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noviembre, 1978:

La fuente de abajo, en Fuentelencina

 

La tarde serena, aunque fría, del otoño, invita al viaje. Horas, y aún días antes, el viajero ha estado hablando con sus amigos de la necesidad de conocer aún mejor su tierra, de tener presente, como en un retablo gigantesco, la presencia total de sus gentes, de sus tierras, de sus cosas todas. Han, terminado en la charla arrellanados en los hondos sillones de un despacho, con el tema de la necesaria, de la imprescindible catalogación de unas y otras muestras del pasado, antes de que por cualquier motivo se pierdan, o adulteren.

Fue a recaer la conversación en el tema de las fuentes. ¡Cuántas fuentes de, severa presencia pé­trea han desaparecido, en lo que va de siglo, en nuestra provincia! Testimonio eran todas de una for­ma de vida; cargadas estaban de recuerdos; con el agua brotaban historias, horas idas y devueltas, milagrosos colores y sonidos. La llegada del agua corriente a las casas, ha ido arrinconando, ha ido dejando inútiles a las grandes fontanas de las plazas, a los enormes muestrarios de vida y agua de las afueras de los pueblos. En ellas charlaban las mu­jeres, se daban noticias, se cru­zaban miradas. ¿Por qué, quién las ha dejado destruir? Debería estar hecho ya un libro con su imagen, con sus leyendas, con el caudal que arrojan; debería te­ner cada pueblo un respeto in­menso hacia sus viejas fuentes. Pero estos son lamentos, ideas, proyectos y súplicas que caen en el vacío.

El viajero y sus amigos, en la tarde serena y fría del otoño, se han lanzado a la Alcarria a ver fuentes. Han ido recordando la de Albalate, todavía portento de un anónimo ingeniero renacentista, con su tallado escudo al frente; y la Blanquina de Brihuega, avasallador caudal de doce caños; la de Yela, magnífica y recia, o. la de Budia en su plaza mayor, hasta con detalles artísticos del plateresco estilo; también hubo quien recordó la fuente de Valdeavellano, en un solitario camino abandonado, auténtico monumento del tesón humano, y la de los Cuatro Caños en Pastrana, con su gran tazón barroco resoplando cristal continuo. Pero al fin llegan a Fuentelencina, y tras meter a su automóvil por un camino de no fáciles características, arriban a lo que es para ellos todo un descubrimiento, aunque lleva más de cuatrocientos años en funciones: la gran «fuente de abajo», uno de los conjuntos más bellos y merecedores de ser conocidos que guarda la Alcarria entré sus pliegues.

Cuando en 1575 se reunieron los hombres de Fuentelencina a redactar la «Relación» que su Rey Felipe el segundo les pedía, dijeron «como dicho es, en esta villa no hay ríos, ni en el asiento de ella fuente, ni pozos, ni genero de agua; pero en lo bajo de la vega hay dos fuentes, la una fuente suso, ques a tiro de arcabud; la otra la fuente de la Canal, ques a tiro de piedra, de donde copiosamente se proveen de agua los ganados e vecinos; y del agua dellas se riega la vega hasta el fin de la alameda, ques casi a media legua, y se sirven los lagares del aceite que están allí cerca, é se hace el servicio de las tenerías». Y es a esa «fuente de abajo», o «fuente suso», la que está a un tiro de arcabuz desde la villa, la que ahora visitamos. Se halla en la todavía suave hondonada que forma el arroyo que desde Fuentelencina, desde la misma meseta alcarreña, se va hundiendo hacia el Arlés. Allí donde se juntan los caminos que vienen de Alhóndiga y de Valdeconcha. Toda la Alcarria está llena de caminos, aún transitados y vivos, al modo antiguo. Su nombre es ése «el camino». Y en ese cruce, en un rellano de la pequeña vega, aparece el monumento. La fuente es un elemento más del conjunto. Porque en realidad se trata de un gran rectángulo, de unos 50 metros de largo por otros 20 de ancho, resguardado de alta barbacana de piedra, con grandes bolones tallados en las esquinas. La entrada a este recinto está donde precisamente se juntan los caminos, en el lado poniente del conjunto. Es simplemente un hueco en el todo de la barbacana, y a sus lados se levantan dos florones de piedra tallada. Dentro del espacio, al frente de la entrada, una pared de piedra sillar, de un gris oscuro, casi negro, constituye el muro de la fuente, del que en su parte baja brotan, por seis caños sujetos en las bocas (le otros tantos tallados y melenudos leones, seis chorros de agua clarísima, que van a dar sobre un ancho enlosado, y de ahí, por reguerillos tallados, al gran pilón, que es de unos 15 metros de largo por uno de ancho. Luego baja el agua por diversas conducciones y estanques hacia el gran lavadero, y desde allí, en altivo caudal se va a la vega, a regar la tierra. En medio del espacio se yerguen dos gruesas, viejísimas, inconmensurables olmas que dan una sombra total al conjunto en verano, y, ahora, en este otoño tranquilo cubre de amarillo crujiente el suelo.

