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enero, 1980:

El comunero Francisco Medina

 

En el recuerdo de las figuras que, de un modo u otro, han sido protagonistas de la historia de Guadalajara, no podía faltar el memorial de un hombre que, si no intérprete único, fue con seguridad alma y motor primero en nuestra ciudad del movimiento comunero que sacudió a Castilla en la primera mitad del siglo XVI. Me estoy refiriendo al abogado e intelectual Francisco de Medina, que capitaneó, con su voz y sus argumentos, a las gentes arriacenses que, no en excesivo número, se unieron a la Comunidad en la ciudad del Henares.

Son ya muchos los estudios que en torno al problema de la Guerra de las Comunidades de Castilla se han realizado. Todo, o casi todo, ya está dicho. Pero quizás sea todavía necesario insistir, en la forma de considerar este movimiento popular, que todos señalan como revolucionario, cuando en realidad manaba de un acendrado sentido tradicional. Era la fuerza de lo antiguo, de lo probado, de la tradición, frente al revolucionarismo que trataba de imponer el emperador Carlos I. Un pasado secular, cuajado hondamente en el pueblo de Castilla, que estaba organizado democráticamente en Comunes de Villa y Tierra, con jurisdicción propia, con representación ciudadana libre y completa, venía siendo cercenada por diversas vías desde el siglo XIII. El golpe de gracia a este sistema tradicional y popular castellano, lo habían asestado los Reyes Católicos, al imponer el centralismo, el absolutismo monárquico, la unificación de reinos y pueblos con entidad propia. Su nieto, el foráneo Carlos de Augsburgo, apoyado por una corte de flamencos y borgoñones que no conocían idioma, tradiciones ni cultura hispanas, intentó (y finalmente consiguió) desmontar por completo el antiguo y utilísimo sistema de regimiento popular castellano. El fue, pues, quien hizo la revolución absolutista, basada en su idea imperial. Y las Comunidades de Castilla, en las que comulgaban no sólo el pueblo, sino buena parte de la nobleza y la intelectualidad castellana, quienes se alzaron en defensa de la tradición más pura, y más justa.

Guadalajara vivió, como otras ciudades castellanas, la guerra entre 1519 y 1521. El alma de la protesta, el corazón del pueblo, estaba encarnado en un hombre que conocía bien la historia, las gentes y las tradiciones de Guadalajara. Francisco de Medina, licenciado en Derecho, al servicio del aparato burocrático y cortesano de la familia Mendoza, que día a día vivió en el arriacense palacio del Infantado, y que de su gran biblioteca ducal tomaría buena parte de sus vastos saberes. Hombre querido de sus paisanos, con gancho de multitudes, supo en el momento justo alzar su voz, espontánea, y enseguida aclamada por el pueblo, formando la Comunidad de Guadalajara, que habría de unirse, mediante sus representantes en la Junta de Comunidades castellanas, a las otras ciudades del país.

Era junio de 1520, y en la puerta de la iglesia de San Gil, en la plaza del mismo nombre, donde el Concejo de Guadalajara acostumbraba a reunirse, se dirigió al pueblo para exponerle el grave trance por que pasaba Castilla. Un rey extraño, unos modos nuevos, un aparato burocrático frío y ajeno, un propósito firme de eliminar la voz de las gentes, era el peligro inmediato. La ciudad se rebela ante ello. Eligen como jefe de la Comunidad a don Iñigo López de Mendoza, hijo y heredero del duque del Infantado. Don Iñigo es joven -intelectual y pensador como andando los años demostraría-y ve las cosas cabalmente: está a favor del pueblo, se rebela frente al emperador, frente a su propio padre y recibe de él, más tarde, el castigo y el destierro. Otros valientes ciudadanos van más allá: Pedro de Coca, carpintero, al mando de hueste alterada, entra en palacio y amenaza al mismo duque. Será ese Pedro de Coca el único guadalajareño que pague con su vida la revuelta: el duque le mandó ahorcar y colgar en la plaza del Concejo.

La guerra, después, sigue sus vicisitudes. Representantes de la Comunidad de Guadalajara asisten a la Junta de Comunidades, a la guerra. Al fin, unos y otros ven acallada su voz, su protesta de tradición. Entre los castigados (solamente cuatro en la ciudad de Guadalajara) figura Francisco de Medina, el hombre sabio que en todo momento puso su voz y su conocimiento a favor de la causa castellana. Este Medina podría ser uno más de los símbolos de la ciudad del Henares defensor de la historia, y de las tradiciones; paladín de las libertades populares y democráticas; respetado de unos y otros por su corrección y sus razonamientos, por su saber y su lógica; y perdedor al fin, pues de una guerra se trataba, y en el bando de los capitulantes había servido como el mejor.

Nuestro Ayuntamiento, hace ya muchos años, decidió dedicarle una calle de la ciudad: la que va desde División Azul hasta el Amparo. Hoy no decimos sino, con estas breves líneas, reavivar su recuerdo de honradez y valentía. Símbolo, una vez más, de perdedor en vida que triunfa tras la muerte. Porque la razón está, no el juicio de los hombres, sino en el veredicto de la historia.

