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junio, 1973:

Los templarios en Guadalajara

 

Es una lástima que la historia haya sido tan parca en las noticias referentes al Paso de los Caballeros del Temple por la provincia de Guadalajara, pues de lo que indudablemente fue vibrarte y guerrera realidad, hoy sólo nos quedan deshilachadas sombras que apresar en lo que es su definitiva huída.

Hubiera sido verdaderamente hermoso poder traer a este Glosario de los alcarreñismos, el dato cierto y la razón segura de aquellos hombres, fuertes y santos, que con su ancha vestimenta blanca recorrían las dilatadas geografías de la Alcarria, protegiendo al peregrino débil, machacando al árabe enemigo.

Perdonará el lector, pues, que aparezca este trabajo tan falto de rigor histórico, de hechos y fechas cabales donde anclar las recordanzas. Pero la tentación de evocar a estos hombres, a sus ritos y escondidos fines, sobre las pardas ondulaciones de este pedazo de Castilla ha vencido en nosotros. Y así los compañeros de Hugo de Payns y Godofredo de Saint‑Omer se hacen otra vez vivos a nuestro lado.

Los que en un principio se llamaron “pobres soldados de Jesucristo” reunidos en 1118 al amparo del Patriarca de Jerusalém, hicieron votos de pobreza, castidad y obediencia, comprometiéndose a defender los peregrinos y velar por la seguridad de caminos y fronteras. Una misión, en principio, muy similar a la de los Canónigos regulares de San Agustín. Pero éstos nuevos tomaron a su cargo otra función, la defensa del Templo de Salomón, en Jerusalém (y de ahí les viene el más común apelativo), en la que el orden religioso se mezclaría, como quieren algunos historiadores de este movimiento, con otro esotérico y misterioso fin de búsqueda de la Total Sabiduría, materializada en ese Santo Grial que buscaron y defendieron durante los dos siglos de su existencia.

Su labor en España fue importante y, a veces, crucial. Ya adoptada la regla que en 1128, en el Concilio de Troyes, San Bernardo mismo redactó para ellos, arribaron a nuestro país a instancias de este santo fundador, muy relacionado con el rey Alfonso de Aragón, que entre 1129 y 1132 les concedió el primer bastión en Monreal.

Recibiendo múltiples donaciones de los monarcas castellanos, leoneses aragoneses y lusitanos, su forma de actuar era la de entrar en la primera línea de batalla contra el árabe invasor, sosteniendo luego castillos y santuarios en los lugares de mayor fricción guerrera entre las dos culturas que a lo largo de la Edad Media se repartieron España.

De entre la maraña de tradiciones que en Guadalajara existen respecto a la estancia de los Templarios en varios lugares, sólo en uno consta documentalmente su veraz presencia. Es en Torija, donde en el altozano frontero al castillo actual, tuvieron estos caballeros el convento de San Benito muy probablemente heredero de que en el siglo VIII fundara el arzobispo toledano Félix para morada de monjes benedictinos. Este cenobio, como posesión concrete del Temple, es nombrado junto a otros cuatro de la diócesis de Osma, en una Bula del Papa Alejandro III. Nada queda de él si no el recuerdo. El castillo de Torija, hoy convertido en bonito escaparate de nuestro medievo ante el fácilmente asombrable turista extranjero, no tiene absolutamente nada que ver con los caballeros de la octopuntada cruz.

Es esta cruz, con sus cuatro ramas partidas en dos, la que ha dado pie para pensar en el asentamiento del Temple en Albendiego y sus alrededores. En las caladas tracerías de las ventanas absidiales, que la maravillosa iglesia románica de Santa Coloma en Albendiego luce desde finales del siglo XII, aparece cuatro veces esculpida esta cruz característica. La tradición popular, en ocasiones apoyada por historiadores locales, ha querido ver en ese detalle la innegable presencia de los Templarlos en las altas tierras de la región atencina, ya por entonces muy libre de la amenaza mora. Incluso se ha dicho, y se sigue diciendo, que estos caballeros tuvieron una casa en lo más alto del monte que en, la región llaman Santo Alto Rey, y que por su aspecto y disposición goza de la devoción de todos los habitantes de la zona. La cumbre del Alto Rey, a más de 1800 metros de altura, y con un perfil de neta «montaña sagrada» sobre los hundidos valles del Bornoba y el Sorbe, que le escoltan, no pudo ser lugar habitado ni tan siquiera por estos sufridos gue­rreros religiosos. Durante varios meses del año, una constante ventisca y unas temperaturas de muchos grados bajo cero la hacen inhóspita de todo punto. Queda, eso sí, una ermita recia y sublime donde a la primavera se reúnen en romería los aldeanos de las vertientes. Pero es construcción muy moderna, de fines del siglo XVIII, y nada se puede colegir de ella respecto a su auténtica relación con la orden del Temple.

