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abril, 1975:

La caza del jabalí

 

En el repaso general de las artes en la provincia de Guadalajara, es el estilo románico el que con más fuerza y amplitud cubre nuestra rural geografía, depositando ejemplares, en general sencillos y de humilde traza, por los cuatro costados de nuestras comarcas, en un plazo de tiempo que media entre la mitad del siglo XII y el promedio de la siguiente centuria. Sobre este modo de hacer arquitectónico, tan característico de la época medieval y de tan universal aceptación como prueba de una no perdida cultura, escribió el doctor Layna Serrano, cronista provincial de Guadalajara, un libro que trata de las manifestaciones del arte románico en nuestra tierra, y que es justamente estimado por cuantos se han dedicado al estudio de este estilo artístico.

Una de las iglesias descritas en dicho libro, y que figura justamente entre sus páginas como uno de los más acabados ejemplos de arquitectura medieval, es la de Campisábalos, pueblecito situado al Norte de nuestra provincia, en las estribacíones meridionales de la llamada Sierra de Pela, que nos separa de la vecina Soria, y para cuyo entorno hemos reivindicado una concepción conjunta de su arquitectura románíca.

Aquí, en Campisábalos, en el muro sur de la capilla de San Galindo, aparece tallado en la piedra un completo y sencillísimo mensario, con la representación de los meses del año por medio de diversas faenas agrícolas y ganaderas. Muy desgastados ya por el transcurso de los siglos; lluvias y rigores de pedradas chiquilleriles, amén de la poca pericia que como tallista dejó evidenciada el autor de la obra escultórica, hacen difícil su exacta interpretación. A la derecha de los doce meses, aparecen dos escenas que se salen de la ronda anual, y vienen a ser exponente de dos características actividades medievales. Una de ellas es una pareja de caballeros justando en un torneo. La obra, que reproducimos junto a estas líneas, interpretó el Dr. Layna Serrano como escena doméstica típica: un aldeano conduce a una gruesa hembra de cerdo, a la que acompañan dos lechoncillos, uno de los cuales parece estar encima de ella, dado el ingenuo modo de representar la escem por el artista, que lo habría hecho de una manera vertical.

Tras haber visto aquello por primera vez, creímos que la interpretación del Dr. Layna no estaba en lo cierto, inclinándonos enseguida por juzgar aquello como una escena de caza del jabalí, deporte tan popular en nuestro bajo Medievo, y tan fácil de practicar en aquélla zona por la abundancia de dichos animales. Nuestra teoría, que sólo se basaba en la sospecha, ha quedado recientemente demostrada tras visitar detenidamente la ermita de Tiermes, unos kilómetros al norte, aunque ya en la provincia de Soria, y comprobar que una escena idéntica se halla representada, con mucha mayor nitidez y pericia, en uno de los capiteles de la galería porticada.

Dicho templo, el más importante arquitectónica e iconográficamente de la sierra de Pela, fue construido en 1182, y sus tallas realizadas por un tal «Martín», heredero directo del arte ornamental románico del monasterio de Silos. De sus muchos temas tallados en capiteles, tres fueron copiados bastante fielmente por el autor de la iglesia de Campisábalos: el sagitario cazando trasgos, la lucha de dos caballeros medievales, y esta escena de la caza del jabalí, que en Tiermes adquiere un realismo y una veracidad extraordinarias: sobre el gran animal salvaje, caracterizado por su masa cárnica, su cabezota feroz y su crin sobre el espinazo, cae un perro mordiendo su cuello, y otro atacando sus patas traseras, mientras un aldeano clava su lanza, por delante, al animal, y otro personaje, al final del grupo, hace sonar una trompa de caza. La escena es reproducida, con idéntica distribución, en el friso de Campisábalos, sin que pueda caber ya ninguna duda acerca de su identificación.

