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diciembre, 2008:

Una paseo por el alto Sorbe

Ahora que la nieve ha hecho su aparición sobre cumbres y valles, y que el Ocejón, el Cerbunal, la Peña Perdices, la peña Centenera y el Santo Alto Rey se han cubierto de un denso manto de hielo, es un buen momento para andar por la senda que marca el hilo de agua que nace de aquella altura inhóspita.

Esa nieve se convierte a ratos en el alto Jarama, y en el alto Sorbe, y ellos se encargan de convertir el paisaje, horadando rocas y limando valles, en un espectáculo por el que merece la pena viajar y recrearse en el magnífico deporte del senderismo.

Aquí van algunos datos para conocer sitios de belleza segura y poca densidad de domingueros. El alto Sorbe, por ejemplo, entre Muriel y Beleña. O la zona de la presa del Vado, cerca de Tamajón, donde el Jarama se estrecha y tiembla.

El Sorbe por Muriel

Cogiendo la carretera que desde Cogolludo sube a Tamajón, la GU-143, tras pasar Arbancón y densos pinares de repoblación, bajamos al valle del río Sorbe, todavía joven y encajonado entre rocas altivas y oscuras. Dejamos Muriel a la izquierda, pasando sobre el puente que se rehizo tras la guerra, y que nos deja ver, casi pasmados, el río que baja denso de nueves derretidas.

En el kilómetro 12,5 de esa carretera, antes de que empiece a trepar a la meseta de Tamajón, donde Felipe II barajó poner su monasterio de San Lorenzo, sale un camino desde un amplio rellano en el que siempre hay algún automóvil estacionado, dejado allí por los andarines que circulan por este camino de sorpresas.

Canta el río entre las arboledas, ahora peladas, dejando ver en lo alto las peñas oscuras. Pronto se llega al arroyo de Sacedoncillo, que baja desde las alturas en las que estuvo este pueblo, abandonado desde hace decenios, pero todavía reconocinle su iglesia y sus casas. Queda lejos, y nos olvidamos de él. Porque enseguida vemos el molino de Muriel, que deja caer su agua sobrante por un antiguo caz, y que hoy ha sido restaurado por sus propietarios, con buen gusto.

Diez minutos más de marcha por el cómodo camino, y llegamos a un espacio en que el río Sorbe parece detenerse, amansarse, en una poza de aguas muy claras, y escoltado en su orilla izquierda por unas rocas muy lamidas, orondas y serenas: parecen viejos animales antidiluvianos que fueron a beber y se quedaron allí, meditando. Se ven las estructuras hidrológicas del viejo molino, bien conservadas, y se admiran los rincones de este valle del Sorbe, alto y estrecho. Poco después se llega a un puente que cruza sobre otro arroyo con nombre, el arroyo de la Hoz, pero con poco agua, mientras que otro puente sobre el río Sorbe nos deja cruzarlo para alcanzar un merendero que está en la orilla izquierda. Aquí podrán terminar su paseo, relajante e inolvidable, los cómodos.

Para los incómodos y aventureros, les recomiendo seguir río arriba. Es largo el camino, y en ocasiones peligroso, porque se pega a las rocas que se tallan en altura sobre las aguas del fondo. A ese camino algunos lo han llamado “la trocha de los cobardes”. No sé la razón, pero sí sé que es un lugar espectacular y que segrega adrenalina. Si se pasa, lo cual no es difícil, se arranca ya por el último tramo, que a los más valientes llevará a los pies de la presa del embalse del Pozo de los Ramos, el primitivo remanso que retuvo a las aguas del Sorbe en su camino libre desde el Ocejón en que nacen. No se puede subir a la presa sino es con técnicas de escalada, por lo que no queda más remedio que echar atrás, y volver a la carretera y estacionamiento de donde partimos. Un paseo para todos los gustos, pero que debe hacerse.

El Jarama por el Vado

Desde Tamajón hay otra excursión, esta más civilizada y sencilla, pero con espectaculares paisajes para admirar. Es simplemente el viaje hasta la presa de El Vado. Se puede llegar cogiendo antes, viniendo desde Guadalajara, un ramal a la izquierda que baja hasta Retiendas, y pasado el pueblo sigue subiendo rumbo a la presa, a la que aborda desde abajo. O bien seguir de Tamajón en adelante, hacia la sierra, y poco después de haber pasado la ermita de los Enebrales, en un ensanche en que se dividen las carreteras, dejar que siga a la derecha la que va a Campillo de Ranas, y coger la de la izquierda, que nos lleva, bordeando entre pinadas las aguas del embalse, hasta la presa de El Vado.

Se llama así este embalse porque está hecho en las cercanías de un antiguo pueblo, así llamado “El Vado” y que ha quedado en la memoria de muchos porque sabemos que por él pasó el Arcipreste de Hita en sus caminares serranos, dejando unos versos dedicados a Santa María, una imagen de la Virgen que en ese lugar se veneraba. Hoy una placa a la entrada de la presa nos lo recuerda. Y la imagen de la iglesia románica de ese pueblo, abandonada en lo alto de un cerro, reflejándose su silueta en las aguas, nos lo demuestra fehacientemente.

La presa de El Vado para recoger las aguas del Jarama y poder abastecer con ellas a Madrid, es idea que surgió en las mentes de nuestros políticos allá por lo inicios del siglo XX. Cuando se fraguó la idea de montar la conducción del Canal de Isabel II con las aguas claras de la sierra guadalajareña, pero con la necesidad previa de hacer grandes presas para retenerla y domeñarla. Nacieron así, la más antigua de todas, la presa del Pontón de la Oliva, cerca de Uceda. Y luego El Atazar, el Pozo de los Ramos y por fin El Vado, que se acabó en 1954 y se puso en funcionamiento en 1960. Es capaz de almacenar, pletórico, 55 Hectómetros cúbicos, y la presa tiene una altura desde cimientos de 69 metros. La costa que forma, toda de pinares y bosques densos, es de 32 kilómetros, en los que hay caminos que nos permiten recorrerla en su amplitud.

