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marzo, 1978:

Otra vez la capilla de Luís de Lucena

 

Varias veces he tocado el tema de la capilla de Luís de Lucena en estas páginas. Lo mismo que han hecho otros buenos alcarreños y personas preocupadas por la conservación y salvaguarda del patrimonio artístico arriacense. Si mi método de actuación en este campo fue siempre de triple manera, pero escalonada, con tres puntos que considero básicos: dar a conocer, estudiar, divulgar lo que se tiene; valorarlo en su justa medida, y, finalmente, defenderlo en cuanto vale y con los medios que se tengan, en esta ocasión, y con respecto a la capilla de Luís de Lucena creo que ya hemos caminado, y con amplitud, por estas tres veredas. Porque su estudio lo planteé en profundidad en el número 2 de la revista Wad‑al‑hayara, publicando un trabajo exhaustivo fotográfico de su arquitectura, planos, detalles característicos, y techumbres, haciendo además una revisión y consideración de esta valiosa colección de pinturas, y esbozando su programa simbólico, dentro del humanismo erasmiano de la segunda mitad del «siglo XVI español. Poco después, y en diversos artículos en estas páginas, calibraba el valor que esta capilla y sus pinturas tienen. Muchos otros antes lo habían hecho, y todos llegaron a la unánime conclusión de que este edificio constituye pieza única, por su arquitectura y decoración, en el campo del arte renacentista, pues la época de su construcción (hacia 1540) y el estilo mudéjar, popular en su raíz, pero elaborado y meditado por un médico y arquitecto humanista: como era el doctor Luís de Lucena, sorprenden con tan dispar inicio y feliz maridaje. Pero las pinturas que, ya en la segunda mitad del siglo XVI, colocó Rómulo Cincinato en su techumbre, combinando escenas del Antiguo Testamento, con imágenes de Sibilas y Profetas, en un equilibrio, tan propio de la época, que rezuma conceptos y prácticas de espiritualidad riquísima, completan aún la imagen y el valor auténtico que de único en el mundo ha recibido este monumento, y no solamente por humildes escritores y panegiristas locales, sino por autores nacionales y aun, europeos, cuyas citas no expongo por no alargarme demasiado.

Pues bien, después de esos dos pasos previos que son el conocimiento y la valoración, se ha presentado el de la conservación del edificio. Su abandono es palpable desde que en el siglo XIX se derribó la iglesia de San Miguel a la que esta capilla era aneja, y entonces se salvó de la ruina de pura casualidad. Catalina García y Diges Antón lucharon para que fuese declarada Monumento Nacional. Se cerraron sus abiertos arcos, para preservar su interior de los elementos atmosféricos, acentuando así el proceso de destrucción de las pinturas por la humedad acumulada en el interior. En los años que van de 1920 a 1970, las pinturas de la techumbre sufrieron más desperfectos que en toda su historia anterior. El Dr. Layna Serrano, a la vista del progresivo abandono y ruina, clamó con su recia y en muchas ocasiones atendida voz. Aquí sus gritos cayeron en el más absoluto de los vacíos. En los últimos años, dentro de mis escasas posibilidades, he realizado gestiones en uno y otro campo (Dirección, General de Bellas Artes, Diputación, Ayuntamiento) e incluso la Comisión Provincial del Patrimonio Artístico ha hecho demandas oficiales en el mismo sentido. Aparte algunas palabras de apoyo, nada más ha recibido este monumento.

Por eso, cuando hace sólo unos meses nuestro Ayuntamiento, generosamente, se decidió a proteger esta capilla, tapando alguna gotera del tejado, y limpiando de humedades la plazoleta aneja, que echaba a los cimientos del monumento verdaderos torrentes de agua, tocamos alborozados las campanas del optimismo. Que se aumentó cuando, pocas fechas después, en un pleno del Ayuntamiento se nos anunciaba la dedicación de cierta importante cantidad para la atención a este edificio. Nuestra ilusión se ha desvanecido rápidamente, sobre todo tras la visita del Excmo. señor n1inistro de Obras Públicas, Vivienda y Urbanismo, señor Garrigues Walker, quien ha declarado qué, aparte otras subvenciones, para, remozar e iluminar varios edificios singulares de nuestra ciudad, concedía al Ayuntamiento una cantidad de más de tres millones de pesetas para arreglar el entorno de la capilla de Luís, de Lucena.