En Albares también dicen que hubo templarios. Los sitúa la tradición en la ermita de Santa Ana, de la que hoy sólo quedan cuatro paredes de pobre mampostería con revestimiento de yeso al interior. Su situación, en un cerrete frente al pueblo, era estratégica, y, por tanto, no podemos decir que sí ni que no a todo ello.

Lo que si es harto improbable es la instauración de la Orden Templaria en Ocentejo, en la garganta que el río Tajo forma en la zona del Hundido de Armallones, donde, además de no existir ni rastro de los «árboles y arbustos exóticos» que según ingenuas leyendas trajeron hijos del pueblo cuando volvieron de América, tampoco queda la menor huella, ni siquiera en forma de inexpresiva ruina, de los caballeros templarios, quienes mal podrían en aquel agujero del planeta, (retirado y hermoso lugar donde la naturaleza se despachó a su gusto) defender peregrinos y contener invasiones.

En Albalate de Zorita pervive aún, hoy remozado con acierto, uno que pudo ser importante bastión del Temple en la baja Alcarria: se trata de la ermita de Cubillas, a mitad de camino entre el pueblo y el río Tajo, que en varios detalles arquitectónicos y esculturales se deja ver pertenece al siglo XII en sus finales. Una puerta de arco apuntado, con sencillas archivoltas rodeándola; unos canecillos rudos y simpáticos en el alero del mediodía; unos ábsides bastardeados pero con la herencia neta de ese siglo… y otra vez el subterráneo decir del pueblo, asignándoles a aquellas paredes la protección de los templarios. Documentalmente se sabe que dicho lugar de Albalate, con todas sus posesiones, pertenecieron a la orden de Calatrava durante varios siglos. Teniendo en cuenta que ésta, con otras órdenes caballerescas y religioso‑militares, fueron herederas de los bienes del Temple, cuando en 1312 el Papa Clemente V la suprimió de un plumazo, es probable que también en el caso de Albalate, los de Calatrava heredaran de los templarios. Y a estos quepa atribuir la erección de tan interesante y simpático monumento como es la dicha ermita de Cubillas, hoy cementerio del pueblo.

En Peñalver dicen los viejos papeles que tuvo el Temple posesiones, centrando su actividad religiosa en la iglesia de Nuestra Señora de la Zarza. Nada queda documentalmente, y sí sólo un mínimo recuerdo de dicha iglesia, que fue romántica por lo que su casi irreconocible ábside deja ver. Un almacén de materiales de construcción, con metálica portada por un lado y magnífico frontón por el otro es lo que queda del pasado. (Que pudo ser glorioso. Eso nunca se sabe).

No mayores probabilidades de certeza tiene la noticia que antiguos historiadores nos legaron, de haber sido donado a los templarios, por la reina doña Berenguela de Castilla, el altozano extramuros de la ciudad de Guadalajara donde posteriormente, y a raíz de su disolución y exterminio, vendrían a vivir los franciscanos. Si hubo o no casa del Temple en lo que hoy es Fuerte de San Francisco, queda para las interrogantes del soñador y el erudito. Nosotros aquí sólo podemos dar el dato que la tradición y buenas costumbres han guardado entrevelado. De aquellos tenaces, santos y rufos varones, no ha quedado en esta tierra más que el diluido recuerdo. Quizás haya sido para bien.

En defensa de los escudos

 

En estos momentos de crucial alternativa para La conservación íntegra de patrimonio hitórico-­artístico de los españoles, surge, como una faceta más del vastísimo problema, el batallón innumerable, épico y linajudo, de los escudos heráldicos. De todas esas talladas frases,  leones, encinas, estrellas y poderosos brazos ­que en sus reducidos universos locales contribuyeron, como minúsculos motorcillos, a que España fuera grande y respetada. Desde las armas sencillas (el pozo o la caldera) de los hidalgos y hombres buenos pueblerinos, hasta la onírica y complicada cargazón de símbolos de los Grandes de España, hay mil variantes, tímidas y arrinconadas, por donde aún late, en pétreo ritmo de prosapias, el antiguo corazón del Imperio.

Lleva muchos años en pie la voz cauta de académicos, historiadores y eruditos, pidiendo extremos en el celo de la conservación de nuestro arte. En un siglo como el nuestro que ha visto encenderse a lo largo de tres años de su Guerra de Liberación, la más grande pira del arte universal, los jóvenes de hoy, que no la conocimos, queremos a toda costa salvar lo que nos queda. Porque entendemos que es éste un momento crucial para hacerlo. Y porque la responsabilidad ante los siglos de los siglos, será también, en exclusiva, a nosotros tocante.

