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enero, 1990:

El románico perdido: Ures

Un detalle popular en una puerta de Ures.

 

El estilo románico es uno de los más representativos de la provincia de Guadalajara. Su extensión fue total durante los siglos de la repoblación (XI al XIV) y puede decirse que todas las iglesias construidas en aquella época (y fueron centenares) estuvieron dentro de la norma formal románica. En los siglos de la expansión económica y poblacional de Guadalajara (XVI al XVIII) se derribaron muchos de aquellos templos, construyéndose otros nuevos en estilo renacentista, y quedando bajo ellos, incrustados en los muros o a medias legibles en sus plantas, los vestigios de las antiguas construcciones medievales.

El templo parroquial de Ures, ‑un mínimo caserío que hoy está incluido en el municipio de Sigüenza, y que se encuentra muy cerca de Pozancos‑ es un ejemplo de esa transformación. Aunque precisamente por la escasa entidad de su población, nunca sufrió excesivas modificaciones. Este edificio es una prueba evidente del simplismo funcional con que el arte románico acometió sus más ínfimos elementos, pero también la evidencia de la homogeneidad con que siempre estructuró sus templos.

Localizada en el centro del breve caserío, aislada del resto de los edificios, aparece esta pequeña iglesia de Ures, formada por los cuatro muros que al exterior se ofrecen, y por una sola nave en el interior. Con todos los parámetros clásicos de la arquitectura románica, nos presenta el muro occidental liso y rematado en sencilla espadaña de corte triangular con un par de vanos para las campanas. La chavalería de nuestro fin de siglo le ha puesto, en su ánimo de fomentar el deporte en cualquier rincón de este preolímpico país, una canasta de baloncesto cosida al muro, con lo que tenemos lo que podría denominarse, en el argot administrativo al uso, un «templo románico polivalente» que haría las delicias de cualquier diseñador social que se precie. La puerta del templo se encuentra en este mismo muro de poniente, y no tiene el más mínimo asomo de decoración románica. Por no tener, no tiene ni señas de edad cronológica. ¿De cuando es esa puerta? Tiene, como las mujeres bellas y maduras, una edad indefinida.

El muro del mediodía, iluminado por el sol, no tiene el acceso que le correspondería. En el caso de Ures, esta anomalía estructural es debida a la disposición del terreno en que asienta el pueblo, que es mas elevado por este lado, y hubiera obligado a hacer una puerta muy baja, con escalinata de bajada al interior. Demasiada complicación para tan brece lugar. El muro del norte se encuentra hoy totalmente cegado, sin apenas un ventanal, pero primitivamente tuvo una puerta de acceso, ancha y baja, de arcada semicircular, que fué tapiada en siglos pasados.

Y al fin, la cara de levante, la que define la orientación del templo, ofreciendo en este caso un ábside mínimo, de planta semicircular, con aspilleras de muestra, porque no parecen de verdad, de tan pequeñas. Bajo el alero, y a todo lo largo del templo, aparecen canecillos sin moldurar que sujetan el tejado. El material con que están compuestos los muros es de sillarejo muy basto, poco cuidado, mezclado con argamasa en el centro de los muros, y alternando con sillares en las esquinas.

El interior es lo más simple que pueda concebirse: una nave única, un espacio diáfano y reducido en el que aún renquean algunos altares de imprecisa silueta barroca, y una bóveda de yeso, falsa, que tapa el trabado maderamen original de la cubierta. El semicircular ábside se traduce al interior por un presbiterio similar, muy pequeño. A un lado, por reducida puerta, se accede a la sacristía que fue añadida en siglos posteriores.

En definitiva, este de Ures puede ser calificado como uno de los templos románicos de la provincia de Guadalajara, con una época de construcción remontable al siglo XII o XIII, y sin ningún elemento ornamental o estructural notable. Debe, sin embargo, figurar con toda justicia en las nóminas, si se quieren completas, de los templos románicos de nuestra tierra. Por ello, y por alguna otra cosa que yo me sé y me callo, está aquí, Como otra esfinge que mira, que sabe, y que sueña.