Charlando en aquel lugar, hace un mes, junto a las ruinas arévacas de Termancia, con el guarda de las ruinas y un sobrio pastor soriano, pudimos comprobar cómo hoy todavía se utiliza la misma técnica, sencillísima y efectiva, para cazar estos grandes animales que, en verdaderas manadas, pueblan actualmente aquellos solitarios territorios: con un par de bravos perros, una lanza y una buena dosis de sangre fría y amor a la aventura, se puede repetir una y otra vez la misma escena que en el capitel de la ermita, tallado hace ahora 800 años, se representa.

Breve nota ha sido ésta, que esperamos haya contribuido a completar, un poco más, el interesantísimo y rico conjunto que el arte románico conforma en la provincia de Guadalajara. En este caso concreto, sobre el territorio de la sierra de Pela, de características interprovinciales muy peculiares.

El alcázar de Molina

 

Molina de Aragón, la capital del Señorío, está presidida por uno de los castillos más hermosos y ge­nialmente dispuestos del país. El relato de su historia es el relato de la de sus señores y vasallos. Desde que a comienzos del siglo XII creó el Señorío molinés don Manrique de Lara, dando Fuero al pueblo y tierras de su contorno, comenzaron a levantarse murallas, torres y al­menas, como expresión máxima de un poder sobre la tierra en torno.

Don Manrique fue quien, quizás aprovechando el viejo y decrépito alcázar árabe, comenzó a levantar la fortaleza, que es, por tanto, de construcción totalmente cristiana y occi­dental. A pesar de su aspecto arabizante y alcazareño, el castillo de Molina de Aragón es concepto y masa nacida de manos castellanas.

Es muy probable que fuera primeramente levantada la llamada torre de Aragón, que es el bastión que corona la ladera norte del pueblo, y que, asomándose hacia la cuenca del Jalón lejano, domina amplísimas extensio­nes de terreno. Probablemente fuera el rey don Ramiro de Aragón quien iniciara esta construcción, con idea de fortificar y dominar el paso de su reino al de Castilla, pues sólo con ese edificio bastaba para sus fines. El conde don Manrique, sin embargo, y a tenor de su asentamiento defini­tivo como señor de Molina, comenzó a levantar torres y murallas.

Sus descendientes, los condes don Pedro, don Gonzalo y doña Blanca, se dedicaron a reforzarlo e ir completando detalles. Esta última, quinta en la lista de los señores molineses, puso su energía bien patente en mu­chas actividades de la ciudad del Gallo. Fundó templos y construyó mo­nasterios. Peleó cuando hizo falta y no cejó en la tarea de engrandecer a Molina y su territorio por todos los medios a su alcance.

De la época de doña Blanca es la iglesia que en el recinto del al­cázar molinés, junto a la llamada torre del reloj, hubo durante siglos. Al siglo XIII pertenecen, pues, los restos que de este templo netamente románico se han encontrado en las excavaciones llevadas a cabo en el castillo molinés. La planta de nave única, alargada, con ábside semicircular tras breve presbiterio, y grandes basas de haces de columnas nos dan, aunque ligera, suficiente idea de lo que fue esta iglesia castillera.

Tras el paso de Molina a la corona de Castilla, por el matrimonio de su última señora, doña María, con el rey Sancho IV el Bravo, pocas vicisitudes nuevas tuvo este alcázar. Únicamente en el siglo XIV, cuando Enrique «el de Trastamara» le regalaba el Señorío al francés Beltrán Duguesclin, la ciudad entera se rebeló y el alcaide del castillo, que entonces era don Diego García de Vera, ofreció el Señorío al rey aragonés Pedro IV, quien, al mando de quinientos hombres, penetró en la fortaleza por la puerta de la muralla norte, que desde entonces se conoce como la «Puerta de la trai­ción». Entonces cambió Molina el apelativo nuevamente, siendo llamada «de Aragón» por pertenecer a la corona aragonesa. Poco tiempo estuvo en tales manos, y en 1375 pasó a Castilla, mediante un casorio de Estado. Ya lo hemos visto anteriormente.