Después de los mosaicos romanos, de las catedrales góticas, de los retablos platerescos y tantos otros de (qué gusto da saber de las decididas protecciones oficiales a los hórreos norteños y mallorquines molinos), pidan cumplida atención esas piedras, cuyo doble valor histórico y artístico no necesita de la explicación ni el ditirambo; ellas solas son, con su granada exhuberancia de símbolos, o con la recia parquedad de sus silencios, las que nos dicen el antiguo idioma de España. Al que no debemos, por muy distinto sistema que sea el nuestro actual de vida, quedar sordos. Ciudades españoles como Santillana del Mar, Cáceres, Baeza, Cuenca o Santiago, poseen, como mínimo caudal, un par de escudos en cada calle. Y raro será el pueblo, por pequeño y retirado que esté, que en todo el territorio celtibérico, no tenga algún blasón que nos muestre le razón y el resultado de su prosapia linajuda.

En la provincia de Guadalajara, más concretamente, los hay a centenares. Muy bien cuidados e instalados algunos; otros, sin embargo, lastimosamente abandonados a la fácil merced de los profesionales del expolio. Tal vez el más hermoso ejemplar sea el que, atribuido al mismo Covarrubias, se traslado en el siglo pasado desde la puerta del Alcázar, en la muralla demolida, al patio renacentista del palacio de don Antonio de Mendoza: es un soberbio y completísimo escudo imperial de Carlos I, labrado en piedra de Tamajón, que ocupa toda una pared de dicho patio. Hay, asimismo, escudos reales por toda la provincia distribuidos: en el convento moderno, (y, a pesar de eso, gótico) de las clarisas de Alcocer, o el más moderno, ya borbónico, de las Ursulinas de Molina de Aragón. Son sin embargo, mucho más abundantes, y a veces hasta más ricos y ostentosos, los de las hidalgas estirpes alcarreñas que comienzan a surgir en el siglo XV. El solar de los Mendoza, que por cordial se hace definitivo en Guadalajara, verá repetir hasta la saciedad las bicolores banderas (verde y roja) partidas y oblicuamente asentadas junto a la frase «Ave María‑Gracia Plena» que gracias a don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, y sus hijos, entre ellos el gran Cardenal don Pedro González, se extenderá a todo el territorio castellano. Ese es, junto al de Luna con quien emparentó el primer duque, el motivo fundamental que aparece en la portada del palacio del Infantado de Guadalajara. Ese es también, por ejemplo, el que doña Brianda de Mendoza y Luna, su nieta, coloca en la baranda de la escalera en su palacio arriacense. Y el que, ya con sucesivas variantes que van introduciendo nuevas ramas de la nobleza castellana, se reparte por toda la provincia: el convento franciscano de Mondéjar, el de los capuchinos de Jadraque, el palacio de Yunquera, la iglesia de Mandayona y una inacabable legión de etcéteras.

Son otras familias de raíz alcarreña, de sonora y decisiva voz en el acontecer hispano, las que también reparten sus emblemas, abundante y galanamente, por la geografía toda de Guadalajara; así, los duques de Medinaceli, con su protorrenacentista palacio de Cogolludo; o los Silva, leoninos y cultos, en Cifuentes y Pastrana; o los Valdés Molina, los Montúfar de Tamajón, los Gómez da Ciudad Real en Atanzón, o los Estúñigas de Galve… o, en fin, este bellísimo de los Arce, que en el sepulcro del Doncel don Martín Vázquez, de la catedral de Sigüenza, sostienen dos cuatrocentistas pajecillos.

A estos famosos, ya multifotografiados y conocidos, no va sino nuestra palabra de alabanza. La llamada de socorro se encamina, sin embargo, a esos otros minúsculos, desconocidos, a veces incrustados en la valla de un corral, en lo más oscuro de una escalera, o en cualquier esquina descolocados. Esos son los que reclaman nuestra ayuda y atención preferente.

Es necesario, en primer lugar, una rigurosa y exhaustiva catalogación, tanto documental como fotográfica, de estos escudos tallados en piedra, yeso o madera, que hay distribuidos a millares por toda España. Es nuestra provincia, concretamente, es una labor que, personalmente, ya he iniciado, pero que requiere la colaboración de un equipo competente que acelere su curso. Ninguna de estas tareas de catalogación es, hoy por hoy, para un hombre sólo. Forma parte de ese catálogo general del acervo histórico‑artístico de la provincia, que ha de comenzarse sin pérdida de tiempo, antes de que sea tarde, y, de momento, reunir en fotografías y fichas la totalidad de estas piezas.

