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agosto, 1978:

Viaje al altísimo Tajo

Bien ganada tiene su fama el entorno del llamado «Alto Tajo», pues a lo largo de varias decenas te kilómetros en que discurre el lo en los límites de nuestra provincia y la de Cuenca los paisajes, lugares que ofrece son de una belleza y majestuosidad sorprendentes, constituyendo una de las reservas paisajísticas y naturales más amplias y puras de toda España.

Aun cuando son diversos los entornos particulares que se pueden admirar y que justifican una excursión o viaje para conocerlos, algunos merecen ser destacados con especial interés. Así hace un par de semanas recordábamos ese «Hundido de Armallones» de increíble factura geológica, y a la mente se nos vienen entornos como los que rodean a Buenafuente, el paso del Tajo por Peralejos, o las zonas más altas aún, la de Sierra Molina, con sus impresionantes alturas y su geología absolutamente salvaje y desconocida.

Hasta una zona más accesible, pero también poco visitada, y por puesto, verdaderamente sorprendente, hemos viajado en esta ocasión. Y esperamos que estas teas puedan servir al lector de acicate para acercarse a conocerla. Subiendo hasta Villanueva de Alcorón, se toma la carretera que por el páramo pinariego se dirige hacia Peñalén y Poveda. Antes ha de visitarse la «Sima de Alcorón» o de la Zapatilla, como la conocen los espeleólogos, consistente una gruta gigantesca abierta en el centro de una pradera, y que el Ayuntamiento de Villanueva se ha ocupado en cuidar adecuadamente, construyendo unas escaleras para descender más cómodamente a su húmeda profundidad, y organizando unos deliciosos merenderos en la circundante parcela de pinar, muy concurrida en esta época veraniega.

Peñalén surge, al final del llano, como sorprendido y volátil enmarcado por el oscuro y verdoso telón de fondo de los pinares que ornan el descenso del Tajo. Su iglesia empinada en lo más alto, y el caserío de recia piedra en su torno, le dan un aspecto pintoresco e inolvidable. Una gran explotación de caolín da vida al pueblo. Desde Peñalén hay un camino, transitable para vehículos, que baja al río Tajo. Pero nosotros seguimos camino por la carretera retorcida, siempre a una altura de unos 1.300 metros, hacia Poveda de la Sierra, pueblecillo algo más pequeño que el anterior y engastado en un hosco y estrecho cañón que porta en su fondo el agua riente de un arroyo. Siguiendo su orilla, por un camino revuelto, al pie de enormes roquedades de partidos per­files, llegamos al Tajo, a un cruce de caminos que preside una pequeña casa o refugio, construido, como todo lo que de humano y vital existe por estos entornos, por el ICONA del Ministerio de Agricultura. Tomamos el camino de la derecha, llevando a un lado la presencia transparente y sonora del Tajo. Poco más allá, alcanzamos un gran puente que cruza el río. El lugar es de una sobrecogedora belleza. Las orillas del Tajo se lanzan al cielo, pobladas de pinos y rocas, sin casi encontrar su altísimo fin. Hasta los pasos resuenan en aquella estancia milagrosa. Antes de cruzar el puente, un camino surge que por la orilla izquierda del río va a conquistar parajes aún más bellos y sorprendentes.

El viajero, caminando a pie por él, se siente distinto, renovado, primero. La estrechez del cañón alcanza lo increíble. La masa forestal se estrecha y las alturas circundantes se elevan más y más. Cuesta trabajo pensar que todo sea de verdad. Pero lo es, y se lamenta no haber descubierto esto algún tiempo antes. La retina y el, corazón van recogiendo sorpresas.

Pero el viaje, a lo largo de un día, y después de comer a la som­bra de un pino, de dormitar un poco, y aun de probar las frescas aguas de los ríos, puede dar mucho de sí. Volvemos sobre nuestros pasos hasta el puente del Tajo. Seguiremos su curso Por un camino que le acompaña por su margen izquierda. Desde este Puente al de San Pedro (conocido enclave donde desemboca el Gallo en el Tajo) hay un recorrido de 25 kilómetros, en el que las sorpresas se suceden y a la boca la dejan en un permanente ¡Oh! de incredulidad. El pinar es den so en todo momento. El agua del río, transparente. Las rocas y cantiles calizos, ordenados en un bello desorden macroscópico. Veremos el magnífico puente de piedra allí donde el Cabrillas da en el Tajo. Los paredones y agujas rocosas que, le escoltan. Los meandros multiplican la distancia; algún refugio forestal Pone la nota acogedora, y los muchos excursionistas, algunos con tiendas de campaña, y siempre respetuosos con el lugar donde disfrutan, dan su tono de color distinto. El viaje lo rendimos en el Puente de San Pedro, donde la carretera nos llevará hacia Molina, o hacia Zaorejas, y, de allí haremos el regreso, a Guadalajara por donde el tiempo nos lo per­mita.