En siglos sucesivos, los acontecimientos guerreros del Señorío molinés tuvieron su reflejo en este castillo: las revueltas del reinado de Enrique IV, el alzamiento de las Comunidades en 1520, la Guerra de Sucesión, ganada por los Borbone­s, y la de la Independencia, en que El Empecinado puso cerco, con éxito, al edificio, fueron breves ocasiones, aunque siempre probatorias del esforzado ánimo de sus hombres, para el lucimiento de la silueta bravía de este castillo.

Pasando a la descripción del edificio, lo que propiamente podemos considerar como castillo es un círculo de torres y muros almenados, defendidos en su altura por una barbacana que tiene unas dimensiones de ochenta por cuarenta metros, lo que ya supone una grandiosidad desusada para lo que solía ser norma en el siglo XIII. En el muro de poniente se abre la puerta principal, coronada de arco de medio punto. El aspecto actual es, indudablemente, muy distinto del que presentaba al principio de su vida. Los muros han quedado muy bajos con relación a las torres, aun teniendo en su actual esencia la fortísima consistencia de la mampostería gruesa, de varios metros de anchura. De las ocho torres que tenía, hoy sólo restan, en relativas buenas condiciones, cuatro: son las llamadas de «doña Blanca», de «Caballeros», de «Veladores» y de «las Armas». Los sillares esquineros son de un subido color rojizo, por estar tallados en una roca de tipo arenisco que existe en abundancia en la zona próxima de Rillo de Gallo. Se abren las estancias de estas torres al exterior por huecos aspillerados y algunos ventanales apuntados.

El interior del castillo molinés es hoy un recinto vacío, que puede ser visitado habitualmente, poniéndose en contacto previamente con la Oficina de Turismo de la Calle de las Tiendas. Adosado al muro norte, en lo más alto del recinto, aparece el palacio de los señores, lo que puede considerarse castillo propiamente dicho, y en la parte sur se colocaban caballerizas, cocinas, habitaciones de la soldadesca y los cuerpos de guardia, así como los calabozos, que es lo único que hoy subsiste en esa parte, y que, especialmente el de la torre de «las Armas», conserva en sus techos grabadas curiosas frases, palabras y animales dibujados, que claramente demuestran ser del siglo XV. El interior de las torres, muy transformado por obras en el siglo pasado, tiene aún, para sorpresa del viajero, una estrecha escalera de caracol que termina en la terraza, donde siempre el viento saluda con su canción de hierro y de transparencia.

El recinto exterior del castillo es, todavía, mucho más amplio. Alargado de oriente a occidente, consiste en un largo discurrir de muralla, salpicado por varias torres ya desmochadas y rodeado de un foso que ya es poco profundo. Cuatro puertas tenía este recinto, que eran la actual de la torre del reloj, como entrada más practicada ahora; la puerta del campo, la puerta de la traición, en el murallón norte, y la del puente levadizo, en el mismo muro del castillo, frente a la torre de Aragón. En el interior de este recinto se encuentra la entrada, entre unas rocas, de la misteriosa «cueva de la mora», que aún no se sabe con certeza hasta dónde va a parar, creyéndose que lo haga hasta alguna de las torres del castillo. Y, además, la iglesia románica del castillo, de la que hoy sólo podemos admirar su planta sencilla y típica y el arranque de sus columnas. De este recinto exterior aún continuaba la muralla en dirección a poniente y a levante, bajando hasta el Gallo, para cerrar con su rojizo abrazo el primi­tivo poblado molinés, siendo así uno de los más claros ejemplos de poblado y fortaleza comunales, que por toda Castilla, y durante su baja Edad Me­dia, tuvieron amplias representaciones. En pocos lugares de España, que es el país de los castillos medievales, se puede encontrar un ejemplo más bello, una estampa más bravía, un escalofrío de autenticidad más profundo que ante la contemplación del alcázar de Molina.