Este recinto de la fuente de abajo de Fuentelencina tiene un don de paz, un aliento incógnito que serena el espíritu. Una mujer lava, a pesar del frío y de ser domingo por la tarde. «Es que no me acostumbro en otro sitio», nos dice. Otro agujero, la costumbre, por donde se nos va el aliento y las posibilidades. Pero lo importante es que ahí está la fuente, todavía, Se oye el agua caer por todas partes; las hojas rotas bajo nuestros pies. Unos chicos gritan lejos. La niebla, en jirones, se va rompiendo por lo alto. Sentiríamos luego el deseo de caminar a Valdeconcha, a Alhóndiga. Ya es tarde. Descubrir este entorno tan bello, tan inmaculado en su conservación, tan sugerente de antigua vida, ha agotado por una tarde nuestra capacidad de asombro.

Y nos volvemos, con el espíritu tranquilo de haber conocido algo nuevo, y, sin embargo, tan viejo.

Palacios y casonas en Guadalajara

 

El palacio alcarreño, el corazón de noble y recia estampa, que ya destartalado y vencido aparece en una calleja desierta’ de alguno de nuestros pueblos, tiene también su historia, su palabra antigua y su moraleja.

Hace años que hice un estudio, luego publicamos en forma de libro, en torno a los Monasterios y Conventos de la provincia de Guadalajara. Y entonces hubo voces que dijeron que era aquella una labor que nacía con olor a muerto, a ruina, a cosa pasada e inservible. Por supuesto que no tiene el mismo valor práctico estudiar el movimiento de mercado durante el trimestre anterior, que irse a desentrañar el porqué del nacimiento, muerte y desaparición total del convento de mercedarios de Guadalajara. Pero la vida que latió en este último, los hombres que por él pasaron, y su significado para la ciudad, para la Orden, para el movimiento total del mundo, aunque fuera pequeño, lo ha tenido.

Cosa similar puede decirse de los palacios de nuestra tierra. Símbolos, incluso, de un régimen social ya desaparecido, y en buena hora: el que dividía a los seres humanos en castas, el que establecía entre la sociedad del estado llano y una serie de familias hidalgas o nobles una barrera de diferenciación q u e sólo podía romper la muerte. Esos caserones, sin embargo, son testigos y reflejo fiel de su época, quizás lo único que ahí, al sol y al viento y a todas nuestras miradas, ha quedado de unos siglos pasados en que la vida era fácil para unos pocos y muy difícil para la mayoría. Y como piezas de un pasado que, guste o no, hemos de asumir, estos caserones de nuestra tierra son páginas prestas a la lectura.