Los vidrios rotos de Guadalajara

 

Hoy en día está «de moda» la artesanía, y son ya varias las publicaciones que de ella tratan a nivel provincial, al mismo tiempo que la iniciativa oficial, especialmente por parte de la Diputación Provincial, se ha ido poniendo en la línea de apoyo que estas actividades tradicionales merecen y esperan. Valga esta breve nota Para traer al recuerdo de mis lectores, y al conocimiento de cuantos en alguna manera se interesan por la Pretérita imagen de nuestra provincia, una artesanía, un arte incluso, que ya es olvidado y muy escasamente apreciado: el del vidrio, del que en algunos lugares del mundo (Bohemia, Sevres, Murano, etc.) se producen hoy en día verdaderas joyas artísticas. En España hubo, en tiempos pasados, lugares de abundantes y magníficas manufacturas cristaleras: la Granja de San Ildefonso poseyó una fábrica de protección real donde se realizaron piezas de vidrio que hoy figuran en los museos y en las colecciones más valiosas.

La actual provincia de Guadalajara tuvo en siglos pasados varios centros de elaboración artesana del cristal, de los que si apenas queda un leve recuerdo. El más conocido de todos fué la villa de El Recuenco, en el partido de Sacedón, entre grandes, peñascos abrigada, en un paisaje de espléndidas perspectivas. Por lo menos desde el siglo XVI produjo abundante material en diversos hornos de la localidad» De cinco vidrieros, cada uno con su horno propio, tenemos noticia en el siglo del Renacimiento. Y ello porque fue en El Recuenco donde se produjo la más importante partida de vidrio con destino a las ventanas del monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Apa­recen en cuentas, durante los años 1582 y 1583, cinco maestros vidrieros que sirvieron al Real Monasterio las siguientes cantidades de vidrio: Andrés de Graos, 335 vi­drieras; Juan García, 300 vidrieras; Martín Prieto, 600 cuadros de vi­drios; Pedro Moreno, 624 cuadros de vidrio, y Pedro Martín, 296 cuadros, de vidrio para la iglesia. Pero el más importante de los maestros vidrieros que en siglo XVI trabajaron en El Recuenco, fue el veneciano Guillermo Carrara, a quien vemos activo entre 1582 a 1585, sirvió para la iglesia y otras dependencias de El Escorial un total de 4,848 placas de vidrio. En 1587 contrató la producción del material de la farmacia monasterial, encargándose de hacer 500 alambiques de vidrio para la destilación de la botica. Dos años después sirve 26 arrobas y 1 libra de vidrio labrado en alambiques y redomas para la botica, y en 1592 sirve todavía 15 arrobas y 9 libras de alambiques de vidrio para tener las aguas que se destilan en la botica»(I).

Durante todo el siglo XVII continuaron produciendo grandes cantidades de vidrio los hornos de El Recuenco, vendiéndose sus productos por toda Castilla, en competencia abierta con las manufacturas de Cadalso. En los comienzos del siglo XVIII, el Rey Felipe V fue enterado de la calidad del cristal de El Recuenco, ordenando que allí se hicieran las jarras para el vino y los albarelos y alambiques de su real farmacia. Toda la Corte, en sumisa imitación, se apresuró a adquirir vasos, jarras y platos para confituras, por lo que hacia mediados del XVIII, la industria cristalera de El Recuenco alcanzó su máximo esplendor, cayendo luego lentamente.

Se producía en sus hornos un vidrio de tono verde‑azulado, más bien oscuro, que se trataba de corre­gir y aclarar soplando los productos hasta conseguir una extrema delga­dez y finura, que los hacía muy ligeros de peso. En la mayoría de las piezas se estiraban y pellizcaban los bordes, dándoles una forma octogo­nal. Los filamentos del vidrio se hacían más patentes hacia el borde de la pieza, así como en el collar o base: Aunque estos filamentos que decoraban espiralmente a los vasos, jarras, etc., tenían normalmente el mismo color verdusco, en ocasiones se les daba otro tinte más claramente azul, con lo que, aumentaba su belleza. También se conocen piezas de cristal de El Recuenco de notoria imperfección y con abundantes burbujas. Había hornos y maestros de distintas competencias (2).

