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junio, 1972:

Doncel inexplicable

Escudo del linaje Vázquez de Arce en la tumba de El Doncel de Sigüenza

Si Loja en el Genil no hubiera estado, si Illora y Moclín al sur de la Parapanda, y Colomera con su arroyo e Iznalloz se hubiera disuelto en el Cubillas, si Alhendín no tuviera callejuelas ni Montefrío altos campaniles, si Zafayona, Láchar y Armilla hubieran sido el norte vascongado, si Afácar y Cogollos Vera en un atardecer se desvanecieran, si Granara con su Albaicín y sus judíos y su Alhambra nunca hubieran existido…

Si Hermes no hubiera sido tan infatigable caminante, tan ágil y vigoroso, si los cisnes de Maionía no hubieran dado siete vueltas a la isla cuando en ella nació Apolo, si Ares se hubiera dedicado más a Afrodita que a la guerra, si Hades no hubiera dado tantos cabezazos de Medusa, ni hubiera sido auxiliado por Ermes y Tanatos, ni a Kerberos diera tanto de comer, si a Dionisos no se le hubiera ocurrido la gran idea de plantar viñas, ni Gamínedes fuera tan bello, ni tan juguetón Helios, ni Herakles tan heréico…

Si Fernando el Católico no hubiera cabalgado muy bien a caballo en silla de la guisa en la gineta. Si Isabel la Católica no hubiera criado en su palacio doncellas nobles, fijas de los Grandes de sus Reynos. Si a don Diego Hurtado de Mendoza, duque del Infantado, no le hubiesen visto jamás fazer mudanca de aquello que una vez asentara de fazer. Si don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, no hubiera sido omme tan belicoso, ni siguiendo su condición hubiérale plazido tener continuamente gente de armas e andar en guerras e juntamientos de gentes…

II

No habría habido tu gloriosa muerte, tu cantada doncellez, tu cruz tan roja.

No habría habido, pequeño Martín Vázquez, las guerras duras polvorientas locas y casi suntuosas del final del XV. No moros por allí danzando y gritando Corán en manojos del aire. No tierras pisoteadas con sangre y aspaventosamente corridas. No tiendas de campaña donde velar los tibios pasos de la muerte. Ni habría habido tu aureola dionisiaca y efébica, tu sonrisa poderosa de dios truncado y suficiente, tu quieto afán de leer los troncos de los árboles, coger pequeñas facas relucientes y abrir vientres de infieles para ver los porvenires inciertos. No habría habido tampoco tu casco blanco de plata, tu sideral cruz de santiaguista, tu armadura porcelánica, tu lacia esclavina hecha de pétalos o tus espuelas.

No hubieras sido lo que eres: un fallo de la nada, una grieta de luz en el raído mundo, un cúmulo de polvo brillante y estelar.

III

La historia y el hombre han sido de siempre buenos amigos. Pérfidamente aliados. Contra sí mismos, claro. Contra su auténtica profesión de historia y de hombres. Nosotros nos hemos reunido en torno a una estatua, que es historia, y, como hombres que somos, hemos entablado amistad con ella. Hemos pensado siempre en lo que hubiera sido de nosotros sin su presencia, sin su apaciguada ‑llegada cotidiana hasta nuestros ojos. Y hemos creído que nos habrían faltado muchos latidos al corazón, muchas canas en las sienes, muchas horas tranquilas,

Porque el Doncel deja de ser, después de muchos años, puro dato escueto, rancia leyenda enquistada o erudita duda metafísica. Sonrisa o pena. Gil de Siloé o Sansovino. Soltero o paternal. Nos llega puramente astral. Vacío de estatuas y cargado de sangres y carnes y valentías. Con una sombra de árboles sobre su cuerpo, una apenas brotada hierba en las costillas, diez caballos y otros siete perros blancos y lejanos pastando en la miel de su garganta, un apretado programa de festejos en su cota de malla, y saltos de paracaidistas en los pelos, sí, bailes y terremotos, el Diluvio y Noé con un par de mosquitos por las juntas de la coraza, un concierto de Vivaldi entre sus brazos que estrujan una mueca, no es un libro, de algún orondo fraile fallecido de viruela, cascadas o mejor dicho cantarines arroyos por el casco, una nevada tal vez, y San Cristóbal o Rousseau calibrando el número de pie, otro perro león o dinosaurio recitando versos del marqués de Santillana, una hoguera en rescoldo bajo el codo, cuerdas o afiladas ventanas haciendo la guardia de los anhelos veinteañeros, la carne duramente afirmada como un aragonito, capa de sol y lluvia, y cara de cinco de la tarde, de a mí qué me importa todo esto, de hay que fastidiarse en qué lío me han metido, o ya que ha salido así la cosa pongamos por, lo menos cara de circunstancias pero mira que estaría yo ahora bien cazando jabalíes.