Una historia de la Guadalajara árabe

 

Son muy escasas las noticias concretas que tenemos sobre la época árabe de nuestra ciudad de Guadalajara. Época en la que tomó su nombre definitivo y en la que, sin duda, surgió como gran ciudad estable. Es nuestro burgo, pues, de filiación musulmana, y a pesar de ello, y de haber estado durante tres siglos bajo el dominio islámico, poco, muy poco, conocemos de los detalles de su historia. El mismo Layna Serrano, nuestro gran historiador, en su voluminosa Historia de Guadalajara (1) no dice nada en concreto sobre este tema. Refiere únicamente, a título de inverosímil leyenda, que un rey moro de la ciudad, llamado Bramante o Bradamarte, fue vencido por el emperador Carlomagno, cuando este viajó hasta Toledo para casarse con la princesa Galiana. De dicha conseja recibió apelativo una de las puertas de la muralla de la ciudad: la puerta de Bramante se situaba junto al convento jerónimo de los Remedios y frente al antiguo alcázar. Reseña también Layna algunos nombres de afamados intelectuales árabes que aquí dieron su fruto de ciencia y piedad, muy especialmente el historiador Ablallah‑ben‑Ibrahim‑ el Hichari, autor de una historia general de España, y otros gramáticos, juristas y geógrafos cuyos nombres desempolvó don Juan Catalina García (2). Es necesario, además, renovar la imagen que de la estancia de los árabes en nuestro país se tiene todavía, influencia por larguísimas e inexactas  cantinelas de pretendido amor patrio y occidentalizante, poniendo a los moros como paradigma de la bestialidad y el furor y a los cristianos como cumbre del bien y la civilización. Ni tanto ni calvo. Unos y otros, en la Edad Media que algunos dicen ser época de tinieblas, dieron lecciones irrepetibles de tolerancia y benignidad, de humanismo auténtico, de convivencia sana. Cuando Layna afirma (3) que los cristianos que vivían en Guadalajara y la campiña del Henares, al llegar los árabes tuvieron que «doblar la cerviz bajo el yugo musulmán con tal de salvar su hacienda», no hace sino dejarse llevar por la corriente de riguroso maniqueísmo que ha impregnado la visión histórica de nuestro Medievo hasta hace poco. Pero no es así. Una escasa población de fondo indígena e hispano‑romano, más contados elementos directivos godos, ocupaba la campiña del Henares, protegidos por escasos y ridículos puestos militares en los escarpes del río y en tierras del interior, casi vacías, vigilantes de caminos: ese era el panorama humano que encuentran los árabes al ocupar la Meseta inferior en la primera mitad del siglo VIII. Ellos son también muy escasos en número. Dirigentes árabes y sirios, y una nutrida masa de beréberes, que arriban con su organización tribal completa. Mientras los primeros quedan en las tierras ricas y cómodas del Guadalquivir, poniendo las bases del más rico califato islámico de la Edad Media (el de los Omeyas de Córdoba) las huestes moras y berberiscas norteafricanas ascienden a las mesetas, y ocupan los puntos claves, los puestos estratégicos que les permitan tan sólo un dominio logístico de la tierra, a la que piensan ocupar (hablo de la redondez del planeta) en breve plazo. A los habitantes antiguos los dejan en sus lugares, con sus ocupaciones y sus creencias, sin molestarlos apenas. Eso sí: pidiéndoles tributos cada vez más fuertes, para poder mantener su aparato guerrero y su control geográfico. Pero eso es, al fin y al cabo, moneda corriente en nuestros días. El fondo de la población se hace mozárabe. La corriente celtibérica e hispano-rromana subyace y mantiene su estilo de vida. La historia, sin embargo, que se escribe todavía con nombres y fechas de batallas, es de signo musulmán durante tres siglos. Y es así, más o menos: Poco después de la entrada en la península ibérica de las tribus beréberes, en las Alcarrias y Serranías de Guadalajara y Cuenca se establecen las de los Huwara y Madyuna. La tribu de los Masmuda asentó en la cuenca del Guadiana, pero Salim de dicha tribu, se situó en Medinaceli (Medinat -Salim) y su hijo Alfajar asentó en Guadalajara y la pobló, dándola un nuevo nombre (Medinat-Al-Faraj). Durante un  siglo aproximadamente señorearon los Banu‑Salim a nuestra ciudad, hasta que en el año 929 Abderramán III reorganizó la Marca o frontera media destituyéndolos y colocando nuevo visir y caídes, tanto en Guadalajara como en Atienza, Talamanca, Madrid y diversos castillos de dicha Marca (4).

