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julio, 1978:

Viaje románico a Sauca

El capitel de los sacerdotes en la iglesia parroquial romanica de Sauca

 En una jornada de este verano caluroso y desocupado, nos hemos acercado a la localidad de Saúca, a la orilla de la carretera nacional núm. II, un poco antes de Alcolea del Pinar. En. Saúca nos encontramos con un pueblo de honda raíz medieval, en el que la mayoría de los edificios se han deteriorado en su pureza con el tiempo y el pasar de las civilizaciones, y tan sólo el templo parroquial, magnífico ejemplar de arquitectura religiosa románica, se ha conservado para nuestro gozo estético. Aparte de los abandonos y las restauraciones, más o menos afortunadas, que ha sufrido el edificio a lo largo de su historia, es hoy por hoy uno de los más puros ejemplos de iglesias románicas rurales de la tierra de Guadalajara. Su gran espadaña de sillar rojizo, su masa firme e ingenua, su ábside cuadrado, su magnífico atrio orientado al sur y a poniente, todavía tabicado en parte. En su costado meridional, de acceso principal a la iglesia, vemos una serie de capiteles como remates de sus columnas, que en la mayoría de los casos tienen por tema hojas de acanto y otras soluciones vegetales de gran sencillez y buen arte. En dos de ellos vemos iconografía de gran interés que va a centrar hoy nuestro comentario.

Son los dos capiteles extremos del lado izquierdo de la entrada en este pórtico meridional. Al fondo de la arcada, junto al macizo esquinero, se ve adosado al mismo un medio capitel, en cuya doble cara aparece, por una parte, la figura borrosa y ya deteriorada de lo que podría ser un monje o un pastor, con un animalillo al lado. Más bien parece tratarse de esta segunda posibilidad, pues el capuchón que lleva el hombre se utilizaba, y se ha utilizado hasta hace poco tiempo, por los pastores de esta fría tierra. Junto a él, puede tratarse de un cordero el animal que aparece. La otra parte del capitel es ocupada por un ángel de grandes y modeladas alas, que sostiene en sus manos una delgada cruz. Se trata indudablemente del arcángel San Miguel, que en el período románico viste todavía una simple túnica.

Nuestra atención se centra, sin embargo, en el capitel de esta ala del atrio que vemos junto a la puerta. En realidad se trata de un doble capitel, que remata las columnas pareadas de la arcada. Breve collarín en la unión con este elemento, y sencillo cimacio moldurado sin interés. En la cara interna vemos, en cada uno de los capiteles, sendas figuras humanas, seguramente masculinas, que nos sorprenden desde el primer momento de su contemplación, por su indumentaria de clara raíz visigótica. Pequeños seres con gran cabeza, en un canon de proporciones tosco y propio de la época románica, en el medio rural, en que se ubica el templo. Peinan larga cabellera redondeada y visten túnica abierta por delante en pico y rayada en sentido vertical. Se trata de la prenda llamada armilausa, que tanto se usó en el período visigodo y aun en los siglos VIII y IX. San Isidoro, en sus Etimologías (XIX, 22‑28), la describe someramente: Armilausa vulgo vocata quod retro divisa atque aperta est… señalando ese carácter de partida y abierta por delante y detrás. Esta túnica abierta de raíz visigoda se usó también en el reino asturiano. En un relieve del interior de Santa María del Naranco se ve representada. Y de un modo puro y muy claro lo tenemos en un capitel del templo visigodo de San Pedro de la Nave, en una miniatura de un antifonario de la catedral de León, e incluso en varios códices del siglo X, en los que el arte mozárabe se muestra claro heredero de los modismos altomedivales. La prenda carece de tradición en el mundo romano.