Raro es el pueblo de la Alcarria, o del Señorío de Molina que no posea una o ­dos casonas de este tipo. Precisamente en la primera, la mayoría son del siglo XVII, de cuando los pueblos, libres ya de la estructura de sujeción a un concejo fuerte (Hita, Guadalajara, Zorita, etc.) son vendidos por el Rey a particulares, que se declaran señores de ellos, y en su plaza o en sitió preeminente colocan su gran mansión. En Molina, estos edificios suelen ser más antiguos, pues el asentamiento en ellos de gentes hidalgas y, sobre todo, muy adineradas, en un territorio de absoluta libertad de implantación, como señorío del Rey, les hacen crecer con facilidad. Hay pueblos molineses, que aun cuentan con varios de estos palacios. Así, en Tortuera se ve el de los López Hidalgo de la Vega, el de los Romero de Amaya, y aun en su plaza mayor a la gran olma central la escoltan cuatro grandes y magníficos caserones, colmadas sus puertas de escudos nobiliarios. En Molina estas casas tienen un aspecto y distribución que recuerda en gran manera a los palacios señoriales de Álava y de la, Rioja. Esas ciudades, como Tudela, Briones o Laguardia, nos hacen volver la mente hacia Prados Redondos, Checa, Milmarcos o Mazarete, donde los volúmenes de los palacios, las rejas de ventanas y balcones, los soberbios y lambrequinados blasones forman un conjunto magnífico con la totalidad del pueblo.

En el resto de la provincia hay también casonas de este tipo, pero ya solamente en aquellos lugares cabeza de señorío, donde el magnate tenía su aposentamiento principal. Caserones de la familia Mendoza los hay en Tamajón, en Yunquera, y aun en Fontanar, en Jadraque y en Trijueque, en Argecilla y en Mondéjar, extremidades del gran tentáculo, mendocino. Palacios en las cabeceras son los de Pastrana para los Silva, de Cogolludo para los duques de Medinaceli, de Guadalajara para el Infantado, o los palacios de Sigüenza y Pareja, respectivamente, para los obispos de Sigüenza y Cuenca, señores territoriales de anchos dominios.

Tratar de hacer, no ya la relación de unos y otros, el pormenor de sus aspectos, de sus fachadas, de sus escudos, sino la historia completa, de sus avatares, de sus señores, de cuanto en ellos ha sido carne y el pálpito, sería una tarea que nos daría -a todos los que gustamos de la historia, a cuantos defendemos una’ extensión de la cultura- ­la oportunidad de conocer, aún mejor, nuestra provincia.

La iglesia de Valdesaz

   

Aunque el arte pretérito de nuestros pueblos nunca es noticia, las pocas veces que se con­vierte en protagonista es para su desgracia. Ahora nos viene la no­ticia en torno a la iglesia parro­quial de Valdesaz: porque la ha destruido el fuego, en ciego arre­bato.

Otras veces habíamos dado alguna línea explicativa sobre esta iglesia; sobre San. Macario, que en ella tenía su altar; sobre su fiesta. Repasaremos brevemente este tema, tan d olorosamente actualizado: se encuentra Valdesaz en plena Alcarria, en lo hondo de uno de sus diminutos y encantadores valles; el del río Ungría, que tan magníficamente cantó en literatura García Marquina. Ahora, en el otoño, el hondo surco del río se acompaña de un vivo matiz amarillento que pone contrapunto al azul intenso del cielo.

Era la iglesia parroquial de la Asunción el único monumento notable de la villa de Valdesaz. Aunque no queda ni un solo documento en su archivo, sabemos que la villa fue declarada tal por Felipe II y a renglón seguido se construyó el templo. Es, pues, de la época del Renacimiento tardío, aunque con detalles arquitectónicos y monumentales muy del gusto pasado, góticos y aun del primer plateresco. En los altos y lisos muros de su nave única, se adosaban semicirculares columnas rematadas en capiteles de sencilla molduración gotizantes, y la bóveda se formaba ‑Por simples nervaturas. El aspecto del templo era, pues, de una severa simplicidad; sencillo, ‑pero elegante.