Según otras fuentes (5) el primer ocupante de Guadalajara fue el bereber Montil‑aben‑Parj­el‑Sanhají quien comenzó a gobernarla en nombre de los Omeyas, y poco después será Malikben‑Abd‑al‑ Rahnan‑ ibn‑Faraj quien definitivamente la constituyera como punto fuerte y ciudad auténtica, tras recibir un humildísimo villorrio en herencia de indígenas poblaciones. Yo no dudo que, efectivamente, Guadalajara actual, por su situación estratégica y su función de vigilante sobre anchísima porción del valle del Henares, fue creación total de los árabes.

Desde el mismo momento de su nacimiento, la ciudad sufrió violencias, y así en el año 862 Muza‑ben‑Muza atacó a Guadalajara, que a la sazón era gobernada por Ibn‑Salim (6). Enseguida comenzaron los de esta tribu dominante a construir el castillo o alcázar y las murallas, que hasta tiempos recientes se han mantenido. La fama de Guadalajara en el mundo árabe español creció rápidamente. En el último tercio del siglo X se consideraba «gran ciudad y célebre marca fronteriza; tiene un muro de piedra, está provincia de mercados, posadas y baños‑ posee un oficial de policía judicial y un gobernador. Allí residen los comandantes de la frontera como Ahmad‑Ibn‑Yala y Galib» (7) y aún añade otro cronista (8) que «es contra esta ciudad que tienden los esfuerzos de las tropas de Galicia».

Realmente, su importancia se basaba en ser cabeza de la zona defensiva de la Marca Media frente a los reinos cristianos de Castilla y Aragón. Comandaba y era avanzadilla de una importante serie de castillos árabes (Madrid, Alcalá de Henares, Peñalver, Hita, Cogolludo, Atienza, Sigüenza, etc.) y su territorio jurisdiccional abarcaba todo el Henares, gran parte de Alcarrias y Serranías, hasta la Sierra Central, frente a Castilla primigenia (9). Era, pues, un fuerte bastión del califato omeya, y, tras la caída de éste, quedó en el reino de Toledo, con la categoría de segunda ciudad en importancia del mismo. Quizás solamente con Mérida y Toledo pueda compararse en cuanto a la importancia práctica de su posición y fortaleza frente al avance cristiano (10).

Desde muy pronto fue codiciada presa de los ejércitos castellano‑leoneses. Ya en tiempos de Alfonso II conoció incursiones cristianas, y desde el siglo IX en sus principios fueron continuos los movimientos de hostigamiento de los norteños sobre Guadalajara y toda la Campiña. En realidad se limitaban los cristianos a operaciones rápidas de castigo, asalto, saqueo, etc. Los dos primeros siglos, los árabes fueron más fuertes: Al‑Hakam I pacificó largo tiempo la comarca, en 920, los castellanos atacaron duramente a Guadalajara, sitiando el castillo de Alcolea de Torote, donde el gobernador musulmán de nuestra ciudad los combatió y derrotó (11). También en 966 el gobernador de la ciudad se anotó un nuevo éxito guerrero frente a los cristianos que atacaron la tierra (12). En 1033, una nueva intentona castellana pudo con las fuerzas moras de Guadalajara (13), y estas tuvieron que soportar en 1043 la invasión del rey Beni‑Hud, de Zaragoza, que penetró el Henares desde arriba y tomó Guadalajara cierto tiempo, pues contaba con las simpatías de buena parte de la población. Ay‑Mamún, rey de Toledo, se alió con Fernando I de Castilla, consiguiendo recobrar la ciudad y su comarca.

Pero los embates del fortalecido reino castellano serían más numerosos y firmes. Alvar Fáñez capitán y hombre de la corte de Alfonso VI, depredará campiñas y alcarrias de la Marca Media. Será en 1085 que el rey de Castilla, en hábil y tenaz maniobra político‑militar logre incorporar a su Estado el reino de Toledo entero, incluyendo en él lugares como Guadalajara, Uceda, Talamanca, Hita, Atienza, etc. Esa fecha, y la posterior de 1212 en las Navas de Tolosa con Alfonso VIII serán las claves del hundimiento del Islam en Iberia. La ciudad de Guadalajara recibiría todavía la guerra: en 1112 ‑ 1113, la invasión almorávide, a cargo en este frente del general Mázdali que realizaba «aceifas» o incursiones guerreras veraniegas. Después, el dominio cristiano será total y perdurable.

De la época mora quedó en Guadalajara no sólo la ciudad y el nombre. Su sistema defensivo (alcázar y murallas), sus mezquitas, muchos de sus barrios y la estructura del burgo, mal organizada y de distribución anárquica en callejas estrechas y cuestudas será la herencia de esta civilización. Nombres de barrios o arrabales, como Almajit (luego calderería, junto a las Carmelitas de San José), Alamín (fue­ra de la muralla) y Alcallería (arrabal también, de cacharreros) aún perduran. Y, en fin, un cierto olor a viejo ladrillo, a estameña morisca a seda incógnita de cadí, aún flota quien lo duda, en el ambiente grato de esta ciudad nuestra, que nunca deberá olvidar esos tres siglos (los primeros, y quien sabe si los mejo res) de su existencia en la historia, en que fue urbe islámica.