Martín Vázquez de Arce murió en guerra. Tantos hay y ha habido con su mismo final… ¡Su primo, que era eclesiástico y con dinero, le quiso conservar como en un limpio y aséptico formol, tal vez para seguir conversando de santos, de heroísmos, de proyectos… tal vez para mirar su muerte y ver que no es una cosa tan macabra ni inmisericorde. El caso es que está ahí, que nos ha sucedido, que ahí se quedará, y que intentamos explicárnoslo y no hay manera. Porque esa estatua de hombre, ese hombre petrificado, ese gesto, esa lectura, ese estar tranquilo y conforme no cuadra con la idea que llevamos nosotros de la vida. Ni achaca violencia, ni arguye inconformismos. Ni siquiera se preocupa de renovar su libro. Más esfuerzos aún. Nuestra mirada y nuestro cerebro trabajan lentos. Fluye tu imagen por la larga avenida de Sigüenza, por el ancho plazal de Castilla, por el gran truco feriado del mundo esférico. Tu gesto inerte, tu pálido estar, tú. Calculamos otra vez la posibilidad de que haya sido un ángel el que sirviera de modelo y se cambiara por ti. O la de que el diablo tentador nos engañara con ese signo de adolescencia imberbe y resignada. Todo cabe en tu posible interrogante. Pero nosotros nos quedamos fuera. Sabiendo tan sólo que nos has sido dado como un regalo de la historia, como una fábula en silencio, como un florecer los árboles y campos en la primavera, o el desfallecimiento de fábricas y altavoces ante el fin último de la vida que se aparece: leer tranquilo, sonriente, bajo la pálida coraza del alabastro.

 

Tres pueblos en la Alcarria

Galería porticada de la iglesia parroquial de Yela.

La Alcarria, nuestra región más representativo, es un repetido ir y venir de valles, una constante dialéctica de llanos, un enjundioso mosaico de paisajes. Pero la Alcarria, serán siempre esas llanuras inmisericordes y eternales por donde pasa la nube de tormenta redoblando su bruñido tambor de hastiados soles; esas llanuras siempre pálidas y febriles, oscilantes ante la pupila, de puro quietas, y madres de una nada conceptuosa y agria: en esas Alcarrias se esconden pueblos, se agazapan antiguos poblados que le dan el son de tráfico y de fiesta.

Caminando desde Brihuega en derechura hacia el Norte, a poco de llevar pisados terrones y admirados montones de pedruscos grises, tuerce el caminante a su derecha y encuentra el primer milagro de la tarde: en un hondillo a Villaviciosa de Tajuña. Antes, donde dobla la carretera, admiró unas piedras rosadas y aun nuevas, rodeadas de gollería en forma de verja, que es monumento a los héroes de la batalla de Villaviciosa, que en esos llanos se batieron el 10 de diciembre de 1710 a favor de su nuevo Rey, el Borbón Felipe V, contra las fuerzas de los aliados europeos. Felipe V en persona, junto con el duque de Vendome, y un improvisado ejército de entusiastas, derrotaron a Starhemberg definitivamente. El viajero había visto esta batalla en un cuadro del francés Alaux, y la ha vuelto a ver en una alucinada tornazón del monolito gris y rosa.

Luego ha bajado al pueblo. Se ha admirado del agua transparente y casi aérea que va dando frescor a huertas, fuentes y lavaderos. Ha hablado con el artesano Albañil que construyera el sistema de distribución de tal transparencia viajera y ha hecho algunas fotos con el rollo en primer término y al fondo la espadaña de la iglesia, que le ha parecido francamente buena. Como una lagartija al sol, casi de su mismo color y, por supuesto, con m misma alegría dentro, la iglesia de Villaviciosa es la clave para entender el románico rural: estampada en medio de la plaza, como un monumento a cualquier extraña fuerza que nos rige, sombreada por una viejísima olma medio podrida, y algo bastardeada en modernos tiempos. Pero la mira de lejos y aun se crece su ingenuo latir de ojos cerrados y pechos abiertos. Es la antigua voz de un país, de una historia que no deja, Anales ni testimonios escritos, si no son estos con piedra del cercano monte, con hojas de los olmos viejos, con aire del siempre renovado e incansable. La voz de la tierra, de la Alcarria en ente caso.