En el siglo XVIII, hacia 1720, el Sr. Goyeneche fundó el pueblo o sitio de Nuevo Baztán, en la baja Alcarria, hoy provincia de Madrid. Allí se hizo construir de Churriguera un magnífico conjunto de, iglesia y palacio, ‑y una factoría de cristal bajo la protección de Felipe V. No fue un éxito, y esto, unido a la disminución de las reservas de combustible en las cercanías del, Nuevo Baztán, forzó a Goyeneche a trasladar sus hornos productores de vidrios a la villa serrana de Villanueva de Alcorón, en la actual provincia de Guadalajara, donde durante todo el siglo XVIII se pro­dujo vidrio ordinario, muy similar en formas y composición al de El Re­cuenco,

También en la Alcarria, la villa de Brihuega tuvo cierta producción vidriera. Conocemos uno de estos artesanos. José Bermejo, por el contrato que hizo en 1731 con la, iglesia parroquial de Mondéjar, para servirle, por valor de once mil maravedíes, tres vidrieras, y colocarías (3). Pero no se conoce producción más fina de la cristalería briocense.

Finalmente es preciso anotar la existencia, también en la serrana villa de Tamajón, de industria cristalera. En tiempos pasados se hizo, mucho y bueno, en la llamada «fábrica de cristales del convento” pues en principio estuvo a cargo de los franciscanos que los Mendozas asentaron en un gran monasterio en este lugar. Todavía se encuentran en el pueblo algunos notables ejemplos de vasos y floreros del cristal intensamente azulado que Tamajón producía. El edificio de la fábrica está aún en pie, y se habló no hace mucho de revitalizar en él esta interesante artesanía. Todo lo que se haga, y se está haciendo mucho, en favor de la artesanía, debe ser bienvenido y animado.

NOTAS­

(1) Cf. ANDRÉS, Gregorio de: Inventario de documentos sobre la construcción y ornato del Monasterio del Escorial existentes en el Archivo de su Real biblioteca, Madrid, 1972, pp. 97, 104,105, 106, 113,114, 126, 136, 167, 182, 197.

2) The Hispanic Society of America: Handbook, Museum and Library Collections, Nueva York, 1937, pp. 162‑163

(3) Archivo Parroquial de Mondéjar. Libro de Fábrica nº 3, cuentas del bienio 1731‑1732

Carabias, el románico incomparable

 

Si al viajero le preguntan hoy por el lugar donde dejó su corazón un día, responderá sin duda que fue Carabias, una especie de fin del mundo frío y solitario, brillante y húmedo, donde la vida reclama su ancestral valor, y las horas tienen la dimensión justa de esa vida. Sin definición posible, en Carabias existe y existirá siempre el más cierto pálpito de la felicidad: será por la mañana; habrá helado y la escarcha cubrirá, con su costra de diminutas perlas, la hierba y el musgo de los rincones; saltarán las urracas con su resorte no ensayado; alguna mujer enfundada en viejas telas se acercará a la fuente a por agua; y en el centro surgirá, con el tono rojizo de la piedra arenisca, la iglesia parroquial, que muda dictará su larga conseja de siglos.

Cuando alguien quiera ver, palpar incluso, la solemne belleza del arte románico rural de Guadalajara, debe desplazarse hasta Carabias. Está algo más allá de Palazuelos, la otra vieja ciudad amurallada del marqués de Santillana. Derramada sobre la pendiente izquierda que abriga el valle del río Salado, la villa de Carabias tiene hoy un escaso caserío, un fontanar rumoroso, y un templo cristiano que fue construido, en la parte baja, hacia el siglo XIII. A pesar de las reformas de posteriores centurias, ha conservado su primitivo aspecto, y puede ser calificado sin hipérbole de pieza única de la arquitectura medieval de nuestra tierra.

Esa etiqueta le viene de su estructura singular. El templo propiamente dicho consta de una sola nave. Alta, cubierta de bóveda falsa de escayola que se viene abajo de un momento a otro, tiene un presbiterio elevado y algunos altarcillos barrocos en los que San Sebastián, San Antonio y un triste Cristo meditan su abandono. Bajo la tribuna del coro, a media luz, se entrevé la antigua pila bautismal, como un enorme fósil con formas de venera. Al exterior, una torre muy antigua cobija las campanas (y alguna que otra paloma) en el ángulo sureste del edificio. Y por fin, el pórtico o atrio, que es lo verdaderamente singular de este monumento, y que, caso único en toda la provincia, tiene muros abiertos (los tuvo en su origen, al menos) a los cuatro puntos cardinales.