Teniendo en cuenta que este en tomo o plazal que rodea al monumento fue arreglado hace años, y que, aparte del problema de las humedades, ya en vías de solución, ninguna necesidad tenía de remodelación, verdaderamente nos ha sorprendido que el dinero, del presupuesto se dedique al entorno, cuando el monumento, la capilla, el auténtico protagonista, está en condiciones de alarmante ruina (hace pocos días se ha hundido su escalera interior, según me han comunicado). Se nos ha explicado y razonado que la Dirección General de Arquitectura sólo emplea sus presupuestos restauradores en monumentos o entornos que no estén declarados como Monumentos Nacionales, para no entrar en conflicto con las atribuciones de la Dirección General del Patrimonio Artístico. Lo cual, si desde un punto de vis­ta administrativo es comprensible, desde el nivel de visión del hombre de la calle, del español de a pie que le interesa cuanto atañe al patrimonio artístico de su tierra, esto no tiene explicación posible: el problema por mucho razonamiento administrativo con que se le intente mostrar, sigue teniendo un, cariz absurdo, y si es el Gobierno ‑encargado de la administración de los bienes del Estado‑ quien no aprovecha razonablemente los recursos que se le confían, por un problema de competencias entre altos organismos su imagen ante el pueblo puede quedar erosionada. Porque si a esta magnífica capilla mudéjar‑renacentista le está haciendo falta una urgente restauración ‑y son muchos los que así opinan‑ el dedicar un presupuesto, conseguido tras muchas súplicas y razonadas propuestas, a remodelar los jardines que la rodean puede aparecer como una medida de poco meditada políti­ca.

En cambio, si con ese dinero, se realizara lo que auténticamente urge, y para lo que ya existen estudios previos, a saber: saneamiento de las humedades del firme de la capilla; adecentamiento y consolidación de sus muros, apertura de sus arcos, cubriéndolos de cristaleras y devolviendo al monumento su primitivo carácter; restauración total de sus pinturas, y acondicionamiento de su interior y piso alto para sala de exposiciones, biblioteca, centro social de algún grupo cultural, etc., el éxito de la operación sería total, y el pueblo de Guadalajara, y, el de toda España, habrían recuperado para siempre un edificio singular y único.

Porque si el problema como se nos, dijo en estos pasados años, es, que, no había dinero, pues a callar, y a esperar. Pero habiendo millones, gastarlos en jardincitos…

Meditación en Molina

 

El viajero ha llegado a Molina, la de los Caballeros, aquellos que rodearon a su primer señor y conde don Manrrique, aquellos también que hicieron, en centenar, guardia de honor y de guerra a su señora la condesa doña Blanca. Un aspecto encontrado luce sobre el horizonte: un castillo rojizo y señero, alto y vibrante, se enfrenta a un poblado hondo, tranquilo, de oscura pintura, y a ciertos edificios desmandados y disonantes. Van surgiendo, en su caminar, esbozos leves del pasado: un puente de moldeada piedra, suave, a la pisada del peregrino; una iglesia conventual de ábside románico, donde se escucha pálido el cantar de las monjas; algún caserón barroco, de escudos el frontón cuajado, sus interiores olorosos a humedades y a madera; un ancho plazal sobre el que bullen las torres de la iglesia antigua de Santa María, y el Ayuntamiento, y el palacio de los marqueses de Embid; un paseo por el Adarve, en la tarde triste de invierno; un casino a tope de antiguos molineses que juegan a las cartas, toman café y charlan de pensiones; y  entre las calles hondas, oscuras, frías, se van dando la mano las sastrerías y las iglesias, alguna delegación oficial y muchas casas vacías..El viajero, al caminar por Molina, la antigua de los Caballeros, se estremece y medita.

Porque esta ciudad silenciosa y recoleta, es la capital de una comarca con una extensión de algo más de tres mil kilómetros cuadrados, noventa núcleos de población, una altura media de 1300 metros, y poco  más de 18.000 habitantes para toda ella de los cuales alrededor del 10 % solamente son menores de 14 años. Una tierra cargada de historia, de caminos, de montes, y monumentos, pero que se puede considerar casi despoblada (6 habitantes por kilómetro cuadrado) y en la que falta la risa y el empuje de los niños.