Luego se asoma un momento al valle, al del Tajuña, que corre abajo con emoción de niño y de gato recién nacido. Cargado con los verdes peregrinos y los ocres indefensos. Va diciendo buenas tardes por los portales, por las medias puertas, por las fuentes y puentes de este lugar único. Rastrea, otra vez, el pasado entre las ruinas del monasterio de jerónimos que allí hubo, del que hoy sólo una torré, una gran portad y algo de muros queda. Y haciendo genuflexión se va, como si acabara de oír misa. Por lo menos, con esa tranquilidad fuer­te en el espíritu.

Poco más tarde, y después de pisar con entusiasmo el entomillado suelo del monte, llega el viajero a Yela, en otro hondillo del páramo metido. Casas nuevas, casas de Regiones Devastadas, pintadas en rosa y en crema, ya sucias, con olor a colonia barata, a ministro Girón, a revista Balalín y a Celia Gámez, resumen de lo «camp» rural y albergue de las desconocidas esperanzas, de las esperanzas que nunca fueron expresadas. Con televisión, eso si, en cada casa. Pero con una lágrima en cada ventana cuando el sol cansino de la tarde se recues­ta en ellas.

Delante de la iglesia de Yela están los hombres de la pana, de la mula viajera y recadera, del fuerte y gracioso hablar, del todo recuerdo en los labios. «Sí, señor, claro que cantábamos los mayos… huy, y Carnavales también que hacíamos… nosotros nos disfrazábamos de mujer, ¡y armábamos cada una! Yo mismo me vestía muchas veces de toro, y ala, a asustar a las chicas… buenas juergas que nos pasábamos, sí señor. Hacíamos también la fiesta de los Gervasios» ¿Los Gervasios? ¿Y quienes eran esos? «Toma, pues los patrones del pueblo. San Gervasio y San Potrasio…» San Protasio querrá decir… «Eso, sí… San Potrasio…»

La iglesia de Yela es nueva. Era románica, de comienzos del XIII pero la guerra y muchas anteriores mañas la habían dejado reducida a la más desconocida y extraña expresión. La buena voluntad, más que otra cosa, se propuso restaurarla y recobrarla para los vecinos de Yela. Quedó como un decorado de teatro: rosa y cremosa, de dulce. Solo la recia espadaña conserva la integridad de siglos. Lo demás, atrio porticado portada principal, ábside, interior, cubiertas, etc. fue rehecho después de guerra « ¿Queda bonita la iglesia, eh?» ‑Sí, señor, sí. Me gusta. No, no me gusta. Es un caramelo, una representación de Verdi, un cuento de Concha Espina. Tiene la tristeza de lo nuevo que ha ocupado el solar donde lo viejo cantó su júbilo y encendió sus luminarias. Es una iglesia demasiado «fina», demasiado siglo XX aun con sus arcadas de medio punto, sus historiados capiteles y su estilo.

Vale más la fuente del pueblo, donde se nota que le salieron callo a muchas manos. Y la torre del Ayuntamiento, como un Hércules de vacía mirada mitológica. Con su encrestada tracería de hierros y campanas. Con su veleta y su gallo, soberaneando el bien y el mal de estas llanadas alcarreñas.

Un triste mayo en medio de la plaza: dos palos no muy altos unidos con cordeles, y arriba tres patrióticas enseñas descoloridas y viejas. El hombre de la pana oscura y el largo decir se va del pueblo con la mula y los paquetes. Le decimos adiós cuando rodea las últimas casas.

Otra vez al llano, a la mesa telúrica donde el viento se lleva todos los manteles. En la lejana valla del horizonte se empinan las sierras azules y con sabor a menta, por ver las huellas de los hombres, que cuentan cuentos de montañas viejas. Llega el viajero, por fin, a Hontanares.