A la entrada de la presa hay un monolito, una placa que recuerda la construcción, y al viejo arcipreste de Hita, que conoció el lugar muchos siglos antes. A la torre que sobresale de las aguas, y que es torre de control de aguas, llegan las que proceden, por un canal subterráneo, desde el azud del Pozo de los Ramos. Pasado el río esta dificultad, sigue entreteniéndose entre meandros de altas orillas rocosas: pasa junto al viejo monasterio cisterciense de Bonaval, del que ya hemos hablado en ocasiones anteriores, y se va dirigiendo a territorios también encantadores y cuajados de vegetación y sorpresas, en los términos de Puebla de Valles y Tortuero, donde encontramos un precioso puente de traza medieval.

Todos estos son caminos que merece recorrerse andando, siempre llevando alguna guía, -que las hay y muy buenas- en la mano, que nos digan claramente los lugares, las distancias, las señaladas alturas y los vados recomendables. Desde la presa del Vado, andando o en coche que permita el paso por malos caminos, como suelen los de tracción a las cuatro ruedas, se llega trepando los cerros boscosos hasta La Vereda, un pueblo puro de la Arquitectura Negra, hoy sin carretera, y siempre con mal camino, que quedó abandonado en los años 70, al tiempo que Matallana, en las inmediaciones, y que luego fue adquirido por el Colegio de Arquitectos, quedando hoy un poco en abandono, pero al menos vivo y merecedor de una visita.

Ni Sorbe ni Jarama: las lagunas de Puebla de Beleña

Entre los valles de Sorbe y Jarama, en la meseta que se alza como mirador de la Sierra, con la dulce Peña Centenera al fondo, ahora también nevada hasta las raíces, está el pueblecillo de Puebla de Beleña. Muy cerca del mismo, y ahora perfectamente señalizadas porque han sido declaradas Reserva Natural, están las “Lagunas de Puebla de Beleña”, que son dos, la Grande y la Chica, y que pueden visitarse siguiendo un sendero, para recorrerlo a pie, desde un pequeño enclave de interpretación y unos paneles informativos.

Estas lagunas de tipo estacional son testimonio de una antigua red de drenaje, son de agua de dulce, y en años muy lluviosos pueden llegar a unirse entre ellas. Aunque el pasiaje que forman es muy sencillo, puesto que sus orillas apenas levantan y se transforman en humedales de difícil identificación (por lo que no se recomienda acercarse a ellas, especialmente en las estaciones frías y de lluvias) podemos decir que tienen un enorme interés botánico y faunístico: esto último porque son un lugar de parada en la migración de miles de aves, entre las que destaca la grulla común, que hace unas tres semanas pasó, en grandes bandadas, dirigéndose al sur, en señal inequívoca de que los grandes fríos estaban al llegar.

Numerosas plantas de humedales densos viven en torno de estas lagunas. Todas ellas son especies protegidas que caracterizan el hábitat 3120: «Aguas oligotróficas con contenido de minerales muy bajo de las llanuras arenosas del mediterráneo con Isoete». Y entre las especies de aves acuáticas que en ellas paran en sus trayectos migratorios, destaca la ya mencionada grulla común (Grus grus) y otras muchas variedades que descansan en sus orillas en noviembre, y desde mediados de febrero a mediados de marzo. Hace unos años escribió un interesante artículo Rafael Ruiz López de la Cova en la Revista “Medio Ambiente de Castilla-La Mancha” como un ejemplo de humedal Ramsar. Esta clasificación incluye en España más de 60 lugares, entre los que destacan las Tablas de Daimiel, el parque de Doñana, el Mar Menor de Murcia, etc. Merece la pena desplazarse, a la vuelta de esas otras excursiones más “duras” a darse una vuelta por esta blandura, la de las lagunas de Puebla de Beleña.

Apunte

La guía de la Ribera

Para conocer y aprovechar al máximo los caminos y las rutas de la Ribera alta del Jarama, las del Sorbe y sus inmediaciones como las lagunas de Puebla, es aconsejable utilizar el libro que ha editado recientemente la Juntas de Comunidades de “Castilla-La Mancha” como número 1 de su “Colección Guías”. Lo ha escrito Francisco Martín Macías, que ya tiene en su haber otros libros sobre la zona. Consta de 236 páginas, y va profusamente ilustrado a color, con imágenes de las rutas y de mapas para no perderse en ellas. Su título es “Veredas y Caminos de la Ribera. Valles del Jarama y del Sorbe”. Con toda seguridad, lo más completo que existe sobre esta zona.

Tendilla sale a relucir

El pasado 5 de diciembre, en un ambiente prenavideño y festivo, amistoso y optimista, en el salón parroquial de Tendilla se presentaba un nuevo libro con entrañas alcarreñas: la Memoria Gráfica de Tendilla en el siglo XX. Es este un libro cuajado de emociones y hallazgos. Una obra que merece tener en las manos, repasar despacio, leer a ratos, mirar una y otra vez, hacia delante, hacia atrás, fijándose en los pies de las fotos, en las manos de los protagonistas, en las luz de sus ojos y en la tristeza de algunos rostros.
Ha sido coordinador de esta obra, y recopilador de fotografías y textos, el profesor García de Paz, atento siempre a encontrar huellas de la Alcarria, presencias de Tendilla, por cualquier camino que recorra. En esta ocasión lo ha conseguido plenamente, muy certero en la selección y muy compacto en las referencias literarias que unos y otros, muchos de aquí y algunos de fuera, hacen sobre Tendilla.

El pinar de Tendilla

De las múltiples estanterías que el libro sobre Tendilla ofrece, hay una que me ha llamado especialmente la atención. Porque en una publicación de fotografías, en las que prima siempre el patrimonio, o la fiesta, o las gentes en sus mil y una actividades, no es habitual que aparezca un capítulo dedicado a los árboles, a la tierra propiamente dicha, a los espacios en que solo piedras y vegetales se contemplan. Los pinares de Tendilla están tratados con meticulosidad y acierto por el ingeniero Rafael Serrada Hierro, muy conocido en Guadalajara, y ya clásico por su saber y trabajos en la consideración de la historia geográfica de nuestra tierra.

