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septiembre, 1968:

Uceda antigua

 Publicado en Nueva Alcarria el 27 Septiembre 1968

Uceda es el gran caballo herido. El enorme caballo de piedra por el suelo. Los dignos torreones, del castillo, supervivientes de un naufragio pétreo, son ojos hacia e valle en el que se oyó el relincho fuerte. Y un corazón permanece: a iglesia de la Virgen de la Varga, atalaya y féretro caliente para corazones de caballeros. Un gran caballo tendido sobre el Jarama. Esto es Uceda.

Este pueblo de nuestra provincia, en el mismo límite con la de Madrid, ha tenido una gran importancia histórica. Las piedras grises, desparramadas alrededor de a actual ciudad nos ayudan a intuir algo de aquello. Uceda es vieja. Según el historiador toledano conde de Mora, es la antigua Vescelia o Uscelia, conquistada el año 190 antes de Cristo por el pretor Cayo Faminio. Así pues, hasta los inventores del latín hicieron sus correrías por aquellos parajes. Uceda es mora. Luego, ya se sabe: las hordas musulmanas, a las que nadie opone resistencia se apoderan de la ciudad en un abrir y cerrar de ojos, como hacen con toda España. Pero Uceda es cristiana. Tal vez Fernando I de Castilla, en el año 1060, la conquistara, ya que hizo algunas incursiones por las sierras de Buitrago y Lozoyueza. La importancia de la plaza, dominando todo el valle del Jarama y las primeras estribaciones de Somosierra, la hacía codiciable a unos y a otros. Al fin, Alfonso VI, bajando desde Buitrago a Toledo, la incorporó definitivamente a la cristiandad. De aquí en adelante, la historia de Uceda languidece entre cambios y donaciones. Atrás queda ese siglo XI encharcado de sangre y de valor, en el que la tenacidad de los reyes castellanos triunfa sobre la media luna. Alfonso VI se la donó a su hija doña Urraca, y ésta a don Fernando García de Hita y su mujer Estefanía. Algo más tarde volvió a pertenecer a la corona, y teniéndola en sus sienes Fernando III el Santo, quedó adjudicada al Señorío de los Arzobispos de Toledo, siendo su primer señor como cardenal primado de España, don Rodrigo Jiménez de Rada, interesantísima figura histórica que merecería reseña aparte. Más tarde, en tiempos de Felipe II, las cosas fueron peor para Uceda; las grandes deudas que la Nación contraía, le hicieron al rey enajenar puebles y propiedades para venderlas a buen precio. De esta manera, una vez, obtenida licencia del Papa, Felipe II desposeyó de  Uceda a la Mitra toledana y se la vendió a don Diego Mexía de Ovando, que fue el primero en llevar el título de conde de Uceda. El castillo, importantísimo bastión durante toda la Edad Media, comenzó a arruinarse en estos años del reinado de Felipe II, según atestigua la «Relación» enviada al rey por los de Uceda en1579. Ya no había moros contra los, que luchar, y el castillo, como si de arena fuese en una playa, fue derrumbado por las olas del tiempo. Comenzaba, sin embargo, la lucha con la tierra, y el pueblo de agricultores surgió ago retirado de precipicio, en la llanura, donde se encuentra actualmente.

Lo más interesante que hoy se puede admirar en Uceda es su iglesia de la Virgen de la Varga, estupendo ejemplar del período de transición, construida en la primera mitad del sigo XIII, gracias al celo del ya citado arzobispo Jiménez de Rada. Este hombre que viajó mucho por Europa, estaba “a la última” en cuestión de arquitectura, y así, a la iglesia de la Virgen de la Varga, comenzada con típica traza románica, como lo atestiguan su ábside y absidiolos. Con sus ventanitas de arcos semicirculares, le dio e carácter cisterciense más de moda en Europa. El influjo del Cister se hace notar sobre todo en la entrada principal, de arcos apuntados (característica, al mismo tiempo, del estilo de transición entre el románico y el gótico), y columnas coronadas de sencillísimos y austeros capiteles lisos. En el interior, que tiene como techo el cielo nuestro de cada día, se pueden ver los restos de las tres naves de la iglesia, con algún curioso capitel muy bien conservado. Pero el visitante que acuda a Uceda no podrá penetrar al interior de su antigua iglesia: no es lugar de vivos. En la puerta, una negra reja dice que fue en 1888 cuando aquello se convirtió en camposan­to, Este detalle le da aún más un aire melancólico y fugaz, que incita a pensar en las coplas de Manrique (en esta vida. de sop o sorprendido, y en esa muerte pétrea, segura y duradera, que a todos nos está esperando). De las otras dos parroquias que tuvo Uceda en sus tiempos de gran ciudad las, de Santiago y San Juan, no queda nada.

Sólo el Silencio (con mayúscula) que quema en la media tarde de invierno. Limando piedras y palabras, en ese afán que e, tiempo tiene de convertir en espíritu todo lo que a ser materia está condenado por ahora. La iglesia de la Virgen de la Varga de Uceda, sobre la roca altísima ha comenzado ya su ascensión al cielo.