El viajero ha oído contar de los 850 años que lleva en marcha su historia, fecunda y magnífica. De la creación de un Señorío independiente por parte de un gran magnate castellano: Don Manrrique de Lara, quien Poseyendo el territorio en calidad de «señorío de behetría» lo dejó a sus descendientes hasta que una tataranieta suya casó con un rey de Castilla (María de Molina con Sancho IV) y pasó la tierra entera a este reino poderoso. Y ha oído, también del valor de sus habitantes, de las figuras insignes que de sus pueblos han salido dando lustre a muchas parcelas de la realidad  hispana. Y ha aprendido las formas de vivir, los modos de gobernarse, escuchando de algunos el recuerdo de los Fueros que su primer señor, en el lejano siglo XII, concedió con ventajas para fomentar el asentamiento. Ha pasado el viajero sus botas y sus retinas por todo el Señorío molinés: ante los viejos castillos de Embid y Zafra ha soñado peleas irreales; ante las hoces tenebrosas y bellas del Gallo y el Tajo ha sentido el poder inmenso de la naturaleza; y en el páramo libre de Tortuera y de Tartanedo se ha estremecido de frío ante la ventisca, volviendo luego al calor de los hogares de Checa, de Hinojosa, de Corduente, cuando la ventisca se estrella en los esquinazos de brillante sillar, y los viejos cuentan historias de guerras, de ayudas, de ideas que tuvieron y no han sido realidad.

En este revoltijo que, al fin, se le forma en la cabeza al viajero, emergen algunas ideas que ahora danzan en las bocas de los molineses, y aún en los papeles de la provincia a que pertenecen. Y junto al tema de lo necesario que sería ayudar a la instalación de explotaciones agrícolas, forestales y ganaderas, en tradición auténtica de la región, escucha el tema de implantar una Junta Provisional de Gobierno, con bandera propia y petición  de antiguos, de medievales fueros. Se mezcla la cabal petición de auténticas, de reales oportunidades para que el trabajo de estos hombres pueda poner en marcha nuevamente una comarca riquísima, con la idea flotante y bizca de una autonomía que, apoyada en pergaminos medievales, la llevaría ni se sabe a qué triste y marfileño encastillamiento.

El viajero, que siempre intentó meterse bien dentro de esta tierra única, de captar sus mil reflejos, de propagar sus infinitas posibilidades, piensa que el camino es otro. Que si una integración de siglos con la Castilla fuerte no le ha hecho sino restar posibilidades, sólo en el planteamiento serio y digno, de una cooperación con la Patria toda conseguirá levantar de una vez por todas a Molina. Que en el regionalismo responsable está la solución, y no en el separatismo de pandereta.

Y con estas ideas el viajero sigue su camino, Con un escalofrío en el espinazo, y un cálido latido en el corazón. Molina volverá a crecer, está seguro, porque así lo quieren todos sus hijos, y ellos son la sal mejor de aquella tierra

Las salinas en nuestra provincia

 

Repasando el temario históri­co relativo a nuestra provincia, vemos que existen una serie de motivos, personajes, épocas o pueblos que son una y otra vez traídos a colación, examinados y tratados exhaustivamente, mien­tras otros, que también son muy interesantes, apenas nadie los re­cuerda. Uno de estos temas olvi­dados, pero con grandes posibi­lidades de estudio en su torno quisiera hoy poner a la conside­ración de mis lectores, con la es­peranza de que entre ellos surja quien valientemente realice su análisis a fondo: me estoy refi­riendo a las explotaciones de sal que en nuestra Provincia todavía existen, y que en siglos pasados fueron importantes fuentes de ri­queza.

Tres grupos de salinas o cen­tros salineros existen fundamen­talmente en nuestra provincia. Otros más pequeños, aislados y ya abandonados se prestarían a ser incluidos en el amplio análi­sis que propongo, pero hoy los dejamos de lado. Estos tres cen­tros principales están situados, el primero entre Sigüenza y Atien­za (las salinas de Imón, Gorme­llón y Bujalcayado), el segundo, en el Ducado (de Medinaceli an­tiguamente), con las salinas de Riba de Saelices, Saelices de la Sal y La Loma) y el tercero en el Señorío de Molina (Salinas de Armayá).