En otro recodo del llano está metido, en el medio declive de una costanilla enjuta y con sabor a niña huérfana. Un rodal de árboles hace oficio de maceta. Y el diablo, que también por la Alcarria merodea, pincha y repincha las aceitunas magras que se quedaron en el suelo, ¡ágil entretenimiento de doctores diestros! El viajero va de calle en calle, casi le atropella un niño con su bicicleta. Pasa el herrero, tintado en verde y negro, con el sudor lamiéndole las costillas, y detrás un perro. Algunas casas tienen en las fachadas curiosos dibujos de estrellas y melones, como si sus dueños impetraran de los dioses una fortuna cósmica y vegetal de la que dudan. Piedras y más piedras pisa el viajero, que ya va con complejo de estatua movediza. Va hasta la iglesia por ver qué de particular encierra. Así, por fuera solamente, tiene la recia presencia de un siglo XIII en, larga cuerda desde Brihuega encabalgado. Gran espadaña macizota, rematada en cruz pequeña, y ábside también antiguo. Aquí fue, en Hontanares, donde al viajero le llamaron, por primera vez en su vida, ladrón. Así, como suena. Y fue su pecado hacer algunas fotos, mirar para el tejado, y tener, no sé si con mucho o poco fundamento, cara de sinvergüenza. No vio por dentro la iglesia, por supuesto. La tenían cerrada porque no robaran ni el aire que rodea los candelabros. Se fijó el viajero en todas las caras que miraban para él, con cierto miedo y a la vez con cierto regocijo, y le entró risa de ver tanta mosca encima de tanta oreja. Se le ocurrió un «slogan» para el pueblo, pero no se decidió a ponerlo en letra impresa. Suficiente penitencia llevan ya en su agrio corazón.

Y se fué, contento, al tiempo que el sol se escondía por detrás de las nieves guadarrameñas. Salió a la carretera general y se montó en el primer coche que pasaba. Desapareció y no ha sido encontrado todavía.

El etnógrafo García Sanz y su Biblioteca Alcarreña

Sinforiano García Sanz. Retrato en su librería. 1972.

Se nota entre el húmedo y musgoso ambiente de la «rebotica» un sonar de populares violines, un murmullo de canciones, de leyendas y procesiones, y aun el bailar informe y ancestral de la botarga. Es Guadalajara entera, con sus doradas piedras y sus policromos festejos, la que nos recibe entre las estanterías. Es la mirada sonriente y bondadosa de don Sinforiano García Sanz la que abre puertas a todos los alcarreños que llegan a él con el único deseo de conocer mejor la provincia, no sólo en sus cosas importantes, sino en sus hombres, en los hombres que la hacen porque la sienten muy dentro.

García Sanz es uno más de esa colección de seres que aman entrañablemente la provincia donde nacieron, y sin embargo, pesan desapercibidos, a pesar de su continuo laborar por ella. No es cosa que le preocupe particularmente el ser o no ser conocido. Lo importante es la obra, las motivaciones que a uno le lanzan a conocer las cosas y a darlas a conocer. García Sanz abre personalmente la puerta, anda en chaleco por su casa, se sienta en el brazo de cualquier sillón y recibe como amigo de toda la vida a cualquiera que se identifique, simplemente, como alcarreño. Esta gran persona viene hoy, sin un particular entusiasmo, a las páginas de NUEVA ALCARRIA para que su nombre, su obra, sus ocupaciones, sean mejor conocidas entre sus paisanos.

‑Nací en Robledillo, en junio del once.

Allí se crió y allí vio pasar la lenta ruede antigua de las cuatro estaciones. El levantar el vuelo de los soles, la caída del viento y el cantar de la tierra, como una flauta de caña ahumada.

‑ ¿Cómo surgió su afición a los temes históricos y folklóricos de Guadalajara?

‑Pues ocurrió en Sevilla. Estaba allí haciendo el servicio militar, y para pasar mis ratos libres, me iba a visitar museos, bibliotecas tiendas de antigüedades y baratillos, y así ocurrió el aficionarme a ello.

‑ ¿Y de librero? ¿Cuánto tiempo lleva?

‑Pues, de una manera r cal, desde el 39. Aunque ya en 1932 tomó contacto con el tema.

García Sanz se ha ocupado de muchísimos temas. «Siendo alcarreño, cualquier tema tocante a folclore, etnografía e historia».

‑Pero, ¿más particularmente?

‑El tema mariano, la canción popular, el traje regional, la vivienda, las leyendas y, botargas, y en general, todas las fiestas.

‑Y todas esas cosas, ¿dónde se pueden ver o leer?

‑Principalmente en “Flores y Abejas”, NUEVA ALCARRIA, Revista de Tradiciones Populares, y actas de los Congresos de Etnografía y Folclore de Brega y Oporto. Fundamentalmente fue de 1944 a 1964 cuando más colaboraciones dediqué a estas publicaciones.

‑ ¿Sus intenciones para el futuro?

‑Ampliar, estos mis temas.

Pero si a don Sinforiano García Sanz se le conoce más entre los medios alcarreñistas es, si cabe, por la grandiosa biblioteca que posee a base de libros y folletos relacionados con nuestra provincia. Por su condición de librero, ha ido consiguiendo cientos y cientos de piezas que forman el más monumental mosaico de datos y documentos sobre nuestra historia y nuestra vida provincial que se ha podido reunir nunca.

