Don Bernardino de Mendoza, dipolmático y guerrero

sábado, 5 abril 1975 0 Por Herrera Casado

 

Entre los curiosos y valiosísimos personajes que para la historia de España ha engendrado en siglos pasados la casa de los Mendoza de Guadalajara, figura como de los más sobresalientes don Bernardino de Mendoza, hijo del tercer conde de Coruña y señor de Torija, don Álvaro Suárez de Mendoza, y de su esposa doña Juana Jiménez de Cisneros, Y ahora veremos por qué.

De la línea directa de los duques del Infantado, por tanto de don Iñigo López, marqués de Santillana, así como del cardenal Mendoza, y otros nobles alcarreños que se distinguieron como intelectuales netos y hombres dotados de energía y valor, don Bernardino parece atesorar, en su rincón de segundón hidalgo, todas las virtudes, que en el canal de la sangre, de tal apellido mendocino le vienen.

Nació en la ciudad de Guadalajara, el año de 1541, décimo vástago en la lista de diecinueve que procrearon sus padres. No hereda de ellos ningún título no biliario, pues el Condado de Coruña es ostentado por su hermano don Lorenzo. A él le cabe, sin embargo, la gran fortuna de poder acudir a las aulas de Alcalá de Henares, donde obtuvo el título de bachiller en artes y filosofía el 11 de junio de 1556, y hacerse licenciado por lo mismo en octubre del año siguiente. Su afición a las letras, a las tertulias literarias y a las academias o reuniones eruditas, tan de moda en su época, nació allí, en Alcalá, siendo porcionista del Colegio mayor de San Ildefonso.

Poco después comenzó sus servicios a la corona de España. Hacia 1560 entró en el ejército real de Felipe II, siendo enviado, en aquellos años críticos, al foco central donde las armas españolas se batían: a Flandes, donde empezó dirigiendo una compañía, a las órdenes casi directas del duque de Alba. Poco después fue ascendido al rango de capitán de tercio, gozando de un privilegiado puesto desde el que poder juzgar e historial la marcha de los acontecimientos político-militares en la Europa que pretendía dominar Felipe II, naciendo de él un par de obras literarias que, publicadas al fin de su vida, le hicieron ganar justa fama de perfecto escritor, historiador y estratega.

Son estas obras los Comentarios de don Bernardino de Mendoza de lo sucedido en las guerras de los Países Bajos, desde el año de 1567 al de 1577. Fue impreso en Madrid, por Pedro Madrigal, en 1592, con más de 340 folios. Dice en la censura del libro don Fadrique Furio Ceriol que Bernardino de Mendoza demostró con su escrito ser un «dechado y muestra de buen soldado, de un valiente caudillo y de un prudente y experimentado general». El mismo autor nos cuenta en su obra las mil y una peripecias que hubo de atravesar en aquel territorio y cómo en ocasiones perdió hasta el manuscrito de su obra, debiendo volver a empezarla de nuevo. Es fama que la escribía en el mismo campo de batalla, robándose horas al sueño, para que así el relato poseyera la viveza y jugosidad de lo auténticamente acontecido.

La otra gran obra suya, que acabó por darle gran fama en todo el país, y haberle conservado en el preeminente puesto de la galería de notables escritores españoles es la Theorica y Practica de la Guerra, que publicó en 1595, editada también por Madrigal. Ambos libros fueron traducidos, desde el primer momento de su aparición, a los diversos idiomas cultos de Europa, pues de todos los países llegaron peticiones de sus obras.

La fama internacional la ganó don Bernardino de Mendoza, además, por sus variadas misiones diplomáticas que en diversas capitales tuvo encomendadas por el monarca español Felipe II. Estuvo primero de embajador en Roma y diversas ciudades italianas. Luego pasó a Inglaterra, donde salió indemne de varias misiones dificilísimas, y también pobre y desanimado. De sus andanzas inglesas quedan abundantes noticias en el Archivo General de Simancas. Por último, fue embajador en París, y desde allí se volvió a España, donde vivió retirado en Madrid los últimos años de su vida, llevando con entereza su mala salud y la ceguera que había recibido de las muchas vicisitudes a que en la guerra había estado sometido.

En Madrid vivió en el convento de San Bernardo, rodeado de libros, de buenos amigos y de un ambiente pacífico que ya tanto necesitaba. Algún viaje corto a la ciudad en que había nacido, donde todavía residían sus hermanos y parientes cercanos, y enseñando a muchos sus experiencias, en la Academia matemática y geométrica que se había fundado en Madrid a finales del siglo XVI. Llenó también con su caridad la dotación económica del convento de Santa Ana en Madrid, para monjas bernardas, y fundó en la iglesia parroquial de Torija una capilla en honor del famoso milagro de Santa Gúdula, en Bruselas, que él vivió personalmente en su estancia en los Países Bajos: la capilla de la nave del Evangelio, en dicho templo alcarreño, fue ampliamente dotada para este fin, poniendo recursos para nada menos que doce capellanes. Algunos años después, y en la misma iglesia de Torija, fundó la «Congregación de legos del Santísimo», a la moda de las cofradías de entonces.

Fue don Bernardino de Mendoza caballero de la Orden de Santiago, y comendador de ella en Peñausende y Alanje, sucesivamente. Nunca, sin embargo, alardeó de su inteligencia o favor junto a las altas esferas del reino. Su grande y profunda sabiduría, su auténtico humanismo, le llevó a conocer el mundo en su total dimensión de vanidades y, al fin, cuando a punto estaba de morir en 1604, dispuso su enterramiento en la iglesia de Torija, bajo una losa sencilla de piedra caliza, con diseño y leyenda por él mismo trazados. Aún se conserva hoy, en el centro del presbiterio del actual templo, y generalmente tapada por una gran alfombra, la piedra blanca y fría en la que, alrededor de una calavera y un par de tibias talladas, se lee: «NEC  POTES ‑ NEC TIMAS», y sobre el macabro símbolo, la fecha exacta de su muerte, en la qué no parecían ponerse de acuerdo antiguos cronistas, desconocedores de este su enterramiento: «OBIIT D. BERNARDINUS A MENDOZA ANNO M 604: 3.ª DIE AVGVSTI». Por el borde de la lápida, y ya destrozada por los tiempos, aparecen fragmentos de una frase alusiva a la falsa gloria y caducidad del mundo.

Desde las altas paredes de la iglesia torijana, los escudos altivos y policromados de sus familiares los condes de Coruña parecen mirar asombrados la recia personalidad y la larga supervivencia de la memoria de este hombre que quiso pasar desapercibido en el recuerdo, sin conseguirlo. Hoy, por ello, hemos ‑ traído a esta pública glosa de nuestras médulas la figura entera y digna de don Bernardino de Mendoza, escritor, diplomático y guerrero alcarreño.