Hace unos 30 años se iniciaron obras de consolidación y restauración, que a base de campañas aisladas, todavía hoy prosiguen. Se ha conseguido con ellas el des­cubrimiento y aireación de los cimientos de la iglesia románica del castillo. Y se ha conseguido la restauración de las alme­nas y de todo el castillo, limpiando y habilitando este último para recono­cerle entero y disfrutar de la sensación profunda de vivir en un castillo medieval.

El elemento superior de la fortaleza, la torre de Aragón, auténtica torre albarrana de este alcázar, fortín singular por sí mismo, es lo más antiguo de todo el castillo. De planta pentagonal, apuntada hacia el norte, guarda tres altos pisos unidos por escalera y coronados por terraza almenada. Se rodea por un recinto externo de alto murallón, y se comunicaba con el castillo por una sinuosa coracha o túnel, ya hundido y hoy con visos de trinchera. La silueta inmensa, coloreada de rojizos sillares en cada una de sus múltiples esquinas, de este alcázar medieval, es un estandarte magnífico que puede llevar la tierra molinesa como explicativo de su historia.

El monasterio de Sopetrán

 

Uno de los campos en que más ampliamente puede explayarse la curiosidad del aficionado a la historia y al arte, es el de las vicisitudes que en sus edificios y en sus cuerpos sociales han sufrido a lo largo de los tiempos los cenobios españoles. Con el título de «Monasterios y Conventos en la provincia de Guadalajara», publicó el año pasado un libro la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», en el que trataba de juntar las dispersas noticias que de estas instituciones religiosas nos han llegado y, así, agrupar y hacer converger la atención por estos temas en una obra común y fácilmente asequible. Pero qué duda cabe que en ese libro quedaron muchos puntos sin tocar, otros no suficientemente aclarados y buena cantidad de bibliografía sobre el tema no totalmente reseñada.

Es por ello que hoy quiero ofrecer a mis lectores la noticia de un breve pero curioso hallazgo, que viene a ampliar nuestro conocimiento sobre el Monasterio benedictino de Sopetrán, en Torre del Burgo, unos kilómetros antes de llegar a Hita.

En las orillas del río Badiel, las ruinas de Sopetrán no pasan hoy de ser una triste y desacompasada melodía de recuerdos: por los suelos los capiteles y las columnas, en la memoria de unos pocos las obras de arte allí contenidas, y tres alas de su claustro severo y rectilíneo dando fuerza a la llanada castellana para sobrevivir de tanto abandono. Varias fueron, según la leyenda, las fundaciones que tuvo este monasterio, pues Gundemaro, rey visigodo del siglo VII, ya comenzó a edificar esta casa, que sería ocupada por los monjes negros de San Benito hacia el año 847. Luego vendría el milagro acaecido en aquel lugar a los cautivos que traía el príncipe moro Haly Maymón, que fueron liberados por la milagrosa aparición de una Virgen, y el moro convertido a la religión cristiana. Y más tarde el ocurrido al rey castellano Alfonso VI, cuando la protección de la Virgen le libró de ser devorado por un oso en aquellos montes de Torija. Idas y venidas de monjes; devoción acendrada de toda la comarca por la Virgen de Sopetrán (devoción luego extendida a la comarca de la Vera, en Extremadura), y al fin un montón de nostalgias y de evocaciones para el que hoy se pasea por aquellos lugares.

El tema de estas líneas es el de reseñar el hallazgo, en la Sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid, de unas hojas escritas a mano por un fraile catalán, fray Fiol de Sarriá, que titula así: «Monasterio de Sopetrán: su origen, fundación y progreso, con lo mucho que hizieron como bienhechores los Excmos. Sres. Marqueses de Santillana, desde el año de 1449 al de 1603». Están escritas estas noticias a fines del siglo XVII, con base de lo que entonces se recordaba con mayor claridad de su más fidedigna historia en Sopetrán. El autor afirma haber vivido entre sus muros algunos años y haberse basado para sus apuntes en lo que un antecesor suyo, fray Basilio de Arce, había recopilado pacienzudamente de los documentos del monasterio. Aunque lo que hoy conocemos de la historia de Sopetrán