‑ ¿Cuáles son, señor García Sanz, las mejores piezas de esta Biblioteca Alcarreñista que ha ido formando a lo largo de los años?

‑Pues son muchas las buenas. Las que más estimo son las que más trabajo me ha costado conseguir. «La Historia del Monasterio de Sopetrán» y «La Historia de Montecelia»… muchos otros folletos, e incluso algún librito rarísimo, como el titulado «Rebuznos alcarreños, en renglones cortos y largos, por el Celipe y el Pólito, Madrid 1907”. Otros muy buenos son el «Comentario a la guerra de España y la historia de su rey Felipe V el Animoso», por Felipe Bacallar y Santana que es un libro que habla mucho de Guadalajara. Otros buenos son el «Catallatto seguntino de 1742”, la “Instrucción y fórmula que han de tener a la vista los alcaldes pedáneos… del Señorío de Molina de Aragón… de los lugares de los cuatro sesmos en que se divide el Señorío de Molina, 1782».

‑ ¿Cuál le parece a usted, de las leyendas marianas, la más interesante?

‑La que se narra en un libro titulado «Rasgo histórico de la Virgen de la Varga, de Uceda”

‑ ¿Qué tradiciones y costumbres cree usted que no se deberían perder nunca?

‑Muchas, muchas. Principalmente no deberíamos dejar, que desaparecieran las canciones de Mayo, las danzas, las botargas y todo el costumbrismo respecto a la Semana San­ta, matanzas, ritos funerarios, etc.

‑Entonces, ¿qué se le ocurre que se podría hacer para no ‑perder estas cosas?

‑Una recogida Intensa del folclore, con equipos bien dirigido» y con gamo de trabajar.

García Sanz pasa sus mejores ratos «pateando la provincia, o mejor, poseyéndola, como decía Unamuno» Para conseguir algún libro sobre la provincia de Guadalajara hay que pasar forzosamente por él. Le preguntamos si es cierto lo que dicen que los libros más caros de sus catálogos son los relacionados con el alcarreñismo.

«Sí lo son. Pero por una razón muy sencilla: porque a la hora de comprarlos no miro el precio, y, generalmente, se los compro, a co­legas».

‑Entonces, ¿si alguien le pide un libro sobre Guadalajara, cuánto tiempo puede tardar en proporcionárselo?

‑Por mi condición de librero, recibo catálogos de todos las librerías de España y algunas del extranjero, ahora bien, si no lo tengo duplicado, no me comprometo a servirle,

‑Ahora vamos con las preguntas difíciles. Señor García Sanz, ¿qué tal se han portado con usted los alcarreños?

‑Se han portado bien, conmigo. Siempre. Lo que ya no sé es si han reconocido mi labor.

Eso es lo que deseamos y procuramos hoy. Que todos los alcarreños sepan de este hombre entusiasta y de su obra. «¿A quién estoy especialmente agradecido en la provincia? Pues siendo gobernador civil Casas Fernández fue cuando más facilidades tuve por parte de los organismos oficiales para recoger mis materiales folclóricos. El mismo agradecimiento conservo para las atenciones del señor Gil Peiró».

‑Y con su Biblioteca Alcarreñista, ¿qué es lo que piensa hacer?

‑Mi intención es donarla a la provincia. Pero lo haré con algunas condiciones. Por ejemplo, las de acrecentamiento de la misma, y alguna ventaja económica.

Le fórmula exacta la tendrán que hablar García Sanz y nuestras autoridades provinciales, que harán todo lo posible, estamos seguros, por impedir que este monumento cultural provincial se vaya para siempre fuera de Guadalajara. El deseo de su forjador, y de todos los alcarreños, es que quede aquí, que venga, mejor dicho, aquí. Veremos lo que ocurre a este respecto en los próximos años. Pero son ya muchas las cosas que hemos perdido, para dejar escapar también esta gran ocasión.

Dejamos atrás el olor a siglos, el olor a libros, el olor a amistad y charla cordialísima, para adentrarnos en el fenomenal barullo de la madrileña calle de Fuencarral, tan lejos de la librería de García Sanz, a pesar de tener en ella su puerta. Quedamos pensando en la cantidad de bosques, de cánticos, de montes y leyendas que danzan su antigua y frágil letanía entre las paredes resonantes de este que es ya casi templo del alcarreñismo y la buena hombría.

                                                      

Bonaval llegará al cielo

Aspecto del ruinoso interior del templo cisterciense de Bonaval.

