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marzo, 1974:

Mudéjar en Guadalajara

Ahora que desaparece, bajo la férrea estructura de las nuevas instalaciones municipales, el terreno en que estuvo enclavada la iglesia de San Gil, bueno será recordar, aún por encima y brevemente, los límites artísticos, urbanísticos y humanos de antiguos templos arriacenses, cuyos nombres han quedado flotando, ya casi sin sentimiento alguno, sobre la toponimia ciudadana.

Guadalajara, reconquistada al moro en 1085, y casi construida de nuevo a partir de entonces, ha sido, y es en el recuerdo, una de las ciudades españolas de más acusado sabor mudéjar en sus construcciones. Muchos de los árabes que la habitaban, quedaron entre sus murallas tras la reconquista, y aquí se dedicaron a la construcción de los nuevos edificios cristianos, en los que, por falta de ‘material constructivo pétreo, y por el aire propio que estos artistas y alarifes les dieron, se puso en múltiples ocasiones el sello de lo netamente mudéjar. Así ocurrió con las Iglesias de Santa María de la Fuente y de Santo Tomé (hoy Santuario de la Antigua), y aún con la capilla de Luís de Lucena, todas las tres felizmente conservadas hoy en día. Y así ocurrió también con el antiguo edificio de] Ayuntamiento, con las Iglesias de San Gil, San Esteban y Santiago, ya desaparecidas por completo, pero que durante muchos siglos dieron con su pardo sonreír de ladrillos, y su polvorienta sencillez de domesticidad urbana, el sello de auténtico carácter mudéjar que tuvo Guadalajara.

«San Gil es la parroquia en que antiguamente a sus puertas se hazían los Concejos», decía Núñez de Castro en su «Historia de Guadalajara” escrita en 1654. En efecto, al cálido aliento del sol metiéndose por entre las columnas de su atrio, se sentaban en ha baja Edad Media los ediles de la ciudad, a discutir en abierta asamblea los problemas del ámbito urbano y de sus hombres. Poseía una portada de claro signo arabizante, con arco de herradura todo él edificado en ladrillo, y una capilla, la de los Orozco, revestida a su interior de complicadas tracerías mudéjares en estuco policromado. Durante 16 años fue monumento nacional, categoría que perdió en 1941 por haber pasado, tras sucesivas demoliciones y ruinas progresivas, a ser un simple montón de piedras.

En esta iglesia de San Gil fundó don Luís González de Toledo una capilla, en la que se velan «dos buenos sepulcros y una reja que sale a la Capilla Mayor». También fundó capilla, la llamada de Santa Ana, don Pedro de Medina, secretario que fue de la Cámara del rey Enrique, y caballero de la Orden de la Banda. Otros muchos caballeros arriacenses, como don Antonio Garcés y Estrada, don Cristóbal Velázquez y Mendoza, don Fernán Sánchez de Orozco, etc., tenían en este templo un enterramiento. De todo ello, lector, ya ves que no queda otra cosa que el recuerdo lastimero de su pretérita existencia.

Mudejar de Guadalajara, neomudejar, pervivencia del mudejar, trallero sanz, villaflores

Otro muy interesante edificio mudéjar de nuestra ciudad era la llamada iglesia de San Esteban, situada en el lado norte de la plaza actual de tal nombre, construida a principios del siglo XIV y derruida a fines de XIX. Decía el mismo Núñez de Castro que «la Iglesia de San Estevan es de edificio muy antiguo, tiene Cura, y dos Beneficiados, y Capellanes de varias memorias». No nos quedan descripciones de su categoría arquitectónica mudéjar, aunque si en cambio, tenemos testimonios de la riqueza artística que en su interior atesoraba: en la capilla de don Juan de Oznayo y Velasco, camarero del duque del Infantado, por ejemplo, había «dos bultos muy costosos de alabastro” en uno de los cuales estaba retratado y sepultado el fundador, quien en 1496 puso un retablo de pinturas de alto aprecio por los historiadores que lo vieron. En otra capilla de esta misma iglesia se hallaba enterrado, bajo una talla de cuerpo entero yacente, en alabastro, don Francisco Beltrán de Azagra, que murió en 1547. Este sepulcro fue salvado en el momento de la demolición de] templo, y hoy se conserva en la capilla de Luis de Lucena. Aún más: capilla propia tenían en esta iglesia los Ramírez de Arellano, familia de muy alto linaje que se estableció en las Alcarrias en la Baja Edad Media, y que construyó, entre otras cosas, la conocida casona de la plaza mayor de Marchamalo, hoy barrio periférico de Guadalajara.