El templo parroquial de Carabias fue dotado de una galería porticada que le rodeaba por mediodía y poniente. Pero que tenía también acceso por levante y algún vano abierto al norte. De ahí la anterior aseveración de ser la única iglesia románica de nuestra tierra que posee galería con muros orientados a los cuatro puntos de la esfera terrestre. La parte más amplia y hoy conservada de esta galería es la del sur. Dos bloques de siete arcos cada uno, separados por un grueso pilastrón, se sostienen por sus respectivos pares de columnas de canon muy alargado, y rematadas en parejas de capiteles, todos ellos con elegante decoración vegetal. No tenía acceso la galería por este lado. A levante sí, a través de un arco en el que remataba esta galería, y que hoy se ve tapiado e incluido (dentro de un abandonado cuartucho) en el muro de la torre.

Por el lado de poniente, la galería continúa con su sucesión de arcos y columnas: en el centro de ella se abría la puerta más principal a la galería. Y a sus lados, tres arcos también sujetos de columnas y capiteles parejos. Finalmente, al norte se abrían un par de arcos completando ese abierto y airoso y alegre y feliz atrio en el que, el viajero se imagina sin gran esfuerzo, se reunirían al mediodía de los domingos, allá en los pasados siglos, las gentes del lugar.

Al templo se entra, desde el lado meridional del atrio, a través de una puerta de sencilla hermosura: es un vano cobijado de arcos semicirculares en el que surgen dos arquivoltas y un dintel arqueado. Se adornan de baquetones y algunos trazos geométricos. Y a su vez se apoyan en columnas rematadas por capiteles ya muy destrozados, pero en los que aún se adivina alguna forma humana. Los mejores capiteles son, sin duda, los de la galería porticada: muy parecidos a los de las iglesias (próximas entre sí) de Pozancos y Sauca, y sin duda copiados de los elementos iconográficos de los templos seguntinos (San Vicente, Santiago, la Catedral…), a su vez heredados de formas francesas, narbonenses y rosellonesas. Algunas formas del templo de Carabias van junto a estas líneas. Son apuntes tomados sobre el terreno, esquemas surgidos de la mano fría y el corazón contento.

El peregrinaje mañanero e invernal por los pueblos de Guadalajara tiene siempre su recompensa. Unas veces es la aparición de un monasterio entre la niebla; otras es la gran plaza donde un Ayuntamiento restaurado concita añoranzas; y aun la ermita barroca y aislada puede entregar el favor divino de la sonrisa franca. Esta vez ha sido la iglesia románica de Carabias, un lugar al que todos deberíamos ir, al menos, una vez en la vida. Porque es el lugar idóneo para enterrarla.

Illana: Arte e Historia

El palacio de Goyeneche, en Illana, en 1990, antes de ser completamente derribado.

 

Bien pueden servir las líneas que siguen para poner, en la brevedad obligada de una crónica periodística, todo lo que de interesante ofrece la historia y el arte de uno de los pueblos guadalajareños más distantes de su capital, y menos conocidos. De Illana concretamente. 

El origen de Illana es antiquísimo. Por aquí pasaba la vía romana y luego camino real, de Cuenca a Huete y a Madrid. El nombre del pueblo ya prueba su probable ascendiente romano (Illana = Juliana). Las orillas del río Tajo, al menos en sus tramos más amables y transitables, fueron asiento de abundantes villas y explotaciones agrarias en la época del Imperio. Los árabes fueron dueños de estas sierras de Altomira y márgenes del Tajo (y con seguridad habitantes también de Illana), durante varios siglos, pasando después el territorio, en el siglo XII, al reino cristiano de Castilla, quedando este término incluido en el alfoz o Común de Zorita, y como ella perteneció a la Orden de Calatrava. 