Encontrar en este capitel de Saúca, tallado hacia comienzos del siglo XIII, dos figuras vestidas con la armilausa, prenda tan característica del período visigodo, no deja de sorprender grandemente. La explicación no parece difícil. El tallista no pudo inspirarse en los vestidos de sus contemporáneos. La capa, el pellote, la saya y la aljuba, que tan profusamente se viste en el siglo XIII, no tienen ningún parecido con estas túnicas. Lo más probable es que el artista recordara algún capitel de otro templo visigodo, o, mejor aún, tuviera ante sus ojos, al tallar este capitel, una miniatura en que aparecieran figuras con este hábito tan remoto. Su intención fue, claramente, la de representar dos sacerdotes de antiguos tiempos; dos figuras que estuvieran, con nitides, fuera de su propia época. Quizás intentando poner en Saúca un par de sacerdotes de la antigua Ley, un par de profetas. Esto ya es elucubrar con exceso. Quede el dato apuntado.

Las otras caras de este par de capiteles muestran sendas escenas que vienen a corroborar la sospecha de tratarse de una copia de algún antiguo códice manuscrito y miniado. En la parte externa del doble capitel vemos una figura angélica señalando con su dedo índice derecho a una mujer que alza su diestra y recoge en su mano izquierda el manto sosteniendo un libro. La iconografía parece ser bastante clara en el sentido de representar la Anunciación de María por el arcángel San Gabriel. Figuras, posturas e incluso el modismo de ese dedo índice señalando son fuertes razones para ver en esta escena uno de los primeros ejemplos de Anunciación románica. ¿No podría tratarse, pues que de copia de miniaturas visigodas o mozárabes estamos hablando, de una representación de la Mujer del Apocalipsis junto a uno de sus ángeles? ¿Incluso de la conversación de San Juan y el Ángel que en el Beato de la Catedral  de Gerona aparece con una disposición muy parecida? No es probable. Sabemos que la iconografía de la Anunciación ya existe en los códices del siglo X, en su disposición más clásica. Y así, en el folio 201 v. de la Biblia Sacra de la catedral de León vemos una escena de la Anunciación muy parecida a la de los Comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana, en la Catedral de Gerona, folio 15. Son dos ejemplares del siglo X. Doscientos años más tarde se clarifica este tema. Y así, por ejemplo, lo vemos muy similar al del capitel de Saúca en el Libro de Sentencias, de Pedro Lombardo, folio 171 v., de la catedral de Tortosa.

La última parte del capitel comentado se constituye por otro tema muy caro a los miniaturistas medievales. Se trata de un par de seres fabulosos, dos animales extraños que tanto gustan y, al mismo tiempo, asustan a las gentes del Medievo. Un dragón y una bicha alada que parecen haber salido de algún bestiario coloreado en algún códice antiquísimo. Tras estos ejemplos comentados del capitel de la iglesia de Saúca, no nos queda duda de cómo los tallistas románicos del siglo XIII utilizaron para sus obras los códices miniados de siglos anteriores o, incluso, del suyo propio como fuente de iconografía para sus capiteles. El sentido total de esta pieza, si es que lo tiene, resulta de momento muy oscuro y difícil de concatenar en sus diferentes figuras. Perola belleza plástica de esas imágenes sencillas y rudas, expresivas y aleccionadoras, nos desbordan la mirada y se quedan prendidas rara siempre en el corazón viajero.

Viaje al Doncel de Sigüenza

 

En este verano andariego que estamos tratando de atravesar, se han ido nuestros pasos hasta Si­güenza. Esperamos que también los tuyos, lector, atraviesen el há­lito de sombra fresca que las na­ves de la catedral seguntina pres­tan al viajero, y lleguen hasta la portada de esa capilla secular, olorosa a piedra vieja, mágica y temblorosa en que se recuesta el Doncel. En este viaje, que tiene muchas caras luminosas y oscu­ras, se nos presentan varios te­mas que, ante el tallado alabas­tro, nos proponemos:

La historia de una familia

La capilla de San Juan y Santa Catalina, en la que reposa el Don­cel y su familia, está situada en el testero de la nave de la Epís­tola, incluida en el muro de le­vante. Larga es su historia, e interesante. Desde los primeros días de construcción de la cate­dral, en el siglo XII, ese hueco lo ocupaba uno de los primitivos ábsides. Allí se daba culto al mártir Santo Tomás de Canterbury, desde los siguientes años de su muerte. Aquí fueron ente­rrándose los prelados seguntinos, y en el siglo XIV fue cedida a la familia de los de La Cerda. Los enterramientos de esta familia desaparecieron en el siglo XV, a finales, cuando el Cabildo donó la capilla a la familia de los Ar­ce, que aquí dejaron sus cuerpos bajo numerosas lápidas y esta­tuas. Los fundadores fueron don Fernando de Arce, comendador de Montijo, y su mujer doña Ca­talina de Sosa, quienes reposan en enterramiento exento en el centro de la capilla, frente a su altar mayor. Murieron a comien­zos del siglo XVI. El hijo de am­bos fue don Fernando de Arce obispo de Canarias, que construyó un magnífico enterramiento-­mausoleo en estilo plateresco, y él mismo se encargó de hacer construir el mausoleo y estatua de su hermano don Martín Váz­quez de Arce, «el Doncel muer­to en la guerra de Granada, y pri­mer habitante pétreo del actual conjunto. Los abuelos del Doncel también tienen aquí sus tallados enterramientos: Don Martín Vázquez de Sosa, y doña Sancha Váz­quez, muertos a mediados del si­glo XV, y aquí trasladados a fi­nales de dicha centuria.

La capilla posee una bella por­tada de piedra tallada por el es­cultor Francisco Baeza, con es­cena de Adoración de los Magos en su tímpano. La cierra una grandiosa reja de hierro, obra del artista gótico Juan Francés.

La obra de arte

La estatua del Doncel es una obra de arte única en el mundo, muy estimada. Fundamentalmente por su actitud, que encierra la ambivalencia de un carácter me­dieval: genuino: guerrero e intelectual. Y también por la elegan­te y perfecta factura de la esta­tua, orlada de un conjunto ornamental muy acorde. La actitud del muerto es de vid: no yace frío, como el resto de sus familiares, pura carne yerta, pasto de muerte. El Doncel está represen­tado con vida, recostado cómoda­mente, atento a la lectura de un libro que sostiene entre sus manos, presto en su vestimenta pa­ra la batalla. Gran naturalidad y dulzura surge de las líneas medidas de esta talla. Representación fidedigna de una realidad ideal. El artista ha rescatado la vida del cuerpo de un joven. Y la ha puesto en piedra, la ha eternizado.

Una serie de símbolos cercan al Doncel: la fama caballeresca (pues es caballero, guerrero, santiaguista, y así va vestido y deno­tado), la fe en la otra vida, el pro­fesado fervor religioso que cua­ja, en esa lectura (de un libro sa­grado, de un comentario religio­so con toda seguridad), por lo que todo buen caballero lucha en el Medievo; y la nostalgia, la poé­tica relación que en su epitafio luce, y nos recuerda la granada juventud en que muere, «… finó en edat die XXV años … » y el do­lor de su padre al recoger la des­trozada animosidad de su vásta­go»… cobró en la hora su cuerpo Fernando de Arze su padre, y se­pultólo en esta su capilla…» Otros símbolos concretos dan más luz sobre la personalidad del Doncel, o sobre la que el ar­tista, quiso perpetuarle. Apoya su codo derecho, sobre un haz de laureles: ante la banalidad de la gloria eterna, el laurel significa la riqueza del espíritu caballeresco, el triunfo terrenal, la victoria. A sus pies, un león, que habla de la Resurrección que espera, de la otra vida, larga, eterna, que al  caballero valiente, luchador y religioso le está reservada, en la fe de Cristo. El paje que a sus pies medita triste, significa el dolor de su familia y amigos, de sus criados y pueblo por su muerte. Fama, religión y nostalgia, doble­ mente simbolizada en esta obra de de arte.