De la iglesia de Santiago tampoco queda nada. La que actualmente usa tal nombre, no es sino el templo conventual de Santa Clara, obra también y magnífica por cierto, del gótico mudéjar en España. Estaba prácticamente anexionada al palacio de los duques del Infantado, aunque éste es construcción más moderna que el templo. Los Mendoza pasaban de uno a otro a través de un arco o pasadizo elevado sobre le angosta calleja que los separaba, pues dicho templo de Santiago se hallaba sobre el solar que hoy constituye la lonja de acceso al moderno costado del palacio, en la parte de la pieza de los Caldos que da a la calle Miguel Fluiters. Según el ya citado Núñez de Castro en la «Historia de Guadalajara» que escribió mediado el siglo XVII. «ésta iglesia de nuestro Patrón es le más hermosa nave que ay en la ciudad, en la traza, disposición y grandeza, con buenas capillas a los lados». La alta sociedad arriacense tenía en ella tomadas lugares para su eternizado reposo. La familia de los Rodríguez Pecha, de la que salieron los fundadores de la orden de San Jerónimo, poseían la Capilla llamada de la Trinidad o de San Salvador. La fundó don Fernán Rodríguez Pecha, Camarero del Rey, en 1334. En el centro del recinto se hallaba el enterramiento de este señor, que consistía en una gruesa plancha de bronce tallada, hoy desaparecida. Su mujer y sus hijos, don Alonso Pecha, obispo de Jaén, y doña María Fernández Pecha, casada con don Pedro González de Mendoza, señor de Hita y Buitrago, también se enterraron en ella.

Interminable sería enumerar las personalidades que aquí tenían altar y cenotafio: parte de la historia de nuestra ciudad va en sus nombres. Don Luís de Alcocer, prior y canónigo de la catedral de Salamanca, patrono del Colegio de los Remedios desde su inicio, era uno. Don Diego Pérez Rene de Nasao, regidor perpetuo y alcalde de la ciudad de Guadalajara, era otro. Doña Isabel de Aragón, mujer del 4º duque del Infantado, tenía también su capilla. Y otros muchos altisonoros nombres de la Guadalajara gótica, renacentista, eternamente enamorada de la belleza, tuvieron aquí su postrer lugar en la tierra. Que vino a desaparecer, en parte, y por reformas, en 1873, y totalmente en 1903, por demolición completa del edificio.

De lo mucho mudéjar que tuvo y aún tiene Guadalajara, quedan por escribir bastantes cuartillas. Hoy sólo hemos querido dar su oportunidad de recuerdo a estos tres templos. San Gil, San Esteban y Santiago, que por más o menos auténticas necesidades urbanísticas han ido desapareciendo de nuestra cordial geografía. Que, al menos quede su peso y su paso entre nosotros.

El escudo de Molina de Aragón

 

En esas piedras, en esos pergaminos, en esos dorados manantiales de la nobleza antañona que son los escudos, es donde hallamos, como en apretada fábula o fidedigna colección de historias, el antiguo devenir de pueblos, de países de familias y personajes. La heráldica, en su callado pasar estático por paredones, pórticos y enterramientos, viene a ser como la voz perdida, sonora solamente para quien se decida a escucharla, de antiguas heroicidades y nobles iniciativas. Nuestra tierra de Guadalajara, por estar llena de tan altas virtudes, tiene en cada rincón y en cada hoja de su historia un escudo diferente. Un escudo que merece ser conocido y respetado por cuantos hoy vivimos sobre su parda extensión de recuerdos.

Ahora vamos a tomar en nuestras manos el escudo actual de una de las tres ciudades que hay en nuestra provincia: Molina de Aragón. Repartidos en antiguos sellos concejiles, documentos y piedras talladas, ha ido evolucionando a lo largo de la historia, hasta llegar al que hoy se utiliza, como sancionado por unas costumbres y una tradición, en emblemas y documentos oficiales. La descripción más amplia y, en todo caso, a pesar de su solemne antigüedad, básica de este escudo, es la que él hizo con Diego Sánchez de Portocarrero (1) en su Historia del Señorío.