Las salinas de Imón son famo­sas desde la más remota antigüe­dad. Se sitúan en el curso del río Salado, que antes pasa por el va­lle de Riba de Santiuste, dejan­do también a trechos su huella mineral. Más abajo viene a dar las salinas de Gormellón, situa­das en el camino de Santamera poco antes de entrar el río en su estrecha garganta rocosa. Las sa­linas de Bujalcayado, que asien­tan en lo hondo del breve valle presidido por el lugar de tal nom­bre se enmarcan en el mismo sistema hidrográfico que las an­teriores.

Las Salinas del Ducado tam­bién tuvieron gran importancia en remotos siglos, llegando a dar nombre a dos pueblos: Riba de Saelices, y aun Saelices de la Sal, en el que asienta el comple­jo más grande de este tipo de explotación hidro‑geológica. En el cauce del río Salado, en término de La Loma, y junto a los dos anteriores pueblos, también se extrae el blanco elemento.

En Molina las salinas de Arma­yá se sitúan sobre el cauce del arroyo Bullones. Surtieron de sal al señorío desde los primeros si­glos de su poblamiento, y alcan­zaron gran prosperidad poste­riormente.

La huella de unas y otras ha quedado en los documentos his­tóricos.

La lentitud y dificultad de las comunicaciones en siglos pasados, que dificultaban la lle­gada de la sal desde sus explota­ciones marinas, hizo que se apro­vecharan al máximo los ríos y arroyos que, por arrastrar clo­ruro sódico desde sus manaderos subterráneos, podían proporcio­nar abundante sal en el interior del territorio. Así en los docu­mentos reales, eclesiásticos y particulares que se refieren a la historia de Guadalajara, apare­cen en numerosas ocasiones re­ferencias a las salinas. Las de la proximidad de Atienza fueron ad­ministradas por los Reyes de Castilla, regalando de vez en cuando a los nobles, obispos y monasterios, algunas parcelas de la ganancia. También fueron rea­les las del Ducado, y las de Mo­lina pertenecían a sus señores, que ya sabemos fueron los Reyes de Castilla desde el siglo XIII. Sus rentas, cuantiosísimas, eran donadas en parte a instituciones religiosas o a particulares. Sería una hermosa tarea ir recogiendo documentación referida exclusi­vamente a esta industria saline­ra, y las oscilaciones de su rique­za y explotación, así como el cam­bio de dueños, a lo largo de los siglos.

La huella de las salinas en la nomenclatura geográfica ha sido también notable y merece ser es­tudiada. Recordemos ahora que en Guadalajara capital, el camino que venía desde Alcalá por el va­lle del Henares, tras cruzar el puente del río, se dividía en dos, bordeando a la ciudad por levan­te y poniente. El de levante, que abrazaba al caserío por el borde norte del barranco del Alamín, era el llamado camino salinero pues por allí venía la sal desde el ducado cifontino. En la misma villa de Cifuentes rodeada de murallas durante siglos, unas de sus puertas, que aún en parte se conserva a levante del pueblo, era llamada «la puerta salinera», pues por ella entraba el camino de Saelices, por el que gran parte del tráfico que discurría estaba relacionado con la explotación de sus salinas.