Lo debemos a fray Antonio de Heredia, es preciso reconocer que fue Arce el primero que reunió la au­téntica y amplia historia de la ca­sa. De su obra, considerada como perdida totalmente, se ignoraba hasta su título. Fray Fiol de Sarriá, nos lo señala entero: «Historia del origen, fundación, progreso y milagros de la Casa y Monasterio de Ntra. Sra. de Sopetrán, de la Orden de St. Benito, por el Pe. fr. Basilio de Arce, Predicador de la dha Orden de Sn. Benito, hixo de la misma casa de Sopetrán. Dirigido a la Reyna de los Angeles, Ntra. Sra. de Sopetrán, año de 1615. Fue, sin embargo, editado algún tiempo después “Por la Viuda de Alonso Martín, fecha en Sta. Clara la Real de Salamanca, en 23 de abril de 1650”.

Fray Fiol nos apunta, con el lenguaje de su tiempo, tres noticias curiosas que ahora recordamos referentes a Sopetrán. En primer lugar relata la aparición de la Virgen a Almaymún de Toledo, con su bautizo y cambio de nombre. Cuando regresaba el moro a Toledo, con muchos cristianos cautivos, «llegó al valle de Solanillos, media legua de la villa de Hita donde hizo alto, mandó dividir los cautivos, allí fueron tantos los llantos de los Moserables que rompieron el Cielo, pues llamando afectuosísimamente al socorro de la Virgen Santísima María, Madre de Dios, y Sra. Nuestra Piadosísima Abogada de los Pecadores; Su Alteza fue servida de aparecerse les Real y Corporalmente, acompañada de Angeles y Vírgenes y trabando todo el Exercito moro, que muyó confuso, dexó libres y sanos los xnos». Luego relata su conversión y viaje a Roma.

A continuación reseña fray Fiol cómo Alfonso VI fundó monasterio de canónigos de San Agustín, pasando a la Orden de San Benito en 1372. Refiere el milagro del oso, y luego la donación y fundación que en esa fecha hizo el arzobispo toledano don Gómez Manrrique.

Como última noticia señala la reforma del convento, ocurrida en 1456. Dice más: «La Reformación deste Convento de Sopetrán en lo spiritual y temporal se deve a los Marqueses de Santillana». Reseña diversas donaciones, incluyendo la de la imagen de la Virgen, que hizo traer. de Flandes, y acaba el panegírico de don Iñigo López de Mendoza diciendo: «el qual ‑el marqués de Santillana‑ después de su fundador ha sido el más insigne bienhechor della de quantos ha tenido». Y del cardenal Mendoza recuerda cómo se debió a él la erección de la iglesia, el crucero y la capilla mayor, poniendo en ella una buena reja, con sus armas.

Retazos breves y sabrosos de lo que, en cantidades ingentes, guardan aún las piedras venerables y doradas de Sopetrán: historia digna y severa que resuena sobre las aguas del Badiel.

Hita: tras la huella mendocina

 

La familia Mendoza ha ido dejando recuerdos, a menudo orlados por el oro y el brillar de las construcciones artísticas; en otros casos nimbados de una no muy favorable reputación, de justos y ecuánimes, pero siempre, para nosotros, que gustamos de desenterrar los acontecimientos del pasado alcarreño, curiosa y atrayente historia. Guadalajara y su provincia entera guardan, pues, muchos lugares y hechos en los que el apellido Mendoza tiene algo que decir.