El primitivo escudo de Molina fueron dos ruedas de molino, en plata, sobre fondo azul. En los primeros tiempos tras la reconquista del lugar a los moros, usó por armas una sola rueda. Así es como se veía en uno de los torreones del antiguo castillo de Cuenca, en el muro «que daba al Huécar, en recuerdo del señalado papel que habían tenido los molineses, al mando del Conde don Pedro, en el asalto y toma de Cuenca en 1177. También en algunos sellos antiguos de la ciudad se veía este escudo de una sola rueda pues así lo adoptaron sus condes en los primeros tiempos de su gobierno.

Posteriormente se añadió un nuevo elemento simbólico al emblema heráldico molinés. En el primer cuarto del siglo XIII se concertaron las bodas de doña Mafalda Manrique, hija del tercer ci9nde de Molina, con el infante de Castilla don Alonso, hijo del rey Alfonso X el Sabio. Ese entronque matrimonial supondría la incorporación, dos generaciones después, del señorío molinés a la corona castellana. Tan trascendente hecho pasó al blasón de Molina en forma de un brazo armado, en oro, con la mano de plata, sosteniendo entre sus dedos pulgar e índice un anillo, también de oro. A partir de entonces, y muy en especial cuando por el matrimonio entre doña María de Molina y el rey Sancho IV, el señorío pasó totalmente a la Corona de Castilla, este escudo fué utilizado como propio por los Reyes, que también se titulaban serlo de Molina.

El tercer elemento que, más modernamente, fue añadido al escudo molinés, y hoy utiliza con orgullo, es una campana inferior en la que aparecen cinco flores de lis, de plata, sobre fondo de azul. Otorgó este añadido emblema el rey don Felipe V, primero de los Borbones españoles, sabedor de lo mucho que los vecinos de Molina habían trabajado y sufrido en la guerra de Sucesión, previa a su llegada al trono. Ese símbolo tan francés, que es la flor de lis, quedó añadido al castizo par de ruedas y al poderoso brazo anillado, como conjunción de fuerzas, de entronques reales, de batallas continuas.

La resistencia pasiva de sus habitantes y el incendio casi total de la población que los franceses infringieron a Molina en octubre de 1811, sirvió para que, una vez concluida la Guerra de la Independencia, y restablecido en su trono el rey Fernando VII, éste les concediera el título de ciudad, usando a partir de entonces corona sobre su escudo, que de una manera tradicional se usa de tipo mural, con tres torreones sobresalientes sobre la cerca.

Pequeñas variantes se han introducido a lo largo del tiempo, y de una manera solapada y sancionada por el uso, admitiéndose hoy como versiones auténticas y también válidas del escudo de armas de Molina de Aragón. Es una de ellas el centro de oro, inclinado, que sobre el fondo azul separa, a las dos ruedas de molino plateadas. Es obra el colocar una sola flor de lis en la campana inferior, en vez de las cinco más comúnmente utilizadas. Y, por fin, cabe señalar la versión, equivocada a todas luces, de colocar una moneda entre los dedos de la mano de plata, obra de heralditas poco conocedores del sustrato histórico del que proceden las armas molinesas.

Una vez descrito el escudo de Molina, cabría añadir, como mera curiosidad, las interpretaciones que su historiador más concienzudo, Sánchez de Portocarrero, daba a sus dos primitivos emblemas, tomadas de autores clásicos y tratadistas de heráldica, de los que tanto proliferaron en la España del Siglo de Oro.

Así, dice en principio que las ruedas del molino aparecen como lógica representación del nombre del lugar: Molina. Cabal pensamiento. Por parecerle corta inter­pretación, pasa a recordar cómo era este también el blasón de los Coralios, «nación belicosísima del Ponto» de los que Covarrubias en sus «Emblemas» dice que hacían notar con este emblema «su igualdad y concordia en seguir las armas». También se refiere «a la costumbre antigua_ del castigo de Ruedas ó Muelas grandes de que usaban los señores con sus siervos», significando el implacable castigo que Molina propinarla a quien contra ella atentase. Finalmente, señala Sánchez de Portocarrero la significación de estas ruedas como «el valor y la constancia con que quebrantó Molina a los que se le opusieron o la invadieron, como suele la Rueda de Molina con los granos que intentan cercarla o impedir su progreso».