La Orden militar surgida en las tierras de la Mancha, se expandió notablemente hacia el norte, y en la zona sur de la Alcarria tuvo asentamiento muy poblado y rico: todo el territorio en derredor del puesto de Zorita, estuvo durante siglos en poder de los maestres calatravos. A Illana se la tenía por la Villa más antigua del Común de Zorita, pues en él tenía la prerrogativa de hablar primero que los demás pueblos. Al ser enajenados de las órdenes militares todas sus posesiones y pertenencias, Illana pasó a ser de señorío real, aunque continuó en tierra de Zorita, reconociendo la inmediata autoridad de sus comendadores. 

En 1605, Felipe III vendió la villa al marqués de Almonacid, y en el siglo XVIII fué comprada por don Juan de Goyeneche, marqués de Belzunce, quien en la meseta alcarreña fundó un pueblo, el Nuevo Baztán, donde construyó palacio, iglesia y colonia en torno a una floreciente industria de vidrio. Durante el señorío de Goyeneche, Illana conoció su máximo crecimiento, instalándose en ella industrias de tejidos y cordobanes; de curtidos y cordelería; explotándose los famosos vinos, que ya desde tiempos más antiguos, siglos XVI y anteriores, gozaban de excelente fama en la Corte. 

Precisamente sería este acaudalado y emprendedor hombre de negocios navarro, don Juan de Goyeneche, quien daría a Illana sus mejores momentos de prosperidad. Como un adelantado del Despotismo Ilustrado, desde los últimos años del siglo XVII Goyeneche puso en marcha, en diversos pueblos en torno a Madrid, industrias y explotaciones de diverso tipo que aprovecharan y transformaran los recursos naturales de la zona. Había nacido este personaje en Arizcun, en el Valle navarro del Baztán, y fué amigo personal del rey Carlos II «El Hechizado», en cuya Corte llegó a desempeñar altos cargos, como el de tesorero de los Ejércitos reales, y el de Contador de su segunda esposa, doña Mariana de Neoburgo. Al llegar los Borbones, continuó su asistencia a la Corte, donde por parte de Felipe V fué también muy querido, alcanzando entonces el puesto de tesorero de la esposa de éste, doña Isabel de Farnesio. Murió en 1735, a los 77 años de edad, en su pueblo de adopción y de fundación, el Nuevo Baztán madrileño. 

Juan de Goyeneche tenía en Madrid unas estupendas casas situadas en la calle de Alcalá, cerca del centro (son hoy palacio y sede de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando). Adelantándose a las futuras ideas repobladoras de Carlos III, este magnate se propuso la construcción de un pueblo perfectamente estructurado urbanísticamente, situado en las mesetas de la baja Alcarria, y al que dio el nombre de Nuevo Baztán, en recuerdo de su tierra natal. Tal fundación la hizo en 1709, y poco después fue el notable arquitecto José Benito Churriguera quien se puso como director de las obras, levantando el pueblo entero, y en su centro el palacio del señor, la iglesia y las tres plazas mayores. Sobre la portada del templo, una magnífica talla del santo navarro por antonomasia, San Francisco Javier. 

En Nuevo Baztán puso Goyeneche fábrica de vidrios, llegando a producirlos muy buenos. Y en los alrededores, que procuró adquirir y señorear, fue mejorando el nivel de vida de las aldeas poniendo en ellas industrias productivas que transformaran los productos de la tierra y generaran riqueza de transformación. Eso fue lo que hizo Goyeneche en Illana, construyendo las fábricas de curtidos, los cuatro telares de lanas y lienzos, y el taller de hilados de sogas. Además de construirse en la calle principal un fastuoso palacio de estilo barroco, con engalanadas líneas y un gran blasón central, muy posiblemente diseñado por el propio Churriguera. 