Irán cayendo, una tras otra, las piedras de muros y de bóvedas. Ventanas se transformarán en agujeros. Paramentos en ruinosos montones pedregosos. En polvo capiteles y ménsulas. En aire los cantos, en luz los pergaminos. No quedará nada de nada. Tal vez ni el nombre. Seguirán las carreras de coches y de motos. Nuevas canciones, otros colores, inventos, rascacielos y anchos viajes. Como un alivio las hojas amarillas del otoño, acudirán a su imperturbable cita. Y taparán con su tapiz generoso la horrible vergüenza de las manos quietas.

A Bonaval llegan los monjes de este siglo en zapatillas y pantalones tejanos. Andando y rememorando viejos tiempos. Un bocadillo abre la sesión de los discursos. Un trago de agua en el arroyo acaba con las votaciones. Un sincero grito de admiración cierra las sesiones del día. Y empieza así el místico viaje, tan frecuente y recorrido, del vagabundaje por ruinas y pedregosas soledades.

Se va primero a Tamajón, luego a Retiendas. Desde allí se baja hasta un recodo de la carretera en que avanza un camino hacia el bosque, de encinas y acacias, salpicado y numeroso. Se saluda el paso de los monjes, orondos y rientes, a lomos de pollinos, cargados de jamones y consejas, seculares y pacientes, populares y queridos, cistercienses. Se cruza arroyo, se atropellan setas, escuchamos el canto del jilguero y petirrojos, viene la sed por las espaldas apretando, y al fin se llega.

Blancos sillares nos dan la bienvenida. Macizas piedras blancas, grises y violentas, talladas con el amor de los antiguos canteros, para lo que eso de allanar la piedra es camino de cielo en derechura. Pizarras en rodajas soportan una y otra, levantan en fin la cúspide maciza del monasterio bernardo. Bonaval comprometido seriamente con el pasado.

Lo que queda de aquél panzudo y brusco siglo XII es bastante más de lo que a tenor de guerras, de desidias y malos humores cabría esperar como supervivencia. Todo el silueteado, pespunte de argamasa, de ladrillos y de roca nos da idea de lo que fuera monasterio y templo. De este, por lo menos, las cuatro altas paredes aun persisten. De sus cielos, el de la nave de la epístola, completo, y los de capillas, mayor y dos menores, también heroicos permanecen.

El suelo es, guerrera miniatura de los montes circundantes. Escombro, fósil en denodado esfuerzo de permanencia. Debajo de cascotes y colinas, hay losas grandes, hay lápidas y enterramientos. Hay una historia desconocida tibiamente guardada por la tierra. Generosas piquetas de arqueólogos quisieran para si el alto honor de hacer hablar a los pasados siglos. ¿Tendrán, algún día, la palabra?

Los muros son limpias frases y marfileñas costas del antiguo río. Al Sur el sol rescata cada día el albo brillo del arte románico en transición al gótico. Una fabulosa puerta de apuntados arcos que arrancan suaves de cornisa sellada con vegetales capiteles, cúspide, a la vez, de adosadas columnas, es el más puro acento de toda esta ópera engendrada en noche sanjuanera. Sobre la puerta, sobre el rezo cisterciense de este apuntamiento, la ventana culmina el feliz emparejamiento de estructuras. Tal vez lo mejor de todo Bonaval sea este acceso, esta depurada maqueta de la Gloria.

Y luego las columnas, fuertes y acabadas como desnudas flechas de gigantes ateos. Remates de flores, de versos medievales, de aladas coplas. Perfectos capiteles bien conservados. Y ménsulas como huertos congelados en mañana decembrina. Fantasmales cúspides y glorias chiquitas. Las tres naves, el crucero, brevísimo, y las tres capillas. La mayor, ancha y altísima, digna de una catedral de pueblo. Las otras dos algo más chicas y modestas. Pero las tres coronadas por sus bóvedas de crucería bien trazadas y medidas; bien asentadas para contemplar desde su altura, y a pesar de todos los olvidos, otros ocho siglos de fraternas luchas.

En derredor aun quedan los muros sollozantes de lo que fue el convento. Altas paredes carcomidas; restos de pisos, de ventanas, de zaguanes y pasadizos. Memoria casi perdida de celdas y refectorio. De paso al claustro, de cuchicheantes voces. El interés tan sólo de la completa historia tienen estos muros. Pues el Convento, lo que queda al menos, es muy posterior a la iglesia, que con toda razón ostenta su cartel de «Iglesia románica de transición al gótico, Siglos XII‑XIII» que aquí ponemos.