Para el otro símbolo, el brazo armado con un anillo en la mano, esgrime el libro 8º de las «Metamorfosis» de Apuleyo, en que utiliza la frase «Venire in manum» por casarse, tal como se usaba el rito del matrimonio entre los romanos: entregándose las manos. El mismo Sánchez de Portocarrero añadió la frase «Brachium Domini confortavit me», para señalar el poder del brazo de los señores molineses. Fernán Mexía, en su «Nobiliario», justifica el nombre que tuvo Molina «de los Caballeros», pues compara con ellos a las manos, por ser éstas las partes más nobles del cuerpo, y aquéllos de la sociedad. Por otra parte, los romanos utilizaban el anillo como símbolo de la Nobleza, de la Lealtad y de la Fidelidad, y en este sentido amplia Sánchez de Portocarrero el significado del escudo de Molina, del que termina diciendo: «estas divisas están mostrando emphaticamente la Nobleza y Lealtad de Molina. Su Religión, su Fortaleza y otras Virtudes».

La alta y fría ciudad que otea la paramera y los pinares, se entretiene así en el espejo de la historia mirándose entre colores y metales, con símbolos y claves seculares, la faz cuajada de nobleza y sacrificios.

(1) Diego Sánchez de Portocarrero, «Historia del Señorío de Molina», obra manuscrita en 3 tomos, del siglo XVII, conservado el original en la Sala de Manuscrito de la Biblioteca Nacional, tomo I fols. 40 y ss.

La cruz parroquial de Ciruelas

 

En el contexto del arte del Renacimiento que se halla disperso por la provincia de Guadalajara, ha de significar un importante papel la orfebrería de este período, representada en varias cruces procesionales que, casi por milagro, se conservan en algunas parroquias y museos de nuestra tierra. Sin perjuicio de hacer con posterioridad un estudio más detenido de todas ellas, por lo que de contribución puede suponer para la visión total del arte plateresco (nunca mejor empleado el calificativo) de nuestro país, traigo hoy a la consideración de mis lectores la interesantísima cruz parroquial de Ciruelas, pueblo cercano a Guadalajara, entre Tórtola y Torre del Burgo situado, muy poco conocida, pero de un valor extraordinario.

Es preciso consignar, escuetamente, sus vicisitudes y situación actual. En la parroquia desde el siglo XVI, en que se construyó, durante la pasada guerra civil fué llevada a Madrid, al Servicio de protección del Patrimonio Artístico, de donde fué sacada después de la contienda, y devuelta al pueblo. Hoy en día se custodia en dos casas, particulares: en una tienen el árbol, y en otra la macolla. Se saca solamente una vez al año, para la fiesta mayor del pueblo. Gracias a la amabilidad de señor cura párroco, y de los vecinos que la custodian, he podido estudiarla y fotografiarla detenidamente.

Su descripción pormenorizada llevaría muchas cuartillas, pues es verdaderamente rica de iconografía y detalles ornamentales, todos ellos en un estilo en que se manifiesta claramente la mudanza que del gótico al renacimiento tiene lugar en el primer cuarto del siglo XVI. La colocación de esta pieza en ese lapso tan concreto de tiempo se puede hacer por comparación con otras muchas piezas de orfebrería, de data conocida, que entre el 1500 y el 1525 se construyen con características similares.

La altura de la cruz de Ciruelas es de 111,5 cm., por 57 centímetros de anchura o envergadura. Consta, como ya he dicho, de dos piezas: la macolla, manzana o basamento, y el árbol o cruz propiamente dicha. La macolla está realizada sobre planta hexagonal, y consta de dos cuerpos superpuestos, elaborados con elementos de claro matiz gótico, como son hornacinas y doseletes calados, contrafuertes rematados en pináculos, etc. cobijando a seis figuras de apóstoles en cada uno de los cuerpos. Se remata en cúpula achatada y una guía para introducir el elemento principal de la Cruz.

En ésta aparecen multitud de elementos iconográficos, en plata y oro trabajados, que confieren a esta pieza su gran valor artístico. Algo más larga la prolongación inferior de la Cruz que los otros tres extremos, tienen todos ellos, no obstante, la misma distribución de ornamentos. Ribeteados por una cenefa de calada y minúscula crestería de aire renacentista, cada brazo acaba en una dilatación de tipo romboideo, con sendos florones en sus extremos más, puntiagudos. En ellos aparecen, en plata repujada, escenas diversas de la Pasión de Cristo. Más internamente, y aquí en oro fundido y tallado, bajo doseletes minúsculos de estructura gótica, se representan con asombrosa minuciosidad diversas figuras bíblicas. Ocupando el centro de la Cruz, en el anverso, una soberbia talla en oro de Cristo crucificado (1), y en el reverso, en la misma situación, otra de la Virgen María, revestida de amplias vestiduras góticas.