Nos dice que hay tres montes fundamentales en el término de Tendilla, o mejor dicho, en sus inmediatas proximidades: el Pinar, el Quejigar y la Solana. Cada uno con sus características y sus problemáticas. Haciendo un sucinto resumen de su interesante trabajo, me atrevo a explicar en estas breves líneas lo fundamental de cada uno.

Las laderas del barranco de Valdeauñón, ese es el nombre real del Pinar tendillero. Es propiedad de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, y tiene 37 hectáreas de superficie, estando poblado por una masa muy regular, plantada modernamente, de pino carrasco. Nació (hasta de los pinares podemos hacer biografías) en 1923, por lo que algunas personas de Tendilla aún se acuerdan de ello, tras la inundación catastrófica de 1915, y con una visión que el gobierno de la época, dirigido por el general Primo de Rivera, tuvo clara, como fue la de cambiar olivares pobres y eriales estériles, por una masa densa de árboles, reguladora del clima y, sobre todo, del suelo. Se construyeron para el cauce de sus aguas una serie de diques transversales y sendas de encauzamiento, y se llenó la cuesta de miles de pequeños pinos que ahora cumplen, los más veteranos, 85 años… lástima que hace algún tiempo fue invadido por el Sirococcus strobilinus, un hongo que se cebó en los ejemplares más corpulentos y ahogados por la falta de una corta metódica. Ha sido herido, (esperemos que no de muerte, pero sí de forma considerable) por la construcción de una carretera (la variante de Tendilla) que le ha partido en dos y ha hecho cambios radicales en sus escorrentías. Sin embargo, y sin inmutarse, él ha seguido dando beneficios al pueblo, y a esa mínima parte de la Alcarria donde asienta: ha cambiado el paisaje (en las fotos de este libro es palpable el paso de un erial seco a esta densa oscuridad de las ramas) ha protegido al pueblo de las riadas devastadoras, y ha propulsado una biodiversidad elocuente (ha animado a crecer en su espacio a los jazmines, los arces, las madreselvas, e incluso ha dejado que estiren sus pulmones los quejigos y las encinas).

Acaba Serrada pidiendo que no le olvide y se hagan las reformas que requiere, en un momento clave para su pervivencia: hacer las necesarias claras en la masa pinariega, de vez en cuando, y organizar bien el régimen de los caudales en las laderas que ha creado la carretera nueva.

El quejigar de Tendilla

A este otro espacio vegetal se le denomina “San Ginés y Valdevacas” y es propiedad del Ayuntamiento de Tendilla. Más grande que el anterior, tiene 124 hectáreas y está poblado por una masa muy regular de quejigo y encina, con extensa regeneración de monte bajo. Clásicamente, se utilizó para abastecimiento de leña para las chimeneas y cocinas de la población, así como servir de espacio para la vida de caza variada (desde conejos a jabalíes, hubo de todo) y la utilidad de sujetar avalanchas de agua en las tormentas veraniegas. Hay en él plantas aromáticas, y es también un manantial de biodiversidad (posee algunas especies del género Sorbus) añadiendo las funciones de contrapunto paisajístico, lugar de turismo y de enseñanza.

Debería seguir siendo tratado con cortas periódicas, si no para obtener leña, que ya no se necesita, sí para darle la renovada jugosidad de la vida, que a un bosque se le concede precisamente de esta manera: cortando y limpiando lo que le sobra. Dice así Serrada, con la palabra justa del profesional sabio: “Necesita que se le aplique un plan de resalveo de conversión a monte alto para que no caiga en riesgo de incendios y de estancamiento fisiológico, a la vez que se potencian sus posibilidades de regeneración natural”. No se puede decir más con menos palabras. Porque esto es lo que están necesitando la mayor parte de nuestros montes. A la Naturaleza no se la salva, precisamente, por la inacción y la exclusiva admiración, sino por actuar sobre ella con medidas técnicas y de protección activa.

La solana de Tendilla

Así se le llama a la ladera que forma el costado derecho del valle del arroyo Pra, o valle de Tendilla. La ladera iluminada por el sol, orientada al sur, más caliente y seca. Se compone de pequeñas cuencas de barrancos, a uno de los cuales en Tendilla le llaman “el Barranquillo”, que llega prácticamente hasta las casas de la villa.

Es la más ancha de estas zonas montuosas, pues tiene 300 hectáreas de extensión, y la propiedad está muy repartida entre propietarios particulares, dividido en innumerables parcelas. Su población son simples matorrales, algún golpe de pino carrasco, y pequeñas matas de encina dispersa. A este monte “se le ve el suelo”, lo cualquiere decir que cuando llueve mucho, el agua corre alegre, sin nada que la pare. Sigue siendo el culpable de que todavía pueda haber inundaciones [el día menos pensado] de graves consecuencias, en el pueblo. Para Serrada, esta situación de la Solana tendillera es “el ejemplo de la muy frecuente degradación de la vegetación forestal por causas antrópicas históricas”.

Sin ninguna utilidad actual, como no sea la de dar esa pincelada de austeridad y tristeza al paisaje que por esa ladera le cae a Tendilla, está necesitando que se le aplique urgentemente un plan de restauración hidrológico-forestal. Un bonito entretenimiento para las autoridades locales, que así tendrían otra ocupación alternativa a la tan manida salida turística para un lugar al que la desviación de la carretera le ha robado un buen fragmento de sus posibilidades. Sería justo ahora, cuando se va a cumplir el centenario de la actuación sobre el Pinar, cuando la Solana podría ver amanecer su nuevo día.