El retablo mayor estaba dedicado a la Purísima Concepción, y es del más puro estilo churrigueresco, una exageración del barroco último. Su parecido con el gran altar mayor de la iglesia de los jesuitas de Guadalajara (hoy parroquia de San Nicolás) es notable y resaltaba inmediatamente a los entendidos. El taller del que ambos salieron nos es desconocido todavía, pues sus archivos están quemados y nuestras investigaciones aún no han llegado a esta época, indudablemente de fines del XVII o comienzos del XVIII. Este retablo se ha conseguido salvar en gran parte, aunque la cúpula que lo remata ha sido pasto de las llamas.

En la llamada capilla de San Macario, en el lado izquierdo de la nave, incrustada, había también un pequeño altar barroco, de peor calidad y arte que el mayor, pero donde se centraba la devoción y el peregrinaje de los hijos del ‑pueblo y aun de numerosas gentes de la Alcarria. Presidía el altar una sencilla talla de San Macario, difícil ‑de ‑ precisar en su estilo y época por las ropas que le cubrían. Quizás de época gótica. A sus pies, en una vasijilla, se conservaba un poco de avena, ofrenda que tradicionalmente se le hacía al santo en los días de su festividad. La tradición, incluso, afirmaba que el ‘ santo abad descansaba enterrado en el suelo de esta capilla, y que en cierta ocasión que se levantó la losa para contemplar sus restos, el ambiente se cargó de un perfume dulcísimo que a todos manifestó estar allí los restos del santo. La tradición, incluso, elaboró una vida de eremita y milagrerías para este San Macario, del que decían que había sido abad benedictino y se había retirado a vivir en las espesuras de la Alcarria, viniendo finalmente a, quedar en estas soledades de Valdesaz, donde murió y fue enterrado levantando en ese lugar la iglesia del pueblo.

Tan hermosa leyenda, tan vivida devoción por los alcarreños, ha quedado herida lastimosamente en el dato material que centraba las miradas. A esta iglesia de Valdesaz acudían romeros los cojos y tullidos de estas tierras, porque era devoción ir hasta el santo a pedirle curación. Reumas y tumores blancos sólo veían ya como solución a San Macario, en Valdesaz. Y éste, con su carita sonriente de niño cumplidor, desde su altar, recogía sus deseos.

Ahora, en la noticia que se resiste a ser creída, la nota escueta de que la iglesia ha ardido y el santo, el altar, las techumbres ya no existen.

Viaje al pasado: Chilluentes

 

Aún quedan, en los últimos rincones del Señorío de Molina, sorpre­sas que nos esperan a los que siempre buscamos el último dato, el descu­brimiento de un nuevo paisaje, de una piedra, que, por mínima que sea, nos hable del pasado y de él nos dé testimonio.

Fue hace algunos veranos, en días de tórrido calor, un amanecer fresco y trans­parente como suele haberlos en el Señorío de Molina, que con un buen amigo mío, Teodoro Alonso, nos lanzamos, desde Tartanedo, a la búsqueda de lo que, en viejos papeles y en hablas populares, deberían ser los restos mínimos de un pueblo molinés que, hace ya siglos, quedó abandonado. Se trataba de Chilluentes.

En Tartanedo, en Concha, en Pardos y Aragoncillo me hablaron de él. Las gentes de Molina, que guardan siempre un caluroso amor entrañable hacia su historia y su pasado, decían de la torre y las ruinas de Chilluen­tes. En medio de las serranías de Aragoncillo, entre bosques de encinas y trigales, sin caminos posibles de acceso, salvo el caminar constante, de­bería aparecer el antiguo poblado.

Algunos antiguos testimonios escritos encontré a este respecto. Sánchez Portocarrero, el cronista molinés del siglo XVII, y don Gregorio López de la Torre y Malo, en su libro impreso en 1746 sobre la «Corográfica descripción del … Señorío de Molina», hablaban de Chilluentes. Este úl­timo decía así: «Chilluentes es un pueblo reducido a nada, haviéndose despoblado el año de 1620. Está al pie de la sierra de Aragoncillo: tiene una atalaya y una iglesia dedicada a San Vicente Martyr; lo han equivo­cado con Chilluerentes, que era un despoblado el año de 1479, el que es­taba a donde llaman el «Campo de la Torre» en la Ermita de San Pedro; pues Chilluentes consta siempre haver sido lugar poblado con bastantes vecinos, por los libros de la iglesia de Concha y por otros papeles jurí­dicos».

