálvez a la carrera literaria.

Anduvo primeramente nuestro personaje por los dorados caminos de la poesía. De él llegó a decir Cejador: Fue escritor culto y algo afectado, que imitó a Sannázaro; la forma igualmente culta, pero excelente y los versos fáciles, sobre todo en redondillas, en que aventajó a Montemayor y rivalizó con Gregorio Silvestre; pero malea a veces su poesía cierta punta de conceptismo y amaneramiento, a pesar de su buen gusto. Bartolomé de Góngora, en su erudita obra «Corregidor sagaz» le calificaba de soberano ingenio. López de Maldonado, en su «Cancionero», le llama Pastor en una afectuosa epístola en tercetos.

Fue aquel siglo XVI español el que contempló el clamoroso éxito de la novela pastoril. Era éste, un tipo de literatura que llegaba, complaciendo, al gran público, como antes lo había hecho el tema de la caballería, y luego lo haría la picaresca. Sin embargo, ello no significa que no se produjeran obras auténticamente maestras en el género, como pueden ser la «Arcadia» de Sannázaro, la «Diana» de Jorge de Montemayor o su continuación por Gil Polo, y aún los pinitos que en el tema hicieron Cervantes y Lope de Vega, con sus «Galatea» y «Arcadia», respectivamente. Siguiendo esta corriente, dio nuestro poeta en dedicarse también a este género de novela, y para ello adoptó, en primer lugar, un nombre poético: «Siralvo» le pareció adecuado, pues recuerda música de flautas entre las peñas del monte. Y escribió su obra «El Pastor de Filida» que le habría de dar justa fama. Fue impresa cuando el autor contaba 33 años, en 1582, en Madrid.

Es «El Pastor de Filida» un libro de los llamados «con clave» que invitan a curiosear en ajenas vidas, y que eso ha dado mucho que hablar, primero al público, y luego a los críticos. Sobre Filida luego hablaremos. Pasemos de momento a decir algo más sobre el libro. Es ésta una de esas obras que hubieron la inmensa honra de pertenecer a la biblioteca de don Quijote de la Mancha. Ello es indudable, pues en el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo, apareció, entre otros muchos, «El Pastor de Filida».

No es ese pastor-dijo el cura- sino muy discreto cortesano: guárdese como joya preciosa.

Por supuesto que la opinión del cura es la opinión del mismísimo Cervantes. Y, como se ve, para el más grande de los literatos españoles era la obra de Montalvo joya preciosa. (Cervantes tuvo amistad personal con Gálvez de Montalvo: todo hay que decirlo).

De todos modos, el segundo y definitivo espalderazo de confirmación a la valía de «El Pastor de Filida», lo dio el público que es quien de verdad dice si una obra es buena o no. Fue reeditada en Lisboa en 1589, todavía en vida de su autor, y luego en Madrid, en 1590 y 1600, y en Barcelona, en 1613. Don Juan Antonio Mayans la reimprimió en 1792. Más recientemente, en el tomo VII de la Nueva Biblioteca de Autores Españoles, recogida por Menéndez y Pelayo, se puede leer entre las páginas 399 y 484.

Y ahora hablaremos un poco de Filida. Las opiniones a este respecto son encontradas. Dice Pellicer en sus notas al «Quijo­te» que Lope de Vega tenía por verdadera a esta dama. Filida era en realidad el nombre poético, pastoril, de la mujer que levantó la gran pasión de Gálvez de Montalvo. Era esta mujer, una doncella noble de Andalucía, muy probablemente dona Magdalena Girón, hermana del primer duque de Osuna. Gran número de Canciones dedicó nuestro poeta a esta dama misteriosa:

Pastora, tus ojos bellos

mi cielo puedo llamallos,

pues en llegando a mirallos,

se me pasa el alma a ellos.

Para Luís Gálvez, llamar pastora a su amada no era, como ahora nos pudiera parecer, en ningún modo adjetivo peyorativo, sino confirmación de la alta idealidad en que la tenía escondida. Debería estar nuestro hombre verdaderamente electrizado por los ojos de la belleza andaluza, pues más adelante confiesa:

Filida, tus ojos bellos,

al que se atreve a mirallos,

muy más fácil que alaballos,

le será morir por ellos.

Y luego enumera todas las gracias que esos ojos, a los que tan lejos podían arrastrar a un hombre, tenían:

Son ojos verdes, rasgados,

en el revolver suaves,

apacibles sobre graves,

mañosos y descuidados.

