La mirada de Cela sobre el patrimonio alcarreño

domingo, 19 junio 2016 1 Por Herrera Casado

01_infantadoAhora que rememoramos el “Viaje a la Alcarria” que a pie y con mochila hizo Camilo José Cela en el mes de junio de 1946, vuelvo a leer sus andanzas y siempre me maravillo de los diversos valores del libro clave del Premio Nobel. Uno de esos valores es, sin duda, el descriptivo: de sus gentes, de sus paisajes, pero no de su patrimonio. Porque como ahora veremos, no lo trató demasiado, ni en profundidad ni en cariños.

En las pocas jornadas que duró el Viaje por la Alcarria de Camilo José Cela, y que él plasma, en los dos años siguientes, en un libro contundente y definitivo, pasó por un país pobre y lejano, pero cargado de glorias antiguas, y de patrimonio denso, conocido, estudiado, ya famoso. En esos años, Layna Serrano se ocupaba de historiar Cifuentes, los castillos alcarreños, los monasterios y las cabalgadas de reyes, santos y magnates. Cela salió al campo con su mochila y su cuaderno de notas. Sin apenas más referencias que las que le habían dado sus amigos del café Gijón: Alonso Gamo, Emeterio Arbeteta, Domínguez. Y volvió a casa con el asombro que las gentes que pululaban los caminos y los soportales de los pueblos le habían causado, y mucho material informativo para abultar su final capítulo sobre Pastrana, gracias a la conversación que sostuvo con el médico de la villa, en ese momento don Francisco Cortijo Ayuso.

Por hacer un repaso a ese tratamiento que del patrimonio hace Cela en su “Viaje a la Alcarria”, doy aquí los datos testigos del desapego que la silueta monumental le supuso.

Cuando subiendo desde la estación del tren hacia el centro de Guadalajara, pasa por la plaza de los Caídos, dice Cela que ve a un lado el palacio “del duque del Infantado”. Y que está en el suelo, que es una pena. “Debía ser un edificio hermoso. Es grande como un convento o como un cuartel”. Ahí acaba su análisis del palacio que ahora pugna por ser declarado Patrimonio de la Humanidad. También es verdad que entonces llevaba diez años con las huellas del bombardeo, sin tocar.

En Taracena, dice simplemente que “es un pueblo de adobes, un pueblo de color gris claro, ceniciento, un pueblo que parece cubierto de un polvo finísimo”. Y en Torija pasa como de puntillas junto al castillo, diciendo que el pueblo, que está subido en una loma “desde la entrada tiene un gran aspecto, con su castillo y la torre cuadrada de su iglesia”.

Solamente en la torre de Fuentes se fija, vista a lo lejos, y ya en la meseta le llama la atención el pino japonés (en realidad era un cedro) más que el edificio del palacio de Ibarra. Por desgracia, todo estaba destruido, tras los ocho años que hacía desde el fin de la Guerra.

En Brihuega se entretiende un poco más, pero es con la gente. Con los monumentos tiene poco trato, y solo se dedica a copiar el cartelón conmemorativo que luce sobre la Puerta de la Cadena, y se deshace en elogios frente al Jardín de la Fábrica de Paños, de la que dice que “no queda nada”.

Por Masegoso pasa de refilón, describiéndole en plan poético (“Masegoso es un pueblo grande, polvoriento, de color de plata con algunos reflejos de oro a la luz de la mañana, con un cruce de carreteras”), pero sin ajustarse a la realidad, pues en esos años acaba de ser reconstruido por Regiones Devastadas de su ruina absoluta.

Y tras pasar junto a Moranchel, llega a Cifuentes, donde se admira del púlpito gótico de la iglesia, y hasta cuenta la aventura de su rescate por el párroco como un ejemplo del tesón alcarreño. Describe además la “Casa de la Sinagoga” con su patio destartalado, y acaba equivocándose con la torre del Salvador (la parroquia) de la que dice que quedó partida en dos por una bomba, cuando eso le ocurrió a la vecina espadaña del convento de Santo Domingo.

En Budia, donde como es lógico no almacenó buenos recuerdos, se fija en las “casas antiguas, con un pasado probablemente esplendoroso” Y disfruta anotando los nombres sonoros de sus calles: Lechuga, Boteros, Estepa, Hastial, Bronce, Real, Hospital…

En Pareja solo se soprende del olmo añoso, al que llaman olma, que es “copudo, matriarcal, un olmo tan viejo, quizá, como la piedra más vieja del pueblo”.

Y luego pasa, de camino hacia Córcoles y Sacedón, junto a las ruinas del monasterio de Monsalud, de las que nadie le explica nada, y él resuelve su andanza junto a ellas diciendo que “pasa entre los muros, cubiertos por la yedra, de un convento en ruinas, rodeado de olmos y de nogueras. En el claustro abandonado pacen dos docenas de ovejas negras. Cuatro o seis cabras negras trepan por los muros deshechos, aún milagrosamente en pie, y una nube de cuervos, negros también, como es natural, devoran entre graznidos la carroña de un burro muerto y con los ojos abiertos y el cuerpo hinchado al sol”.