Así, por ejemplo, ocurre con la actual villa de Hita, enclavada en la ladera suave de su mundialmente conocido cerro, en torno al cual ha ido tejiendo la historia múltiples anécdotas. Desde su ocupación por los romanos (la legendaria Petra Amphitrea), los árabes y, finalmente los cristianos, alcanzó su mayor gloria cuando don Pedro González de Mendoza la recibió en señorío, junto a Buitrago, del rey de Castilla. En la persona de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, se reunió gran territorio de la actual provincia de Guadalajara, bajo el mando de la casa mendocina, y sería este mismo señor quien, a mediados del siglo XV, restaurara el castillo que los moros habían tenido en lo alto del cerro, y en el que, durante algunos años del siglo XIV, ocupó Samuel Leví, tesorero del rey don Pedro el Cruel, para almacenar en él sus tesoros. También reconstruyó las murallas del pueblo y levantó la hermosa puerta castillera de entrada a la villa, felizmente, aunque sólo de un modo parcial, reconstruida en estos últimos años.

Siguieron siempre los Mendoza más relevantes, los duques del Infantado, ostentando su título de señores de Hita y Buitrago, como los más antiguos de su casa, y en esta villa de la más extrema Alcarria dejaron siempre su nombre unido a importantes dádivas y realizaciones. En su nombre pusieron delegados o «alcaides» que gobernaran la fortaleza y el pueblo y para ello fueron escogidos algunos personajes que, también apellidados Mendozas, provenían de ese especial estamento de los segundones o ramas naturales de la familia, que en la mendocina fue tan amplia y prolífica, un tanto por los devaneos frecuentes de los señores y otro poco por lo numeroso de la familia ya desde el primer momento.

Viene todo este preámbulo a parar sobre una piedra. Una magnífica lápida sepulcral, que junto a estas líneas reproducimos, en blanca piedra tallados escudos y leyendas, que se conserva tirada en el suelo en el recinto de las ruinas de la antigua iglesia de Santa Maria, en Hita. Este templo, que albergaba la imagen de la Virgen de la Cuesta, patrona de la villa, y que era sin duda el más antiguo del poblado, fue destruido en esta última guerra civil, salvadas las pocas obras de arte que se pudieron, y limpias sus ruinas son hoy respetadas y veneradas de todos. En el suelo debió encontrar cobijo, durante varios siglos, el caballero que menciona esta losa, y ahora ha sido abandonada a la intemperie, cuando en la iglesia de San Pedro, la única en actividad hoy en día en Hita, se han guardado magníficamente otra serie de lápidas que desde siglos pasados cubrieron su suelo. Bien podría ser subida y colocada en dicha iglesia parroquial para ser allí admirada junto a las otras lápidas, y evitar así su pérdida o destrucción, pues su significado es bien importante para Hita.

Se cubre el centro de la lápida con un doble escudo nobiliario, unidas sus puntas mediante un estupendo par de gruesas cardinas en flor. Se rematan también los escudos en otro par de pequeños cardos, y se rodean de hojas de lo mismo. No aparece sobre ellos ni yelmo ni coraza, lo que viene a indicarnos que el personaje de que trata la lápida no pertenecía al estamento de los nobles, sino al de caballeros simplemente, el último en la escala de las preeminencias sociales de la Edad Media.

El blasón presenta estrecha bordura lisa y una banda que le parte en par, emergiendo de sendas cabezas de felinos en sus extremos. Aunque algo mutilada, aún puede leerse en su derredor, escrita con caracteres góticos, la siguiente inscripción: «Aquí esta sepultura mandó fazer la señora doña Elvira de Mendoza mujer segunda del onrrado cavallero fernando de mendoza alcaide de yta, sancta gloria aia. Fecha a X de enero… (Falta el fragmento del año). Finó año, MD».

Fue este señor, don Fernando de Mendoza, alcaide de Hita a mediados del siglo XV. En 1454, ocupando este cargo, compró la Casa o Mes5n de la Plaza Mayor de la villa, según documento conservado en el Archivo Histórico Nacional. Murió, como hemos visto, el último año de ese siglo, y su segunda mujer, doña Elvira, también apellidada Mendoza, le hizo sepultura digna algunos años después.