Literatura y sociología

En 1916, a poco de empezar Ortega y Gasset a publicar su «Espectador», dedicó unas líneas a la estatua de «el Doncel de Sigüenza». Líneas breves y medidas asombradas, en que decía la antítesis de la estatua y el personaje, que unía el coraje a la dialéctica. Luego, a lo largo de este siglo XX, el más largo y brutal de la historia de la Humanidad, han sido varias las voces que han encontrado, en el Doncel recursos válidos para hacer literatura. Y han rodeado su talle pétreo las mayores idioteces junto a sesudas y profundas apreciaciones. Lo indudable es que cuantos ante él han posado, vieron que los minutos se iban, insuficientes de atesorar tanta calma, tanto mensaje humano, tanto pálpito misterioso de honda vida, radiante desde la faz petrosa de una estatua mortuoria. Ante el Doncel, cualesquiera persona, por alta o baja raigambre que tenga, por corto o largo entendimiento que posea, quedará preso, paralizado, inquieto: las dudas de su propia vida surgirán, el escalofrío de su razón de ser le hará señas desde la piedra a la carne, desde la carne al alma. Incita a meditar. Aunque luego no salga ningún resultado válido. Lo valioso en esta vida, sin embargo, es lo que inquieta y pregunta; no lo que nos da resuelto un problema. El Doncel, como estatua, es la mejor de todas: porque lejos de dar una simple imagen bella, escarba el corazón, y le levanta en dudas.

El enigma del autor

Y de las dudas a la ignorancia: no sabernos quién talló esta estatua. Opiniones ha habido para todos los gustos. Que si fue algún italiano, que si la escuela de Toledo, y hasta un nombre probable se dio no hace mucho: el de Sebastián de Almonacid, maestro tallista, toledano, pero con taller en Guadalajara. El papel que diga, bien claro, que fulano de tal talló esta estatua, está aún por descubrir. Es, por tanto, otro enigma de los muchos que rodean a esta estatua de fines del siglo XV. A ella viajamos, ante ella nos detenemos. El Doncel es un símbolo, un tópico, una obra de arte para admirar siempre.

Jornadas de Protección del Patrimonio

 

En las jornadas de debate so­bre la Cultura en Guadalajara, que el mes pasado se desarrolla­ron en el palacio del Infantado de nuestra ciudad, a muchos sor­prendió el carácter demasiado general, y en ocasiones totalmen­te ajeno a la cultura, de las cues­tiones que allí se plantearon, y como hubo temas de gran im­portancia en este campo que ape­nas si se tocaron. Fue uno de ellos el relativo al patrimonio ar­tístico de nuestra provincia, de importancia suma, y que tras un secular abandono, comienza a preocupar y merecer la atención de cada vez un más numeroso grupo de nuestras gentes.

Tras largos años de trabajo en este campo, he perseguido siem­pre, como motor fundamental de actuación, dar a conocer a todos los alcarreños cuantas cosas no­tables encierra nuestra tierra, tanto en el aspecto monumental, de paisajes, de festejos y costum­bres, como en lo histórico y le­gendario. Con el objeto de que, al proporcionar un conocimien­to, se fueran despertando inquie­tudes, querencias, fuerzas y accio­nes que vinieran a defender lo que tenemos. El resultado, aun­que lentamente, va dejándose ver. Cada día es mayor el número de gentes que buscan un pueblo, una ruina, una iglesia, una histo­ria que conocer y palpar. Y tam­bién cada día son más los que se preocupan porque todo esto se conserve y mejore.