Las huellas que en todos estos lugares quedan de la antigüedad son también sumamente intere­santes, y merecedoras de un es­tudio completo. Amplias extensio­nes de pequeños estanques, con su estructura de grandes piedras rodadas, caminos, compuertas, etc. y sus construcciones para el almacén de los aperos y de la sal recogida, están aún en perfecto estado tal como en el si­glo XVIII, durante el reinado de los primeros Borbones, se construyeron en un afán de potenciar todo este tipo de industrias que dieran trabajo a mayor número de personas, y riqueza a la zona. Así, aún podemos ver el gran edificio de las salinas de Ar­mayá, de mitad del siglo XVIII, en un estilo arquitectónico fun­cional y muy bello; de planta ca­si cuadrangular, de unos 40 me­tros de lado, su interior es muy diáfano y todo el armazón de la techumbre va visto y sostenido por 24 grandes columnas, cada una de una sola pieza de made­ra, escuadradas, y una altura las más altas del centro, de unos 14 metros. El tejado es a dos aguas, con durmientes muy largos. Los muros son de cal y canto, y pre­senta como protección para las tensiones laterales unos contra­fuertes exteriores en forma de bóvedas de medio cañón. En la parte que da a los manantiales sa­linos (al sur) presenta un gran porche cubierto, donde descar­gaban los carros de sal. La cum­brera tiene un leve chaflán en los dos extremos, que la convierte en cubierta a tres aguas. Este mis­mo tipo de construcción gigan­tesca y airosa al mismo tiempo, se repite en las salinas del Duca­do, y en las de Atienza, pues to­das son de la misma época, y aún quizá, pensamos, de la misma mano diseñadora.

Entre las más pequeñas explo­taciones salineras, recordemos especialmente las de La Inespera­da, junto al río Tajo, en las espesuras que van del Hundido de Armallones a la desembocadura del río Ablanquejo. Aprovechan la salinidad de un pequeño arro­yo que vierte al Tajo, y muestran también su encanto, aunque ya abandonadas, al viajero que «in­esperadamente», se las encuentra en aquel remoto lugar.

Es tema éste que, aunque inha­bitual y casi olvidado de todos merece también una atención por parte de los estudiosos, una visita por la de los viajeros y tu­ristas, una preocupación por la de autoridades que han de cuidar de la conservación de un patri­monio arquitectónico y social, que, como éste, es testigo fiel ‑­todavía muy bien conservado- de pasadas épocas.

Molina de los Caballeros

 

En esta hora de la alegría preautonómica, en la que cada región, y cada pueblo trata de acentuar aquello que le diferencia de los demás, en vez de aplicarse a investigar aquello otro que les une, han surgido voces heterogéneas que tratan de llevamos, a los guadalajareños en bloque, a uno y otro lugar, cuando hace tanto tiempo que sabemos perfectamente dónde estarnos. Ante el lamentable confusionismo creado, el espíritu cantonal se estimula, y algunas comarcas de nuestra provincia, claman ya por incorporarse a otras regiones, con un prurito independentista que me atrevería a calificar, con el mejor de los atributos, de lamentable. No caeré en la fácil tentación de dar mi opinión en este asunto. Pues que estamos en democracia, ya se sabe que cada persona es un voto. Y flojo es el peso que puede hacer el mío, metido en una urna con todos los demás de mis paisanos.

No es opinión. Es, simplemente, un informe. Que tampoco me ha pedido nadie. Pero que me creo en la obligación de dar ante resoluciones que pudieran tener escasa firmeza y nulo anclaje en la realidad. De Molina se lleva hablando varias semanas, y, aparte ciertas razones y argumentos en pro de sus particularidades, del necesario arranque económico a que por su riqueza se hace acreedora, y de la peculiaridad socio-histórica que le caracteriza, cosas que son claras como la luz del día, alguna voz se ha oído, y en la capital del Señorío con más insistencia todavía, en el sentido de que la comarca molinesa, cuya capital es Molina de Aragón, deberá solicitar su ingreso en :el ente, preautonómico aragonés.

Debe quedar, sin embargo, bien claro, que el Señorío de Molina ha sido siempre parte integrante de Castilla. Que el apellido de Aragón que lleva su capital es meramente accidental, y que su nombre debería ser cambiado por el auténtico que durante varios siglos ostentó de Molina de los Caballeros. Sirvan de prueba estos breves y resumidos datos.

Las sierras y páramos que hoy forman el histórico señorío molinés, fueron tierra de moros bajo señores que, a medias independientes, eran tributarios de los de Toledo, Valencia y aun del Cid Campeador en los últimos tiempos. Su integración en los territorios cristianos es confusa y se pierde en la nebulosa, documental en este caso, de los tiempos. Porque no existen documentos concretos. Se dice clásicamente que fue Alfonso I de Aragón quien en 1129 la conquistó, pasando luego a don Manrrique de Lara en virtud de juicio hecho por él en la disputa que sobre el territorio mantenían los reyes de Castilla y Aragón. Esto es pura leyenda para contar al amor de la lumbre. El hecho real es que, en 1137, aparece como señor del territorio un noble castellano, don Manrrique Pérez de Lara, quien lo tiene en calidad de behetría de linaje, modo particular y característico de muchos señoríos castellanos de la Edad Media, consistente en que podía ser señor de él cualquier miembro de la familia gobernante, elegido entre todos los pobladores del territorio. No era, como puede parecerle a algunos a primera vista, un sistema democrático, sino una manera inteligente de afirmar y asegurar el señorío en manos de un individuo con amplio consenso entre los súbditos, evitando revueltas y partidismos.

