Trazabilidad de algunas piezas del Museo de Guadalajara

Trazabilidad de algunas piezas del Museo de Guadalajara

viernes, 5 noviembre 2021 0 Por Herrera Casado

En las Aulas, –virtuales y presenciales– de Auladade, paseo cada semana a la búsqueda de nuevos saberes. Y este año, el curso que está dando el profesor Javier Blanco, va de analizar un tema que, antiguo y disperso, da para un curso entero: es el de “Arte itinerante: peripecias del patrimonio artístico”, en el que, desde la primera lección, aparece una cuestión que me lleva a pensar sobre su vigencia en tierras de nuestra provincia: la trazabilidad de las piezas de arte.

Es esa trazabilidad el camino que ha llevado cualquier manifestación del arte humano desde que fue creada hasta que asienta en un lugar, hoy por hoy, definitivo. Por ejemplo, algunas piezas que se muestran en el Museo de Guadalajara (ese que abre sus salas en la planta baja del palacio del Infantado) tiene una trazabilidad que merece ser analizada, porque en la peripecia de su viaje encontramos evidencias de la consideración que al arte y sus manifestaciones físicas se le ha tenido a lo largo de los años.

El escudo imperial de Pinilla de Jadraque

Por empezar con un ejemplo, que bien conozco, traigo aquí como primer capítulo la trazabilidad del escudo del Emperador Carlos V que tallado sobre caliza muestra de clara piedra nos vigila iluminado en una de sus salas.

En la imagen adjunta aparece el escudo del que trato. Aparecen las armas de Castilla y León, brisadas de la Granada recién conquistada, acolada del águila bicéfala del Imperio más las columnas del Non Plus Ultra, y en letras capitulares esta leyenda arriba: “Acabóse esta obra a 21 de mayo de 1551 años”, haciendo referencia a la fecha de conclusión de las obras de la portada norte del Monasterio de monjas cistercienses (calatravas) que venía existiendo, desde tres siglos antes, en Pinilla de Jadraque bajo la advocación de San Salvador. El monasterio, de arquitectura románica, le añadió un ala de hospedería al norte a mediados del siglo XVI, y sobre esa puerta se colocó el escudo. Las monjas marcharon pronto a Almonacid de Zorita, con traslado concedido por Felipe II, y a mediados del siguiente siglo, gracias a la buena voluntad de Felipe IV, volvieron a viajar, esta vez a Madrid, poniendo su convento en la calle Alcalá, intramuros, y allí sigue el suntuoso edificio y templo, el de “las calatravas”. En Pinilla, la Desamortización acabó con estas “manos muertas” perdidas en el monte, y el conjunto ya arruinado pasó a manos particulares. Allí ví, el siglo pasado, la portada renacentista con sus tallas de santos bernardos y el escudo imperial, que a la intemperie hubiera quedado muy expuesto a la rapiña, por lo que fueron los propios dueños los que lo desmontaron, guardándolo e intentándolo vender, aunque al final decidieron que lo mejor era depositarlo en el Museo de Guadalajara, donde hoy se admira.

Escudo imperial que estuvo en la portada del monasterio cisterciense de San Salvador de Pinilla

Los arcángeles de Bartolomé Román

Un camino diferente llevaron los tres grandes cuadros que nos sorprenden con ángeles pintados sobre lienzo. Tres espléndidas muestras de la iconografía angélica militante en el arte barroco castellano, debidas al pincel de Bartolomé Román (1587-1647). Pintó este artista varias series angélicas en la primera mitad del siglo XVII, con gran repercusión en el mundo del arte. De este autor de series angélicas conserva el Museo de Guadalajara tres obras atribuidas: el Arcángel Gabriel, Tobías y el Arcángel Rafael y un Arcángel San Miguel que es un buen ejemplo de la manera de componer y representar a los ángeles coronados con guirnaldas de flores y vestidos amplios, tratados en un ambiente vaporoso de este artista de la Escuela Madrileña. Las dimensiones de estos cuadros son de 1,90 mts. de alto y 1,30 mts. de ancho. Y su trazabilidad es bien simple: encargados por algún convento (posiblemente carmelita, con los que tenía buena relación Román) o por algún cortesano con destino a un convento. Los cuadros fueron recogidos como “botín liberal” por el Estado tras la Desamortización de Mendizábal y traídos a la capital de la provincia, con cientos de obras más procedentes de los monasterios y conventos suprimidos. Expuesto una temporada, y en malas condiciones, en las salas destinadas a Museo Provincial en el viejo convento de la Piedad, se recogieron, enrollándose de mala manera, y se trasladaron a los sótanos de la Diputación Provincial, donde acumularon polvo por más de un siglo. Al abrirse el nuevo/actual Museo de Guadalajara en las salas bajas del palacio del Infantado, los cuadros de estos tres arcángeles, obra cuidada y hermosa de Bartolomé Román, se pusieron definitivamente en valor y hoy se admiran en el recorrido de lo Tránsitosde este Museo.

El enterramiento de doña Aldonza

Otra pieza que ha viajado varias veces, desde que fue tallada por ignota mano artística de escuela toledana, mediado el siglo XV, hasta hoy en la primera sala del Museo de Guadalajara, es el enterramiento alabastrino de doña Aldonza de Mendoza, hermanastra del marqués de Santillana, e hija primera del gran Almirante de Castilla don Diego Hurtado de Mendoza y María Enríquez de Castilla.