Apunte

El libro de imágenes sobre Tendilla

La Memoria Gráfica de Tendilla que aparece con el patrocinio del Ayuntamiento de esta localidad alcarreña, y editada por AACHE, tiene 168 páginas, y una preciosa portada en la que luce a todo color una acuarela del artista toledano Enrique Vera, con un diseño que anima a abrirlo enseguida, y a pasar páginas, todas a cual más interesante.
El valor añadido a este libro clásico de imágenes, rescatadas todas ellas de viejos álbumes y ajadas cajas de zapatos, está en los textos que han puesto un buen ramillete de plumas actuales y pasadas. Porque aparecen textos firmados por Alonso Zamora Vicente , Serrano Belinchón, López de los Mozos, y Pedro Aguilar, sí, pero también hay valiosísimos escritos que pormenorizan aspectos de Tendilla, de sus monumentos, paisajes y recuerdos, firmados por Rafael Serrada Hierro, Santiago Barra, Amelina Correa, José Antonio Ruiz Rojo y yo mismo.
El coordinador y alma de la obra ha sido José Luis García de Paz, quien se puso, hace ya mucho tiempo, a reunir y digitalizar las viejas fotografías que devolvían vida a los años pasados del siglo XX. A sus paisanos les pedía lo mejor, lo más entrañable, los momentos cruciales de la fiesta, de las inundaciones, de las celebraciones familiares, de los grupos felices. Ha rescatado también fotografías del fondo Camarillo, inagotable filón de la memoria alcarreñista, y de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Comunidades. Y ha puesto su palabra al inicio, explicando la intención y el alcance que quiere tener el libro.
Se divide en numerosos capítulos, cada uno de los cuales presidido por un texto alusivo, y luego rellenas sus páginas de las más selectas fotografías sobre cada tema. Son estos los referidos al Patrimonio tendillero, la iglesia parroquial, los antiguos conventos (Santa Ana y la Salceda, hoy ya en ruinas), el Pinar, la Feria de San Matías y las Fiestas de la Virgen de la Salceda en Septiembre, las familias, hombres y mujeres, niños y bodas, acabando con un curiosísimo capítulo sobre los Personajes, entre los que destacan Cela, los Baroja, el general Muñoz y doña Encarnación Díaz de Yela, entre otros.
Un sabor añejo, y una clara voz actual, presiden el libro de principio a final. Queda el lector con ganas de más, pero sabe con certeza que ahí está lo mejor: Desde la asombrosa imagen del castillo de Tendilla todavía en pie y silueteado de almenas, hasta la apacible siesta de Pío Caro Baroja en el pinar de Tendilla, en el verano de 1950.
Un libro alcarreñista más, que canta por sí solo, y pide amable que se le mire, se le lea, se le tenga entre las manos, y se le guarde como merece, como un pequeño tesoro de imágenes, sonrisa y felicidad antigua.

Viaje por el Barranco del río Dulce

Con un nuevo libro en las manos, el que ha escrito José Serrano Belinchón y ha ilustrado Paco Gracia, podemos hoy echarnos al camino y recorrer algunos de los rincones más espectaculares e inolvidables de nuestra provincia.

Esos caminos discurren a uno y otro lado del río Dulce, que con un corto trayecto por las tierras norteñas de Guadalajara, consigue aunar todo tipo de sorpresas, desde cañones rocosos, cascadas y bosques raros, hasta lamer las basamentas de pueblos encantadores cuajados de historia y monumentos.

Por el barranco del río Dulce, que además tiene oficialmente la consideración de “Parque Natural” desde hace 5 años, se entretiene el viajero haciendo fotos, oyendo el viento sonar entre las ramas ahora peladas de los árboles, y admirando las alturas grises y rojizas de sus cantiles longevos, curiosos, parecidos a rostros de viejos momificados.

Nacido entre el románico

El río Dulce nace en lo más arido y frío de la meseta sur, cuando casi se une, por altillos y cerros de oscuros quejigares, con la meseta norte, que por aquí lleva el nombre de provincia Soriana. En término de Bujarrabal lo hace, y tras pasar por tierras de rojiza peñasquería, empiza a dar sonoros balbuceos por lugares como Estriégana, Sauca y Jodra.

Estos tres pueblecillos tienen algo en común, y son sus iglesias parroquiales, que en los tres casos son de arquitectura románica rural. Para quien se quiera hacer (se puede hacer en 2 o 3 jornadas) completo el trayecto del barranco del río Dulce, desde que nace en la altura, hasta que da sus aguas al Henares en Matillas, es obligado pasearse, en la misma tarde, estos tres lugares.

La más espléndida de todas es la iglesia d estuca, que tiene una estupenda galería porticada orientada a sur y oeste, y sus columnas pareadas dan apoyo a los capiteles que están tallados elegantes y simpáticos, desde el siglo XIII, con temas vegetales y algunos antropomorfos, destacando la imagen de unos sacerdotes, la Anunciación de María, y algunos monstruos.

El tmeplo de estriégala es la sencillez por antonomasia. Solo su portada de arcos semicirculares y piedra rodena encendida, más la planta de su ábside, dan memoria de la edad en que fue construida. Y más abajo, cuando el río va a meterse en bosquedales intrincados, sobre un otero surge el lugar de Jodra, en el que también pequeña iglesia nos da con precisión los elementos propios del románico: su atrio porticado, de arcos sencillos, y su portada de ingreso, con repetidas arquivoltas baquetonadas. Un ábside semicircular a oriente, y la espadaña maciza y triangular a poniente, suman en total la esencia del románico.

El barranco que nace en Peregrina

Por la carretera que va de Torremocha del Campo a Sigüenza, el viajero sigue y enseguida se encuentra con los primeros espasmos de la Naturaleza. El río se despeña por cortadas rocas, bajando desde la altura a base de cascadas y rápidos sonoros. Las perspectivas son siempre magníficas. En los apartados del camino podemos parar y mirar hacia el sur. El río se va perdiendo, entre altos cantiles calcáreos y profusas arboledas que le tiñen de verdor en verano, y de oro titilante en el otoño. Hay un espacio singularmente atractivo: es el “Mirador del Dulce” que se ha construido, a base de piedra de la zona, en una curva con espectaculares vistas sobre el río y el poblado de Peregrina. Este mirador se dedicó a la memoria del Doctor Rodríguez de la Fuente, don Félix, que además de médico era naturalista, estudioso de la biología española, y divulgador genial de sus goces. Todos recuerdan a Félix “el amigo de los animales”, y el hecho de tener aquí un mirador dedicado a su memoria es debido a que en este Barranco del Río Dulce filmó muchos de sus reportajes, pues las condiciones para el desarrollo de la fauna son perfectas: desde los lobos (que él trajo de fuera, pero que aquí filmó) hasta los buitres y las águilas, los nocturnos mochuelos y los rarísimos desmanes del Pirineo. Una parada es obligada y la admiración por el espacio ya está irreversiblemente asentada en nuestro recuerdo.