NOTAS

(1) Layna Serrano, F.: Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI, Madrid 1942, Tomo I

(2) Catalina garcía. J.: Biblioteca de Escritores de Guadalajara y Bibliografía de la misma hasta el siglo XIX, Madrid, 1899.

(3) Layna Serrano, F.: op, cit., Tomo I, página 21.

(4) Levi‑Provencal.: Histoire de l’Espagne musulmane, París 1950‑53, II, páginas 64, n.° 2.

(5) El Jacubí: Kitab Albandín.

(6) Crónica de Ibn‑Idhari, II, 159.

(7) Al‑Himyari: Crónica de…. trad. Levi‑Provencal, p.234, n.° 185.

(8) Ibn‑Hawkal: Crónica de…. trad. Romaní, p. 69.

(9) Al‑Razi: Descripción de España (edición de Levi‑Provencal), páginas 80‑81, n.° 38.

10) El Istajarí: Libro de los caminos d e los reinos.

(11) Ibn‑Idharí: Crónica de…

(12) Ibn‑Idharí: Crónica de…

(13) Kitabn‑l‑Iktifá: Crónica de… (traducción de Gayangos), tomo II.

Orígenes de los Mendoza

 

Es el apellido Mendoza el que con más asiduidad y fuerza suena en cuantos párrafos se pronuncian relativos a la ciudad y tierra de Guadalajara. De su prole innumerable surgieron figuras que han llenado páginas y han forrado museos. Gentes dadas a la política, a la guerra, al arte, a los conventos y a las intrigas; gentes que, simplemente, han servido para ocupar un puesto en ese árbol genealógico al que, en el devenir de once siglos, han dado faz y nombre a miles de sujetos. Desparramado el linaje por toda España, y aún luego por América y los extremos océanos, la familia Mendoza necesitaría no un volumen, sino entera enciclopedia para ser historiada con minuciosidad, con pasión, con el detalle que requieren muchos de sus hijos y hazañas. De su primitivo árbol surgieron diversas líneas o ramas, que más o menos proliferaron y dieron vegetal cobijo a sus protagonistas. Los duques del Infantado son quizás, entre nosotros, los más conocidos y numerosos. Otras familias y títulos, Mendozas también, unen su apellido a edificios majestuosos, solares recios, y aventuras guerreras: los condes de Coruña, los señores de Yunquera, los príncipes de Mélito, los condes del Cid, los marqueses de Motesclaros, los condes de Priego pusieron su huella en la parda silueta de la Alcarria, y aquí dieron cimiento y altura a nuestra historia.

Múltiple y variadísima la epopeya de este linaje, existen varias obras y crónicas que refieran, con más o menos amplitud y rigor, el complicado engranaje de las familias y los personajes (1). Si con un breve espacio solamente contamos, justo será ascender hasta los orígenes de esta «gens» y situar en lo posible su nacimiento, su solar, sus primeros pasos, sus iniciales correrías por España. Es lógico que sólo mitologías podemos mostrar en este caso. El poder alcanzado por la familia en los años del Renacimiento, hizo que unos por aduladores y otros por pagados de sí mismos, cronistas y mendocinos elevaron a la categoría de linaje casi cósmico y sin principio el suyo. De Adán hablan algunos, otros solamente de Indíbil y Mandonio, los valientes íberos que eternizaron sus nombres antes de nuestra Era. También de don Pelayo, y por ende de los visigodos, dijeron otros venir. Y ya en el plano más cabal, aunque todavía quimérico, de los tiempos históricos, propusieron unos su descendencia de doñas Urraca, la hija de Alfonso VI, que tuvo un hijo adulterino, hecho «a hurto» y de ahí les vino el sobrenombre de Hurtado, mientras que otros decían ser su origen del Cid Campeador, leyenda que tan a pies juntillas se creyó el gran Cardenal don Pedro Gonzáles de Mendoza, que a uno de sus hijos legitimados puso por nombre Rodrigo Díaz de Vivar, y le buscó el título de Conde del Cid que los Reyes Católicos le concedieron, añadiéndoselo al de marqués de Cenete que por méritos propios ostentaba.

Es el hecho cierto que los Mendoza surgieron del solar alavés, -a un par de leguas de la ciudad de Vitoria-, de Mendioz o Mendoza, que en el castellano significa Montefrío. Se trata de un breve caserío en el que existe un fuerte torreón medieval. Ese fue, verde y húmedo, el primitivo corazón de tan anchurosa hueste. De ella saldría, quien en 1331 vino a Guadalajara, a casarse con doña Juana, hija de Iñigo López de Orozco, y ya quedó aquí afincado en calidad de germen de tan prolija corte.

