Romería al Collado

sábado, 31 mayo 1980 0 Por Herrera Casado

 

La jornada se espera desde hace meses. Los preparativos se han sucedido acelerados, y la ilusión que se guarda en cada pecho es la más alta del año. Van a celebrar en Berninches la romería del año: la bajada comunitaria a la ermita del Collado, por entre los robles y las nogueras, los huertos y los sotos del Arlés. Va a protagonizar un pueblo su ejercicio familiar, de ser uno, de hacer canto íntimo de igualdad.

Para este domingo pasado estaba prevista la romería a la Virgen del Collado, en la que gentes de Berninches y de Alhóndiga se darían cita, con procesión, misa, cantos y comida, en las praderas cercanas y en los suaves paisajes en que asienta la ermita que este año ya ha recobrado su techumbre, y ha sido limpiada y adecentada como no lo había estado desde hacía un siglo. Pero el tiempo ‑el meteorológico‑ ese que en esta época es imprevisible y alevoso, amaneció con cara llorona: llovió durante todo el día, a ratos con fuerza siempre con fresco airecillo que subía desde el fondo del valle, y las calles, los caminos, los sotos de Berninches se hicieron arroyos y esponjas. No hubo modo de hacer la romería.

Pero no por eso decayó la alegría del pueblo. Era día importante, y venían alcarreños de todas partes hijos emigrados, gente principal. Se celebró la misa en el templo parroquial. A tope. Ya entre los bancos se produjeron los encuentros, las lágrimas, las añoranzas y el fervor religioso se hizo notar. Algunos niños se fueron turnando en la escolta del gran cirio que el señor obispo había regalado para este día. Tres sacerdotes concelebraban el sacrificio. Y la Virgen, en sus andas, presidiendo el rito. Ella es pequeña ‑una talla en madera del siglo XVIII‑ morena, revestida completamente y más en esta ocasión, con ropas bordadas en seda y oro, hechas hace un siglo. Una corona de plata encrespa lo alto de la imagen como ola brillante. Se reza y se canta. Afuera, sigue lloviendo.

Pero las almonedas de la Virgen se celebran: pollos, rosquillas, una tarta, algún pan: todo se subasta. Será el producto para seguir las obras de la ermita, para dar cada año mayor esplendor a esta fiesta. De un lado para otro, Félix Picazo corre, prepara, recomienda, pide, se sube aun banco, ayuda a misa, transporta cajas, con ánimo indeclinable. El es, en gran modo, el alma de esta fiesta, su mantenedor perpetuo.

La animación sigue en la plaza, y en los bares y en las casas. A mediodía, cada cual a su casa, a degustar las tortillas y el cordero que se había preparado para el campo. Corre el vino, las nueces, las rosquillas de anís: sin que nadie se lo proponga, la gastronomía festiva en Berninches es típica como salida de un libro, como calcada de un recetario de viandas alcarreñas. En el Ayuntamiento, el alcalde y sus concejales se juntan con los de la Hermandad de la Virgen, con los clérigos celebrantes, con las fuerzas vivas del pueblo, y hasta con alguna autoridad venida de la capital (el delegado provincial de Cultura, Suárez de Puga, fue uno de ellos) que se han reunido amigablemente en torno a la mesa.

El lamento por lo desafortunado del tiempo, continúa. A los postres, alguien se brinda a bajar en un «todo­ terreno» hasta el Collado, a ver qué pasa. Unos cuantos se animan. El camino está embarrado, removido, deslizante. El automóvil a veces se zarandea ingobernable. Y al fin aparece, rodeada de espléndidos verdes, la ermita. Que no es tal; pues supera con creces el calificativo humilde, y alcanza el de iglesia sin regateos. Un templo de la encomienda calatrava del Collado. Aquí asentaron en el siglo XII los caballeros de la orden militar de Calatrava, vigilante del paso del río Arlés, que desde el Tajo, por Pastrana, sube hacia la meseta alcarreña y a las sierras celtíberas. Se trata de un edificio de estilo románico, con portadas de arcos ya apuntados, ábside semicircular, modillones en el alero, de una sola nave, rematado en presbiterio escoltado por columnas y capiteles del estilo. La obra que, en los últimos meses ha hecho allí la Hermandad, es increíble han cubierto los desmochados muros y puesto a la ermita un tejado completo. Se ha limpiado meticulosarnente el interior, desescombrando y dejando los muros presentables. Se han limpiado los alrededores, y en ellos se ha hecho una fuente de abundante chorro, y allá lejos unos servicios. Aquello se ha transformado, en escasas fechas, y ha pasado a ser, de un montón casi irreconocible de ruinas, en un edificio restaurado ‑bien restaurado, como deben hacerse estas cosas‑ limpio y admirable.

Con la pena de no haber tenido un día, un sol y una temperatura que hubieran permitido levantar una romería como cumple al templo y al lugar, nos volvemos a Berninches. Allí quedan con la esperanza abierta para el año próximo, una tarea hecha y un camino largo aún por recorrer. Y queda, por supuesto, la carga palpable y densa de historia que nos dice cómo durante muchos siglos aquel enclave fue sede de la caballería calatrava, que allí dejó su misticismo guerrero, su sobria firma pétrea, y pálpito de empresas reconquistadoras.

Cuando al comenzar la jornada, teníamos el presentimiento de haber destrozado un día, el espíritu estaba, al final del mismo, recuperado y a tono. Habíamos compartido la jornada de fiesta en Berninches, con esas gentes honradas y espléndidas de la Alcarria, y no nos habíamos quedado, ni tan siquiera, sin ver el Collado, esta vez bajo el baño húmedo de la tarde tormentosa y verde. Fue una jornada bien ganada. Y que el año próximo, todos lo deseamos, sea de sol y andaduras.