Tres pueblos en la Alcarria

sábado, 17 junio 1972 0 Por Herrera Casado

Galería porticada de la iglesia parroquial de Yela.

La Alcarria, nuestra región más representativo, es un repetido ir y venir de valles, una constante dialéctica de llanos, un enjundioso mosaico de paisajes. Pero la Alcarria, serán siempre esas llanuras inmisericordes y eternales por donde pasa la nube de tormenta redoblando su bruñido tambor de hastiados soles; esas llanuras siempre pálidas y febriles, oscilantes ante la pupila, de puro quietas, y madres de una nada conceptuosa y agria: en esas Alcarrias se esconden pueblos, se agazapan antiguos poblados que le dan el son de tráfico y de fiesta.

Caminando desde Brihuega en derechura hacia el Norte, a poco de llevar pisados terrones y admirados montones de pedruscos grises, tuerce el caminante a su derecha y encuentra el primer milagro de la tarde: en un hondillo a Villaviciosa de Tajuña. Antes, donde dobla la carretera, admiró unas piedras rosadas y aun nuevas, rodeadas de gollería en forma de verja, que es monumento a los héroes de la batalla de Villaviciosa, que en esos llanos se batieron el 10 de diciembre de 1710 a favor de su nuevo Rey, el Borbón Felipe V, contra las fuerzas de los aliados europeos. Felipe V en persona, junto con el duque de Vendome, y un improvisado ejército de entusiastas, derrotaron a Starhemberg definitivamente. El viajero había visto esta batalla en un cuadro del francés Alaux, y la ha vuelto a ver en una alucinada tornazón del monolito gris y rosa.

Luego ha bajado al pueblo. Se ha admirado del agua transparente y casi aérea que va dando frescor a huertas, fuentes y lavaderos. Ha hablado con el artesano Albañil que construyera el sistema de distribución de tal transparencia viajera y ha hecho algunas fotos con el rollo en primer término y al fondo la espadaña de la iglesia, que le ha parecido francamente buena. Como una lagartija al sol, casi de su mismo color y, por supuesto, con m misma alegría dentro, la iglesia de Villaviciosa es la clave para entender el románico rural: estampada en medio de la plaza, como un monumento a cualquier extraña fuerza que nos rige, sombreada por una viejísima olma medio podrida, y algo bastardeada en modernos tiempos. Pero la mira de lejos y aun se crece su ingenuo latir de ojos cerrados y pechos abiertos. Es la antigua voz de un país, de una historia que no deja, Anales ni testimonios escritos, si no son estos con piedra del cercano monte, con hojas de los olmos viejos, con aire del siempre renovado e incansable. La voz de la tierra, de la Alcarria en ente caso.

Luego se asoma un momento al valle, al del Tajuña, que corre abajo con emoción de niño y de gato recién nacido. Cargado con los verdes peregrinos y los ocres indefensos. Va diciendo buenas tardes por los portales, por las medias puertas, por las fuentes y puentes de este lugar único. Rastrea, otra vez, el pasado entre las ruinas del monasterio de jerónimos que allí hubo, del que hoy sólo una torré, una gran portad y algo de muros queda. Y haciendo genuflexión se va, como si acabara de oír misa. Por lo menos, con esa tranquilidad fuer­te en el espíritu.

Poco más tarde, y después de pisar con entusiasmo el entomillado suelo del monte, llega el viajero a Yela, en otro hondillo del páramo metido. Casas nuevas, casas de Regiones Devastadas, pintadas en rosa y en crema, ya sucias, con olor a colonia barata, a ministro Girón, a revista Balalín y a Celia Gámez, resumen de lo «camp» rural y albergue de las desconocidas esperanzas, de las esperanzas que nunca fueron expresadas. Con televisión, eso si, en cada casa. Pero con una lágrima en cada ventana cuando el sol cansino de la tarde se recues­ta en ellas.