Una vez controladas, ha de venir la ley protectora que impida su salida del pueblo o ciudad, más aún, del edificio mismo para el que fueron talladas. Sólo en casos excepcionales, cuando el edificio en que estaban cae para dar paso a una calle, a un jardín, o a otro nuevo edificio en total choque estético o de destino con el anterior, se llevarán el museo correspondiente, donde, su recia y venerable ancianidad tenga el tributo de admiración y recuerdo de unas nuevas generaciones de españoles. De momento, ya lo saben todos cuantos en la portada de su casa, en la escalera, en el patio, etc. tengan uno de estos blasones nobiliarios: ninguno de ellos se puede tocar pues, junto a su catalogación, han adquirido el espaldarazo de su comunitaria pertenencia. Sólo la historia de España, ese ente gigantesco que nos vigila y cobija, puede hacer deshacer en lo que lentamente ha forjado.

Un retablo de Peñalver

 

Si será Alcarria honda y olorosa Peñalver, que de allí surgieron hasta no hace todavía mucho tiempo los «meleros» que recorrían el país entero, y aún otros lugares del mundo llevando en sus tinajillas de madera el producto sabroso y dulce de esta región de Castilla. La miel de Peñalver es, pues, conocida en todas partes y apreciada justamente.

Lo que ya no es conocido ten en detalle son sus monumentos e historia, de los que aún quedan retazos dolientes o altivas manifestaciones. Del castillo de Peñalver, que estuvo situado en lo alto del roquedal que domina al pueblo por el oeste, sólo permanecen en pie algunos muros, entre los que se ha hecho modernamente el cementerio. En las antiguas salas de esta fortaleza se entrevistaron Sancho IV de Castilla y Jaime II de Aragón en cierta ocasión que concertaron treguas entre sus dos reinos. Dentro de su término, junto a la carretera que conduce a los Lagos de Castilla, aún perduran las ruinas severas, cargadas de historia y nombres importantes, del convento franciscano, de la Salceda, primer reducto de la observancia franciscana en Castilla.

Pero no es de esto de lo que en esta ocasión quiero hacer mención, ni siquiera del colosal edificio de su parroquia de Santa Eulalia, que posee una bella portada plateresca digna del mejor aprecio. Es del retablo que en su interior atesora, barnizando con su oscura madera la pared última de la capilla mayor.

Es este retablo parroquial de Peñalver uno de los más antiguos e importantes ‑ que se conservan en toda la provincia de Guadalajara. Su estado actual es verdaderamente lastimoso, pues en la pasada guerra civil fue desmontado y trasladado pare su custodia a Madrid, de donde se trajo posteriormente, aunque ya muy mermado en sus exuberancias ornamentales, siendo colocadas sus tablas en orden diferente el primitivo, y viéndose pri­vado de dos de sus paneles centrales, en los que con toda seguridad irían tallas de la misma época del retablo. Aunque hoy están cubiertas de polvo sus pinturas, y algo desbaratados sus adornos, es todavía este retablo merecedor de una restauración atenta y fidedigna, no sólo por el interés local o provincial que, en orden al turismo de la zona pueda significar, sino también en lo que respecta a una más cabal comprensión y apreciación del arte pictórico renacentista en Castilla. En este sentido de procurar su «puesta al día» y conveniente resurrección, trabajaremos cuanto nos sea posible.

A grandes rasgos, y con le única pretensión de dar a conocer, a todos los alcarreños y buenos catadores de nuestro arte provincial, este escondido retazo de la pintura del siglo XVI, paso a describirlo. Porque de comienzos de ese siglo es, sin duda alguna, esta obra. En ella chocan dos concepciones del arte típicas del reinado de los Reyes Católicos: mientras en ciertos detalles campea el gótico, flamígero y­ ya decadente, en otros se alza el plateresco, a tientas y con bal­buceos aún. Teniendo en cuenta, además, el consabido retraso con que las modas artísticas van llegando a los pueblos, se puede fechar este retablo de Peñalver en fecha que oscila entre 1500 y 1520. Más no se puede afinar, pues la total desaparición del archivo parroquial borró para siempre no sólo ese detalle, sino el que hubiera sido todavía más importante: el del nombre del autor o autores.

La estructura de este retablo, del que acompaño una fotografía de conjunto, es todavía gótica. Tres cuerpos horizontales y una predela inferior, se parten por igual en cinco calles, la central a base de trabajo escultórico, y las cuatro laterales, simétricas, con pinturas sobre tabla.  Cubre todo el conjunto un guardapolvo que arranca desde el primer cuerpo y modela el Calvario cimero: es un guardapolvo éste que se decora con motivos claramente renacentistas, a base de grutescos, y que alberga a trechos escudos con los emblemas de la Pasión de Cristo. Rematando cada pintura, doseletes gótic6s finamente tallados, de los que sólo quedan media docena, y no en muy buen estado. La separación de las calles se hace a base de finas columnillas góticas, rematadas en pináculos sencillos, y albergando a trechos algunas pequeñas estatuillas de las que ya sólo permane­cen cinco o seis.