A este casi mítico rincón llegamos con relativa facilidad en automóvil. El lugar, en cuanto a paisaje, una maravilla: asienta en hondo valle, por cuyo fondo pasa un arroyo, casi seco en el verano. Al norte sólo le pro­tegen algunos altillos de carrascas y encinares. Al sur se levanta alta serie de montañas, las que por allí llaman de Aragoncillo, con bosques escuetos de robles y encinas; algún pino y altas praderas verdes y jugosas. En el fondo del valle, trigo y cebada. No se utiliza el regadío.

Sobre una eminencia del terreno, orgullosa sobre el valle, se alza la torre que fue fortísimo bastión defensor del pueblo. Sólo quedan tres pa­redones, habiéndose derrumbado, hace ya muchos años, el cuarto. Pero lo que queda es tan alto y tan fuerte que su presencia sobrecoge. Venía a tener el torreón unos cinco pisos de altura. El aparejo de la basa, en talud puesto, con sillarejos cruzados en zig‑zag, muestra inequívocamente su origen altomedieval. A partir del segundo piso es construcción posterior, medieval, con algunos ventanales y un remate de almenas. En derredor de la torre, abundantísimas piedras, caídas de ella misma, y provenientes de otras construcciones adosadas, y de casas incluso.

El otro resto visible, por milagro salvado del antiquísimo pueblo de Chilluentes, es la iglesia parroquial, hoy ermita abandonada, de San Vi­cente mártir, y rodeada de pálido cereal y algunas zarzas. Presenta hun­dida toda su parte orientada a poniente, en la que iría la espadaña o to­rrecilla de las campanas. El hueco de ese hundimiento ha sido tapiado posteriormente, en un elogiable afán del dueño del terreno por conservar el pequeño monumento. La ermita es de una sola nave, de cubierta de teja sobre armazón de madera de sabina. Los muros, fuertes, de aparejo simple, con sillares bien tallados en las esquinas. El ábside es semicircu­lar, con someros modillones lisos sosteniendo el alero. En su centro surge el detalle más sorprendente, esperado por el viajero, culminación de sus deseos: un ventanal aspillerado y de vano semicircular, en cuyas jambas se ven grabadas tres grandes figuras geométricas, como estrellas diferentes inscritas en círculos, obra indudablemente románica, con visos de clara influencia de ese estilo.

Se pasa al interior por un pequeño portón de arco semicircular, en el muro norte. Dentro, aún surgen las sorpresas: los restos de la pila bau­tismal, románica también, de copa tallada en múltiples molduraciones, apa­recen dispersos por el suelo, y aun formando parte del aparejo de los muros. Aquí, también, y en un bancal corrido que se adosa a todo lo largo de nave y ábside, se ven algunas lápidas o estelas funerarias, de tipo me­dieval, con círculos de piedra en los que van inscritos y tallados cruces y círculos varios. Son piezas curiosas y, por supuesto, de alto valor histórico.

Desde un cerrete que surge al mediodía de lo que fue Chilluentes, los viajeros contemplan, todavía con el fresco aire de la mañana, las lejanías del Señorío molinés, que se extienden hacia el norte por Establés, Turmiel, Balbacil y Codes: los campos y montes de oscuras manchas desvencija­das, en las que la sabina alterna con el bajo matorral, con la encina y la piedra gris, se hacen poco a poco difusos e inabarcables. El aire resuena y vibra. Urracas y grajos, grillos y saltamontes, en toda la dimensión del planeta. Y ahí, abajo, sobre la ruina -un castillo y una iglesia románica- de Chilluentes, el silencio también, denso de historias humanas, de diluí­dos recuerdos… Merece el viaje; queda en el pecho este acercarse al pa­sado de la tierra molinesa, como un cofre viejísimo puesta ante nuestros ojos.