Por las calles de Illana se ofrecen magníficos ejemplares de palacios, del siglo XVIII, con grandes y bien trabajadas puertas barrocas, numerosos balcones y ventanas, tallados en piedra, etcétera. Es especialmente interesante el ya mencionado palacio barroco de Goyeneche, con portada de complicadas molduras y escudo de armas, que hoy se mantiene en un lastimoso estado de abandono y semirruina. Otra de las buenas casonas de Illana, la de los López Coronado, cayó bajo la piqueta recientemente. La iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción es un magnífico ejemplar del siglo XVI, aunque su exterior, de sillar y sillarejo, no ofrece apenas detalles de interés; el interior, de una sola nave, es grandioso y bello: se cubre de bóveda nervada, con crucería de complicada traza especialmente sobre el poco marcado crucero. Remata el presbiterio con un retablo mayor, de estilo barroco, churrigueresco, sin dorar, pero de una elegancia suprema. En su centro destaca una imagen de la Inmaculada. En la nave, sobre los muros laterales, destacan algunos otros retablos también barrocos. En la sacristía pueden contemplarse un par de curiosos lienzos, magníficos, uno de ellos representando las Almas del Purgatorio. En cualquier caso, Illana es un lugar que ofrece sugerencias e interés para el viajero y que bien merece un paseo por sus calles, ejercitando entre ellas la memoria de su historia.

El arca del agua: un patrimonio a conservar

 

Hace escasas fechas salió a luz un libro mío en que hacía referencia a los escudos de armas que por la ciudad de Guadalajara existen. Los escudos, de todos modos, eran referidos a una sola familia, a los Mendoza, que tienen tantos emblemas todavía distribuidos por la ciudad, que da para eso, para llenar un libro, y aún para más. Pues aún faltaban en él varios escudos. Uno de ellos lo descubrí pocos días después de salir el libro a la calle, y fué gracias a las indicaciones de un buen amigo, Fernando Benito, el de Valverde, que pude hacer una escapada, entre el barro cretoso de las cuestas del Sotillo, para apuntar un nuevo escudo mendocino, y, de paso, tomar nota de un monumento local que no está registrado en ninguna guía ni Catálogo monumental, pero que bien lo merece y, por supuesto, a partir de ahora lo estará, sobre todo en previsión de posibles acciones en su contra.

Me estoy refiriendo a un lugar y edificio que todos los habitantes de Guadalajara conocen, porque han pasado junto a él montañas de veces, pero no se habían parado nunca, como yo, a observarlo detenidamente, a apuntar y dibujar el emblema que campea sobre su puerta, y a investigar de sus orígenes e importancia histórica. Es el Arca del Agua, en el Sotillo.

Hoy se están haciendo allí unas gigantescas obras de desmonte, contradichas por quienes defienden la integridad de la ciudad y sus alrededores, paralizadas y luego permitidas por el Ayuntamiento, y que pueden dar, de seguir adelante, mucho y malo que hablar respecto a lo que es, o debe ser, el patrimonio natural de Guadalajara.

Por de pronto aquí va el registro del monumento que se contiene en esa finca del Sotillo, y que por su importancia histórica y su interés arquitectónico, debe ser preservado de cualquier daño. A mitad del recorrido del vallejo que sube a la derecha del barranco del Sotillo, camino ya de la llanada alcarreña rumbo a Miraflores y Horche, hoy escondido entre zarzas y juncos, aparece un edificio de planta rectangular, de unos tres metros de frente por seis de fondo, todo él construido de enormes sillares de piedra caliza, y cubierto por tejado a dos aguas hecho también con fuertes losas de piedra. En su frente aparece un vano arquitrabado cerrado por puerta metálica. Sobre la puerta, en el triángulo que queda entre ella y las dos aguas del tejado, surge tallado en piedra, y muy bien conservado, el escudo del duque del Infantado, con los blasones de Mendoza y Enríquez, rodeado de una leyenda de casi imposible lectura, pues los siglos han ido diluyendo la superficie de las piedras hasta dejar tan sólo algunos trechos en los que se leen cosas como «este agua del Sotillo» y «para la ciudad». Nada más. El nombre de quien lo hizo, y el año, son indescifrables.

Junto a estas líneas vemos el dibujo del escudo referido. Uno más para el catálogo de emblemas heráldicos mendocinos en Guadalajara. Es un escudo español, partido, con el blasón de los Mendoza y Luna en el cuartel derecho (por los duques del Infantado, rama principal, concretamente de don Iñigo López de Mendoza, quinto duque del Infantado) y el blasón de los Enríquez en el cuartel izquierdo (por doña Luisa Enriques de Cabrera, esposa del referido quinto duque), acolado de la cruz de la Orden de Caballería de Santiago, y timbrado por la corona ducal propia de tan alto título aristocrático.