Las cuatro pinturas de la predela representan sendas parejas de apóstoles, entre los que destaca la figura de San Bartolomé por su vigorosa fuerza descriptiva. Desapareció la talla de su calle central (hoy ocupada por un vulgar lienzo de la Purísima). De izquierda a derecha del espectador, las tablas del primer cuerpo inferior representan las siguientes escenas: la Resurrección de Cristo; la Asunción de María a los Cielos, llevada de los ángeles; la Adoración de los Reyes Magos y la Pentecostés, siendo las cuatro de tan subido mérito y extraordinaria ejecución que se hace difícil alabarlas una por una esas cuatro tablas tan sólo, merecerían ya la entrega ilusionada habla su total recuperación. En su calle central, una moderna talla de Santa Eulalia sustituye al ignorado relieve que ocuparía ese puesto.

En el segundo cuerpo de pinturas  también de izquierda a derecha del espectador, aparece una dudosa escena en la que se representan varios apóstoles reunidos; la Anunciación de María; la Última Cena y dos parejas de santos y santas que mientras no se limpie adecuadamente no se podrán identificar. En su calle central, una extraordinaria talla en alabastro sin policromar de la Virgen del Rosario, en el mejor estilo del primer Renacimiento. Es lástima que aparezca tan alta y distante, porque creo se trata de una obra escultórica de primera magnitud. Los paneles que recubren interiormente estas dos hornacinas centrales van revestidos de prolija ornamentación gótica, tallada en bajorrelieve sobre madera. Finalmente, en el tercer cuerpo horizontal, aparecen otras cuatro tablas tan cubiertas de polvo que es prácticamente imposible su identificación. La segunda empezando por la izquierda parece ser el Nacimiento de Jesús, y la tercera es, sin duda alguna, el episodio de la Circuncisión. La última de ellas es muy probable se trate de la Flagelación de Cristo. Separándolas en su centro, un sencillo Calvario del estilo, que remata todo el conjunto.

No conozco en la provincia de Guadalajara ningún conjunto de tanta calidad y grandiosas dimensiones como éste reseñado de Peñalver. Cualquiera que, con un poco de sensibilidad, lo contemple ahora, podrán percatarse de su importancia y de la ineludible necesidad de su restauración cuidadosa, que en gran parte ha de limitarse tan sólo a la limpieza de las tablas, pues otro desperfecto no tiene. Entonces podrá comenzar a hablarse de su posible paternidad, y encuadrarle en alguna de las casillas del primer arte pictórico renacentista castellano, en cuyas filas ha de figurar, y muy destacado.

Las idas y venidas de don Fadrique

 

En  la  catedral de Sigüenza, que es toda oscuridad y vértigo al entrar por vez primera, va el visitante descubriendo, poco a poco, elementos de arte que entre sí constituyen, amalgama razonada, gentil torre donde el espíritu acordado y el ansia de belleza han resumido sus inquietudes. Entre, las románicas ventanas y el barroco trasaltar surge sonoro, coloreado y resplandeciente el mejor plateresco de la provincia, uno de los mejores de Castilla porque es nada menos, que obra de Covarrubias, que entre 1515 y 1530 trazó ese ángulo del brazo norte del crucero en que un altar y un mausoleo contienen el asombro a perpetuidad: el altar de Santa Librada y el enterramiento de don Fadrique de Portugal, obispo seguntino que costeó y mandó levantar ambos, Y con ellos dejar a su memoria una continua y agigantada orla de gratitudes, de entregas, de admiraciones.

Pero hoy nos detendremos no en el norte que trazara, no en el color o los grutescos de su obra. Será en su vida, en sus idas y venidas por España, en sus más y sus menos como eclesiástico y político, al servicio de un país, y de una grey que andaban por entonces algo alborotados.