En los medallones de los extremos, en plata repujada, aparecen las siguientes escenas: en el anverso, la Resurrección de Cristo (arriba), Jesús ante Pilatos (a la derecha), la Coronación de espinas (a la izquierda), y la Piedad (abajo, reproducida en. esta foto que acompaña a este trabajo). En el reverso: la oración en el huerto (arriba), el Cirineo ayuda a llevar la Cruz (a la derecha), el beso de Judas y prendimiento de Cristo (a la izquierda), y Cristo atado a la columna (abajo). Seria muy dificultosa la tarea de encomiar la finura y delicadeza que el autor de esta obra puso en la ejecución de estas escenas, minúsculas y detalladísimas, apareciendo en algunas hasta 6 figurillas, todas perfectamente caracterizadas. Es necesario contemplar minuciosamente, y admirar, una por una, esta serie iconográfica de la Pasión de Cristo, que añade a su interés de trazos góticos, el valor de paciencia y verdadero arte en ellas derrochado.

Los otros temas, trabajados en oro directamente, exentos y aplicados sobre la estructura general de la Cruz, van inclusos en pequeñísimas hornacinas con basamento y cubierta de trazos renacentistas dentro de una ordenación todavía gótica, y se escoltan por dos columnas ya abalaustradas. También aparece junto a estas líneas un ejemplo de ellos, que representan, en el mismo orden que los anteriormente enunciados, los siguientes personajes o temas. Anverso: San Juan evangelista; San Marcos; Cristo predicando; y el milagro de la piscina. Reverso: Dios Creador, San Lucas; las tres S­antas mujeres, y San Mateo.

Hasta el momento no se había parado la atención sobre esta importante pieza de la orfebrería provincial. Tan sólo en la colección fotográfica de Tomás Camarillo (2) aparecen sendas fotografías totales de sus dos caras, sin más explicación ni estudio. Y creo que éste merece la pena de hacerse, aunque, como en este momento ocurre, solamente sea somero y de presentación.

Porque en esta cruz hay, además de su propio valor artístico, una prueba importantísima de la actividad de un platero seguntino, desconocido hasta el momento, y que aquí se revela con gran fuerza y personalidad. Buscando las marcas o punzones de esta obra (3), he tenido la fortuna de hallarlas en dos lugares: uno en la macolla, y otro en la placa central del anverso, justamente detrás de la Cabeza del Cristo crucificado. En esta se ve, en letras góticas, lo siguiente: MAR, y debajo otras letras muy desgastadas, ya irreconocibles. Junto a ellas, un escudo muy significativo: en sendos cuarteles longitudinalmente alargados, aparecen un castillo y un águila, símbolo inequívoco de la ciudad de Sigüenza. En la marca de la macolla se lee, de nuevo, en letras góticas: MAR/ TIN, y a su lado OS/CA, junto a otro símbolo que representa, al parecer, un Castillo achatado del que surge figura irreconocible.

En la lista que Pérez Villamil da de artífices plateros que trabajaron en Sigüenza (4), no figura ninguno ge este nombre, e incluso anteriores a la primera mitad del siglo XVI, no se conocía hasta ahora ninguno. Surge así, pues, el nombre del platero Martín Osca, artesano con taller en Sigüenza, y situable perfectamente en el primer cuarto del siglo XVI (5). Un nuevo dato que aportar al ya rico acerbo de artistas que, si no alcarreños de nacimiento, colaboraron con su trabajo e inspiración a hacer de Sigüenza uno de los centros más dinámicos en el proceso de gestación y fortalecimiento del arte plateresco y renacentista español. Queda, no obstante, abierta la puerta para futuras investigaciones y acrecentamientos documentales a esta noticia <de avanzadilla». Y bien situada una pieza artística de la tierra de Guadalajara, que merece ser contemplada y admirada, en lugar seguro, por mayor cantidad de personas de lo que hasta ahora lo han hecho.

(1) Medidas: 18,5 cm. de altura, y 15,5 cm. de envergadura.

(2) «La provincia de Guadalajara» (descripción fotográfica de sus comarcas), Madrid 1948, página 183.

(3) Se llaman así a la firma del autor, por medio de un nombre, un escudo ó anagrama, grabado sobre la plata del objeto artístico, en algún lugar escondido.

(4) “Estudios de Historia y Arte: La Catedral de Sigüenza”, de Manuel Pérez Villamil, 189, página 471.