Beleña a lo lejos

 Publicado en Nueva Alcarria el 20 Septiembre 1968

Es Beleña un lugar apartado, y recóndito; lejano del tiempo, que allí se detuvo un día, al abrigo de su silencio; lejano del Sorbe, que bate con fragor en lo hondo, hondísimo de las rocas que hacen del pueblo atalaya natural; lejano de un mundo del que Beleña no sabe ni quiere saber nada. Y hace bien.

Llegamos a ese lugar a medía tarde de invierno. Como por milagro. Atravesando esos campos sin geografía, secos de haber llorado tanto, en que la piedra es dueña y señora, único fruto y único verso, de la tierra ondulada y aterida.

Beleña, del Sorbe… ¿dónde está el Sorbe? Pequeño caserío de pueblo castellano. La brisa del refrán, la terrible brisa, asoma por las esquinas tímidamente, blanca y azul, lejana. Al sol, los viejos, tomándole. En la plaza hay un carro. Un niño asoma su nariz tras de una esquina. La brisa y la roja naricilla del niño. Las esquinas romas, desgastadas de brisas y de narices infantiles.

En el pueblo hay sólo 40 personas…

Pensamos que son suficientes. Una hermosa familia numerosa.

Pero nuestra llegada se correspondía con una espera. Antes de entrar en el lugar, se divisaba, clásica, infantil, hermosa: la iglesia de Beleña, dedicada a San Miguel, que desde él siglo XII hace guardia de Dios sobre los riscos.

(La iglesia de Beleña del Sorbe data del siglo XII. Construida primitivamente en estilo románico, ha sufrido posteriores reformas. Pero conserva su estructura general, y, sobre todo, aún, se puede admirar en ella, atravesando el atrio en parte cegado, sobre el que aún lucen su tímida sonrisa cierta cantidad de canecillos infantiles y grotescos la hermosa portada, una de las muestras más puras y sorprendentes del arte románico rural en Guadalajara. En el interior, poco de reseñar: una bóveda de crucería; una, semi‑estatua yacente de cierto sacerdote, olvidada en un rincón, en el doble sueno de su piedra blanca y su anonimato; y una pila bautismal tosca, enorme, que por sí sola pregona su senectud (¿desde cuándo está esto aquí? «Desde siempre, esta pila está aquí de toda la vida»). Piedra bautismal la de Beleña sobre la que sin duda, el llanto de veinticinco generaciones habrá sonado).

En la portada, un arco de medio punto, formado por catorce, dobelas, descansa sobre cuatro capiteles de buen tamaño, labrados con amor, con alegría. Con fe labrados. Los de la izquierda se han convertido en enigma, al ser desgastados por los años. En cambio, los de la derecha conservan una claridad que, sin dificultad se comprende el significado. Tentado estoy de no decir nada y así, el que vaya a verlo, encontrará a sola  con el Arte y el Evangelio, un íntimo placer al reconocer, labrada con la rústica sencillez del alma románica, esa escena de la que San Pablo dijo ser la única base sobre la que se sustentaba su Fe.

La representación de los doce meses del año, Zodiaco campesino, es elemento bastante repetido en la escultura románica. Pero hay muchas variedades en la plástica de estas escenas. Y aquí, el pórtico de San Miguel de Beleña bate todos los «récords» en cuanto a sencillez e ingenuidad. Porque ésta es la palabra que, irreprimible, acude a nuestros labios al calificar esta maravilla: ingenuidad. Después, mirando a la puerta del atrio, con las pocas casitas al fondo, parecemos esperar que aparezca el artesano, el anónimo aldeano que, en noches de viento barahonés, sólo con la piedra, el cincel y la nostalgia, labrara para los siglos aquellas escenas.

Las dobelas del arco comienzan con un ángel a la izquierda y acaban con un diablo (el pelo ensortijado, los labios gruesos: es un diablo moro al que con espadas y oraciones, caballeros han expulsado de Beleña) a la derecha. Enero, y la matanza del cerdo. Febrero y las manos calentándose en una buena fogata. Marzo y la poda esperanzadora. Abril y una muchacha cantando entre flores. Mayo y el caballero a caballo, con el neblí en la mano. Junio y a cortar las malas hierbas. Julio y la hoz dispuesta para la siega. Agosto y la trilla en la era, con los bueyes. Septiembre y la uva cae en los cestos, madura. Octubre y una alegría sencilla al ver el mosto ya dispuesto. Noviembre y otra vez con los bueyes, arando. Diciembre y una buena mesa el día 24.

Historia gráfica, palpitante, sincera. Historia actual, luego de ocho siglos de civilización. ¿Será que lo más hermoso es lo qua queda? A Dios ya San Migue, hoy como hace ochocientos años, los hombres, y las mujeres de Beleña ofrecen su trabajo estival, su ingenua alegría de otoño, sus invernales veladas, su canto de primavera…

En Beleña hay, además, un castillo. También, un hermosísimo panorama en el que el Sorbe labra las rocas y enhebra su líquido hilo bajo el puente inverosímilmente colocado entre las rocas. Historia y Naturaleza. Y Arte. Y una brisa delgada que penetra, y unas naricillas coloradas, tras las esquinas

Ahora. Beleña está dentro de nosotros. Y sigue, con todo, lejos del tiempo, del Sorbe, del mundo

(¿Será que nosotros estemos también lejos de todo esto?). Beleña espera, en su nube, la visita de las almas puras.