Son varios, y de diversa índo­le, los problemas que actualmen­te afectan al patrimonio artísti­co en nuestra provincia. Es uno de ellos, precisamente, esa falta de conocimiento, esa falta de sistematización u ordenamiento en la clasificación de lo existente, y que tantas veces lleva a una imposibilidad de defender aquello que bien lo merece. Por tanto, una de las cosas que se necesitan de manera inmediata, es la rea­lización de un Catálogo, o inclu­so un precatálogo o inventario a modo de fichero, de cuantos edi­ficios, obras de arte, incluso pai­sajes, existen en nuestra provin­cia con la categoría y el valor su­ficientes como para permanecer por siempre entre nosotros y las generaciones que nos sigan. Pa­rece ser que el Ministerio de Cultura, ya convencidos de esta imperiosa necesidad de clasificar y catalogar, de una vez por to­das, nuestro patrimonio artístico, se están dando los pasos inicia­les para llevarlo a cabo. Espere­mos que sea pronto, y la voz de Guadalajara sea escuchada tam­bién en esta hora de hacer un tra­bajo verdaderamente útil.

Pero se añade otro problema, y es el de salvar algunos edificios, monumentos y entornos, que es­tán en trance de perderse. Algu­nos son Monumentos Nacionales, así clasificados de manera ofi­cial. Otros, simplemente, son pie­zas valiosas que deben ser salva­das. En una visión de urgencia, podemos recordar aquí algunos de estos monumentos para los que, en repetidas ocasiones, se han levantado voces pidiendo ra­zonadamente su rápida y vital restauración: la capilla de Luís de Lucena; la iglesia parroquial, románica, de Pinilla de Jadra­que; las ruinas cistercienses de Monsalud, sobre las que se acaba de publicar un libro entero; o el artesonado mudéjar de la igle­sia de Moratilla de los Meleros, del que también muy reciente­mente se ha publicado un com­pleto estudio, a cargo de Pedro J. Lavado, en el núm. 5 de la re­vista «Wad‑al-hayara». Otros mu­chos ejemplos podrían ponerse, pero quizás en un orden de prio­ridades, antela inminencia de un peligro cierto, urgente, estos son los temas que están sobre el ta­pete.

La mera aplicación de la luz en lo que se refiere a las villas y ciudades que son conjunto histórico‑ artístico, evitaría desmanes y destrozos de lo que debería ser cuidado con mimo por sus propios habitantes. En tanto que la ciudad de Sigüenza cuida con mimo el respeto por su ambiente clásico, otros pueblos llegan a pensar, incluso, en la posibilidad de desembarazarse de su titulación de Conjunto Histórico‑Artístico, que, según piensan, sólo les reporta problemas y molestias. El respeto en la construcción de nuevas obras no sólo debería tenerse en los pueblos oficialmente declarados conjuntos histórico‑artísticos, sino en todos aquellos que encierran un sabor, un valor de tipismo o autoctonía a respetar. No hace mucho facilitamos al Ministerio de la Vivienda una completa lista o precatálogo de aquellos pueblos y entornos urbanos y rurales que, aún sin ser declarados monumentos o conjuntos histórico‑artísticos, deberían ser respetados estrictamente en su totalidad y en sus partes. Mucho me temo que aquello no haya sido tornado muy en cuenta. Un racional urbanismo (que no lleva gastos constructivos, sino que supone previsiones para el futuro) sería lo más conveniente a tener en cuenta en orden a la salvaguarda de nuestro patrimonio artístico.

La hora de las restauraciones, de las puestas en valor de antiguos edificios, de las limpiezas de retablos e imágenes, de la creación de buenos y educativos museos, deberá esperar aún. Porque son tantas las cosas a hacer (recordamos ese gran palacio de Pastrana, con sus artesonados magníficos; el castillo de Pioz, tan manejable si hubiera dinero para rehacerlo; los retablos de Peñalver y Fuentelencina, soberbiamente platerescos; el museo de arqueología y el de artes populares…) que marca solamente el pensarlas. Pero bueno será también tener ideas claras, proyectos razonables, clara visión de futuro y posibilidades.