(5) En la magnífica obra de Charles Oman, «The golden ago of spanish silver», 1400­1665, no se cita a este platero afincado ea Sigüenza, ni se mencionan marcas de esta ciudad. El nombre MAR/ TIN se ha encontrado en diversas obras de orfebrería burgalesa, pero siempre acompañado de otros nombres (Pedro, Juan, etc.) El símbolo del castillo achatado que aparece también en la cruz de Ciruelas puede identificarse con la marea que usan diversos plateros y mazoneros de Burgos en esa misma época. En esta ciudad trabajó uno de los más importantes orfebres del reinado de Carlos Y, llamado Juan de Orna, pero su estilo es plenamente renacentista, y no podemos asignarle la paternidad de la cruz de Ciruelas todavía gotizante. De Martín Osca, así como de la marca descrita de la ciudad de Sigüenza, no mencionan nada Ramírez de Arellano en su «Estudio sobre la historia de la orfebrería toledana», ni Ada Marshall Holinson en su «Spanish Silverwork».

Los capiteles de Santa María en Brihuega

 

La villa de Brihuega, recientemente declarada por el Estado «Conjunto Histórico ‑ Artístico», con lo que se viene a reconocer su interés y valía en el contexto de los pueblos de la Alcarria, cuenta entre sus edificios notables con una iglesia, la de, Santa María de la Peña, aneja al castillo, que es una verdadera joya del arte del siglo XIII castellano, construida, lo mismo que la de San Felipe, en esta población, a expensas del arzobispo toledano don Rodrigo, Ximénez de Rada, por entonces señor absoluto de la villa.

 Esta iglesia de Santa María, situada en uno de los rincones más, poéticos e inolvidables del pueblo de Brihuega, asomándose por un lado a los escalonados huertos que escoltan el Tajuña, y por otro cobijándose con las recias, y oscuras murallas del castillo de tradición mora, fue ya estudiada por el doctor Layna Serrano (1), restaurada perfectamente no hace aún muchos años, y hoy en día cuidada y visitada por muchos interesados en estas cuestiones de historia y arte de la Alcarria.

Pero existen una serie de detalles que escaparon al Dr. Layna en su análisis descriptivo, o que tal vez no juzgó de interés incluirlos en su obra, por considerarlos de poca trascendencia para la comprensión del edificio. Hoy que tenemos tiempo, de hacerlo, y amable acogida en estas páginas, vamos a entretenernos en descubrir esas pequeñas y misteriosas figurillas que a lo largo y ancho de los capiteles de esta iglesia, aún hoy nos lanzan su mensaje, entre mesiánico y pagano, de simbolismo medieval.

Cuatro son los capiteles que, rematando sendas columnas del templo, se ocupan de alegóricas figuras toscamente talladas en su mayoría. El 1º es el que hace rincón entre el muro de los pies del templo, y el muro meridional. El 2º corona la serie de columnas que sustentan el coro; esto es, el primer grupo de columnas que separan la nave central de la de la Epístola. El 3º corona la tercera serie de columnas de ese mismo lado. El 4.2 capitel está anejo al muro norte, en la nave del Evangelio, rematando una columna adosada.

Una vez situados en su lugar estos cuatro, capiteles, o conjunto de capiteles historiados (el resto de estas estructuras de la iglesia briocense de Santa María se decoran con elementos vegetales), pasamos a su descripción, que sabemos ha de interesar a muchos entusiastas y estudiosos del arte románico alcarreño.

En el primer capitel se ve un centauro armado con un arco, y un hombre desnudo (¿Adán?) con un árbol separando ambas figuras. Detrás del hombre, aparece un león rampante. Debajo de la escena corre un ábaco vegetal.

En el segundo capitel, que se trata más bien de una sucesión ellos, contorneantes de un grupo de columnas adheridas a una gruesa pilastra, aparecen, de oeste a este, los siguientes temas: a) grupo de tres figurillas enfrentadas, representando perros u oseznos. b) la Anunciación, de María, apareciendo el Ángel y la Virgen, con un gran jarrón de azucenas en medio. De la boca del Ángel sale una cinta. A la izquierda de esta escena aparece un hombre en pie, cubierto de larga pelambre, así como un monstruo antropomorfo, también cubierto de pelos, que monta a horcajadas sobre un macho cabrío. Este monstruo lleva apoyado en el hombro una especie de látigo hecho con ramas. A la derecha de la Anunciación, hojarasca. c) aquí aparece una cabecilla aislada entre la hojarasca, y una mujer, ataviada a la usanza popular de la Edad Media, sentada en una silla y sosteniendo en su mano izquierda un cántaro que, está llenándose en una fuente. Un poco más a su derecha hay una gruesa piedra que representa un pozo o fuente, en el que un hombre con las piernas cruzadas sostiene en su mano izquierda un jarro. d) mirando al presbiterio, finalmente, encontramos otro grupo de figuras (que aparece en la fotografía de la portada de este semanario) entre las que se distinguen: una lechuza; un hombre anciano montado en un león; una mujer joven peinando a un niño que se le agarra a las piernas.