Delante de la iglesia de Yela están los hombres de la pana, de la mula viajera y recadera, del fuerte y gracioso hablar, del todo recuerdo en los labios. «Sí, señor, claro que cantábamos los mayos… huy, y Carnavales también que hacíamos… nosotros nos disfrazábamos de mujer, ¡y armábamos cada una! Yo mismo me vestía muchas veces de toro, y ala, a asustar a las chicas… buenas juergas que nos pasábamos, sí señor. Hacíamos también la fiesta de los Gervasios» ¿Los Gervasios? ¿Y quienes eran esos? «Toma, pues los patrones del pueblo. San Gervasio y San Potrasio…» San Protasio querrá decir… «Eso, sí… San Potrasio…»

La iglesia de Yela es nueva. Era románica, de comienzos del XIII pero la guerra y muchas anteriores mañas la habían dejado reducida a la más desconocida y extraña expresión. La buena voluntad, más que otra cosa, se propuso restaurarla y recobrarla para los vecinos de Yela. Quedó como un decorado de teatro: rosa y cremosa, de dulce. Solo la recia espadaña conserva la integridad de siglos. Lo demás, atrio porticado portada principal, ábside, interior, cubiertas, etc. fue rehecho después de guerra « ¿Queda bonita la iglesia, eh?» ‑Sí, señor, sí. Me gusta. No, no me gusta. Es un caramelo, una representación de Verdi, un cuento de Concha Espina. Tiene la tristeza de lo nuevo que ha ocupado el solar donde lo viejo cantó su júbilo y encendió sus luminarias. Es una iglesia demasiado «fina», demasiado siglo XX aun con sus arcadas de medio punto, sus historiados capiteles y su estilo.

Vale más la fuente del pueblo, donde se nota que le salieron callo a muchas manos. Y la torre del Ayuntamiento, como un Hércules de vacía mirada mitológica. Con su encrestada tracería de hierros y campanas. Con su veleta y su gallo, soberaneando el bien y el mal de estas llanadas alcarreñas.

Un triste mayo en medio de la plaza: dos palos no muy altos unidos con cordeles, y arriba tres patrióticas enseñas descoloridas y viejas. El hombre de la pana oscura y el largo decir se va del pueblo con la mula y los paquetes. Le decimos adiós cuando rodea las últimas casas.

Otra vez al llano, a la mesa telúrica donde el viento se lleva todos los manteles. En la lejana valla del horizonte se empinan las sierras azules y con sabor a menta, por ver las huellas de los hombres, que cuentan cuentos de montañas viejas. Llega el viajero, por fin, a Hontanares.

En otro recodo del llano está metido, en el medio declive de una costanilla enjuta y con sabor a niña huérfana. Un rodal de árboles hace oficio de maceta. Y el diablo, que también por la Alcarria merodea, pincha y repincha las aceitunas magras que se quedaron en el suelo, ¡ágil entretenimiento de doctores diestros! El viajero va de calle en calle, casi le atropella un niño con su bicicleta. Pasa el herrero, tintado en verde y negro, con el sudor lamiéndole las costillas, y detrás un perro. Algunas casas tienen en las fachadas curiosos dibujos de estrellas y melones, como si sus dueños impetraran de los dioses una fortuna cósmica y vegetal de la que dudan. Piedras y más piedras pisa el viajero, que ya va con complejo de estatua movediza. Va hasta la iglesia por ver qué de particular encierra. Así, por fuera solamente, tiene la recia presencia de un siglo XIII en, larga cuerda desde Brihuega encabalgado. Gran espadaña macizota, rematada en cruz pequeña, y ábside también antiguo. Aquí fue, en Hontanares, donde al viajero le llamaron, por primera vez en su vida, ladrón. Así, como suena. Y fue su pecado hacer algunas fotos, mirar para el tejado, y tener, no sé si con mucho o poco fundamento, cara de sinvergüenza. No vio por dentro la iglesia, por supuesto. La tenían cerrada porque no robaran ni el aire que rodea los candelabros. Se fijó el viajero en todas las caras que miraban para él, con cierto miedo y a la vez con cierto regocijo, y le entró risa de ver tanta mosca encima de tanta oreja. Se le ocurrió un «slogan» para el pueblo, pero no se decidió a ponerlo en letra impresa. Suficiente penitencia llevan ya en su agrio corazón.

Y se fué, contento, al tiempo que el sol se escondía por detrás de las nieves guadarrameñas. Salió a la carretera general y se montó en el primer coche que pasaba. Desapareció y no ha sido encontrado todavía.