De Re Municipales. Viejos Ayuntamientos

 

Más que viejos, antiguos. Y cambio el vocablo porque algunos no se molesten. Que no voy a entrar en la cuestión electoral ni en el áspero tema de la permanencia de viejas estructuras. Daré una vuelta en torno a los edificios solamente, como el turista en Pisa, que circunda la torre y se entretiene en cavilaciones de diversa índole filosófica o arquitectural.

Las casas consistoriales de nuestros pueblos están que se caen de viejas. Muros de adobe, malas maderas, vientos y goteras que los van minando. En algunos lugares, los más pequeños, los ya abandonados, estos ayuntamientos han ido cediendo su estructura a la ruina hambrienta: en Hontanillas logré pasar a la Secretaría con riesgo de la vida, trepando por un muro derrumbado. En otros sitios, la piqueta ha tenido que intervenir, antes de que se viniese el concejil edificio sobre las buenas gentes: así, en Tendilla, en donde el reloj de la torre amenazaba con cantar las doce sobre los huesos de los vecinos. Hay otros, en fin, que tienen asegurada su vida y permanencia, con el vistoso traje de la tradición, por muchos lustros: así, Sigüenza, donde una labor magnífica de restauración ha sido puesta en práctica y rematada con éxito.

Pero la más abundante de las figuras de nuestros ayuntamientos es la del indeciso tambaleo, la de un descolorido paso de baile sobre la plaza desierta o frente a la filosófica metidtabundez de una vieja y gruesa olma. Ni están sanos, ni se mueren. Desconchones, suelos en precaria horizontalidad, color desvaído de su fachada. En la mayoría de los lugares, van tirando. Pero en otros, los más ricos, la posibilidad de hacer nueva sede para las edilicias tareas se plantea y aún se ve factible. Ojalá pudiera ser esto cierto para todos los pueblos de nuestra provincia. La vida concejil, el comunitario quehacer de las gentes, debería tener un lugar digno donde desarrollarse.

Y es, ante esta posibilidad de que en algunos de nuestros pueblos y villas se proceda a derribar el viejo ayuntamiento y a levantar otro nuevo conforme a cánones arquitecturales desconocidos y extranjeros, que levanto esta voz, ni fría ni airada, pero largamente meditada, en favor del resto hacia las maneras tradicionales de construir en nuestros pueblos. Podrían resaltar algunos ejemplos de digna aparición en este sentido: los edificios concejiles de Condemios de Arriba, de Jadraque o de Brihuega (de Almonacid es mejor no acordarse), están hechos conforme a clásicos cánones. Privó en ellos el cabal sentido de la tradición sobre el afán de un mal entendido modernismo. Y esa sensata querencia es, me consta, el ánimo común de todos nuestros pueblos. Pero a veces, ¡ay!, extraños hados se entremezclan y pueden dar al traste con todo tipo de buenas intenciones. No hace falta perderse en elucubraciones: cuando recientemente se ha tenido oportunidad de construir, en algunos de nuestros pueblos, un nuevo edificio para «Centro sanitario», no ha prevalecido, ni mucho menos, el sentido de la tradicional arquitectura. Ahí está, de angustioso ejemplo, el Centro Médico de Torija, blanqueado como un cortijo andaluz, cubierto de pizarra como en el Tirol, y puesto de pegote delante de un castillo con más de ocho siglos de antigüedad. Bofetadas de este tipo, está claro, aún se les pueden ciar a nuestros pueblos. Y es para evitarlo por lo que estas líneas se escriben.

Que los ayuntamientos están viejos… pues hagámoslos nuevos. Pero teniendo en cuenta que estamos en Guadalajara, en España, en el ente preautonómico Castilla la Nueva – La Mancha y no en un barrio periférico de Nueva York, como algunos se piensan. Y si no, darse una vuelta por la plaza de San Gil, o del Concejo, como se llama ahora, en Guadalajara capital: que van a ver lo que es un «Concejo» a la última moda.

Para morirse…