Pero algo extraño, inesperado, no sabemos aún si horrible o venturoso, debió ocurrir en la vida de nuestro personaje, que le conmovió profundamente el ánimo, y decidió marchar a Italia, quizás acompañando a su señor, o bien enrolado en el ejército, que era, en aquellos días de gloria, el principal promotor de la grandeza y fama hispana.

El día 7 de octubre de 1571, se consigue, bajo el mando de don Juan de Austria, una de las más grandes batallas de la historia: en Lepanto son derrotados escandalosamente los turcos mandados por Alí Bajá. Aquella hazaña llenó de entusiasmo el corazón de los españoles, y sobre todo de los jóvenes, entre los que se encontraba con 22 años, Gálvez de Montalvo.

No sabemos nada en concreto sobre los motivos que obligaron al poeta a emprender el camino de Italia ¿Fueron contrariedades en su amor? ¿Fue el ansia de sentir nuevas experiencias? Respecto a la primera posibilidad tenemos el documento de estas doloridas redondillas que nos dejó Luís Gálvez:

Húyoso de vos agora,

aunque decirlo es afrenta;

más si vos quedais contenta,

iré pagado, señora,

sin derramar más querellas;

que en su mayor fundamento

las ha de llevar al viento,

y a mí la vida tras ellas.

¿Huyó de verdad de su amada? ¿O más bien fue una simple partida, sin demasiado dramatismo? Sigue diciendo el poeta:

Partíme de vos sin veros,

porque no puedan decirme

que fue posible partirme

y no lo fue enterneceros;

excusaré, mal mi grado,

el juzgar en la partida,

a vos por desconocida,

y a mí por desesperado.

No hay fortuna que asegure

aquel que de vos se parte,

ni tiempo, razón ni arte

que por su salud procure;

y así, a tan amarga suerte

no buscaré resistencia;

pues vos disteís la sentencia,

yo ejecutaré mi muerte.

Sí que se muestra un tanto dramática esta última estrofa. Tal vez los desaires llegaron a un punto tal, que nuestro poeta se vio en la única posibilidad de desaparecer de su lado, y pensó que Italia sería un buen lugar donde, al tiempo de rechazar a los tozudos turcos, poder dejar la vida porque su amada quedara bien servida:

Yo me huyo y no me quejo,

porque no vengo conmigo;

perdonadme que os lo digo

por galardón de que os dejo;

y si os mostrareis servida

en partirme de esta suerte,

podrá decir que la muerte

me valió más que la vida.

¿Dónde dejó la vida Luís Gálvez de Montalvo? Unos creen que fue hacia 1591, cuando España mantenía su poder sobre Milán, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, y era entrañable la amistad y cooperación con la señora de Génova. Era aquella una época de relativa tranquilidad en la península itálica, turbada solo por las luchas exteriores contra los enemigos de la monarquía, y por las continuas incursiones de los piratas turcos a lo largo de las costas italianas. Creen otros que su muerte acaeció en 1614. Fuera en una u otra fecha, aún encontró en Italia el tiempo suficiente para seguir cultivando su arte y traduciendo poesías italianas, tal como la «Jerusalén», de Tasco; en Roma se ocupó de esta tarea intelectual, y como no la llegó a concluir, Lope de Vega se duele mucho de ello, así como de su muerte súbita, según nos dice en el «Isidro» el Fénix de los Ingenios. También tradujo Gálvez de Montalvo el «Llanto de San Pedro» de Tansilo. Hoy nos queda un muy leve recuerdo de este que ha sido uno de los más altos exponentes de la poesía alcarreña, y que ahora, en breve pausa, recordamos.

Bibliografía:

Catalina García Juan: Bibliografía de la provincia de Guadalajara, Madrid 1899, páginas 144‑149.

Mayans y Siscar, J.A.: Prólogo a «El Pastor de Filida», Valencia, 1792.

Saiz de Robles, F.C.: «Historia y antología española», Madrid 1964, páginas 670‑673.

Rodríguez Marín, F.: La Filida de Gálvez de Montalvo, discurso en la Real Academia de la Historia, 1927.

E.D.: Sannazaro’s «Arcadia» and Galve de Montalvo’s «El Pastor de Filida», en «Modern Language Notes», CVII, 1942.