Las sensaciones de un día de excursión por la bravía naturaleza del Alto Tajo son inolvidables. Hemos recorrido muchos lugares de España y podemos asegurar que en ningún lugar se encuentra tan larguísimo trecho de río encañonado, enmarcado en tal ámbito de sorprendente paisaje. Sin embargo, su declaración como Parque Nacional y su protección integral se hacen esperar, mereciéndolo más que ningún otro enclave. Para cuantos, sin salir de Guadalajara, quieran gozar de fuertes e inéditas sensaciones paisajísticas, les recomendamos vivamente este «viaje al altísimo Tajo» aquí referido.

Viaje al Hundido de Armallones

 

En uno de estos fines de semana que el verano nos brinda prestos al viaje y al descubrimiento de cosas y rincones nuevos, podremos tener la ocasión de llegar hasta el renombrado y bellísimo paraje conocido por el nombre de «El Hundido de Armallones», en el amplio marco del alto Tajo que como una espada brillante y mitológica, atraviesa la provincia de Guadalajara.

Hasta el Hundido se puede llegar por dos lugares fundamentalmente. O bien subiendo, por Cifuentes y Trillo, hasta Villanueva de Alcorón, donde se desvía una carretera que llega, hoy asfaltada, hasta el pueblecillo de Armallones, y desde allí, un trecho en vehículo, y otro a pie, se arriba al Tajo, en un paraje de inmensa y casi increíble belleza, cayendo en la depresión gigantesca del propio Hundido.

Otra forma de llegar a él, y contemplarlo con cierta perspectiva que aumenta su encanto, es tomando la carretera que desde Cifuentes sube hacia Saelices, y a la altura de Sacecorbo desviándose a la derecha, llegando así a Ocentejo, desde donde se inicia la excursión a pie, por la orilla del Tajo, hasta dar vista, en la orilla opuesta, al Hundido, e incluso llegando a las Salinas de la Inesperada y aún más allá a la desembocadura del río Ablanquejo, todos ellos lugares de peculiar encanto. Los caminos son, en estas riberas del gran río, accesible solamente para caminantes. Sinuosos y a veces empinados, permiten un paseo cómodo y sin peligros. La vegetación espesísima de pinos y plantas aromáticas cubren el aire de una densa sábana olorosa. Las altas roquedas de tono pardo‑rojizo ponen coto al horizonte y encima de todo el azul resplandece como una lámpara jocosa. Las aguas del Tajo son, de cristalinas y limpias, un gozo para la vista. A ratos en amplios remansos, en ocasiones alteradas en rápidos. Los buitres planean sobre el paisaje sonoro y retumbante. Y así no solamente el propio enclave del Hundido de Armallones, sino a lo largo de decenas y decenas de kilómetros, desde Valtablado del Río hasta Peralejos de las Truchas, la bravura del alto Tajo es una presencia que al viajero no se la despegará jamás del corazón. La solicitud que por parte de la Diputación Provincial hay cursada para que todo ese paisaje sea declarado «Parque Nacional» no puede ser más lógica y fundada. Todos cuantos lo conozcan sentirán la misma necesidad de proclamarlo: no sólo por la belleza genuina que encierra, sino por la necesidad de que, por medio de leyes y ordenanzas, aquello sea protegido de urbanizaciones, carreteras y otras agresiones «civilizadas» que en cualquier momento alguien puede verse tentado a cometer. Aquello es un pedazo virgen de la creación primera. El hombre se siente mínimo y captado por tanta belleza. Y le van a entrar ganas de conocer a fondo, todo aquel entorno, toda aquella naturaleza salvaje y nueva, eternamente renovada, que le dará la conciencia de ser habitante de un planeta, de estar incluido en un orden perfecto que, las ciudades que nos encierran y aprisionan, nos fuerzan a olvidar.

El viaje al Hundido de Armallones será, pues, no sólo un ejercicio físico de camino y visión, sino un entrenamiento anímico y espiritual para cuantos a él se acerquen.

Viaje a Sacedón y Entrepeñas

 

Son miles las personas que en estos días de verano se trasladan hacia la húmeda y fresca Alcarria de los, embalses, capitaneada por la villa de Sacedón, y surcadas las orillas de Entrepeñas por urbanizaciones, tiendas de campaña y bañistas en abundancia. Para quien desee saber algo más de cuanto en este su viaje veraniego contemple, van estas líneas dedicadas.

