Las salinas en nuestra provincia

sábado, 11 marzo 1978 0 Por Herrera Casado

 

Repasando el temario históri­co relativo a nuestra provincia, vemos que existen una serie de motivos, personajes, épocas o pueblos que son una y otra vez traídos a colación, examinados y tratados exhaustivamente, mien­tras otros, que también son muy interesantes, apenas nadie los re­cuerda. Uno de estos temas olvi­dados, pero con grandes posibi­lidades de estudio en su torno quisiera hoy poner a la conside­ración de mis lectores, con la es­peranza de que entre ellos surja quien valientemente realice su análisis a fondo: me estoy refi­riendo a las explotaciones de sal que en nuestra Provincia todavía existen, y que en siglos pasados fueron importantes fuentes de ri­queza.

Tres grupos de salinas o cen­tros salineros existen fundamen­talmente en nuestra provincia. Otros más pequeños, aislados y ya abandonados se prestarían a ser incluidos en el amplio análi­sis que propongo, pero hoy los dejamos de lado. Estos tres cen­tros principales están situados, el primero entre Sigüenza y Atien­za (las salinas de Imón, Gorme­llón y Bujalcayado), el segundo, en el Ducado (de Medinaceli an­tiguamente), con las salinas de Riba de Saelices, Saelices de la Sal y La Loma) y el tercero en el Señorío de Molina (Salinas de Armayá).

Las salinas de Imón son famo­sas desde la más remota antigüe­dad. Se sitúan en el curso del río Salado, que antes pasa por el va­lle de Riba de Santiuste, dejan­do también a trechos su huella mineral. Más abajo viene a dar las salinas de Gormellón, situa­das en el camino de Santamera poco antes de entrar el río en su estrecha garganta rocosa. Las sa­linas de Bujalcayado, que asien­tan en lo hondo del breve valle presidido por el lugar de tal nom­bre se enmarcan en el mismo sistema hidrográfico que las an­teriores.

Las Salinas del Ducado tam­bién tuvieron gran importancia en remotos siglos, llegando a dar nombre a dos pueblos: Riba de Saelices, y aun Saelices de la Sal, en el que asienta el comple­jo más grande de este tipo de explotación hidro‑geológica. En el cauce del río Salado, en término de La Loma, y junto a los dos anteriores pueblos, también se extrae el blanco elemento.

En Molina las salinas de Arma­yá se sitúan sobre el cauce del arroyo Bullones. Surtieron de sal al señorío desde los primeros si­glos de su poblamiento, y alcan­zaron gran prosperidad poste­riormente.

La huella de unas y otras ha quedado en los documentos his­tóricos.

La lentitud y dificultad de las comunicaciones en siglos pasados, que dificultaban la lle­gada de la sal desde sus explota­ciones marinas, hizo que se apro­vecharan al máximo los ríos y arroyos que, por arrastrar clo­ruro sódico desde sus manaderos subterráneos, podían proporcio­nar abundante sal en el interior del territorio. Así en los docu­mentos reales, eclesiásticos y particulares que se refieren a la historia de Guadalajara, apare­cen en numerosas ocasiones re­ferencias a las salinas. Las de la proximidad de Atienza fueron ad­ministradas por los Reyes de Castilla, regalando de vez en cuando a los nobles, obispos y monasterios, algunas parcelas de la ganancia. También fueron rea­les las del Ducado, y las de Mo­lina pertenecían a sus señores, que ya sabemos fueron los Reyes de Castilla desde el siglo XIII. Sus rentas, cuantiosísimas, eran donadas en parte a instituciones religiosas o a particulares. Sería una hermosa tarea ir recogiendo documentación referida exclusi­vamente a esta industria saline­ra, y las oscilaciones de su rique­za y explotación, así como el cam­bio de dueños, a lo largo de los siglos.

La huella de las salinas en la nomenclatura geográfica ha sido también notable y merece ser es­tudiada. Recordemos ahora que en Guadalajara capital, el camino que venía desde Alcalá por el va­lle del Henares, tras cruzar el puente del río, se dividía en dos, bordeando a la ciudad por levan­te y poniente. El de levante, que abrazaba al caserío por el borde norte del barranco del Alamín, era el llamado camino salinero pues por allí venía la sal desde el ducado cifontino. En la misma villa de Cifuentes rodeada de murallas durante siglos, unas de sus puertas, que aún en parte se conserva a levante del pueblo, era llamada «la puerta salinera», pues por ella entraba el camino de Saelices, por el que gran parte del tráfico que discurría estaba relacionado con la explotación de sus salinas.

Las huellas que en todos estos lugares quedan de la antigüedad son también sumamente intere­santes, y merecedoras de un es­tudio completo. Amplias extensio­nes de pequeños estanques, con su estructura de grandes piedras rodadas, caminos, compuertas, etc. y sus construcciones para el almacén de los aperos y de la sal recogida, están aún en perfecto estado tal como en el si­glo XVIII, durante el reinado de los primeros Borbones, se construyeron en un afán de potenciar todo este tipo de industrias que dieran trabajo a mayor número de personas, y riqueza a la zona. Así, aún podemos ver el gran edificio de las salinas de Ar­mayá, de mitad del siglo XVIII, en un estilo arquitectónico fun­cional y muy bello; de planta ca­si cuadrangular, de unos 40 me­tros de lado, su interior es muy diáfano y todo el armazón de la techumbre va visto y sostenido por 24 grandes columnas, cada una de una sola pieza de made­ra, escuadradas, y una altura las más altas del centro, de unos 14 metros. El tejado es a dos aguas, con durmientes muy largos. Los muros son de cal y canto, y pre­senta como protección para las tensiones laterales unos contra­fuertes exteriores en forma de bóvedas de medio cañón. En la parte que da a los manantiales sa­linos (al sur) presenta un gran porche cubierto, donde descar­gaban los carros de sal. La cum­brera tiene un leve chaflán en los dos extremos, que la convierte en cubierta a tres aguas. Este mis­mo tipo de construcción gigan­tesca y airosa al mismo tiempo, se repite en las salinas del Duca­do, y en las de Atienza, pues to­das son de la misma época, y aún quizá, pensamos, de la misma mano diseñadora.

Entre las más pequeñas explo­taciones salineras, recordemos especialmente las de La Inespera­da, junto al río Tajo, en las espesuras que van del Hundido de Armallones a la desembocadura del río Ablanquejo. Aprovechan la salinidad de un pequeño arro­yo que vierte al Tajo, y muestran también su encanto, aunque ya abandonadas, al viajero que «in­esperadamente», se las encuentra en aquel remoto lugar.

Es tema éste que, aunque inha­bitual y casi olvidado de todos merece también una atención por parte de los estudiosos, una visita por la de los viajeros y tu­ristas, una preocupación por la de autoridades que han de cuidar de la conservación de un patri­monio arquitectónico y social, que, como éste, es testigo fiel ‑­todavía muy bien conservado- de pasadas épocas.