Pero vayamos con esa relación, a caballo entre la leyenda y la realidad, que nos de pintoresca y brillante el cronista Pecha (2). Tenía él un largo acopio de documentos donde poder beber los orígenes de la familia. Y es por ello que aunque revuelto con noticias de inventado cariz, podamos suponer vierto el cordón maestro. Cuenta que entre los caballeros visigodos que murieron en la batalla de Guadalate, portón de la Edad Media estaba el duque de Arduyzo, el mayor de los godos. Un nieto suyo legítimo, Lope López, quedó como señor de la provincia de Altamira, a donde no llegó la morisma. Fuese a Escocia a casar, y lo hizo con la infanta Fresusina, hija del rey Alpino, regresando el matrimonio a Vizcaya, surgiendo de esa unión el primogénito Fortún López. Es a éste al que consideran los Mendoza como su más remoto y primer aspirante. A Fortún López le llamaron su contemporáneos el Infante don Zuria, dicen que por lo blanco de su piel. Valiente y dirigente nato, fue hecho capitán de las provincias vascas en la ocasión en que don Alonso el Magno, rey de Asturias, acudió a ella con intención de anexionarlas. Zuria respondió «juntándosele no sólo la Plebe, sino los Ricos hombres y nobles infanzones de la tierra, y formóse un escuadrón de valientes soldados.

Se trabó la batalla en el campo de Padura, y tanta sangre derramaron los asturianos y leoneses, que desde entonces tomó aquel lugar el sobrenombre de Arrigorriaga, que quiera decir Piedras Bermejas, por como se pusieron de empapadas del líquido elemento. Y añade el cronista que, tras aquella batalla, que sucedió en el año 780, los vizcaínos, alaveses y guipuzcoanos eligieron por señor y cabeza a don Zuria, y de él derivó, por línea directa la gran casa de Mendoza. Anote bien esta leyenda quien quiera entender el fárrago de aventuras y batalles que tan maravillosamente pintó Rómulo Cincinato en los techo de la «Sala de las Batallas» del palacio del Infantado: es la historia de don Zuria la que allí se escucha dibujada.

Casó dos veces don Zuria. La primera con Iñiga, hija de Zenón, el anterior señor vizcaíno. La segunda con doña Dalda Estíguiz, hija y heredera de Sancho, señor de Durango. De ella tuvo a Manso López, heredero de la casa y señorío vasco a quien sucedió su hijo Iñigo, él cual casó con Elvira Laynez, nieta del juez de Castilla Laín Calvo. Hijo de estos fue otro Iñigo López, a quien Pecha hace primo carnal del Cid Ruy Díaz. De este fue siguiendo la línea en derechura, con Iñigos y Lópeces, en abundancia, dando algunas figuras importantes, como el López Iñiguez de Mendoza, que batalló junto a Alfonso VI en la toma de Toledo; Iñigo de Mendoza, que participó en Las Navas, y Ruy López de Mendoza que llegó a Almirante de Castilla en tiempos de Alfonso X. El entronque con Guadalajara lo establece, ya lo hemos recordado, don Gonzalo Yáñez de Mendoza, montero mayor y cortesano de Alfonso XI, que en la primera mitad del siglo XIV casa en Guadalajara con la heredera de los Orozco, y aquí se queda. Luego vendrá don Pedro López de Mendoza, primer señor de Hita y Buitrago; su hijo, Diego Hurtado de Mendoza, el gran Almirante de Castilla; su sucesor don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana e introductor del Renacimiento por sus versos y sus afanes humanísticos. Y, en fin, su primogénito don Diego Hurtado de Mendoza, primer duque del Infantado, que da manantial a esa corriente noble aún hoy viva.

NOTAS:

(1) Layna Serrano F.: Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI, Madrid 1942, Tomo I, pág. 43; Arteaga y Falguera, Cristina de: La Casa del Infantado Madrid 1940, tomo I ‑ Gutiérrez Coronel, D.: Historia genealógica de la Casa d e Mendoza, Archivo Histórico Nacional, Sección Osuna, legajo nº 3.408, año 1772; Salazar y Castro, L.: Historia Genealógica de la Casa de Lara, Archivo Histórico Nacional.

(2) Pecha, Hernando: Historia de Guadalaxara, edición de la Institución de Cultura Marqués de Santillana, Guadalajara, 1977, pág. 172 y ss.

Don Manuel Serrano Sanz

 

Llamaron a este hombre el «Menéndez Pelayo pequeño», por ser más joven que el sabio santanderino, pero también por ser, como aquél, una máquina de leer libros un incansable pensador e investigador, un escritor muy fructífero. La vida de don Manuel Serrano Sanz es de una sencillez pasmosa; su biografía contiene muy pocas fechas más aparte de las de su nacimiento y muerte. Como todos los hombres sabios y trabajadores, no tuvo tiempo de protagonizar escándalos ni de cosechar distinciones: su obra escrita es, sin embargo, tan inmensa que necesitaría un libro aparte para ser enunciada y brevemente comentada.