En un suave recuesto al pie de alto cerro, en las proximidades del Tajo, y en plena Alcarria de olivos y tomillares, se encuentra Sacedón, cuyo origen muy remoto se pierde en la noche de los tiempos. Quieren las tradiciones que fuera lugar importante y muy poblado de iberos y luego de romanos. El caso es que sólo consta su existencia cierta en la Baja Edad Media, en que aparece como aldea de la jurisdicción de Huete, formando parte de su Común de Villa y Tierra. A esta población alcarreña, tan importante durante, los siglos medievales y aun posteriores, se halla ligado Sacedón en su primera historia. Después, en 1553; se independiza adquiriendo del Emperador Carlos I el título de Villa por sí, con jurisdicción propia. Título que fue confirmado por reyes posteriores, y especialmente por Felipe V en 1742. Fue a partir del siglo XVII mayorazgo de la casa del Infantado, y en el XVIII, durante la, guerra de Sucesión, sufrió tantos destrozos que quedó prácticamente despoblado. Hoy ha conseguido levantar notablemente su economía y actividad, debido en gran parte a la construcción en su término del embalse de Entrepeñas y la consiguiente creación, a lo largo de centenares de kilómetros de costa, de numerosos complejos urbanísticos y de recreo.

En Sacedón debe admirar el viajero su iglesia parroquial, con portada de severas líneas clasicistas, gran torre, prismática, y un interior de tres naves y cúpulas nervadas, con un coro alto a los pies del templo y gran capilla mayor. Sus muros están desnudos por destrucción en la guerra civil de 1936‑39 de sus obras de arte. La iglesia de todos modos, sufrió a lo largo de los siglos varios incendios y reconstrucciones, y aunque es de construcción en el siglo XVII, en el XIX se volvió a reedificar en gran parte. También en el pueblo se conserva la ermita de la Cara de Dios, obra muy sencilla del siglo XVIII en la cual se veneraba, dentro de un retablo barroco, un trozo de lienzo de pared con un rostro pintado, que según la tradición había aparecido milagrosamente dibujado al clavar sobre una pared el puñal de un blasfemo. Todo ha sido destruido en la guerra civil de 1936‑39.

En lo alto del cerro de la Coronilla, y como obsequio de la Confederación Hidrográfica del Tajo al terminar las obras de los embalses de Entrepeñas y Buendía, en 1956 se erigió un grandioso monumento al Sagrado Corazón de Jesús, que consta de alto graderío, arcadas de piedra y sobre ellas un pedestal que sirve de peana a una estatua de Cristo de cinco metros y medio de altura, teniendo 23 metros todo el monumento. Fue su autor Domingo Díaz‑Ambrona, y el escultor de la imagen el murciano Nicolás Martínez.

El embalse de Entrepeñas, obra magna de la ingeniería hidráulica española, se construyó para producción de energía eléctrica represando las aguas del do Tajo en un lugar especialmente angosto de su trayecto. Lugar que ya desde muy antiguo estaba rodeado de leyendas por lo tenebroso de su entorno. En la parte baja de las llamadas «peñas del Infierno» se encuentra aún el viejo puente de piedra que cruzaba el río. El panorama, a pesar de la construcción del embalse, residencias y jardines accesorios, continúa siendo de inolvidable belleza. Fueron terminadas las obras en 1956, acudiendo, a su inauguración el general Franco. La cola del embalse alcanza unos 50 kilómetros de longitud sobre el Tajo, creando varios centenares de kilómetros de costa, al introducirse las aguas por diversos valles, formando calas y rincones rodeados de montes y pinares en los que han surgido infinidad de urbanizaciones y núcleos residenciales. Turísticamente ha sido bautizado el embalse de Entrepeñas como el «Mar de Castilla» y «Costa de la Miel», sirviendo sus aguas para la práctica de la pesca (lucio, carpa) y los más variados deportes náuticos.

Simplemente como recuerdo, es preciso mencionar cómo en el término de Sacedón, a ocho kilómetros de la villa, en un valle afluente del Guadiela, se encontraban los baños que fueron aprovechados desde la más remota antigüedad por los romanos (que los llamaron Thérmida), por los árabes (Salam‑bir) y luego por muchos otros personajes, como el Gran Capitán, que en ellos curó del reumatismo que padecía. Desde el siglo XV aproximadamente, a Sacedón se le ponía el apellido «de los Baños» pues la fama de éstos fue creciendo, hasta que en el siglo XIX comenzó a utilizarlos la familia real española, que acudió por primera vez a ellos en 1814. Fernando VII decidió construir allí un palacio y, una colonia que llamó La Isabela en honor de su esposa la reina Isabel de Braganza. El lugar fue rápidamente acondicionado, poblándose con una urbanización perfecta, con rectas calles, anchas plazas y edificios magníficos. De todo ello queda sólo algún plano y unas cuantas fotografías, pues desapareció bajo las aguas del embalse de Buendía, en las que los submarinistas pueden encontrar el espectáculo inédito de un poblado borbónico cubierto de algas y tamizado de la grisácea luz de las profundidades acuáticas.