La otra cara de este derrumbado Jano orlado de arboledas y silencios es la historia. Las fechas y los antiguos nombres dorados. La baraja de números y reyes, de victorias y llantos con que el tiempo indómito ha jugado su partida y malvendido el rico acervo de nostalgias que los dioses le dejaron. Alfonso VIII, el que cabalgó con alta frente las Navas de Tolosa, fundó este Monasterio en el año de 1164, aunque de precaria manera solamente. En 1175 lo donó definitivamente a la orden Cisterciense, por escritura fechada en Fitero. «Lo doy a Dom Munio, abad de Bona‑Val, a todos vuestros sucesores y a los monjes que allí vivan tanto presentes como futuros». La lista, de donaciones y reales favores a este sitio, que muchos monarcas, de seguro no llegaron a conocer, sería larga y nutrida, Enrique I, Fernando III, Alfonso X; nobles también; y Papas.

El Abad de Bonaval se escucha en reuniones y en Capítulos. En el general que las monjas cistercienses celebraron en 1189 en el burgalés Monasterio de las Huelgas, firma D. Sancho, abad de Bonaval.

Poco a poco se caen las hojas de su grande árbol plomizo y soleado. En 1464 se unió a la Congregación Cisterciense de Castilla, perdió su carácter de Abadía y quedó como Priorato, bajo la jurisdicción de la Abadía de Monte Sión, junto a Toledo. Pero a pesar de ser precaria, la vida entre aquellas paredes, bajo las blancas velas del anclado barco, continuaba. Se copiarían manuscritos, se cuidarían huertos, se pediría a Dios por el difícil sosiego de los cetrinos guerreros. En 1821 el Monasterio de Bonaval fue incautado por el Estado y vendido a un particular.

Después de todo esto, el moderno peregrino cogerá su concha y derramará sus cumplidas lágrimas en acción de gracia y desgracia por todo lo ocurrido. La religión de Dios levantando piedras, la religión de los hombres tirándolas, mantuvieron aquí su pelea. La otra religión, la supra y blanca, la del tiempo paternal e imperturbable, la de la sangre caliente y generosa, la de amebas y ángeles conscientes, hace levantarse cada día un palmo a estas ruinas. La primigenia fuerza de la tierra empujará a lo noble hacia lo alto, y Bonaval llegará al Cielo cualquier día. Completo y equipado con su lacrimario y su historia general de la alegría.

Ideas y proyectos para nuestro turismo

Edificio popular en Hontoba

Hontoba se guarda del viento norte con una manta de montes y su hoguerilla de soles. Tiene su temblor de estrellas por la noche y sus carros viejos abandonados, como enrevesados huesos de aceituna a la buena de Dios entre los prados y tras las tapias. Clásicamente olvidado de todos, horadado por todas las carcomas de nuestra real civilización, opíparamente digerido por el siglo. Hontoba, los de la fuente buena y honda, es un feriante que dice sus mil fortunas y sus incongruencias verdirrosas al aire lánguido de la amanecida. Como un pastel, como un tiovivo de mil colores, éstas son las relaciones que los viejos siglos escribieron en el supracelestial techo inconcluso de Hontoba.

«Es su sitio en un hondo en una vega angosta, la entrada y salida hacia Oriente. El poniente es llano. Lo demás del término son cuestas ásperas y no montuosas, pero que no, pueden labrar por ser la mayor parte de ellas blancares y peñascos de yeso; que es tierra fría, y algo templada en las enfermedades». Esto decía, a modo de tarjeta postal, Mateo Sánchez de Hueva y Pedro Bueno, «personas hábiles y de más ciencia y experiencia y verdad de esta dicha Villa». Allá por diciembre de 1575 nada menos, en la relación que el pueblo envió a Felipe II, recontándose a sí misino, poniéndose todos ellos muy seriecitos, con los alcaldes ordinarios, diputados y un tal Francisco Ambite, procurador del Consejo, al frente de ello, reunidos que fueron «a campana tañida como lo han de uso y costumbre» en ese pueblo.

La historia se crece entre las calles como el agua en una olla, sin escapatoria posible. Es Villa porque tiene privilegio de Villazgo, que está en el Archivo del Concejo. Se lo concedió el Rey Fernando y la Reina Ysabel. Era un documento fechado en Alcalá de Henares el 30 de marzo de 1498. Luego dicen ese par de señores que el pueblo tiene las armas de la Orden de Calatrava, y «así están pasadas en la Audiencia de esta Villa».