Pelegrina y su castillo

Hay que bajar a Pelegrina. A recorrer andando sus cales, ver su templo también románico por fuera, y renacentista por dentro, donde alberga uno de los más bonitos retablos de toda la provincia. Obra muy probable, en algunos de sus detalles, de Martín de Vandoma. El viajero debe subir hasta el castillo, que perteneció a los obispos de Sigüenza como lugar de descanso en siglos pasados (la ciudad Mitrada queda, al otro lado de unas lomas, y sobre el río Henares a menos de una legua de distancia).

En lo alto del castillo, los ojos se pierden en la distancia de los meandros del río, de sus valientes orillas, de sus infinitos colores. El instante de vivencia de un tiempo ido, entre los murallones de la fortaleza episcopal, sirven para confirmar el mal estado de ese castillo, que puede venirse al suelo cualquier día. Pero mientras eso ocurre, seguimos despeinando minutos y dejamos que se nos haga la boca agua contemplando lo que aún nos queda por recorrer.

La Cabrera y su puente carolino

Bajando por la orilla del río, cosa fácil y recomendable en tiempo de verano, se llega pronto a La Cabrera. Se está recuperando su viejo caserío, que sufrió una enorme avenida en el año 1921, hasta dejarlo destruido por completo. Hoy está el templo en pie, el gran puente que mandó levantar el rey Carlos III aguantó el que más. Y en la plazuela de detrás de la iglesia, que también es de traza románica, aunque perdida, el viajero lee con emoción unos versos que le inspiraron a Constantino Casado estas trochas, posiblemente cuando fuera párroco del lugar. Son versos castos y cautos, muy cordiales y medidos, muy de tiempos sanos y templados. Constantino Casado fue, entre otras cosas, abad de la Caballada de Atienza, canónigo de Sigüenza y pintor de Santa Lucía. Muy amigo mío, muy buena gente. Aquí junto a estas líneas pongo foto de la placa rimada, y en el libro de Serrano Belinchón puede leerse el verso entero.

Al viajero de La Cabrera, sin embargo, lo que más le gusta es ver los cerros que son de roca pura elevarse sobre sus cabezas, en perspectiva casi imposible, como si se te echaran encima. Tras el galacho de cima el puente, y mirando las limpias aguas del arroyo de la Fuente, que nacen soto del mismo,  el viajero se echa a andar por el camino junto al río. Pasa por una piscifactoría, y va leyendo los carteles que han puesto, los de la Junta, aquí y allá, explicando las características del Parque Natural.

Porque, y esto es importante, la zona que pisamos es uno de los cinco espacios que nuestra Región Autónoma tiene como en palmitas, seleccionados por su belleza e importancia ecológica.

Desde Aragosa a Mandayona

Este viajero siempre ha disfrutado cuando ha recorrido, a pie por supuesto, los bordes húmedos y arbolados del río Dulce por lo hondo de su barranco. Unas veces en grupo de senderistas, y otras bien acompañado: siempre mirando para arriba, fijándose en el rojo agrisado de sus cantiles solemnes, o para abajo, disfrutando con el verde húmedo de los juncales, oyendo a las ranas veraniegas, distrayéndose con los petirrojos que en invierno saltan de rama en rama.

En medio del Barranco aparece Aragosa, que es una aldea encajonada entre las rocas, por donde el río baja como en escalones, dando vida a molinos, a caces, a parques junto a las arboledas. Han surgido hasta algunas Casas Rurales en este enclave, que es posiblemente el preferido, entre todos los pueblos del Barranco, por los turistas. Un espacio increíble se amalgama entre las casas, de piedra, y las rocas que las abrazan.

De allí, y todavía con perspectivas monumentales, a sus lados, con altísimas sierras y bosques densos, el valle se va abriendo y llega finalmente, tras dar lugar a varias cascadas vistosas, a Mandayona, donde ahora se está construyendo el “Centro de Interpretación” de este Parque Natural todavía tan poco conocido, pero que es de lo mejor que hay en la provincia.

Mandayona tiene su interés monumental centrado en la iglesia, que es renacentista, y muestra los símbolos de los Mendoza que la enseñorearon siglos atrás. Y es, también, la capital (por más poblada) de este valle encantador.

El río baja luego, ya recto y tranquilo, entre largas masas de chopos y álamos, ante la empinada villa de Villaseca [de Henares] dejando a la izquierda, también en alto, el lugar de Castejón [de Henares] donde dicen que anduvo el Cid de conquistas. Bajo la enorme masa del Cerro del Chaparro, junto a Matillas la nueva, le llega por la derecha el río Henares. ¿O es él, el Dulce, el que se arrima al río que viene de Sigüenza? Los nombres de estos últimos pueblos nos hacen pensar, finalmente, si no sería este que hemos recorrido el primitivo Henares, y el arroyo que lleva hoy el nombre, por aquello de pasar por Sigüenza, no se lo quitaría… De esto ya se ha hablado, y mucho, y bien… no es de este momento la diatriba.

El río Dulce, y el Henares, se van ya juntos, y bien amistados, hacia latitudes más meridionales. El viajero habrá quedado, sin duda, prendado de estos lugares. Querrá volver a verlos y a vivirlos, volverá una y otra vez. Como yo le pido a mis lectores que lo hagan.

Apunte

El libro de Serrano Belinchón

La mejor forma de hacer este recorrido, con documentación amplia y fotografías espectaculares, es llevando en la mano esta estupenda guía que ha escrito José Serrano Belinchón. Cada vez escribe mejor, cada vez funde con más acierto su conocimiento del terreno y de las cosas, con el decir limpio de su castellano impoluto.