Era Fadrique hijo del Conde de Faro don Alfonso, y de la Condesa de Odemira, doña María. Llamábanse sus hermanos, Sancho, Menela y Guiomar. Y por sus venas corrían las sangres nobilísimas del rey castellano Enrique II y del portugués, Fernando I. Teniendo tan altas ascendencias, le sería fácil hacer buena carrera en el estado eclesiástico. Pronto subió a una canonjía de Segorbe, y luego a otra de Albarracín. Para continuar la carrera de un antecesor suyo en Sigüenza, el Gran Cardenal Mendoza, don Fadrique pasó primero por el obispado de Calahorra. En 1508 subió al de Segovia, y en 20 de enero de 1512 llegaban los papeles de Julio II, Papa, eligiéndole para la mitra de Sigüenza. Era ésta entonces una de las más apetecidas de Castilla. Por su antigüedad, su prosapia y sus riquezas, a Sigüenza aspiraban los más de los eclesiásticos hispanos en este comienzo del siglo XVI. En Fadrique pesaron sus sangres azules y sus indudables luces y valías. Y tomó posesión en ese mismo año, a 12 .de mayo, entrando en la ciudad pocos días después, a lomos de la mula blanca que la tradición y el pueblo seguntino aplauden y gustan desde hace siglos. En la catedral más tarde, juraba solemnemente «guardar y mandar guardar a la dicha Ciudad y a sus vecinos y moradores todos los privilegios e sentencias e libertades que tienen, ansi de los Emperadores e Reyes de gloriosa memoria y de los Prelados que han sido de esta ciudad así como de los buenos usos y costumbres».

Pero sus intenciones se vieron en seguida: el frío invierno tal vez; otras inquietudes de miras elevadas; el prurito polifacético del hombre renacentista… todo se fun­de en don Fadrique. Y se marchó. Fue a San Sebastián, a tratar con la Armada inglesa que dirigía el marqués de Orset sobre lo conveniente de un ataque a Francia, y el aún más deseado negocio del católico rey Fernando, concerniente a la guerra contra Navarra, para caminar en la total unión de las tierras españolas. Cuando murió don Fernando de Aragón, el regente Cisneros pidió ayuda y consejo a don Fadrique, sobre el modo de llamar al príncipe Carlos que había de venir desde Flandes. El viejo cardenal no se atrevió, no quiso, mejor dicho ir al encuentro de Carlos. Y fue don Fadrique quien en nombre del omnipotente regente daba la bienvenida a Castilla al joven, mozo europeo, en el asturiano puerto de Tazones.

No se descuidaba, contra lo que pudiera parecer, del gobierno de su diócesis. Si por un lado acometió importantes obras artísticas, una de las cuales fué el mencionado altar de Santa Librada, comenzado en 1515, por otra parte sostuvo largo pleito, durante siete años, con don Bernardino López de Carvajal, que pretendía volver a la sede seguntina después de haber renunciado a ella años antes. Don Fadrique ganó la querella, y en 1520 regresó­ por Sigüenza, donde consagró aras para varios nuevos altares, y el pueblo aprovechó para demostrar su contento por tener un prelado tan caminante y hábil político.

Marchó pronto, sin embargo, a Portugal, con varios miembros del Cabildo, para solventar problemas políticos. Y luego a Cataluña, a tenor de ser nombrado por el Emperador Carlos, con quien gastaba gran confianza, Virrey y Capitán General de Cataluña, Cerdeña y Rosellón. Era 1525 y es éste el instante en que, culmina la estrella, en que escala la máxima cota de su carrera.  La ambivalente vocación política‑religiosa le hacía, seguramente sentirse feliz y armoniosamente cuajado de plenitudes. Era un gran hombre. Aunque el escritor de hoy, de últimos del siglo XX, se pregunte intrigado cuál era la labor pastoral y cristianizante de don Fadrique entre sus fieles seguntinos. Al parecer, sólo caben puntos suspensivos… ¿Algún interrogante? Dudas.

En, 1529 se quiebra el cuerno de la fortuna. Enferma el obispo seguntino y el cabildo, alarmado y lógicamente triste, hace una procesión el sábado 24 de julio a la iglesia de Nuestra Señora de los Huertos, para que Dios tenga a bien concederle la salud. Así fué, y aún volvió por la ciudad del alto Henares don Fadrique: en mayo de 1530. A contemplar cómo su mausoleo estaba terminándose. A disponer figuras, escudos, cartelas, para cuando la dorada piedra albergara su cansado cuerpo. Murió en 1539, estando en Barcelona. Desde 1532 era obispo de Zaragoza. De todos modos, a Sigüenza fue su cuerpo, porque allí estuvo siempre, a pesar de viajes y embajadas, su corazón y su nostalgia. Un obispo del Renacimiento, en suma, del que siempre cabrá el ditirambo artístico, y del que no queremos, porque no se lo merece, que vaya a morir en el vacío su recia y ejemplarizante historia.

