Las salinas en nuestra provincia
Repasando el temario histórico relativo a nuestra provincia, vemos que existen una serie de motivos, personajes, épocas o pueblos que son una y otra vez traídos a colación, examinados y tratados exhaustivamente, mientras otros, que también son muy interesantes, apenas nadie los recuerda. Uno de estos temas olvidados, pero con grandes posibilidades de estudio en su torno quisiera hoy poner a la consideración de mis lectores, con la esperanza de que entre ellos surja quien valientemente realice su análisis a fondo: me estoy refiriendo a las explotaciones de sal que en nuestra Provincia todavía existen, y que en siglos pasados fueron importantes fuentes de riqueza.
Tres grupos de salinas o centros salineros existen fundamentalmente en nuestra provincia. Otros más pequeños, aislados y ya abandonados se prestarían a ser incluidos en el amplio análisis que propongo, pero hoy los dejamos de lado. Estos tres centros principales están situados, el primero entre Sigüenza y Atienza (las salinas de Imón, Gormellón y Bujalcayado), el segundo, en el Ducado (de Medinaceli antiguamente), con las salinas de Riba de Saelices, Saelices de la Sal y La Loma) y el tercero en el Señorío de Molina (Salinas de Armayá).
Las salinas de Imón son famosas desde la más remota antigüedad. Se sitúan en el curso del río Salado, que antes pasa por el valle de Riba de Santiuste, dejando también a trechos su huella mineral. Más abajo viene a dar las salinas de Gormellón, situadas en el camino de Santamera poco antes de entrar el río en su estrecha garganta rocosa. Las salinas de Bujalcayado, que asientan en lo hondo del breve valle presidido por el lugar de tal nombre se enmarcan en el mismo sistema hidrográfico que las anteriores.
Las Salinas del Ducado también tuvieron gran importancia en remotos siglos, llegando a dar nombre a dos pueblos: Riba de Saelices, y aun Saelices de la Sal, en el que asienta el complejo más grande de este tipo de explotación hidro‑geológica. En el cauce del río Salado, en término de La Loma, y junto a los dos anteriores pueblos, también se extrae el blanco elemento.
En Molina las salinas de Armayá se sitúan sobre el cauce del arroyo Bullones. Surtieron de sal al señorío desde los primeros siglos de su poblamiento, y alcanzaron gran prosperidad posteriormente.
La huella de unas y otras ha quedado en los documentos históricos.
La lentitud y dificultad de las comunicaciones en siglos pasados, que dificultaban la llegada de la sal desde sus explotaciones marinas, hizo que se aprovecharan al máximo los ríos y arroyos que, por arrastrar cloruro sódico desde sus manaderos subterráneos, podían proporcionar abundante sal en el interior del territorio. Así en los documentos reales, eclesiásticos y particulares que se refieren a la historia de Guadalajara, aparecen en numerosas ocasiones referencias a las salinas. Las de la proximidad de Atienza fueron administradas por los Reyes de Castilla, regalando de vez en cuando a los nobles, obispos y monasterios, algunas parcelas de la ganancia. También fueron reales las del Ducado, y las de Molina pertenecían a sus señores, que ya sabemos fueron los Reyes de Castilla desde el siglo XIII. Sus rentas, cuantiosísimas, eran donadas en parte a instituciones religiosas o a particulares. Sería una hermosa tarea ir recogiendo documentación referida exclusivamente a esta industria salinera, y las oscilaciones de su riqueza y explotación, así como el cambio de dueños, a lo largo de los siglos.
La huella de las salinas en la nomenclatura geográfica ha sido también notable y merece ser estudiada. Recordemos ahora que en Guadalajara capital, el camino que venía desde Alcalá por el valle del Henares, tras cruzar el puente del río, se dividía en dos, bordeando a la ciudad por levante y poniente. El de levante, que abrazaba al caserío por el borde norte del barranco del Alamín, era el llamado camino salinero pues por allí venía la sal desde el ducado cifontino. En la misma villa de Cifuentes rodeada de murallas durante siglos, unas de sus puertas, que aún en parte se conserva a levante del pueblo, era llamada «la puerta salinera», pues por ella entraba el camino de Saelices, por el que gran parte del tráfico que discurría estaba relacionado con la explotación de sus salinas.
Las huellas que en todos estos lugares quedan de la antigüedad son también sumamente interesantes, y merecedoras de un estudio completo. Amplias extensiones de pequeños estanques, con su estructura de grandes piedras rodadas, caminos, compuertas, etc. y sus construcciones para el almacén de los aperos y de la sal recogida, están aún en perfecto estado tal como en el siglo XVIII, durante el reinado de los primeros Borbones, se construyeron en un afán de potenciar todo este tipo de industrias que dieran trabajo a mayor número de personas, y riqueza a la zona. Así, aún podemos ver el gran edificio de las salinas de Armayá, de mitad del siglo XVIII, en un estilo arquitectónico funcional y muy bello; de planta casi cuadrangular, de unos 40 metros de lado, su interior es muy diáfano y todo el armazón de la techumbre va visto y sostenido por 24 grandes columnas, cada una de una sola pieza de madera, escuadradas, y una altura las más altas del centro, de unos 14 metros. El tejado es a dos aguas, con durmientes muy largos. Los muros son de cal y canto, y presenta como protección para las tensiones laterales unos contrafuertes exteriores en forma de bóvedas de medio cañón. En la parte que da a los manantiales salinos (al sur) presenta un gran porche cubierto, donde descargaban los carros de sal. La cumbrera tiene un leve chaflán en los dos extremos, que la convierte en cubierta a tres aguas. Este mismo tipo de construcción gigantesca y airosa al mismo tiempo, se repite en las salinas del Ducado, y en las de Atienza, pues todas son de la misma época, y aún quizá, pensamos, de la misma mano diseñadora.
Entre las más pequeñas explotaciones salineras, recordemos especialmente las de La Inesperada, junto al río Tajo, en las espesuras que van del Hundido de Armallones a la desembocadura del río Ablanquejo. Aprovechan la salinidad de un pequeño arroyo que vierte al Tajo, y muestran también su encanto, aunque ya abandonadas, al viajero que «inesperadamente», se las encuentra en aquel remoto lugar.
Es tema éste que, aunque inhabitual y casi olvidado de todos merece también una atención por parte de los estudiosos, una visita por la de los viajeros y turistas, una preocupación por la de autoridades que han de cuidar de la conservación de un patrimonio arquitectónico y social, que, como éste, es testigo fiel ‑todavía muy bien conservado- de pasadas épocas.