No quisiera acabar este breve repaso a nuestro patrimonio artístico provincial, sin dedicar un recuerdo, sin dar un toque de atención respecto a ese otro patrimonio importantísimo, y muy abandonado, cual es el documental. De Guadalajara es mucha la historia que se conoce, pero aún es más grande el caudal de noticias que se han perdido para siempre. Meta de invasores y revolucionarios fue siempre el saqueo y quema de los archivos. Como si con ello se pretendieran borrar ancestrales y quiméricas culpas. El proyecto que el Gobierno tenía hace unos meses, y que no sabemos si ha llegado a desarrollar, de hacer desaparecer los archivos referentes a las actividades, servicios y acusaciones de los españoles en el régimen anterior, era auténticamente suicida. La quema de la historia supone dejar mudo al pasado; privar de fuentes de trabajo a futuras generaciones; mutilarnos. La falta de visión objetiva que da el presente, se obvia con el paso de los años y los siglos. Esta manía destructiva se practicó en la guerra de la Independencia, en la Desamortización, en la guerra civil de 1936‑39, y aun después se hicieron piras sonadas con papeles y archivos. Incluso en nuestra provincia.

Y todo esto se debe proteger, guardar hasta el último papel, considerando a todos los archivos, sean del tenor que sean, como entes y servicios públicos, de libre acceso (excepto aquellos; que puedan relacionarse con la seguridad del Estado y su defensa exterior o interior). En la provincia de Guadalajara hay hoy buenos archivos (el Histórico Provincial, magníficamente organizado y acrecentado en los últimos años; el Capitular de Sigüenza, el Diocesano; los de diversas parroquias y ayuntamientos) en los que se refleja la historia, incluso la más mínima pero también importante, de nuestra tierra y nuestras gentes. También el Ministerio de Cultura debería clasificar, catalogar y conocer a fondo todos ellos, y darlos una utilidad total, hacerlos válidos para el estudio y el mejor conocimiento del pasado.

Es por ello que pedimos una atención mayor a nuestro patrimonio artístico… pero también reclamamos la atención que merece ese patrimonio documental, tan abandonado hasta ahora, y que tanta importancia tiene para el futuro.

Viaje a Chiloeches

 

Quizás por su gran proximidad a Guadalajara capital, la villa de Chiloeches ha sido muy pocas veces protagonista de la crónica histórico-­artística de nuestra tierra. Y sin embargo, bien lo merece. Aprovecharemos un atardecer de este calenturiento verano en que ahora estamos, para hacer una rápida, pero con seguridad inolvidable, visita a Chiloeches.

Encajonado en un estrecho barranco que reúne las torrenteras que desde la Alcarria van a dar en la campiña del Henares, el pueblo de Chiloeches presenta hoy un aspecto de pulcritud y limpieza que le ha hecho acreedor en los últimos años a varios importantes premios de adecentamiento de núcleos de población. Su nombre es de raíz vascongada, y viene a significar «la casa de piedra». Desde los tiempos de la reconquista fue aldea de Guadalajara, formando parte de su Común de Villa y Tierra. En la jurisdicción de esta ciudad continuó, y bajo el directo señorío real, hasta el siglo XVII, en que todos los vecinos decidieron separarse de Guadalajara, pagando para ello una cantidad de propia compra a las arcas reales. Ocurría esto en 1626, y ya en 1640 estaban tan agobiados los vecinos por causa del pago de los censos y créditos en que se habían metido, que no tuvieron más remedio que venderse a don Manuel Alvarez Pinto, quien se declaró señor de Chiloeches y los caseríos de Albolleque y Celada. Este se lo vendió luego a don Juan de San Felices y Guzmán, caballero de Alcántara y consejero de Castilla, quien recibió del rey Carlos II, en 1692, el título de primer marqués de Chiloeches, que fueron heredando sus sucesores hasta el siglo presente. Ayudó este señor mucho al pueblo, y éste le cedió terreno para hacerse un palacio, trabajando en las obras del mismo. El trabajo de sus habitantes se centró en la agricultura y la artesanía del esparto, dedicándose hoy al trabajo industrial en la vega del Henares.

En el cerro de «El Castillo» que aparece a la salida del valle de Chiloeches, y que tiene todo el aspecto de un antiguo castro ibérico, se han encontrado importantes restos arqueológicos, consistentes en tumbas, ajuares y restos cerámicos.