El primer señor, don Manrrique de Lara, fue el más importante caballero de la Corte castellana en los reinados del gran Alfonso VII y de Sancho III teniendo a su cargo la niñez de Alfonso VIII, y muriendo frente a Fernán Ruiz de Castro por mantenerla. Tuvo el cargo de alférez real, y poseyó las tenencias, de diversas ciudades: Ávila, Baeza, Atienza y Almería. Fue señor, en calidad de Conde, de Molina, cuyo castillo reconstruyó, y a sus, pies edificó una hermosa villa, levantando la primera iglesia, de Santa María del Conde,­ otorgando un Fuero muy notable y generoso en 1154, en el que ya se instituía el  Común de Villa y Tierra de Molina, y dándola el sobrenombre de los Caballeros en recuerdo de los que junto a él formaban su corte de leales colaboradores y, entes guerreros: Pedro Pardo, Pedro de la Cueva, Pedro de Cuéllar, Alvar Ruiz de Tolsantos, Gonzalo Pérez de Siónes, Gonzalo Funes, y otros varios, quienes, en torno de don Manrrique, alentaron el primer pálpito de esta Molina de los Caballeros, noble y única en el conjunto de las tierras de Castilla.

En su gobierno sucedieron sus hijos y nietos. Terminando el siglo XIII, exactamente en 1293, la condesa doña María de Molina, al, casar con el rey castellano Sancho IV el Bravo, transmitía el dominio de la comarca al titular de la Corona de Castilla. Si durante siglo y medio fue independiente bajo señores estrechamente ligados a la monarquía castellana, a partir de ese momento fue uno de los títulos más queridos de los reyes de Castilla y luego de España.

¿De dónde, pues, le viene el sobrenombre de Aragón? Fue así: En 1369, Enrique II de Trastámara, para premiar servicios a los nobles que le habían ayudado en su llegada violenta al trono, regaló al francés Beltrán Du Guesclin, entre otras muchas cosas, el señorío de Molina. Pero el Común de Villa y Tierra no le admitió: querían tener por señor al Rey de Castilla, y no admitían intrusos impuestos. No escuchó Enrique sus ruegos, y a poco, en 1370, los molineses entregaron el señorío al rey de Aragón, Pedro IV, quien no despreció el regalo. Cambió entonces el nombre: Molina de Aragón fue llamada, quizás para herir el amor propio, si es que lo tenía, de Enrique II. Pero sólo, cinco años duró esta situación, pues en 1375, en la concordia de Almazán, en que se capitularon las bodas de la hija del aragonés, doña Leonor, con él infante de Castilla don Juan, Molina quedó entre los títulos del príncipe castellano. Y aún luego, muchas otras veces, el Común de Villa y Tierra peleó cabalmente por evitar que el Señorío fuese dado a otras personas que no fuesen los Reyes castellanos. En diciembre de 1475, la reina doña Isabel la Católica juró no apartar nunca el señorío de Molina de su corona, permaneciendo en las tierras de Castilla bajo los Austrias y los Borbones.

Son razones estas, bastante claras y poderosas para justificar, no sólo la permanencia de Molina en tierras castellanas, sino el cambio de nombre por el auténtico de Molina da los Caballeros, con el que desde su misma fundación fue conocida, quitando ese apelativo de Aragón que le fue puesto por haber pertenecido tan sólo cinco años (de los 841 que ya va durando su historia) al reino vecino, y que sólo sirve para crear confusiones en las gentes, y aun para que algunos de sus mismos naturales puedan errar en su óptica socio‑histórica en esta hora preautonómica, en que la alegría no debe desbancar en ningún momento a la seriedad