Las capas y los colores, y la sangre y el polvo de los zapatos, los hemos liado y tirado al fuego. Ha brotado un olor a muerte de hidalgo y a frito de calderería. Un olor pardusco con color vinagre. Una parte ínfima del devenir del mundo, petrificada en el hondo mar seco de este vallejo; dulcificada en la suave luz de un atardecer de Hontoba. Que ya va para vieja, eso no hay quien lo discuta, pero que tiene aún que decir este su último romancillo de disparatados historiones.

Al Emperador pagaron un buen día mil y cien ducados para que no la desmembrara de la Corona Real, ni del partido de Zorita, ni de la Orden de Calatrava. Que tenían algunas dehesas y, encinas pequeñas de monte. Pocas liebres, pocos conejos, pocas perdices. Un molino harinero propiedad del Concejo. Y unas cuantas casas, más o menos las mismas de ahora, hechas de tierra y yeso «que hay arto en esta Villa». Madera de salces y de olmos, y poco de pino. Mucha piedra, siempre igual, y mucha nube cuando no se necesita, y 170 vecinos que en cuarenta años se habían duplicado, todos labradores y jornaleros y pobres. Sólo dos hidalgos había, con sus ejecutorias, viviendo de sus haciendas. Y mulas y aun carros, cuadras, corralones, huertecillos y una casa armera, «que fué del mayorazgo que había, del alférez Alonso de la Parra, que había nacido en Pastrana, y que tenía por escudo un brazo sosteniendo una bandera; y estos dos nos cuentan su historia casi milagrosa, de cuando este hombre valeroso, en plena batalla de Garellano pasaba una bandera y en un puente le arrancó la guerra un brazo, y él cogió con el otro la enseña y pasó el puente, colaborando así a la victoria del Gran Capitán.

Y llega la parroquia, la iglesia de San Pedro, que es románica, y que por sí sola protagoniza hileras filas y bosques de historias, que nos servirá de tema para otro día: y luego viene la ermita de la Virgen de los Llanos, y la viejecilla esa sin dientes que va y dice, muy seria ella:

Es la Virgen de los Llanos

la patrona de mi pueblo.

Se apareció a un pastorcillo

en lo alto de aquel cerro.

En lo alto, sí, desde donde se divisa la nieve, las carrascas y los halcones, está la ermita de la Virgen de los Llanos, que es antigua «que no hay memoria de su principio», que «ansí de la casa como en la antigüedad de los milagros della (no hay memoria en los presentes». Allí arriba tenían tierra, olivos y viñas en cantidad de un ciento y un poco más o menos, y unas eras y un molino de los de aceite, y un cenobio reducido y como de veraneo, los jerónimos de Tendilla, que allí se retiraban a pensar y a defatigar el rostro y los corazones. Se perdió el «Catálogo, de los milagros de Nuestra Señora de los Llanos de Hontova», de Baltasar Porreño, y anda por ahí muy escondida la «Historia de la invención de la santa y milagrosa imagen de Nuestra Señora de los Llanos y de sus milagros,», pero aún queda en la popular boca desdentada de las más ancianas cabezas de la localidad la leyenda sencilla, resonante como un trueno entre los montes, y dulce como un chorretón de ambarina miel, de la aparición de su Virgen, blanca y diminuta como el arroz o el alma de las palomas, poderosa como el acero y santa, santa, santa como la nube algodonosa que empuja a las piedras contra el suelo. Estaba dice esa boca, esas bocas lentas y sabias un pastor chiquito en lo alto del monte, y se le apareció la Virgen diciéndole que levantara un templo en su honor, y el chico bajó a decirlo a las autoridades del pueblo, que, como andaba siempre por los montes, le tomaron por «peldaño» y se rieron de él, y él subió y bajó de nuevo, y al fin creyeron los incrédulos y se levantó la iglesia en donde no la había. Así, sencillamente, toda una teoría a través de los siglos. Milagros, rogativas, de esas que «y dicen los Anales de la Historia, que un año de muy grande sequía, vinieron en procesión desde Pastrana los hombres y las mujeres y los niños…»

Se sube a merendar al alto, se queman los tocones y las grandes leñas la noche de San Blas, y en mayo se cantan las canciones del amor pagano y rural. Se dicen historias anónimas, se rezan rosarios, se piensa en porvenires, se transita el mundo por un valle perdido, se olvida lo que haya más allá de los cuestarrones rojiblancos, y se estrena cada día la inmortal sonrisa. En Hontova, Ontova, Hontoba pasan istorias, historias, hystorias.