De esta familia de segundones mendocinos salió poco después uno de los más curiosos y poco conocidos recuerdos históricos de la villa: la fundación del convento de dominicos, llamado «de la Madre de Dios», en dicha villa. Tuvo don Fernando, el alcaide, un hijo que le sucedió en el mismo puesto. Se llamaba Pedro Laso de Mendoza, quien fue a casar con otra mujer del mismo tronco familiar, de nombre idéntico a su madrastra. Esta nueva doña Elvira de Mendoza fue la que, en 1538, fundó dicho convento dominico, al que dotó con muchos bienes y dejó abundantes terrenos. Ella fue sepultada en la capilla mayor del convento, que siempre tuvo muy humildes características, y escasos habitantes religiosos, pues en algunos documentos que conocemos, en los que se junta todo el convento para tratar graves asuntos, no más de cinco, o seis frailes aparecen. En documento de 1554, siendo prior fray Pablo Cornejo, figura entre los dominicos de Hita uno llamado fray Pedro de Mendoza, y que muy bien pudiera ser algún hijo de la fundadora.

Son huellas, leves pero expresivas, de la familia Mendoza por t<>dos los rincones, los caminos y los pueblos de la Alcarria.

Don Bernardino de Mendoza, dipolmático y guerrero

 

Entre los curiosos y valiosísimos personajes que para la historia de España ha engendrado en siglos pasados la casa de los Mendoza de Guadalajara, figura como de los más sobresalientes don Bernardino de Mendoza, hijo del tercer conde de Coruña y señor de Torija, don Álvaro Suárez de Mendoza, y de su esposa doña Juana Jiménez de Cisneros, Y ahora veremos por qué.

De la línea directa de los duques del Infantado, por tanto de don Iñigo López, marqués de Santillana, así como del cardenal Mendoza, y otros nobles alcarreños que se distinguieron como intelectuales netos y hombres dotados de energía y valor, don Bernardino parece atesorar, en su rincón de segundón hidalgo, todas las virtudes, que en el canal de la sangre, de tal apellido mendocino le vienen.

Nació en la ciudad de Guadalajara, el año de 1541, décimo vástago en la lista de diecinueve que procrearon sus padres. No hereda de ellos ningún título no biliario, pues el Condado de Coruña es ostentado por su hermano don Lorenzo. A él le cabe, sin embargo, la gran fortuna de poder acudir a las aulas de Alcalá de Henares, donde obtuvo el título de bachiller en artes y filosofía el 11 de junio de 1556, y hacerse licenciado por lo mismo en octubre del año siguiente. Su afición a las letras, a las tertulias literarias y a las academias o reuniones eruditas, tan de moda en su época, nació allí, en Alcalá, siendo porcionista del Colegio mayor de San Ildefonso.

Poco después comenzó sus servicios a la corona de España. Hacia 1560 entró en el ejército real de Felipe II, siendo enviado, en aquellos años críticos, al foco central donde las armas españolas se batían: a Flandes, donde empezó dirigiendo una compañía, a las órdenes casi directas del duque de Alba. Poco después fue ascendido al rango de capitán de tercio, gozando de un privilegiado puesto desde el que poder juzgar e historial la marcha de los acontecimientos político-militares en la Europa que pretendía dominar Felipe II, naciendo de él un par de obras literarias que, publicadas al fin de su vida, le hicieron ganar justa fama de perfecto escritor, historiador y estratega.

Son estas obras los Comentarios de don Bernardino de Mendoza de lo sucedido en las guerras de los Países Bajos, desde el año de 1567 al de 1577. Fue impreso en Madrid, por Pedro Madrigal, en 1592, con más de 340 folios. Dice en la censura del libro don Fadrique Furio Ceriol que Bernardino de Mendoza demostró con su escrito ser un «dechado y muestra de buen soldado, de un valiente caudillo y de un prudente y experimentado general». El mismo autor nos cuenta en su obra las mil y una peripecias que hubo de atravesar en aquel territorio y cómo en ocasiones perdió hasta el manuscrito de su obra, debiendo volver a empezarla de nuevo. Es fama que la escribía en el mismo campo de batalla, robándose horas al sueño, para que así el relato poseyera la viveza y jugosidad de lo auténticamente acontecido.