En el tercer capitel aparecen varias figuras de animales entre la hojarasca; uno de ellos es un mono al que se le notan las costillas, y otro es un pequeño jabalí. También aparecen dos animales entrelazados, uno de ellos es un león. Y además dos cabezas de animalillos.

El cuarto capitel es de diferente mano que los anteriores. Figuras más grandes y teatralmente presentadas, representan en su centro una gran cabeza de buey, con un cuerpo a cada lado surgiendo de ella, y sendas alas en cada cuerpo. A su izquierda hay un perro grande agazapado.

Aún quedan otros pequeños y bien conservados capiteles en lo alto de los muros de la nave central, dando arranque a los arcos de sus cúpulas. Aparecen flores y verduras, una flor de lis, 2 caras de ángeles y una de demonio.

Todo esto, en cuanto a la descripción de lo que en estos capiteles briocenses se refiere. A los que Layna catalogó como «sencillos capiteles de románica traza, exornados por hojas de ápice en volutas». Hay algo más, mucho más, detrás de su traza simple y su contorsión ingenua. Hay toda una selva de simbología derramándose de esos altos vasares de piedra blanca, Pero de muy difícil interpretación, sin embargo.

Para las flores y vegetales es sencilla la referencia que se hace en el «Cantar de los Cantares», II, 1: «Yo soy la flor del campo y el lirio de los valles». Dios, por tanto, representado en volutas, culminando columnas, alborotando ábacos. Por otro lado, el Malo con las fauces abiertas y las escamas relucientes, en todos esos dragones que se expresan fieramente en las tallas de la época románica. Es Rabano Mauro, en su «Allegorias in Sacram Seripturam», entre otros, quien tal afirma.

Aquí, en Brihuega, en esta silenciosa y cálida iglesia de Santa María de la Peña, se nos aparecen los párrafos del Evangelio en que Jesús habla con la samaritana (escena del pozo) o el arcángel anuncia a la Virgen su santo Fruto, junto a otras representaciones del más descarado paganismo. Inaccesible marejada de escenas, a la que se puede llegar tras el detenido estudio de la «Clavis Melitoniae», donde San Melitón vuelca su saber simbólico medieval. O con la interpretación de la «Reductorium morale», de Berchoeur, el «Oculus», de Lille, la «Rosa Alphabética» de Pedro de Capua, etcétera. Ese mundo tan sugestivo y misterioso que en el siglo XIII abarcan los Fisiólogos, Bestiarios, Volucrarios, Herbarios y Lapidarios, es el que hay que atravesar para llegar a la fiel interpretación de estas escenas briocenses. Su ataque científico está aún por hacer. Hoy, simplemente, hemos consignado su existencia, y concretado su importancia para el futuro de los estudios del simbolismo románico.

(1)     «La arquitectura románica en la provincia de Guadalajara» 2ª edición, Madrid 1971, pp.212-215

Hierro en Sigüenza: una reja inédita

 

Entre las numerosas obras de arte, todas ellas muy interesantes, que conserva la parroquia de Riosalido, a 12 kilómetros de Sigüenza, vamos a detenernos hoy ante una de ellas, merecedora por sí sola, de la visita y admiración de cuantos aficionados al arte hay en nuestra provincia. Se trata de una reja, humilde y escueta, pero merecedora de ser incluida en el repaso general del arte renacentista por tierras de Guadalajara.

Cierra este elemento la capilla que, en el lado del Evangelio, abriéndose al presbiterio de la parroquia, fundó en los últimos años del siglo XVI el licenciado don Pedro Gálvez médico que fue del Cabildo seguntino y posteriormente de Felipe II y su regia familia. Acerca de esta figura de nuestra medicina hablaremos en otra ocasión. Digamos hoy solamente cuatro detalles que centren al personaje en su época: casado con doña Ana Velázquez de Ledesma, era señor de Riosalido y villas colindantes, así como de las salinas de la Olmeda, de las que obtenía rentas sustanciosas, como se desprende de las disposiciones testamentarias que dejó a su muerte. En una lápida adosada a la pared de esta capilla aparece la relación de las obras pías que encargó a su muerte.  En el centro de la sala, tallados en blanco alabastro, yacen las efigies de ambos personajes, y en un lugar de la iglesia, distinto del primitivo, aún se conserva el retablo que, en honor de la Asunción de la Virgen, mandó levantar.