El libro, de gran tamaño, se titula simplemente así: “Barranco del río Dulce”. Serrano escribe con trazo escueto y elegante lo que hay que saber del río, de los pueblos que lo circundan y de las cosas, la fauna, la flora, los recuerdos, que lo escoltan. Paco Gracia usa toda la que tiene en construir un reportaje fotográfico de excepción. Y la Editorial madrileña Mediterráneo, que es la que ha puesto el libro en la calle, puede sentirse satisfecha de esta iniciativa tan acertada. 64 páginas, 40 fotografías, 16 euros. Y un largo viaje por delante.

El viaje de Willkomm a Hiendelaencina

De los muchos viajeros europeos que pasaron por España a lo largo del siglo XIX, el austriaco Heinrich Moritz Willkomm fue quizás el más científico y apasionado por conocer las riquezas geológicas y las maravillas naturales de la Peninsula.  

Tras estudiar Medicina y Ciencias Naturales en la Universidad de Leipzig, tuvo que emigrar a la India para salvarse de la persecución que contra los liberales se desató en Alemania en 1844. Desde allí consiguió le subvencionaran un par de viajes de estudios biológicos a España y Portugal, cosa que realizó entre 1846 y 1850. Más tarde, en 1873, y esta vez acompañado de su hija y del botánico Fritze vino a España recorriendo las islas Baleares y Andalucía. Después de ello, y ya reconocido como eminente científico del Imperio, se instaló en Praga, donde actuó hasta su muerte como director del Jardín Botánico y profesor de su Universidad.

Escribió Willkomm, en colaboración con el danés Lange, una “Flora Española” que ha sido libro modélico durante decenios del análisis de la variedad vegetal de nuestra Península. Solamente con el rigor y la profundidad que los científicos alemanes saben hacer estas cosas, a veces excesivas y siempre desusadas. Pero ahí están, como modelos.

El viaje a Hiendelaencina

Fue en su segundo viaje, a finales de 1850, cuando, poco antes de abandonar España, visitó la provincia de Guadalajara con la clara intención de conocer las minas de plata de Hiendelaencina. Dado que en esas épocas eran frecuentes las partidas de bandoleros por las sierras desiertas de Castilla, Willkomm se hizo acompañar de un arriero que días antes había apalabrado. Así y todo, el viaje tuvo sus riesgos, y él los declara sin pudor, aunque se centra, siempre, en la descripción y análisis de lo que ve y la valoración de lo que encuentra.

A Hiendelaencina la describe, en 1850, como un pueblo remoto pero de gran desarrollo, y sobre todo con grandes perspectivas de futuro, porque sus minas, su fábrica de amalgamación y su futura planta siderúrgica, en lo profundo del valle del Bornova, la hacen prometedora de seguros porvenires. Durante su estancia se relaciona con el ingeniero director de las minas, y algunos miembros de la burguesía de la villa, que le caen simpático y a quienes considera elegantes y refinados.

El erudito, científico, artista, escritor y hombre de gran talento que sin duda fue Willkomm, viajó desde Madrid hacia Guadalajara con la idea concreta de llegarse lo más rápido posible hasta Hiendelaencina y visitar sus minas y cuanto en ellas se estaba haciendo, pues la fama de estas instalaciones había trascendido, en esa mitad del siglo XIX, a toda Europa.

Su paso por Guadalajara hacia la Sierra

Queda encantado el viajero austriaco del bosquecillo de álamos blancos que había en la orilla derecha del Henares, antes de cruzarlo por el gran puente de origen árabe, que por aquellos años tenía buena pinta y parecía estar recién arreglado. En la orilla izquierda le llamaron la atención las escarpaduras pedregosas (las terreras) que le parecieron pintorescas y muy características.

La ciudad tenía entonces unos 12.000 habitantes y la consideraba más grande que Alcalá, aunque sin tantas torres y menos monumentos, y le pareció más acogedora que la vieja Complutum. Le llamó la atención especialmente el edificio de la Academia de Ingenieros Militares, que presidía con su majestuosidad académica una gran plaza cuajada de olmos.

Siguieron (su hija, él y un arriero) por la orilla del Henares, río arriba. Durmieron la primera noche en Yunquera. Y dice, que “me hubiera aburrido mucho por el camino, si el cambiante juego de colores del sol poniente no hubiera dotado de vida de forma milagrosa a este paisaje pelado, desnudo y gris. La luz de los secos cerros de la orilla izquierda del Henares era de una belle­za indescriptible, especialmente una destacada figura que se elevaba al noroeste de Yunquera, en la cual resplandecían con un encendido color púrpura violeta sus laderas atravesadas por innumerables barrancos.” Se refiere, sin duda, a la Peñamira, tan opulenta de formas y contrastes, al otro lado del río frente a la ermita de La Granja.

La encantó la vista, siempre en el horizonte norte, del contorno del pico Ocejón “una montaña con forma de campana”. Un hombre como Willkomm, de sensibilidad exquisita y buenas letras, escribe cosas sobre nuestra tierra que parece que están por primera vez vistas y descritas. A él le asombra el amanecer violento de un día de invierno, cubiertos los campos de intensa escarcha y los charcos, acequias y aun riachuelos completamente congelados. Al mediodía arriban a Cogolludo, pueblo grande “rodeado por una vieja muralla, derruida por algunas partes, en la cual se hallan varias puertas góticas antiguas”. Es curioso este dato, para datar la destrucción de la muralla medieval de Cogolludo en la segunda mitad del siglo XIX, pues como vemos en 1850 se encontraba aún casi entera.

Pasado el pueblo de San Andrés del Congosto, y ya en el breve valle del río Bornova, nos dice el austriaco que “el camino sigue, en un desfiladero angosto y romántico, en el que el río ha quebrado la mitad de una alta cresta de rocas calizas. A través de este desfiladero se llega a un ensanchamiento rodeado de cerros pedregosos pelados, donde pegado al espumoso Bornova, hay otro pueblo de apariencia muy pobre”. Era este, entonces, Alcorlo, hoy ya bajo las aguas del embalse. Se asombra Willkomm de la aparición subita, por todo el contorno, de grandes masas de roca gneis, con formaciones geológicas del periodo silúri­co y devónico, elevándose en una cresta dentada, entre la que so­bresale orgulloso el Pico Ocejón. Desde entonces, y aún mucho antes, y todavía hoy para los entendidos, esta comarca que forma el foso del Bornova y sus orillas es un auténtico paraíso para admirar las formaciones geológicas de Iberia.