Hacia las estrellas, rápidamente

Publicado en Nueva Alcarria el 13 Septiembre 1968 

Lector: ¿me prestas diez minutos? Gracias. Te pagaré en fantasía. De vez en cuando, conviene darse un paseo por las nubes. Allí arriba el aire es mucho más sano, y el mundo se ve lejano, borroso, ajeno a nosotros durante ese tiempo en el que nos distanciamos de todo, incluso de nosotros mismos. Sólo te pido diez minutos, lector, a cambio, de un sueño amable, intrascendente, un poco a lo H. G. Weills. Atiende.

Tú sabes de la inmensidad del Universo. De sus inconmensurables distancias. Tú sabes que nuestra tierra está inmersa en un sistema estelar el del Sol, al borde de una galaxia, la Vía Láctea. Y tú sabes que ésta se encuentra en un lugar ínfimo, infinitamente distanciado del resto del Universo que, según las últimas teorías crece sin cesar, tragándose día a día la nada que le rodea: como una mancha de estrellas de oscuridad, de frío y de distancias, él Universo en que vivimos es una inmensa explosión de energía y de vacío.

Pues bien, en este Universo nuestro, lo que une unos astros a otros, unas a otras las estrellas, es la luz. Esa luz que, como tú bien sabes, lector, avanza a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, en todas las infinitas direcciones del espacio. Esto hace que ocurran cosas curiosas a nuestra vista. Así pues, lector, te invito a que en una noche serena contemples el cielo estrellado, techo incal­culable de la Tierra. ¿Qué ves? Me dirás: «las estrellas». Pero ¿qué estrellas? Y tú: «pues las del cielo… esas que están ahí». Y no, lector. Siento contradecirte, pero en ese momento tú estás sufriendo una ilusión óptica, estás siendo, terriblemente engañado, por el Universo, o si prefieres que te lo diga con otras palabras, estás viviendo, involuntariamente una fantasía. Porque lo que tú estás viendo en ese instante, en esa noche tranquila y despejada, es algo que no existe. Si, lector, no estoy diciendo tonterías: el Universo que vemos cada noche ya no existe, ya no está ahí. Lo que vemos es el Universo que había hace unos diez, cien mil millones de años. Y, sin embargo, el Universo que existe en realidad en ese momento, no lo vemos, por la sencilla razón de que su imagen aún no ha llegado a nosotros.

Todas estas razones tan extrañas no tienen sin embargo, nada de mágicas o febriles. Todo esto se debe a las enormes cifras de distancia que separan a las estrellas de nosotros, y que, debido a esa lentísima velocidad de la luz d, e 300.000 kilómetros por segundo, tardan en llegarnos sus imágenes uno, cien, diez mil millones de años a través del Universo, variando ese tiempo según la distancia a que se encuentren de nosotros.

Ya has leído, lector, media parte de la historia, De lo hasta aquí escrito habrás oído hablar más o menos alguna vez. Pero de esto otro seguramente no. Atiende otros cinco minutos más, y piensa: ¿Y si en algún lugar remoto del Universo hay otro ser como yo, que ha salido a su terraza, y se ha puesto a mirar con un potente catalejo su cielo tachonado de estrellas? Probablemente haya enfocado, con él el planeta Tierra, del sistema Solar, en la Vía Láctea ¿Qué verá?

Lector: piensa un momento. ¿Qué estará viendo a través de su potente catalejo ese ser infinitamente alejado de nosotros? ¿Qué opinará de los pobladores de la Tierra? ¡«Oh! ¡Qué brutales! Pasan sus festejos echando hombres a la arena para que se los coman las fieras». ¡Qué lejos está de saber que no es esa la verdad, sino que son ahora a las fieras a las que se echan a la arena  para que se las coman los hombres! (« ¡Oh! ¡Que retrasados! Los terráqueos viven en cuevas y pintan garabatos en las paredes. ¡Qué incivilizados! Se matan unos a otros para subsistir). En fin, para que seguir… nos íbamos a armar tú, lector, y yo, un tremendo lío, y al final, quizás hasta nos dolería la cabeza. De todas formas, te pido que no olvides esta sugerencia: ¿Quién es capaz de negar que los hombres, los edificios que construyen los hombres, las palabras que dicen los hombres, las atrocidades que cometen los hombres… no caminan por el Universo, en todas direcciones, a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo? Yo, personalmente, creo en ello, y también en que muy lejos, hay alguien con un potentísimo, catalejo que espera nuestra llegada ¿Quién es el hombre del catalejo? No se. Pero, de todos modos, ¿no te intranquiliza, lector, pensar que alguien, muy lejos, espera tu llegada? A mi, sí.