Alcarreño de pura cepa, nació el 1 de junio de 1866, en Ruguilla, cerca de Cifuentes, en el seno de una familia de terratenientes acaudalados, y cultos, allí afincada desde hacía bastante tiempo. Sus estudios los cursó, alternando, en el Seminario de Sigüenza (latinidad) y en el Colegio de los Escolapios de Molina de Aragón (bachillerato). Luego, ya trasladado a Madrid, hizo el doctorado en Derecho, iniciando posteriormente los cursos de Filosofía y Letras, que más tarde acabó, también con doctorado. Y mientras realizaba estos estudios, en 1888, y tan sólo a los 22 años de edad, preparó y sacó con gran éxito (el número 2 en una época de gran densidad competitiva) las oposiciones a Archiveros ‑ Bibliotecarios Arqueólogos. Tras ellas, fue destinado a la Biblioteca Nacional, en su Sección de Manuscritos, donde realizó una encomiable tarea de ordenación y donde pasó las horas más felices y fructíferas de su vida, investigando.

Pero, quizás a instancias de la familia (había casado en 1901 con Mercedes Ubierna Eusa, de familia originaria de Argecilla) preparó y ganó, en 1905, oposiciones a cátedra, siendo destinado a Zaragoza, a ocupar el estrado de Historia Antigua y Media, en la Facultad de Filosofía y Letras. Aquello no le resultó de gran satisfacción a Serrano, pues se vio obligado a abandonar el reducto donde en infinita cantidad tenía materia para su investigación histórica. En Zaragoza fue muy bien recibido, y queridísimo de todos mientras allí vivió. Admirado de alumnos y reconocido por la ciudad, Serrano sin embargo siempre aprovechaba vacaciones o paréntesis de cualquier tipo para viajar a Madrid e investigar en su principal acopio de datos. El, sin embargo, siguió escribiendo decenas de artículos y de libros, destacando ya como uno de los puntales de la investigación americanista. En 1911 fue nombrado académico correspondiente de las de Historia y de la Lengua. Y en 1931 recibió el preciado galardón de ser elegido Académico numerario de la Real de Historia, aunque no llegó a disfrutar el día de su toma de posesión, pues murió cuando preparaba el discurso de entrada en la Academia.

Siguió trabajando infatigablemente en Zaragoza. Los veranos los pasaba en Sigüenza, donde tenía una casa en el barrio barroco de San Roque, y allí compartía las jornadas vespertinas en la Alameda con buenos amigos seguntinos y alcarreños, pues era queridísimo de todos, por su afabilidad y grata conversación. En 1925, su pueblo natal le tributó un homenaje, sencillo y cordial, que don Manuel aceptó a regañadientes, en el que se le nombró Hijo Predilecto de la villa. Vino a jubilarse en 1929, regresando entonces a Madrid, donde pronto murió, en 6 de noviembre de 1932, cuando sin apenas descanso, seguía trabajando e investigando en temas de Historia americana. Después de la muerte, como siempre suele suceder, todo fueron alabanzas y homenajes póstumos por parte de sus paisanos: en 1935, la ciudad de Sigüenza así lo hizo, dedicándole una calle, poniendo una artística placa, con su retrato en bronce, sobre la casa en que pasó muchos veranos. El Núcleo Pedro González de Mendoza, con motivo del centenario de su nacimiento, le tributó otra solemne sesión académica en Madrid, el 14 de febrero de 1967, de la que resultó la edición de un interesante libro con artículos sobre la figura de don Manuel y con una completísima bibliografía (12 páginas ocupa) de su inmensa labor historiográfica.

Encarecer la sabiduría de este hombre no resulta difícil, pues su obra gigantesca habla por sí sola. Como inicial detalle, baste consignar que dominaba cinco idiomas vivos (francés, inglés, alemán, italiano, ruso) y otros tantos muertos (latín, griego, hebreo, árabe antiguo y sánscrito). A la historia ha pasado como el gran iniciador de los estudios americanistas, pues tocó en profundidad todos los temas relacionados con la América hispana, dejando cientos de artículos de investigaciones monográficas, sacadas de las bases de documentación inédita y de primera mano, y poniendo luego sus vastos conocimientos en gruesos volúmenes definitivos, de los que aquí bastará recordar sus «Relaciones históricas y geográficas de América Central», los «Historiadores de Indias», el «Compendio de Historia de América», los «Orígenes de la dominación española en América»,etc. En los últimos años de su vida, eran legión los investigadores, profesores y políticos iberoamericanos que, al acudir a Madrid, no dejaban de visitar a don Manuel Serrano, a quien se tenía al otro lado del Atlántico como el más sabio de los americanistas.

Fue también, nombrado por la Diputación de Guadalajara Cronista Provincial. Aunque fue minoría lo dedicado a su provincia natal, en el conjunto de su obra, aún dejó escritos estimables trabajos de investigación sobre algunos personajes alcarreños que tuvieron algo que ver con la dominación hispana en América. Recordamos así la «Vida y escritos de fray Diego de Landa», natural de Cifuentes, publicado en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos de 1897; «Pedro Ruiz de Alcaraz, iluminado alcarreño del S. XVI», en la misma revista, de 1903; «Don Diego Ladrón de Guevara, obispo de Panamá y Quito, y Virrey del Perú», que era también cifontino, en la misma revista de 1911 y 1914 y aun un interesante y muy documentado estudio sobre «Los orígenes de la capilla de Santa Catalina en la catedral de Sigüenza y la estatua sepulcral de don Martín Vázquez de Arce» en el Boletín de la Academia de la Historia, de 1926.