La llegada a Hiendelaencina

A media tarde del mismo día, dan vista a Hiendelaencina. Así la describe Heinrich Willkomm, y mantengo su texto porque es especialmente poético y científicamente destacable. Lo que el botánico y sabio europeo escribe, está hecho con la cabeza de un profesor de Leipzig, pero con el corazón de un Goethe:

“Hace diez años Hiendelaencina todavía era un pueblo des­conocido y supuestamente uno de los más míseros y pobres de toda la Península. Situado en una alta y fría meseta, cuyo suelo de gneis abarrancado no permite ningún cultivo, sus habitantes tuvieron que subsistir míseramente quemando carbón, picando piedra, elaborando trabajos de esparto y cosas similares. Vivían en míseras chozas, cuyos muros estaban construidos con blo­ques de gneis superpuestos, y cuyos tejados estaban cubiertos con finas planchas de gneis. Antaño una gran parte del pueblo, casi la mitad, estaba formado por estas chozas de piedra. La mi­seria aquí era inmensa, sobre todo en el duro invierno, en el que la meseta de Hiendelaencina estaba enterrada a veces hasta tres meses en una espesa capa de nieve.

En el verano de 1844 se descubrió no lejos del pueblo, una entrada que contenía unas pequeñas porciones de un metal brillante como el plomo. En la siguiente inspección esto resultó ser una mena de plata muy ri­ca. Se siguió buscando y se encontró un pasillo que se prolon­gaba hasta muy lejos y que se ensanchaba en la profundidad, rico en compuestos de plata de diferente tipo, incluso en plata pura. Por suerte desde el principio tomó el proyecto en sus ma­nos un hombre inteligente, instruido y acaudalado, hermano de hecho del famoso químico y fisiólogo Orfila de París, que ad­quirió un tercio de las acciones emitidas por la sociedad creada para la explotación de la mina; este hombre se hizo cargo de la administración de la mina y puso la misma bajo la dirección de eficientes ingenieros de minas que tenían una formación cientí­fica.

Desde ese momento la situación de los habitantes de Hien­delaencina cambió. La rápida localización de las siguientes nuevas menas favoreció en poco tiempo la instalación de una gran cantidad de minas, así como el significativo contenido de plata de la mena favoreció la instalación de una magnífica fábrica de amalgamación en el valle del Bornova. Algunos accio­nistas, como Orfila, se asentaron en Hiendelaencina, y como las míseras chozas del pueblo no ofrecían un espacio habitable ni para ellos ni para los empleados de la mina, se construyeron nuevos edificios. De esta forma no sólo los habitantes de Hien­delaencina sino también los de los pueblos vecinos encontraron una ocupación duradera y remunerada, unos como mineros u obreros siderúrgicos, otros como braceros en la construcción, o como arrieros para el transporte del material de construcción, de los aperos, los minerales y de los alimentos. Junto a las míse­ras chozas de gneis se levantaron pronto edificios espléndidos y es de esperar que dentro de una década, en estas calles estre­chas, retorcidas y sucias, formadas por chozas bajas de piedra negra, discurran calles uniformes con edificios modernos, y que en lugar del antiguo pueblo mísero, se despliegue una res­petable ciudad. Antiguamente había en esta meseta desierta una vida muy animada. En las calles del pueblo original apenas se podía andar de la cantidad de procesiones de animales de carga y de gente que iba y venía; en la parte de arriba del mis­mo, en el norte, se trabajaba en la construcción de una iglesia, que iba a llenar la parte aún vacía de una gran plaza regular. Enfrente de ésta se levanta una enorme posada, donde con mu­cho esfuerzo pude encontrar alojamiento; otra parte de la plaza está decorada con la espléndida casa Orfila, que con sus alarga­das hileras de ventanas y sus persianas verdes parece un pala­cio al lado de las minúsculas chozas de gneis”.

La visita a las minas

No perdió el tiempo herrn Willkomm. Fuese a buscar a los responsables de la explotación, y estos le acogieron rápidamente, enseñándole las minas. Así lo refiere el profesor de Praga: “Pasé el resto de las horas de la tarde en compañía de un in­geniero de minas sajón a quien había conocido en Madrid, visi­tando una planta siderúrgica en construcción situada en el co­lindante valle del Bornova, cuyos costes pagaba la sociedad accionista de las tres minas más antiguas e importantes, y que estaba bajo la dirección de un mejicano llamado Ortigosa, que había estudiado en Freiberg. Esta planta siderúrgica, que tenía que estar ya concluida, y para la que había sido elegido como futuro director el ya mencionado Ortigosa, debía equiparse con los nuevos métodos inventados por Augustin en Mannsfeldis­chen, y según creo, probados allí por primera vez, según los cuales la plata se obtiene mediante precipitación por conductos húmedos. Estaban trabajando en los cimientos de los edificios y en la instalación de un canal, que debía conducir el agua del Bornova a la planta siderúrgica. Este canal, gran parte del cual tenía que pasar por el gneis dinamitado, tenía una longitud de 2.000 varas. El lugar donde está la planta siderúrgica es un pa­raje romántico. El valle del Bornova, que uno no percibe hasta que no llega a sus límites, donde una grieta atraviesa la meseta de gneis, es un paraje salvaje, donde crecen árboles, arbustos y matorrales de hierbas aromáticas sobre un terreno pedregoso adornado de la forma más pintoresca, rodeado por una gran cantidad de partes magníficas, y que cobra vida de forma agra­dable con las rápidas y plateadas corrientes del impetuoso río. Uno no se espera encontrar en una altiplanicie tan monótona como ésta este hermoso valle, que sólo imaginaría en el interior de una montaña romántica. La pregunta es todavía si la planta siderúrgica será rentable, como el empresario esperaba en prin­cipio. La planta tiene una importante y peligrosa competencia en la ya mencionada antes planta de amalgamación, que perte­nece a una sociedad accionista inglesa, y está dirigida por dos ingleses. Si no me equivoco, fue instalada en el año 1846 y con­sumía entonces todo las menas de mineral de las minas”.

