Bonaval llegará al cielo
Irán cayendo, una tras otra, las piedras de muros y de bóvedas. Ventanas se transformarán en agujeros. Paramentos en ruinosos montones pedregosos. En polvo capiteles y ménsulas. En aire los cantos, en luz los pergaminos. No quedará nada de nada. Tal vez ni el nombre. Seguirán las carreras de coches y de motos. Nuevas canciones, otros colores, inventos, rascacielos y anchos viajes. Como un alivio las hojas amarillas del otoño, acudirán a su imperturbable cita. Y taparán con su tapiz generoso la horrible vergüenza de las manos quietas.
A Bonaval llegan los monjes de este siglo en zapatillas y pantalones tejanos. Andando y rememorando viejos tiempos. Un bocadillo abre la sesión de los discursos. Un trago de agua en el arroyo acaba con las votaciones. Un sincero grito de admiración cierra las sesiones del día. Y empieza así el místico viaje, tan frecuente y recorrido, del vagabundaje por ruinas y pedregosas soledades.
Se va primero a Tamajón, luego a Retiendas. Desde allí se baja hasta un recodo de la carretera en que avanza un camino hacia el bosque, de encinas y acacias, salpicado y numeroso. Se saluda el paso de los monjes, orondos y rientes, a lomos de pollinos, cargados de jamones y consejas, seculares y pacientes, populares y queridos, cistercienses. Se cruza arroyo, se atropellan setas, escuchamos el canto del jilguero y petirrojos, viene la sed por las espaldas apretando, y al fin se llega.
Blancos sillares nos dan la bienvenida. Macizas piedras blancas, grises y violentas, talladas con el amor de los antiguos canteros, para lo que eso de allanar la piedra es camino de cielo en derechura. Pizarras en rodajas soportan una y otra, levantan en fin la cúspide maciza del monasterio bernardo. Bonaval comprometido seriamente con el pasado.
Lo que queda de aquél panzudo y brusco siglo XII es bastante más de lo que a tenor de guerras, de desidias y malos humores cabría esperar como supervivencia. Todo el silueteado, pespunte de argamasa, de ladrillos y de roca nos da idea de lo que fuera monasterio y templo. De este, por lo menos, las cuatro altas paredes aun persisten. De sus cielos, el de la nave de la epístola, completo, y los de capillas, mayor y dos menores, también heroicos permanecen.
El suelo es, guerrera miniatura de los montes circundantes. Escombro, fósil en denodado esfuerzo de permanencia. Debajo de cascotes y colinas, hay losas grandes, hay lápidas y enterramientos. Hay una historia desconocida tibiamente guardada por la tierra. Generosas piquetas de arqueólogos quisieran para si el alto honor de hacer hablar a los pasados siglos. ¿Tendrán, algún día, la palabra?
Los muros son limpias frases y marfileñas costas del antiguo río. Al Sur el sol rescata cada día el albo brillo del arte románico en transición al gótico. Una fabulosa puerta de apuntados arcos que arrancan suaves de cornisa sellada con vegetales capiteles, cúspide, a la vez, de adosadas columnas, es el más puro acento de toda esta ópera engendrada en noche sanjuanera. Sobre la puerta, sobre el rezo cisterciense de este apuntamiento, la ventana culmina el feliz emparejamiento de estructuras. Tal vez lo mejor de todo Bonaval sea este acceso, esta depurada maqueta de la Gloria.
Y luego las columnas, fuertes y acabadas como desnudas flechas de gigantes ateos. Remates de flores, de versos medievales, de aladas coplas. Perfectos capiteles bien conservados. Y ménsulas como huertos congelados en mañana decembrina. Fantasmales cúspides y glorias chiquitas. Las tres naves, el crucero, brevísimo, y las tres capillas. La mayor, ancha y altísima, digna de una catedral de pueblo. Las otras dos algo más chicas y modestas. Pero las tres coronadas por sus bóvedas de crucería bien trazadas y medidas; bien asentadas para contemplar desde su altura, y a pesar de todos los olvidos, otros ocho siglos de fraternas luchas.
En derredor aun quedan los muros sollozantes de lo que fue el convento. Altas paredes carcomidas; restos de pisos, de ventanas, de zaguanes y pasadizos. Memoria casi perdida de celdas y refectorio. De paso al claustro, de cuchicheantes voces. El interés tan sólo de la completa historia tienen estos muros. Pues el Convento, lo que queda al menos, es muy posterior a la iglesia, que con toda razón ostenta su cartel de «Iglesia románica de transición al gótico, Siglos XII‑XIII» que aquí ponemos.
La otra cara de este derrumbado Jano orlado de arboledas y silencios es la historia. Las fechas y los antiguos nombres dorados. La baraja de números y reyes, de victorias y llantos con que el tiempo indómito ha jugado su partida y malvendido el rico acervo de nostalgias que los dioses le dejaron. Alfonso VIII, el que cabalgó con alta frente las Navas de Tolosa, fundó este Monasterio en el año de 1164, aunque de precaria manera solamente. En 1175 lo donó definitivamente a la orden Cisterciense, por escritura fechada en Fitero. «Lo doy a Dom Munio, abad de Bona‑Val, a todos vuestros sucesores y a los monjes que allí vivan tanto presentes como futuros». La lista, de donaciones y reales favores a este sitio, que muchos monarcas, de seguro no llegaron a conocer, sería larga y nutrida, Enrique I, Fernando III, Alfonso X; nobles también; y Papas.
El Abad de Bonaval se escucha en reuniones y en Capítulos. En el general que las monjas cistercienses celebraron en 1189 en el burgalés Monasterio de las Huelgas, firma D. Sancho, abad de Bonaval.
Poco a poco se caen las hojas de su grande árbol plomizo y soleado. En 1464 se unió a la Congregación Cisterciense de Castilla, perdió su carácter de Abadía y quedó como Priorato, bajo la jurisdicción de la Abadía de Monte Sión, junto a Toledo. Pero a pesar de ser precaria, la vida entre aquellas paredes, bajo las blancas velas del anclado barco, continuaba. Se copiarían manuscritos, se cuidarían huertos, se pediría a Dios por el difícil sosiego de los cetrinos guerreros. En 1821 el Monasterio de Bonaval fue incautado por el Estado y vendido a un particular.
Después de todo esto, el moderno peregrino cogerá su concha y derramará sus cumplidas lágrimas en acción de gracia y desgracia por todo lo ocurrido. La religión de Dios levantando piedras, la religión de los hombres tirándolas, mantuvieron aquí su pelea. La otra religión, la supra y blanca, la del tiempo paternal e imperturbable, la de la sangre caliente y generosa, la de amebas y ángeles conscientes, hace levantarse cada día un palmo a estas ruinas. La primigenia fuerza de la tierra empujará a lo noble hacia lo alto, y Bonaval llegará al Cielo cualquier día. Completo y equipado con su lacrimario y su historia general de la alegría.
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