Quede aquí este recuerdo, sencillo y escueto, como su propia vida lo fue, de don Manuel Serrano Sanz, alcarreño ilustre, Cronista Provincial de Guadalajara, y sabio eficientísimo en la tarea de descubrir los hechos y los nombres que hicieron de América hispana un motor indudable de cultura.

Felipe Bosque y Gabriel Girandés, dos pintores flamencos en Hita

La presencia en España de artistas extranjeros, especialmente pintores, ha sido una constante de nuestra historia. En unas ocasiones ha servido su visita para impulsar un modo nuevo de entender el arte, y abrir corrientes poderosas y peculiares. En otros casos, su llegada ha obedecido a la llamada de magnates (1) que han querido dar un toque exótico a sus colecciones y obras, inyectando formas ajenas a lo hispano, buscando una distinción en lo inusual. Concretamente hay una época, ‑el siglo XVI‑ y una región europea, ‑los Países Bajos‑ que han aportado un muy especial influjo en el arte español. La venida de pintores flamencos a nuestro país, y el aprecio de sus modos de hacer, quedan bien patentes con el crédito, todavía vivo, concedido desde finales del siglo XV a jerónimo el Bosco, cuyos cuadros fueron adquiridos con gusto por los Reyes Católicos, y sus extrañas amal­gamas simbólicas hicieron las delicias de Felipe II, quien de la colección Guevara hizo llevar numerosos cuadros al Escorial (2). A comienzos del siglo XVI fue cuando mayor número de artistas flamencos llegaron a España, creciendo el aprecio por su pintura instantáneamente: Juan de Flandes, Pedro de Flandes, y Juan de Borgoña, este último dilecto de los arzobispos toleda­nos, en cuya catedral dejó lo mejor de su arte (3). Por no citar en detalle sino los casos más directamente relacionados con nuestra tierra, cabe recor­dar cómo un desconocido pintor flamenco, del círculo de influencia directa de Campin y van der Weyden, pintó a finales del siglo XV o comienzos del XVI un extraordinario retablo para el Monasterio de Sopetrán, junto a Hita, por encargo del duque del Infantado, don Diego Hurtado de Men­doza. Conocido hoy por «las tablas de Sopetrán», se conserva en el Museo del Prado (4). Ya mediado el siglo, acudieron a Sevilla algunos otros flamen­cos, creando un foco de exquisita plástica: Fernando Desturms, Francisco Frutet y Peter de Kemperer, más conocido como Pedro de Campaña (5) En Navarra, también en la segunda mitad del siglo XVI, encontramos algunos artistas holandeses: Bernat de Flandes, que en 1556 pintó un retablo en Burlada (6), y Juan del Bosque, que también dejó su arte en esta loca­lidad (7). De su viaje por Flandes, don Martín de Gurrea y Aragón, duque de Villahermosa, se trajo dos notables pintores flamencos, Rolan Mois y Pablo Esquert (8).

En 1574, residen en Guadalajara, dos pintores flamencos: Felipe Bosque, natural de Bruselas, y Gabriel Girandés, natural de Sirguía, en los Países Bajos. Nada en concreto sabemos de ellos, de su arte y biografías. Quizás acudían a Toledo a realizar algún encargo para los arzobispos; quizás a Madrid o El Escorial, para el Rey. El caso es que estando en Guadalajara son llamados por la villa de Hita, ‑que todavía en esos momentos es prin­cipalísimo arciprestazgo de la archidiócesis toledana, y villa fuerte del señorío de los Mendoza (9)‑ para realizar una pintura. Se la encarga Alonso de Mata, vecino de Hita que no especifica cargo ni título alguno, por lo que hemos de pensar se trata de algún hidalgo o comerciante acaudalado. Los flamencos decoraron una «caja» o altar móvil, en cuyo interior ya estaba puesto un San Sebastián de talla. Y quedan encargados de pintar al óleo, sobre su fondo y puertas, las figuras de San Lorenzo y San Fabián, San Pedro y San Pablo, así como decorar con paisajes ‑en lo que ellos eran consumados maestros‑ los fondos de las pinturas. Incluso quedan encargados de dorar y estofar los bordes, columnas y una talla de Dios Padre que se ha de poner en el frontispicio del altarcillo. Finalmente, se obligan a poner pintado un letrero o cartela a los pies del San Sebastián, con el texto que Alonso de Mata les había entregado.

Nada ha quedado de esta obra de arte, que imaginamos magnífica, ni recuerdo de sus autores. Pero damos aquí noticia suya, e insertamos íntegro el texto de su contrato (10), como aporte documental para la historia de la pintura flamenca en España.