La iglesia parroquial es de la advocación de Santa Eulalia. Se trata de un edificio de sillería de piedra caliza, con alta y monótona torre sobre el muro de poniente y sencilla puerta de ingreso, de arco semicircular de lisas dovelas, en el muro norte, en el que se apoyan varios contrafuertes. En el interior, de tres naves, se ven las columnas cilíndricas con basa adosada de molduras y capiteles toscanos sobre los que apoyan amplios arcos de medio punto. U. capilla del baptisterio, bajo la torre, se abre a la nave izquierda por arco de medio punto, y se cubre con bóveda de horno, de buena labra de cantería.

La iglesia es obra del siglo XVI, y en ella trabajaron diversos canteros y maestros de obra acreditados en la zona campiñera, aunque de origen complutense, arriacense, o montañés. La torre comenzó a levantarla Juan García de Solórzano, pero se hundió, y hubo de encargarse de ella el maestro de cantería Pedro Medina, o Medinilla, como se le conoce en muchos documentos, que fue quien la concluyó en 1570. La construcción del templo se debe a Alonso Sillero, Diego Orejón y Juan de Ballesteros. En su interior no queda nada de interés, excepto una dalmática carmesí, con cenefas azules, obra del bordador Antonio Rodríguez; en 1579.

A la salida del pueblo, está la casona de los marqueses de Chiloeches, obra estimable y muy bien conservada, del siglo XVIII, con portada de sillares almohadillados, gran escudo de armas sobre ella, y paramentos de aparejo de sillar y ladrillo, con buenas rejas en las ventanas, y un evocador jardín ante ella.

Sobre el pueblo se construyó hace años un mirador rústico, al que se llega por empinado camino que nace a media cuesta de la carretera que lleva al Pozo y Pioz, y desde el que se contemplan extensos y magníficos panoramas, lo mismo que desde las curvas que va haciendo dicha carretera al ascender hacia la meseta.

En el término se encuentra, bajando hacia el Henares, el caserío de Albolleque, de resonancias árabes en su nombre, Existió desde muy antiguo, y perteneció en el siglo XVI a la familia de los Guzmanes de Guadalajara, que construyeron su pequeña iglesia, pasando luego a ser pertenencia de los marqueses de Chiloeches. Hoy es propiedad particular, y está en gran parte reconstruido, sirviendo de base de una gran explotación agraria.

Viaje al Monasterio de Buenafuente

 

El viaje al lejano monasterio de Buenafuente del Sistal, en lo más recóndito de la serranía del alto Tajo, ya ha sido emprendido por muchos. Renovado siempre, pues cada visita muestra un aspecto nuevo de aquel enclave, llega ahora una nueva ocasión para cuantos ya lo conocen, o para aquellos que aún no se han decidido a arribar a su altura. El próximo sábado, día 15, a las seis y media de la tarde, los Amigos de Buenafuente organizan, en el recinto de la iglesia románica del monasterio, un concierto de órgano a cargo del maestro italiano Giorgio Questa, que recorre el mundo con un órgano musical que ha construido él mismo de acuerdo a los más puros criterios artesanales de los antiguos siglos. Será, pues, una ocasión inigualable para llegar al monasterio del Cister y palpar no sólo su historia y concentrada vida, sino el significado espiritual y multitudinario que hoy posee.

Para cuantos hagan este primer Viaje al monasterio de Buenafuente, conviene vayan nutridos de algunas ideas elementales que le centren en sus diversos aspectos. Situado en la margen derecha del río Tajo a gran altura dominando su hondo barranco espeso de pinos. Sabemos de su existencia ya en el año 1176, ocupado por caballeros franceses canónigos regulares de San Agustín, que comenzarían la construcción de la iglesia monasterial y del cenobio en sí. Algunos años después, y tras varios cambios de dueño (el arzobispo toledano don Rodrigo Ximénez de Rada; los señores de Molina, etc.) fue en 1246 cuando doña Sancha Gómez (mujer del tercer conde o señor de Molina) hizo nueva fundación de este monasterio, dándoselo a la Orden del Cister, y poniendo monjas bernardas, procedentes de Casbas (Huesca), las cuales aún mantienen viva esta medieval llama de espiritualidad.