La taumaturgia de Monsalud

 

Están las ruinas del monasterio de Monsalud, cerca de Córcoles, a la orilla de la carretera que va de Sacedón a Alcocer. Apagados los ecos del, canto gregoriano, vacíos los pasillos y los claustros del albor perenne de los sayos, sujetas al rigor del tiempo las piedras en equilibrio de la pasada grandeza. En el siglo XII lo fundó Alfonso VIII, siendo ocupado, al parecer en un principio, por monjes de la orden de San Benito, y luego por los de San Bernardo, que ya lo ocuparon ininterrumpidamente hasta los años duros de la Desamortización.

Dejando ahora a un lado el influjo que estos religiosos tuvieron, en la defensa territorial y espiritual de este pedazo sureño de la Alcarria que es la Hoya del Infantado, en cuya cabecera asienta, vamos hoy a recordar uno de los motivos por los que este monasterio se hizo famoso en todo el territorio hispano, su Virgen de Monsalud, pequeñita y milagrosa, repartió la perdida de cuerpos y almas a lo largo de varios siglos, llegando hasta su santuario, en la capilla mayor de la gran iglesia románica del monasterio, cantidad de peregrinos en busca de la curación o en agradecimiento de haberla conseguido previamente, Pero como siempre ocurría en estos casos de milagrosas curaciones, el proceso a seguir para obtener la deseada salud era imprescindible y riguroso: con varias modalidades de procedimiento, y una buena dosis de fe por delante, favor, solicitado a la Virgen de Monsalud, era favor conseguido. De los muchos casos prodigiosos que el padre fray Bernardo de Cartes publica en su «Historia de Monsalud», editada en Alcalá en 1721, podemos sintetizar los diversos modos que el ritual taumatúrgico tenía en este Monasterio (1).

Uno de los más fáciles mecanismos de obtener el favor divino era el voto previo de peregrinación al santuario. En 1354, un vecino de Villarrobledo enfermó de «gota coral y perlesía». Hizo voto de visitar la Imagen de Nuestra Señora de Monsalud si le libraba de sus dolencias. Así ocurrió. Fué al monasterio alcarreño, y allí estuvo los 9 días «que la devoción acostumbra». Igual ocurrió con dos niños «quebrados» o herniados, cuyas madres prometieron llevarles a Monsalud si la Virgen los curaba. Así ocurrió.

Otro sistema sencillo era la simple advocación a la Virgen. La frase «Señora de Monsalud», valedme» fué remedio probado en difíciles situaciones de peligro, accidentes de la construcción y ataques de perros rabiosos. También fué sistema usado por los que vivían alejados del Convento, el de poner a la cabecera de la cama del enfermo una estampa de Nuestra Señora de Monsalud. Eso bastaba para conseguir inmediatamente la salud. Así ocurrió con Ángela Calzada, de Campo de Criptana, quien estando embarazada, «repentinamente» le asaltó un fluxo de sangre de narices, sin que Médico y Cirujano, con remedios ni experiencias pudiesen detener la evacuación peligrosa». Poner a la cabecera de la cama una estampa de la Virgen, y cortarse la hemorragia, fue todo uno Igual le ocurrió a una mujer de Roa que llevaba largos años aquejada de «recio y continuo mal de corazón». En 1679, una mujer de Alcaraz tenía ya la mortaja a la cabecera de la cama. Su padre le puso en la cabeza la estampa de Ja Virgen de Monsalud, y el peligro desapareció.

Pero éstos que eran podríamos decir, sistemas menores, quedan eclipsados por el auténtico y prestigiado sistema taumatúrgico de Monsalud, que con muchas variantes paulatinamente introducidas, fué siempre en esencia el mismo. Un ejemplo claro podemos sacarlo de lo que hicieron con un hombre de Sigüenza al que un perro rabioso le había mordido en rostro y garganta, que son los lugares que agravan en extremo el pronóstico de esta enfermedad. Le llevaron a Monsalud, y allí «el padre sacristán saludóle, ungióle con el azeyte, de las lámparas; dióle pan bendito; y quedó el punto libre».