CONTRATO ENTRE ALONSO DE MATA, VECINO DE HITA, Y LOS PINTORES FELIPE BOSQUE Y GABRIEL GIRANDES, PARA PINTAREN HITA UN ALTAR
(A.H.P.G. ‑ Protocolo nº 102 ‑ 1574)

Sepan quantos esta carta y scriptura publica vieren como nos felipe bosque natural de la cibdad de bruselas e gabriel girandes natural de la çibdad de sirguia que son en flandes estantes en la cibdad de guadalajara entramos a dos juntamente e de mancomun e a boz de uno y cada uno de nos e de nros bienes rreconosciendo como rreconoscemos las leyes de la mancomunydad y el autentica presente e las otras leyes que hablan en fabor de los que se obligan de mancomun de la una pte e por lo que nos toca e yo Alº de Mata vzº de la villa de hita por lo que me toca otorgamos e a conoszemos por esta presente carta que nos conbenymos e concertamos en que nos los dchos felipe bosque e gabriel girandes nos obligamos de pintar de pinzel e dorar una caxa que vos el dcho alº de mata nos aveys entregado para que dentro de ella esté la figura de Sr. San Sebastian que teneys hecha la qual dcha caxa en lo de dentro de ella do a de estar la ymagen de Sr San sebastian lo hemos de pintar de unos lexos de azul y verde e los mas colores que para estar bien pintado y en perfiçión se rrequiere e todas las molduras deIrrededor an de yr doradas y lo mismo todas las columnas e de la dcha caxa y el pie a de tener campo de azul engima de lo qual a de yr un letrero dorado que a de ser lo mysmo que por vos el dcho alo de mata se nos a dado, a las dos puertas que tiene la dicha caxa todas las guarniçiones de ellas y molduras an de yr doradas e en cada una de las dchas puertas a lo que cae dentro quando se çierran hemos de pintar de pinzel en la una el Sr San Laurencio y en la otra el Sr San favian del grandor de las dchas puertas pintado al olio todo y en el embes de las dchas puertas en lo que queda a la pte de fuera quando se qierran hemos de pintar de pinzel al olio en la una el Sr Sn Pedro y en la otra el Sr San Pablo y todo lo que queda de campo ‑en las dichas puertas pintados los dichos santos lo hemos de pintar de unos lexos de diferentes colores que conformen e bengan bien con las dchas figuras lo qual todo daremos bien fecho pintado al olio todo a vista de ofiçiales que de ello sepan para el postrero día de pasqua de Espíritu Santo deste presente año de la fecha por lo qual yo el dcho Alº de mata me obligo de vos dar treynta ducados los diez de los quales de presente os he pagado y los otros diez estando la mytad de la dcha obra hecha e los otros diez el día que se acabe e por quanto el presente no se an entregado las columnas ni el dios padre que a de ir en el frontispicio e entregándose para el día de la Escension de Nrº Sr Ibu Xpo no avremos ninguna pena por no lo dar para el dicho día e hemos de ser nos los dichos felipe bosque e gabriel gírandes obligados a lo dar ocho días despues del dcho termyno y el dios padre lo hemos de dorar y el manto y estofado y los serafines dorados y estofados lo qual nos los suso dichos hemos de hazer según dcho es e darlo para el dcho día so pena que este día pasado e no lo cumpliendo demas de que seamos apreinyados por esta escripta a ello perdamos del dcho preçio quatro ducados y por esto menos sea visto hazer la dcha obra e para cumplimiento de lo qual nos los susodehos nos obligamos… (siguen fórmulas de obligación)… fecha e otorgada en la dicha cibdad de guadª a catorze días del mes de mayo de myll e quios e setenta e quatro años ttos que fueron presentes a lo que dicho es juº de fuentes cura de aldeanueba e blas navarro e Diº perez de Ucles vºs de Guadº = juº de fuentes = gabriel girandes = felipe bosque = pasó ante mí, juº fdez =

NOTAS

(1) SÁNCHEZ CANTÓN, F.J.: Los pintores de cámara de los reyes de España, en «Boletín de la Sociedad Española de Excursiones», 1914‑1916.
(2) MATEO GÓMEZ, l.: El Bosco en España, Instituto «Diego Velázquez», del C.S.I.C., Madrid, 1965.
(3) CAMÓN AZNAR, J.: La pintura sepañola del siglo XVI, Madrid, 1970, pági­nas 115‑145.
(4) LAFUENTE FERRAM, E.: Las Tablas de Sopetrán, en «Boletín de la Sociedad Española de Excursiones», XXXVII (1929), pp. 89‑111.
(5) CAMÓN AZNAR, J.: Op. cit., pp. 389‑401.
(6) CAMÓN AZNAR, J.: Op. cit., pág. 319.
(7) CASTRO ALAVA, J.R.: La pintura (siglo XVI) en Navarra, Temas de Cultura Popular, nº 51, pág. 13.
(8) CASTRO ALAVA, J.R.: Op. cit., págs. 26‑30.
(9) CRIADO DE VAL, M.: Historia de Hita y su Arcipreste, Madrid, 1976.
(10) Archivo Histórico Provincial de Guadalajara, Protocolo 102, Escribano Juan Fernández.