Este edificio singular, simpático y atractivo, es la muestra de toda una historia de favores y preeminencias. Desde la Edad Media, la única agua de que disponía la ciudad de Guadalajara era la que manaba de diversas fuentes de las cuestas del Sotillo. El nivel freático de estos cerros calizos aflora en sus laderas y mana por hendiduras fácilmente. Prácticamente nunca, ni en las peores épocas de sequía, se han agotado estos manantiales. En el lejano siglo XV era doña Isabel de Vera, señora de Rello (Soria), pero casada con un Iñigo López de Mendoza, la dueña de estos manantiales. En 1459 hizo donación al Convento de San Francisco de Guadalajara del agua que daba el «viaje del Sotillo». Decía así esta señora al hacer su singular donativo: Toda el agua manantial e natural que es en la Fuente Mayor que yo tengo e poseo e me pertenesce en el Sotillo cerca del Olmo Término e jurisdicción de esta Villa camino de Sant Bartolomé de Lupiana, qués la fuente prinçipal e mayor de todas las dhas fuentes que yo hé y tengo e me pertenescen en el dho Sotillo.

Sin embargo, la propiedad de esta riqueza líquida era compartida por varias instituciones, pues en 1491 vemos que el Concejo de la ciudad cedía al duque del Infantado, el magnífico don Iñigo López, constructor del gran palacio que hoy le evoca, los derechos sobre ciertas fuentes recién alumbradas en la cuesta del Sotillo. En ese mismo año, un morisco de la ciudad, Alí Pullate, «engeniero alarife e veçino desta çibdad» se comprometía con el duque a hacer «sesenta arcas desde el nascimiento de donde nasce el agua del sotyllo fasta las casas e palaçios de su señoria en guisa quel dho maestre aly eche en cada una de las dhas arcas una tenaja de obra de çinquenta cantaros de agua y questa dha tenaja la meta debaxo de los caños que agora están de palo de pino y fecho el sitio de manera que pueda llevar e lleve un enforro de cal y ladrillo». Años después, en 1496, Alí Pullate volvió a ser contratado por el duque para terminar de hacer la traída de aguas al palacio, haciéndolas llegar a diversas salas, y al estanque del jardín. Esas obras se habían hecho desde la fuente mayor del Sotillo (esta que hoy describimos) hasta la puerta de Bejanque, pasando por la «fuente de la Niña» y el «arrabal del agua», a través de un encañado de 12.000 tejas protegidas por obra de cal y ladrillo, mientras que desde Bejanque al palacio iba por tuberías de caños o arcaduces de barro cocido.

Todavía poco después, en 1500, los franciscanos consiguieron de sus patrones los duques Mendoza, les sufragaran el coste de la traída de aguas que ellos poseían hasta el monasterio, puesto en alto (el actual Fuerte de San Francisco). Se construyó un estanque y un arca junto al dicho monasterio, desde donde se distribuía el agua por la ciudad.

A lo largo del siglo XVI, al crecer notablemente la población arriacense y aumentar sus necesidades de aprovisionamiento, se alumbraron nuevos manantiales por las cuestas del Sotillo. Los carmelitas, en 1560, abrieron nuevas fuentes en una finca entonces adquirida en el barranco, y crearon el llamado «viaje de Santa Catalina» que bajaba por la actual calle del Ferial. Luego se abrió otro que bajaba por el arrabal de Santa Ana, por el Amparo, etc.

Es evidente que los duques del Infantado siguieron cuidando con esmero estas traídas de aguas. Y así fue que a finales del siglo XVI el quinto duque mandara edificar este «Arca del Agua» del Sotillo, poniendo su escudo de armas sobre la puerta. Como un milagro, ha llegado hasta nuestros días en perfecto estado de conservación. Casi cuatrocientos años hace de aquello y solamente la superficie de las piedras se ha evaporado. El resto, incluido el rumor fresco y casi metálico del agua al caer en el arca, sigue como entonces. Rodeada de zarzas y barro, pero entera y pidiendo que su silueta y su memoria sean conservadas y protegidas. Esperemos que así sea.