Esta importante pieza de la estatuaria funeraria medieval fue labrada, en alabastro blanco, cuando falleció la duquesa. Ella misma mandó mil florines de oro para hacerlo, ordenando se fabricara de manera «convenyble a my persona», y se situara en el centro de la nave de la iglesia conventual de los jerónimos de Lupiana. No se llegó a colocar allí, sino en el muro de la izquierda del presbiterio, de donde fue retirada en 1835, a raíz de la Desamortización de los bienes eclesiásticos, y trasladada al Museo Arqueológico Nacional, donde durante más de un siglo permaneció en un discreto semiolvido del que vino a salir cuando en 1972 se inauguró el recuperado Museo de Guadalajara en las salas bajas del Palacio del Infantado.

La conservación de la escultura es perfecta. Se ignora su autor y el año exacto de su construcción, aunque no se haría mucho después de su muerte. Podría fecharse su talla entre el 1435 en que, muere doña Aldonza y el 1440; y esto sin posibilidades de error por cuanto la moda femenina medieval es tajante en la utilización de sus patrones. El cinturón alto, bajo el pecho, y el vestido recorrido de pliegues perfectos, que, sin embargo, no llegan hasta el borde inferior del vestido. Es la moda usada en los años treinta del siglo XV. Descansa la cabeza de doña Aldonza, cubierta de sencilla toca, sobre un par de almohadones prolijamente tallados. Sostiene entre sus manos ‑derecha sobre izquierda‑ un rosario en dos vueltas. El borde inferior de su vestido está también cubierto de minuciosa decoración mientras los pies se elevan unos centímetros sobre el plano del sarcófago, para proporcionar más perfecta horizontalidad al cuerpo de la difunta. A lo largo del reborde del catafalco corre una inscripción de letras góticas, pintada en negro sobre el alabastro, que dice así: «doña aldoça de mendoça qe dios aya duqesa de arjona mujer del duqe don fadrique fino sabado XVIII días del mes de junio año del nascimiento del nro salvador ihu. Xpo de mil e quatrocietos e XXXV años». Es curioso observar que, conforme a lo que casi siempre ocurre en la escultura funeraria, se representa al difunto con los rasgos más acentuados de la vida. La duquesa de Arjona está viva en el alabastro. Y más joven aún de como sería en su muerte, acaecida cuando frisaba los cincuenta años: su garganta llena, sus labios frescos, su nariz tersa, sus ojos turgentes y su frente sin arrugas son la misma imagen de la belleza serena, del plácido sueño reposado.

Al reorganizarse el contenido de este Museo, la primera directora, que fue doña Juana Quílez, pidió al director del Arqueológico Nacional que volviera esta pieza, propiedad de Diputación, al palacio en que se estaba montando la muestra. Se accedió a ello en Madrid, y aquí quedó. Un viaje, pues, desde Lupiana a Guadalajara, con una etapa intermedia de más de un siglo en la Calle Serrano de Madrid.

Los primeros pasos de Jesús

Dos esculturas de la sevillana Luisa Roldán Villavicencio, “la Roldana”, se admiran hoy en el Museo de Guadalajara. Dos exquisitas tallas en madera que tallara La Roldana mediado el siglo XVII, y que fueron adquiridas, o donadas por alguien, al Monasterio de Santa María de Sopetrán en término de la villa de Hita. Una representa a los ancianos San Joaquín y Santa Ana cuidando a su única hija, María, que intenta dar sus primeros pasos. La otra muestra a Jesús en esa circunstancia, correteando inseguro entre los brazos de su padre, San José, y de su madre María. En ambos casos, una pareja de ángeles asombrados cierran la escena. Las piezas, de madera y talla exquisita, muy bien estofadas y policromadas, nunca se perdieron: del convento de Sopetrán, suprimido, pasaron directamente a los almacenes de obras de arte religioso depositadas en la Diputación Provincial. Y enseguida alguien las vio tan estupendas y manejables, que decidieron ponerlas en el despacho de la Presidencia. Aunque en principio estaban catalogadas como de autor anónimo, durante algunos años, por supuesto toda la segunda mitad del siglo XX, estas tallas se podían admirar encima de sendos armarios del despacho del respectivo presidente de la Diputación. Cuando se decidió montar el Museo de Guadalajara en las salas bajas del recién restaurado palacio del Infantado, se llevaron ambas piezas de sus salas, viéndose hoy cuidadas e iluminadas a la perfección en los Tránsitos de este Museo.

La escultura de Zenón de Afrodisias

No quiero dejar esta relación huérfana de uno de los más curiosos casos de complicada trazabilidad de sus piezas. Se trata de la estatua de arte griego que representando a una vestal tallara en el siglo II d. de C. el escultor anatolio Zenón de Afrodisias. Traída y llevada desde la Antigüedad, por museos y colecciones, acabó en el siglo XVIII en la colección que montaba por entonces del duque de Medinaceli y alojaba en su palacio ducal de Cogolludo. Al vaciarse este y dejar de ser residencia ducal, siendo usado para cometidos tan variados como el de Mesón, y aún plaza de toros municipal el patio posterior, la escultura quedó perdida y sepultada entre montañas de escombros, apareciendo en la última de las restauraciones de este palacio, y siendo llevada al Museo, donde (a falta de cabeza y manos) luce el estudio preciosísimo de las vestiduras talladas en mármol, y sobre la peana la inscripción, en griego, que dice “Zenón de Afrodisias me hizo”.

Todos estos han sido mínimos ejemplos de un tema amplio y cuajado de curiosidades: la trazabilidad de las obras de arte, de la que en Guadalajara hay ejemplos por todas partes.