Centrándonos en el tema que nos ocupa, señalaremos las características de la reja que cierra esta capilla, de cuya imagen se acompañan estas líneas. Posee dos cuerpos y un remate, perfectamente ajustada toda ella al vano de ingreso, confirmando así la suposición de ser encargada ex profeso para ese lugar. El cuerpo inferior, y principal, posee tres calles: dos laterales de 5 barrotes cada una, y la central, en forma de puerta con 2 hojas, con 8 barrotes en total. Todos ellos adoptan la misma estructura de balaustre central, circuido a diversas alturas por anillos. Los elementos (4 en total) que limitan las calles laterales, son ligeramente diferentes, llevando decoración repujada en la parte superior de su curva balaustral. El resto de los barrotes posee unas volutas añadidas rematadas en sencillas flores de chapa recortada.

Se corona este cuerpo con un friso repujado en el que figuran cartelas en blanco y roleos sencillos. Sobre él aparece el segundo cuerpo, muy breve en comparación al primero, con 18 minúsculos balaustres que rematan en otro friso, también de chapa repujada, en la que alternan pequeños florones con aladas cabecillas de ángeles.

Por fin, y rellenando el semicircular vano que resulta del arco de entrada a la capilla, aparece un alborotado remate de tradición fuertemente plateresca, en la que simétricamente dispuestos aparecen un par de cabezas draconteas de cuyos roleos arrancan otras tantas extrañas figuras aladas que vienen a representar sirenas. En el centro, y sobre una pequeña figura fantástica, aparece el escudo del licenciado Galbez dentro de circular medallón, rematando todo ello en una sencilla cruz.

Con esta descripción, y la imagen que la acompaña, podemos darnos cuenta se trata de un aceptable ejemplar de reja renacentista, aunque con todos los caracteres de la decadencia de este arte, muy propios del siglo XVII, en el que los maestros rejeros continúan trabajando conforme a los modelos estilísticos creados por sus antecesores en la primera mitad del siglo XVI, y sin apuntar ninguna solución nueva.

Las dudas surgen, en el caso de la reja de Riosalido, al tratar de concretar su fecha y encontrarle autor. La primera no es demasiado difícil de argumentar pues, tal como se señala en la lápida mencionada adosada a la pared de la capilla, ésta “acavóse a 27 de junio de 1592”. Dando esa fecha para la terminación de la obra de albañilería, lógicamente la reja se colocaría unos años después, muy probablemente en los primeros del siglo XVII.

En cuanto a la segunda cuestión, esto es, el autor o autores de la obra, nada en concreto podemos afirmar. Es indudable que la reja salió de los talleres seguntinos que tanto auge fueron cobrando a lo largo del siglo XVI, tras la estancia en la Ciudad Mitrada de Juan Francés, y el posterior trabajo de sus discípulos, en especial de Martín García. En esos talleres, que para este tipo de obras ya requerían ser bastante especializados, trabajó en 1561 el rejero conquense Hernando de Arenas, construyendo la reja de la Capilla del Espíritu Santo o de las Reliquias, en la catedral seguntina. Sin embargo, hasta el segundo cuarto del siglo XVII, no encontramos a un rejero famoso, Domingo Zialceta, trabajando los cierres de altar mayor y coro de esta catedral, encargos de los obispos González de Mendoza y fr. Pedro de Tapia, respectivamente, en 1623 y 1649. Queda, pues, un gran vacío entre las obras de Arenas y Zialceta, justamente en la época en que suponemos fué construida la reja de Riosalido. No obstante, y sin poder llegar a su adscripción a ninguno de estos artistas, nos inclinamos por el aire castellano viejo de este último, heredero de los grandes rejeros vallisoletanos, Francisco Martínez y Juan Tomás Celma, que a fines del siglo XVI dan el último toque de propia innovación al arte de la gran forja, que en lo sucesivo quedará muerta y sin salvación posible.

Así enmarcada, la reja que cierra la capilla de la Asunción, del patronato de don Pedro Galbez y doña Ana Velázquez, en la iglesia de Riosalido, es una obra más de nuestro arte provincial que bien merece este público recuerdo.