La otra gran obra suya, que acabó por darle gran fama en todo el país, y haberle conservado en el preeminente puesto de la galería de notables escritores españoles es la Theorica y Practica de la Guerra, que publicó en 1595, editada también por Madrigal. Ambos libros fueron traducidos, desde el primer momento de su aparición, a los diversos idiomas cultos de Europa, pues de todos los países llegaron peticiones de sus obras.

La fama internacional la ganó don Bernardino de Mendoza, además, por sus variadas misiones diplomáticas que en diversas capitales tuvo encomendadas por el monarca español Felipe II. Estuvo primero de embajador en Roma y diversas ciudades italianas. Luego pasó a Inglaterra, donde salió indemne de varias misiones dificilísimas, y también pobre y desanimado. De sus andanzas inglesas quedan abundantes noticias en el Archivo General de Simancas. Por último, fue embajador en París, y desde allí se volvió a España, donde vivió retirado en Madrid los últimos años de su vida, llevando con entereza su mala salud y la ceguera que había recibido de las muchas vicisitudes a que en la guerra había estado sometido.

En Madrid vivió en el convento de San Bernardo, rodeado de libros, de buenos amigos y de un ambiente pacífico que ya tanto necesitaba. Algún viaje corto a la ciudad en que había nacido, donde todavía residían sus hermanos y parientes cercanos, y enseñando a muchos sus experiencias, en la Academia matemática y geométrica que se había fundado en Madrid a finales del siglo XVI. Llenó también con su caridad la dotación económica del convento de Santa Ana en Madrid, para monjas bernardas, y fundó en la iglesia parroquial de Torija una capilla en honor del famoso milagro de Santa Gúdula, en Bruselas, que él vivió personalmente en su estancia en los Países Bajos: la capilla de la nave del Evangelio, en dicho templo alcarreño, fue ampliamente dotada para este fin, poniendo recursos para nada menos que doce capellanes. Algunos años después, y en la misma iglesia de Torija, fundó la «Congregación de legos del Santísimo», a la moda de las cofradías de entonces.

Fue don Bernardino de Mendoza caballero de la Orden de Santiago, y comendador de ella en Peñausende y Alanje, sucesivamente. Nunca, sin embargo, alardeó de su inteligencia o favor junto a las altas esferas del reino. Su grande y profunda sabiduría, su auténtico humanismo, le llevó a conocer el mundo en su total dimensión de vanidades y, al fin, cuando a punto estaba de morir en 1604, dispuso su enterramiento en la iglesia de Torija, bajo una losa sencilla de piedra caliza, con diseño y leyenda por él mismo trazados. Aún se conserva hoy, en el centro del presbiterio del actual templo, y generalmente tapada por una gran alfombra, la piedra blanca y fría en la que, alrededor de una calavera y un par de tibias talladas, se lee: «NEC  POTES ‑ NEC TIMAS», y sobre el macabro símbolo, la fecha exacta de su muerte, en la qué no parecían ponerse de acuerdo antiguos cronistas, desconocedores de este su enterramiento: «OBIIT D. BERNARDINUS A MENDOZA ANNO M 604: 3.ª DIE AVGVSTI». Por el borde de la lápida, y ya destrozada por los tiempos, aparecen fragmentos de una frase alusiva a la falsa gloria y caducidad del mundo.

Desde las altas paredes de la iglesia torijana, los escudos altivos y policromados de sus familiares los condes de Coruña parecen mirar asombrados la recia personalidad y la larga supervivencia de la memoria de este hombre que quiso pasar desapercibido en el recuerdo, sin conseguirlo. Hoy, por ello, hemos ‑ traído a esta pública glosa de nuestras médulas la figura entera y digna de don Bernardino de Mendoza, escritor, diplomático y guerrero alcarreño.