Poco explica de Sacedón, si no es su admiración general por el urbanismo de lo que entonces era un pueblo cabeza de partido: “Sacedón es un pueblo hermoso y de calles anchas, abiertas. Hay varias casas de tres pisos y muchos comercios bien abastecidos. . . El caserío se extiende bastante y la torre de la iglesia destaca airosa sobre todo él”.

A bordo del autobús, llega a Tendilla, donde su larga y soportalada calle, joya del urbanismo alcarreño, le merece a Cela esta sola frase: “Tendilla es un pueblo de soportales planos, largo como una longaniza y estirado todo lo largo de la carretera”. Sin duda que al viajero le interesa, sobre todo, la gente y sus historias, sus gestos y sus comportamientos, pero resulta un poco decepcionante comprobar que lo que hoy nos entusiasma a muchos, a él apenas le suscitara un par de líneas.

Pastrana, suprema

La llegada a Pastrana parece cambiarle el ritmo a Camilo. De pronto se siente transportado a otra época, se empapa de la magia de la localidad alcarreña, en la que la princesa de Éboli, los moriscos, y los pañeros parecen clamar a diario el mensaje de grandeza. Y los duques, y sus criados, y los palacios y conventos… entonces se lanza a contar todo lo que ve. Todo menos los tapices, porque explica Cela que en ese año 1946 estos seguían todavía guardados en Madrid, mientras las autoridades locales de Pastrana y Guadalajara seguían haciendo gestiones y reclamando su regreso.

Es sin duda don Francisco Cortijo Ayuso, “don Paco, el médico”, y también don Mónico, el alcalde, quienes le refieren por menudo a Cela lo que Pastrana tiene, lo que ha tenido, lo que puede tener.

Y así, impresionado ya desde la plaza (“La plaza de la Hora es una plaza cuadrada, grande, despejada, con mucho aire”.) entra en el palacio, del que tambien dice, como dijo del palacio del Infantado en Guadalajara, que “da pena verlo”. Y añade: “El viajero no sabe de quién será hoy este palacio —unos le dicen que de la familia de los duques, otros que del Estado, otros que de los jesuítas—, pero piensa que será de alguien que debe tener escasa simpatía por Pastrana, por el palacio, por la Éboli o por todos juntos”. No estaba diciendo sino que fuera de quien fuera, no había derecho que aquel hermoso edificio estuviera tan desasistido, tan ruinoso y abandonado… Afortunadamente, todo ha cambiado a día de hoy, y a Cela le aplaudimos, como lo hacemos a quienes restauraron ese palacio para siempre (y no se nos olvida quien fue, don Manuel Gala, rector entonces de la Universidad de Alcalá…)

Camilo va describiendo cuanto ve en Pastrana a su paso por plazas y callejuelas. Así da gusto, visitar un pueblo con las autoridades, en plan complaciente, a un lado. Cuando llega a la Fuente de los Cuatro Caños, se percata de que no mana agua de ella, y “en las grietas de la losa nacen unos yerbajos desgarbados”. Pero para que pueda sacar una fotografía (y ahí se refiere a su acompañante Karl Wlasak, no a él, que no llevaba máquina de fotos) “el alcalde ordena que se dé agua a los caños, y el alguacil, entonces, va a buscar un hierro y los desatasca”, momento que aprovechan unas mujeres –nos dice Camilo- “para llenar sus cántaros y sus botijos”.

Del interés de Cela por el patrimonio artístico de la Alcarria queda como una losa esta frase que él mismo escribe al aire de su visita a la Colegiata: “El sacristán es muy erudito y va explicando al viajero una porción de cosas que pronto se le olvidan”. Sin embargo, le queda en la memoria que en la iglesia “está enterrado el ermitaño Juan de Buenavida y Buencuchillo, que debió ser todo un personaje”.

Es el único pueblo de todo el Viaje a la Alcarria que Cela describe con pormenor, con su gracia y su galanura de siempre, pero a modo, en detalle.

Por abundar en las cosas que ha visto, o le han contado, refiere hasta el detalle que “frente al convento, en el cerro La Cuesta de Valdeanguix, están las cuevas del Moro, largas y profundas, alguna hasta de sesenta metros. El viajero ni sube al cerro ni desciende a las cuevas. Pastrana es mucho pueblo para pateárselo entero en un solo día, y el viajero no se encuentra con ánimo para dar ni un solo paso más”. En todo caso, con este paso por Pastrana, y poco antes de llegarse hasta Zorita y despachar al castillo con la frases “debió ser una verdadera fortaleza”.

“Ahora, los arcos y las bóvedas aparecen desaplomados y amenazan venirse al suelo de un día para otro”, Camilo José Cela se salva de la iconoclastia por muy poco, pues aunque su libro es magnífico, me entusiasma, y siempre lo pondré como ejemplo de la mejor literatura española del siglo XX, la verdad es que respecto a la descripción de los edificios, plazas y monumentos se queda más bien escaso.

Lo compensa, sin embargo, con el buen decir, con la piedad que muestra hacia la gente, con su forma de convertir una tierra, la Alcarria, en un paisaje literario para siempre.