El comunero Francisco Medina

sábado, 26 enero 1980 2 Por Herrera Casado

 

En el recuerdo de las figuras que, de un modo u otro, han sido protagonistas de la historia de Guadalajara, no podía faltar el memorial de un hombre que, si no intérprete único, fue con seguridad alma y motor primero en nuestra ciudad del movimiento comunero que sacudió a Castilla en la primera mitad del siglo XVI. Me estoy refiriendo al abogado e intelectual Francisco de Medina, que capitaneó, con su voz y sus argumentos, a las gentes arriacenses que, no en excesivo número, se unieron a la Comunidad en la ciudad del Henares.

Son ya muchos los estudios que en torno al problema de la Guerra de las Comunidades de Castilla se han realizado. Todo, o casi todo, ya está dicho. Pero quizás sea todavía necesario insistir, en la forma de considerar este movimiento popular, que todos señalan como revolucionario, cuando en realidad manaba de un acendrado sentido tradicional. Era la fuerza de lo antiguo, de lo probado, de la tradición, frente al revolucionarismo que trataba de imponer el emperador Carlos I. Un pasado secular, cuajado hondamente en el pueblo de Castilla, que estaba organizado democráticamente en Comunes de Villa y Tierra, con jurisdicción propia, con representación ciudadana libre y completa, venía siendo cercenada por diversas vías desde el siglo XIII. El golpe de gracia a este sistema tradicional y popular castellano, lo habían asestado los Reyes Católicos, al imponer el centralismo, el absolutismo monárquico, la unificación de reinos y pueblos con entidad propia. Su nieto, el foráneo Carlos de Augsburgo, apoyado por una corte de flamencos y borgoñones que no conocían idioma, tradiciones ni cultura hispanas, intentó (y finalmente consiguió) desmontar por completo el antiguo y utilísimo sistema de regimiento popular castellano. El fue, pues, quien hizo la revolución absolutista, basada en su idea imperial. Y las Comunidades de Castilla, en las que comulgaban no sólo el pueblo, sino buena parte de la nobleza y la intelectualidad castellana, quienes se alzaron en defensa de la tradición más pura, y más justa.

Guadalajara vivió, como otras ciudades castellanas, la guerra entre 1519 y 1521. El alma de la protesta, el corazón del pueblo, estaba encarnado en un hombre que conocía bien la historia, las gentes y las tradiciones de Guadalajara. Francisco de Medina, licenciado en Derecho, al servicio del aparato burocrático y cortesano de la familia Mendoza, que día a día vivió en el arriacense palacio del Infantado, y que de su gran biblioteca ducal tomaría buena parte de sus vastos saberes. Hombre querido de sus paisanos, con gancho de multitudes, supo en el momento justo alzar su voz, espontánea, y enseguida aclamada por el pueblo, formando la Comunidad de Guadalajara, que habría de unirse, mediante sus representantes en la Junta de Comunidades castellanas, a las otras ciudades del país.

Era junio de 1520, y en la puerta de la iglesia de San Gil, en la plaza del mismo nombre, donde el Concejo de Guadalajara acostumbraba a reunirse, se dirigió al pueblo para exponerle el grave trance por que pasaba Castilla. Un rey extraño, unos modos nuevos, un aparato burocrático frío y ajeno, un propósito firme de eliminar la voz de las gentes, era el peligro inmediato. La ciudad se rebela ante ello. Eligen como jefe de la Comunidad a don Iñigo López de Mendoza, hijo y heredero del duque del Infantado. Don Iñigo es joven -intelectual y pensador como andando los años demostraría-y ve las cosas cabalmente: está a favor del pueblo, se rebela frente al emperador, frente a su propio padre y recibe de él, más tarde, el castigo y el destierro. Otros valientes ciudadanos van más allá: Pedro de Coca, carpintero, al mando de hueste alterada, entra en palacio y amenaza al mismo duque. Será ese Pedro de Coca el único guadalajareño que pague con su vida la revuelta: el duque le mandó ahorcar y colgar en la plaza del Concejo.

La guerra, después, sigue sus vicisitudes. Representantes de la Comunidad de Guadalajara asisten a la Junta de Comunidades, a la guerra. Al fin, unos y otros ven acallada su voz, su protesta de tradición. Entre los castigados (solamente cuatro en la ciudad de Guadalajara) figura Francisco de Medina, el hombre sabio que en todo momento puso su voz y su conocimiento a favor de la causa castellana. Este Medina podría ser uno más de los símbolos de la ciudad del Henares defensor de la historia, y de las tradiciones; paladín de las libertades populares y democráticas; respetado de unos y otros por su corrección y sus razonamientos, por su saber y su lógica; y perdedor al fin, pues de una guerra se trataba, y en el bando de los capitulantes había servido como el mejor.

Nuestro Ayuntamiento, hace ya muchos años, decidió dedicarle una calle de la ciudad: la que va desde División Azul hasta el Amparo. Hoy no decimos sino, con estas breves líneas, reavivar su recuerdo de honradez y valentía. Símbolo, una vez más, de perdedor en vida que triunfa tras la muerte. Porque la razón está, no el juicio de los hombres, sino en el veredicto de la historia.