Volvió el austriaco, bajo la luz de la luna, al pueblo, y allí tuvo la suerte de ser agasajado con una tertulia de mineros, ingenieros y directivos. Fue en la casa del subdirector de las tres principales minas, don Antonio Lorenzo de Madarriaga, y así nos lo cuenta: “Sentados al lado del fuego de la chimenea en una habitación casi elegante, pa­samos una horita en animada conversación, refrescando anti­guos recuerdos junto a una taza de té, después de lo cual nos dirigimos a casa de Don Antonio Orfila, donde todas las noches tenía lugar una tertulia. Allí nos encontramos con más emplea­dos de la mina, así como con la mujer de Orfila, una culta pari­sina, y una joven dama de Madrid, hermana de un ingeniero de minas español. Orfila había decorado muy bonita su casa; no se echaba de menos nada de las maneras europeas. ¡Cuando entré en aquella elegante y confortable habitación y me encontré en compañía de aquellas damas refinadas, me pareció que estaba soñando, como si no fuera posible que estuviera en un rincón de Castilla la Nueva tan alejado y totalmente aislado del mun­do civilizado, sobre la inhóspita planicie de Hiendelaencina! Orfila es un hombre ya entrado en años ‑mayor que la parisi­na‑ y parece muy inteligente. Se le puede considerar el alma de todo el negocio, pues sin él, sin su espíritu especulativo, y su administración inteligente y prudente, las minas de Hiende­laencina no se habrían creado, a pesar de su riqueza mineral, al menos no en tan poco tiempo como se ha hecho. ¡En cuatro años Orfila ha ganado una fortuna de medio millón de reales gracias a sus inteligentes operaciones especulativas! El grupo se separó ya bastante pasada la media noche. La noche era her­mosa, pero el aire tan frío como el hielo”.

Esa bonita descripción de Willkomm, esa referencia palpitante y viva a las gentes que vivían y movían Hiendelaencina en 1850, es algo que no se había hecho hasta ahora. Denota el ambiente de las minas cuando empezaron a ser algo más que un sueño. No cuesta, de la mano y la palabra del científico austriaco, situarse en aquella población serrana, de hace mas de 150 años, y oir a las gentes que la poblaban.

Finalmente, al día siguiente, Willkomm se dedicó a visitar, acompañado de Madarriaga, las tres principales minas construidas, situadas en una hondonada al norte del pueblo. Eran estas la Santa Cecilia, la Fortuna y la Suerte. Dice el escritor que “La primera mina nombrada es la más antigua de todas. Se encuentra en el mismo lugar donde el 2 de junio de 1844 fue descubierto el fi­lón por un tal Goriz, tal como se indica en una columna conme­morativa de piedra. Las tres minas están conectadas entre sí. Comenzamos por Santa Cecilia y terminamos en la Fortuna. Entre las tres minas la Santa Cecilia es la que alcanza mayor profundidad. Entonces estaban trabajando en la quinta planta. En la planta cuarta nos encontrábamos a una profundidad de 140 varas. Las tres minas están construidas según unos planos científicos y daban ocupación entonces a unos setecientos mi­neros”. Con gran meticulosidad científica y técnica describe cuanto ve. “El min

“Ese mismo día, por la tarde, fui a caballo yo solo hasta la planta de amalgamación inglesa. Está situada en el valle del Bornova, a una media legua por encima de la nueva planta si­derúrgica y a una legua al norte de las minas de Hiendelaenci­na. Desde el pueblo sale una carretera nueva y bien construida que atraviesa la meseta de gneis, totalmente cubierta con fron­dosos matorrales de las dos especias ya nombradas de cistus, y que llega hasta la planta de amalgamación, situada en uno de los lugares más románticos del valle del Bornova, y que junto con sus edificios colindantes forma un pequeño y bonito pue­blecito. El sobrino del director, Mr. William Rea, un joven muy atento y refinado, para el que Madarriaga me había dado una carta de recomendación, encargó a uno de los guías de la mina que me mostrara todo, y me atendió con mucha hospitalidad. La planta de amalgamación de Hiendelaencina es muy grande, tal vez la más grande que existe actualmente en Europa. Posee 24 toneles de amalgamación, de los cuales 16 se ponen en movi­miento con una rueda colosal de un tamaño de 42 pies ingleses de diámetro, y 8 lo hacen mediante una máquina de vapor. Esta planta de amalgamación produce mensualmente una cantidad de plata de un valor de 700 piastras. La plata obtenida se vende en Madrid a la Casa de Moneda Real, que ha cerrado un contra­to con la planta de amalgamación durante una serie de años. Justo aquel día por la tarde salía de Hiendelaencina hacia Ma­drid un cargamento de plata de 1.500 libras con una fuerte es­colta militar”.

Realmente parece un sueño, leer a Willkomm y ver con la precisión y claridad con que él lo hace cuanto allí existía, todo lo que el viajero de hoy puede contemplar arruinado, decrépito, hundido, comido por la vegetación, la desidia y el olvido. Ese contraste de la vida palpitante de las minas, y el silencio y el abandono de hoy, conmueve y apena. Nadie ha querido ya poner las manos productivas sobre la plata de Hiendelaencina. Dicen que no es rentable. Pero ¿no merecería la  pena reconstruir, limpiar y poner en visita alguna de estas minas, de estos lavaderos, de esas plantas de amalgamiento, para que los viajeros de hoy sepan como fue aquella tierra, el día en que fue rica? Quizás habrá que esperar a que esta idea se le ocurra a algún afamado arquitecto palentino, y a que eche cuentas, con la Junta, de cuanto puede costar un “plan de rescate de las minas de Hiendelaencina”. Aquellas ruinas lo están pidiendo a voces.