Durante algunos años del siglo XV fue ocupado el monasterio por los monjes cistercienses de Santa María de Huerta, que siempre ejercieron sobre Buenafuente una cierta soberanía directriz, para que en aquellos años de la Baja Edad Media llegaran a expulsar a las monjas, que hubieron de refugiarse en su humilde posesión de Alcallech, junto a Aragoncillo.

Desde los primeros años de su estancia las monjas de Buenafuente tuvieron anchas posesiones en la zona, recibiendo donativos de las gentes comarcanas; exenciones de impuestos y aun grandes ayudas monetarias de los señores de Molina; favores reales y el fervor de los molineses orientado a su Cristo de la Buena Fuente, talla románica maravillosa que aún se conserva.

La pobreza evangélica de la actual comunidad de monjas cistercienses sólo conserva de la antigua pujanza el edificio noble del monasterio. Su iglesia es un auténtico monumento, huella del medievo, que tuvo carácter de edificio aislado, y al que se le fueron añadiendo las construcciones del claustro y dependencias monasteriales en su costado sur. Esta iglesia está construida en el siglo XIII dentro de un estilo románico que desentona del que estamos acostumbrados a ver en nuestra provincia. Esa iglesia grande de altísima bóveda apuntada, de una sola nave escoltada ‑de adosados arcos formeros, y que en un principio estuvo aislada del monasterio, es trasunto fiel del estilo cisterciense francés que desde el siglo anterior se extiende hacia el Sur desde el centro de Francia. Opinión ésta que corrobora el ábside cuadrado escoltado por un par de fortísimos machones, y las dos puertas de entrada (la del Sur incluida en la clausura) cuyas archivoltas escuetas están enmarcadas por acusadas columnas y dintel recto. Un par de interesantes ventanales del estilo en el ábside y algunos capiteles toscos y primitivos en sus portadas hacen de esta iglesia un conjunto dé sumo interés dentro del abigarrado muestrario del arte románico en nuestra tierra. La bóveda del presbiterio o capilla mayor muestra restos de pintura en los que fácilmente se adivina un Pantocrátor rodeado de los cuatro evangelistas. Hoy se están realizando obras de restauración y consolidación del monasterio, y así, junto a la apertura de la puerta románica del muro norte, y habilitación al culto de la capilla de la «buena fuente», se rehace el claustro de época gótica, que poco a poco había venido cediendo bajo el peso de los siglos.

En el interior del monasterio, se conserva todo el archivo de documentos y libros que son testimonio de su historia tan larga e interesante.

El dato más importante, en orden a la visión completa de este cenobio cisterciense, en el que llevan habitando las monjas bernardas más de setecientos años, es el hecho de que hace unos años estuvo a punto de desaparecer, emigrando las religiosas y siendo vendido todo el conjunto a particulares. Su capellán actual, don Ángel Moreno, tuvo el valor y el tesón de conservarlo, reuniendo junto a la lejana institución un nutrido y entusiasta grupo, los Amigos de Buenafuente que han establecido allí un lugar de meditación y vida espiritual, habilitando como residencia parte del antiguo monasterio, y realizando reuniones y encuentros espirituales de ancho fruto. En este mes de julio viene repitiéndose, desde hace tres años, la fiesta musical en su iglesia. En ocasión anterior fue Narciso Yepes quien con su guitarra dio más luz a la penumbra sagrada del templo románico. En este verano del 78 será el italiano Questa con su órgano medieval quien pondrá melodía a la piedra antigua y un poso de entusiasmo y eterno recuerdo para el viajero que por primera, o por enésima vez, se acerque a Buenafuente.