Analicemos ahora, punto por punto, esos tres ritos que aplicados aislada o conjuntamente, eran vehículos del poder celestial. Consistía el saludo en la recitación de variadas oraciones, cuya sucesión no podía alterarse, ni alcanzaba validez si no la recitaba un religioso de la orden cisterciense, guardiana de la imagen, La cos­tumbre medieval de los saludadores continuaba aún viva en el siglo XVII, y muchas eran las personas que tenían contratados saludadores particulares,  para sus propias necesidades. Llegó en cierta ocasión a Monsalud un catalán «tocado del mal de rabia» pero se rió del sistema usado por los monjes, y sólo se acogió a las palabras de su saludador particular. Naturalmente, murió en pocas horas del terrible mal. En cierta ocasión intervino a este respecto el Tribunal de la Santa Inquisición de Cuenca, famoso por la meticulosidad de sus procedimientos, como consecuencia de haber sanado milagrosamente «toda, la familia del Cirujano de la Santa Inquisición, a causa de haber mordido y maltratado un bruto rabioso a, todos los de su casa». El padre fray Sebastián Sánchez, de Monsalud, usó del aceite y recitó las salutaciones de la Virgen, pero el piadoso Tribunal conquense, atento a cualquier grieta que pudiera abrirse en el monolítico paredón de la fe católica, hizo averiguaciones acerca del religioso alcarreño, que tuvo que demostrar cómo eran «oraciones aprobadas por la Iglesia, deque usan y han usado siempre los Monges del Monasterio» las que utilizó en el milagroso caso.  El susto, desde luego, se lo llevó bien grande. Otro religioso de Monsalud usó de estas salutaciones paria curar en Madrid a la hija de «uno, de los Médicos del primer crédito de la Corte», a quien su padre y otros doctores habían ya deshauciado. El sistema de la oración y recital milagroso fué usado, incluso, con animales enfermos, surtiendo siempre excelente resultado (2).

El elemento capital de toda esta taumaturgia, lo constituía el aceite de las lámparas que ardían delante de la imagen de Nuestra Señora de Monsalud. Fray Basilio Centenero hace su elogio y alabanza de esta manera: «cualquier mordedura de animal rabioso que se unta con este Santo azeyte, (así en hombre como en animal) aunque más morada esté, luego sana sin otro medicamento alguno. Con este divino azeyte untándole la parte del corazón, sanan del mal incurable de corazón y melancolías; y para muchas otras enfermedades es de milagroso efecto». El padre fray Luís Castellón, de Monsalud, en su viaje a Italia usó de él y constató su valor de panacea universal¡ pues veía con admiración que para todo valía: curó lepras, sanó rabiosos, cicatrizó úlceras, serenó tormentas marinas «rociando el aire con el Santo azeyte … » incluso en el monasterio de monjas bernardas de Buenafuente probó su valor de «elixir de la juventud», logrando que una de las hermanas, ya muy anciana, enferma y tullida, con sólo ungirse el óleo milagroso «se levantara de la cama, tan robusta, como si fuera moza».

El pan bendito se obtenía el día de la Anunciación, en que por privilegio del Papa se celebraba en Monsalud plenísimo Jubileo. De este pan se podía comer sólo, ó bien mojado en aceite. Con este bocado santo le sanó el juicio, a un vecino de Colmenar de Oreja, a quien un día, mientras dormía al pie de un árbol, «el aliento de su perro le privó de la razón».

Muchísimos otros ejemplos, todos ellos a cual más ilustrativo, cabría poner de la virtud  maravillosa que estas salutaciones, aceite y pan de Monsalud tenían sobre cualquier clase de enfermedades. Pues aunque a la Virgen alcarreña se la reconocía como abogada eficacísima «contra la rabia, melancolías de corazón y mal de ojo», fué probada su intención en los más variados casos de la patología humana y veterinaria. Hoy ya no quedan los monjes, no está en su trono de magnificencia la Señora de Monsalud, no se arracima la popular devoción en torno al santuario, pero quedan estas historias antiguas para el que, matando sus ratos libres, se entre tiene en recordar las pretéritas maneras de aliviar el dolor y la angustia que la vida humana lleva en su traje prendidas.

(1) ‑ También el padre Yepes, en su «Crónica de la Orden de San Benito», 1621, tomo VII, págs. 314 y 315, hace una amplia reseña de las virtudes milagrosas que en la imagen de Nra. Sra. de Monsalud se contenían. Abunda en lo que un siglo más tarde habría de decir el padre Cartes, y añade que «señaladamente hace nuestra Señora muchos milagros en los hombres y mugeres que están posseydos de los demonios, los quales en entrando en el término desde santo Mto., suelen hazer grandes extremos como quien no puede sufrirverse en tierra de la Madre de Dios». Ver también fr. Bernardo de Montalvo, «Crónica del Cister 1602, y Fr. Ángel Manrique, «Annales Cistercienses».

(2) ‑ Lo confirma el padre Yepes, op. cit., cuando dice «y no es menos virtud el efecto que el pan y la sal que se bendize en esta santa casa haze en los animales brutos, los quales comiendo algo desto, en dondequiera que estén, sanan de la enfermedad de la rabia». Señala luego la manera de, solucionar un litigio que el monasterio de Monsalud y el pueblo de Córcoles tenían acerca de la propiedad de una tierra. Llevaron a ella ganado enfermo de rabia, y como vieron que sanaba, fue señal cierta de que aquella tierra era propiedad del Monasterio, pues sólo entrando en sus posesiones curaban los animales.